Ilusión: 1. Concepto, imagen o representación sugeridos por la imaginación o causados por engaño de los sentidos. 2. Esperanza cuyo cumplimiento parece especialmente atractivo. 3. Complacencia en una persona, una tarea, etc. 4. Ironía viva y picante.
Lola abrió la puerta, se secó las manos en el mandil y le estampó un beso en cada mejilla. Luego lo condujo apresuradamente a la parte trasera de la casa.
—Está en el jardín —lo sujetaba por el brazo sin dejar de caminar—. Qué ilusión le va a hacer verte.
No recordaba la última ocasión en que había recorrido aquel pasillo. Habían transcurrido veinticinco años, o puede que alguno más. La pared parecía ahora más clara y las puertas que se abrían a los lados más pequeñas, pero reconoció el olor. Había perdurado intacto en su memoria y lo habría podido distinguir entre otros mil. Su simple roce lo trasladó mucho tiempo atrás, a los días de su niñez, cuando ese pasillo era como un túnel mágico que le conducía a Manuel Trabazo.
Entonces Leo Caldas miraba a Manuel Trabazo como al pescador de Capitanes intrépidos que interpretaba Spencer Tracy. Manuel el Portugués, se llamaba. No era canoso y enjuto como Trabazo, sino moreno y fuerte, pero para Caldas eran la misma persona. Había visto aquella película decenas de veces. El niño rico que caía al mar desde un transatlántico y era recogido por un barco pesquero, en el que uno de los marineros, Manuel el Portugués, enseñaba a aquel chaval impertinente a cantar y a reír. Lo mismo que Trabazo había intentado tantas veces con él.
Siempre lloraba cuando el Portugués, sonriendo y hablando en su idioma para que el chico no le entendiese, pedía a un compañero que cortase el cabo que lo aprisionaba sabiendo que, al ser cortado, aquel cabo lo arrastraría al fondo del mar, con los peces, donde Leo temía que un día también se marchase Trabazo.
Lo vio tumbado en una hamaca con sus botas de caña, unos pantalones oscuros y una chaqueta de lana gruesa. El flequillo blanco ocultaba en parte la piel arrugada por el sol y los ojos cerrados.
—No lo molestes —pidió Caldas a Lola—. Vengo en otro momento.
—Si se entera de que has estado aquí y no lo he avisado no me dirige la palabra en una semana —respondió Lola, y luego susurro—: Háblale alto. No oye demasiado bien.
Caldas asintió y Lola se acercó a Trabazo y agitó su brazo con firmeza, como antes había hecho con el del inspector.
—Manuel, mira quién ha venido a verte —gritó.
Trabazo abrió un ojo y luego el otro, y se incorporó con una sonrisa que arrugó su rostro todavía más.
—Coño, Calditas, ya sabía que andabas por aquí —dijo golpeándole suavemente las mejillas con las palmas de sus manos—. Creí que no te ibas a acordar de los viejos amigos.
—Me dijo mi padre que habíais hablado esta mañana.
—¿Él sabía que estabas en Panxón?
—¿No te lo comentó?
—¡Qué pirata! —masculló Trabazo sin dejar de sonreír—. Me pregunta lo baladí y se guarda lo importante.
—¿Entonces cómo supiste que estaba aquí?
Trabazo chasqueó la lengua con sorna.
—Cuando uno es una celebridad radiofónica no puede pretender seguir pasando inadvertido. Ahora eres como un atún entre sardinas.
—Ya será menos —respondió lacónico el inspector.
Trabazo dio un paso atrás y permaneció unos segundos examinando a Caldas, mirándolo de arriba abajo.
—Me cago en diez, Leo —dijo por fin, aproximándose y dejando caer su brazo sobre el hombro del inspector—. Qué alegría tenerte otra vez por aquí.
—Sí —contestó Caldas—. ¿Cómo estás tú?
