Intimidad: 1. Amistad íntima, confianza plena en el trato. 2. Parte reservada o más particular de los pensamientos, afectos o asuntos interiores de una persona, familia o colectividad.
Estévez dejó atrás la playa de la Madorra, tomó el desvío que conducía a Monteferro y poco más adelante un camino angosto que descendía encajonado entre los muros de las casas. El camino no tenía salida, terminaba en el portalón de madera oscura de una casa.
—Tiene que ser ésta —dijo el aragonés.
Se bajaron del coche, se acercaron a la entrada y llamaron varias veces al timbre sin obtener respuesta. A un lado, sobre el pilar al que se anclaba la puerta, estaba fijado un buzón postal, pero el espacio destinado a señalar el nombre del propietario estaba vacío. Caldas tampoco vio cartas en su interior.
Estévez, que había estado mirando a través de un resquicio entre dos de los listones que conformaban el portalón, apoyó las manos en el canto superior como si fuese a tomar impulso.
—Yo creo que aquí no hay nadie —dijo—. ¿Quiere que entre?
Caldas le miró atónito.
—No hemos venido a robar —dijo.
Dio un suspiro y, convencido de que nunca llegaría a entender la estructura cerebral de su ayudante, volvió al coche. Como no había espacio para dar la vuelta, Estévez tuvo que subir la cuesta marcha atrás, y al cabo de dos minutos, a pesar del ruido infernal del motor, apenas había logrado hacer avanzar el auto unas decenas de metros.
—¿Seguro que vamos a poder salir de aquí? —preguntó el inspector.
Estévez hizo un gesto con la cabeza hacia el retrovisor.
—Si se aparta ese coche de atrás, sí.
Caldas se revolvió en su asiento. En efecto, había un coche rojo detrás del de los policías. El inspector bajó su ventanilla y sacó por ella la cabeza.
—No hay salida —gritó.
Le pareció que el conductor del automóvil rojo hacía unos aspavientos con las manos indicándoles que continuasen cuesta abajo, y pidió a su ayudante que descendiese otra vez por el camino hasta la casa.
Al acercarse al portalón, éste se abrió automáticamente accionado por un mando a distancia, de modo que Estévez cruzó la puerta y detuvo el vehículo en el patio de entrada.
—¿Eso es una casa?
—¿Qué querías que fuese? —respondió Caldas mirando la fachada que daba al patio. Era una pared lisa de hormigón, sin puertas ni ventanas.
—No sé, parece un búnker —apuntó Rafael Estévez.
El coche rojo aparcó junto al de los policías y por la portezuela del conductor descendió una mujer joven vestida con un impermeable amarillo. La mujer se acercó a la ventanilla abierta del inspector. Tenía la cara angulosa y el cabello oscuro y muy corto.
—Aquí pueden dar la vuelta —dijo—. El ayuntamiento tendría que colocar allí arriba una señal de camino cortado para que la gente no se confunda.
—No nos hemos confundido —dijo Caldas, hablando a través de la ventanilla abierta—. Estamos buscando la casa de Marcos Valverde. ¿Es aquí?
—Sí, Marcos es mi marido —afirmó—. ¿Quiénes son ustedes?
—Soy el inspector Caldas, de la comisaría de Vigo.
—¿El Patrullero de las ondas? —preguntó la mujer.
Caldas asintió.
—¿Le ha sucedido algo a mi marido?
—No, no es eso —la tranquilizó Caldas—. Sólo deseábamos comentar un asunto con él.
—Ahora mismo Marcos no está en casa —dudó.
—Tal vez pueda ayudarnos entonces usted. No la entretendremos más que unos minutos.
Ayudaron a la mujer a recoger las bolsas con la compra que llevaba en el maletero y la siguieron por un camino de grava.
Caldas miró el pequeño jardín de rocalla repleto de hierbas aromáticas. Vio algunos frutales sin hojas alineados en el césped y, más adelante, junto a la pared de hormigón, una planta de hierba luisa.
Al doblar la esquina, el refugio antinuclear se transformó. La fachada orientada al mar era una cristalera rectangular que convertía toda la vivienda en un gran mirador sobre el terreno en pendiente. Caldas pensó que la vida no podía haber tratado mal al marinero si era aquélla su casa. Parecía más la segunda residencia de un arquitecto vanguardista que la vivienda habitual de un hombre que pocos años antes había compartido barco y amistad con José Arias y Justo Castelo.
—¿Quieren tomar algo? —les preguntó al entrar.
Los policías declinaron el ofrecimiento y, mientras la mujer vaciaba las bolsas en la cocina, aguardaron en un salón que parecía un homenaje a la arista y la línea recta. La chimenea de hierro situada en el extremo de la sala era cuadrada, como las sillas y las láminas que decoraban la pared. Rectangulares eran la estantería de obra, el sofá, la mesa y el modernísimo equipo de música.