—Jubilado, ya sabrás —confesó, yendo hacia el porche—. Pero no me quejo. Desde que dejé el hospital me puedo dedicar a mis esculturas —señaló unas figuras talladas en piedra que, colocadas sobre peanas, decoraban distintos rincones del jardín—. También puedo jugar la partida después de comer sin tener que dejarla apresuradamente. Aunque un médico nunca se jubila del todo, ya supones. ¿Vienes solo? —preguntó.
—Claro.
—Creí que te acompañaba un gorila violento.
Caldas sonrió. Le sorprendía la popularidad que había adquirido su ayudante en pocos meses.
—Tiene mala fama.
—Y la mano larga —aseguró Trabazo—. A Camilo casi le arranca las muelas en el espigón.
Caldas dio un suspiro y maldijo para sus adentros, pero decidió no preguntar quién era aquel Camilo con quien Estévez había tropezado en el muelle.
—¿Sigues pescando? —se interesó, en cambio.
—Todos los días salgo a echar una línea si no hay lluvia o mala mar —dijo con orgullo—. De eso si que no me va a jubilar nadie.
Trabazo le indicó que se sentara en una butaca de mimbre y se acercó a un mueble bajo. Volvió con dos vasos pequeños y una botella de licor café.
—¿Cómo está tu padre? —preguntó mientras servía.
—¿No habíais hablado esta mañana?
—¿No te digo que sólo me llama para chorradas? —exclamó—. Hoy quería que le recordase el nombre de un vecino con quien jugábamos al dominó en una época. No me explico para qué. Además de que ya no vive aquí, era un imbécil. Cuando le dije su nombre me colgó.
Así que su padre seguía tratando de poner al día su cuaderno.
—Tiene una libreta… El libro de idiotas, lo llama.
—¿Aún conserva la manía de apuntar a los estúpidos en una lista? —preguntó Trabazo perplejo—. Si eso era de antes de morir tu madre.
Por lo visto, Caldas había sido el último en conocer la existencia del cuaderno.
—Creo que llevaba tiempo sin revisarlo —dijo como excusando a su padre.
Trabazo sonrió otra vez y se llevó el vaso a los labios.
—¿Cuánto hacía que no te veía, dos años?
—Por lo menos —aseguró Caldas—. La última vez fue en casa de mi padre, ¿no?
Trabazo asintió.
—¿Cómo está Alba?
—No está —respondió Caldas escueto.
—Vaya. ¿Y tu padre?
—Afectado por la enfermedad del tío.
Leo Caldas sacó el paquete de cigarrillos de su pantalón y lo ofreció a Trabazo.
—¿Quieres?
—No, también soy fumador jubilado.
Caldas acercó la llama de su encendedor a un pitillo y, sosteniéndolo entre los labios, dio una calada profunda.
—El otro día al salir del hospital se le arrasaron los ojos, ¿sabes? Nunca lo había visto soltar una lágrima.
—Es lo que le sucede a la gente que tiene corazón —respondió Manuel Trabazo—, que se le arrasan los ojos cuando se emociona.
—Ya —admitió Caldas en voz baja.
—Pero tampoco te aflijas demasiado, Leo —añadió Trabazo al ver ensombrecerse el rostro del hijo de su amigo—. A partir de cierta edad vamos echando cáscara y todo nos afecta cada vez menos.
—Ya —dijo otra vez el inspector.
—¿No pruebas el licor café? Tu padre dice que eres un catador de primera.
—No le hagas mucho caso —respondió, dando un sorbo—. ¿Lo haces tú?
—No, me lo manda todos los años un antiguo paciente —explicó Trabazo, volviendo a beber y dejando las paredes del vaso impregnadas de licor oscuro y espeso.
—Pues está muy bueno —aseguró Caldas.
Trabazo se retrepó en su butaca y colocó los pies en la mesa, junto a la botella. Así permanecieron, en silencio, como cuando Caldas era un niño y se quedaba a dormir en la casa de Panxón buscando en Trabazo a Manuel el Portugués.
El cigarrillo del inspector casi se había consumido cuando Manuel Trabazo preguntó:
—No vienes sólo por verme, ¿verdad?
—No —admitió.