Estévez se acercó al ventanal para contemplar el panorama, la vista que abarcaba toda la bahía, desde Panxón hasta Baiona; Caldas salió un instante al jardín para sacudirse la arena de los zapatos. Luego se acercó a la estantería, hecha del mismo hormigón que la fachada que daba al patio. Estaba curioseando entre los discos de música clásica cuando la mujer regresó al salón. Ya no vestía el impermeable amarillo, sino una camisa blanca con varios botones desabrochados y un pantalón ceñido que permitía intuir un cuerpo escultural, acaso demasiado sinuoso para aquella casa.
—¿Le gusta la música, inspector?
—Me temo que no tanto como a usted…, o a su marido.
—A mí —confesó—, aunque algunas veces también escucho su programa. No sabía que fuese usted real.
—Siento decepcionarla —dijo el inspector, y la mujer le sonrió del mismo modo que Alba, torciendo las comisuras de la boca hacia abajo.
Leo Caldas recorrió con la mirada los cientos de discos ordenados sobre el hormigón preguntándose si estaría entre ellos la melodía que Justo Castelo había dejado de silbar poco antes de su muerte.
—¿Conoce la «Canción de Solveig»? —preguntó.
—Claro. Es de Grieg. Está por ahí —dijo ella, y se dejó caer en un sillón cuadrado—. ¿Por qué no se sientan?
—Usted no es de aquí, ¿verdad? —preguntó el inspector.
—No —dijo ella—, mi familia hace años que viene a pasar el verano, pero soy de Madrid. Éste es sólo mi segundo invierno en Panxón.
—¿Y cómo lo lleva?
—Deseando que lleguen el calor y la gente —volvió a sonreír de pura resignación—. Nunca pensé que fuese a ser tan duro.
—Dígamelo a mí —resopló Estévez abriendo la boca por primera vez.
—Al menos vive en una casa preciosa —apuntó Caldas—. ¿La diseñaron ustedes?
—No, la compramos el año pasado. El anterior propietario era un arquitecto de Madrid, un amigo de mi familia. Ésta era la casa en la que había previsto vivir después de jubilarse.
—¿Y cómo es que se la vendió?
Ella levantó la vista hacia el techo altísimo.
—Marcos sabía lo mucho que me gustaba esta casa y no paró hasta lograr que el amigo de mis padres nos la vendiera. Siempre acaba consiguiendo lo que se propone, ¿sabe? Tiene ese don.
—Ya. ¿Dónde está él ahora?
—Trabajando, como siempre. Todo lo que tiene lo ha conseguido con su trabajo.
—¿A qué se dedica su marido?
—A demasiadas cosas. No sabe estarse quieto. Construcción, coches… Ahora incluso está empezando a hacer vino.
—¿Vino?
Ella asintió.
—El año próximo pretende embotellar su primera cosecha. De hecho a esta hora debe de estar en la finca. Es lo que le mantiene más ocupado estos días. A Marcos le gusta tenerlo todo controlado y, como están podando, pasa allí todas las mañanas.
Caldas decidió no seguir merodeando y abordar el asunto que le había llevado hasta allí. Miró a su alrededor buscando un cenicero, pero no lo encontró y renunció a sacar un cigarrillo.
—¿Le ha hablado su marido en alguna ocasión de la época en que trabajó en el mar?
Los ojos de la mujer de Valverde le dijeron que había entendido por fin a qué debía la visita de los policías.
—Vienen por el suicidio de ese marinero, ¿no?
—Así es —respondió Caldas jugueteando con el paquete de tabaco que descansaba en su bolsillo—. ¿Sabe que ese hombre había sido compañero de su marido?
—Por supuesto.
—¿Se lo ha contado él?
—No hace falta que me lo cuente. Marcos apenas habla del pasado, pero siempre encuentro a alguien dispuesto a insinuar las cosas. También ésas que una no desearía escuchar nunca.
—¿A qué se refiere?
—Éste es un pueblo pequeño, inspector, que no le engañe ver tantas casas —señaló a través del cristal las que se agrupaban a lo largo de la playa—. En invierno están todas vacías. No me gustan los chismes, por eso no bajo más de lo necesario al pueblo. No quiero que hablen de mí ni que me cuenten las intimidades de los otros.
—¿Pero sí sabe que su marido y Castelo sufrieron un naufragio?
—Claro, inspector. Y que hubo un muerto.
—¿Y nunca lo comentó con él?
—Una vez —respondió—, pero a Marcos le disgustó que lo hiciese. Supongo que es natural que no quiera recordar un trago tan amargo como aquél.
—Supongo que sí. ¿Mantenía su marido algún trato con sus antiguos compañeros de barco?
—Ninguno, que yo sepa. Ni con el Rubio ni con ese gigantón: Arias.
—Pero en una época fueron muy amigos.
—No creo que fuesen tan amigos como dice, inspector. Marcos tiene poco que ver con ellos.
—¿Los conoce?
La mujer de Valverde negó con la cabeza.
—A Arias sólo de vista. Volvió al pueblo al poco de estar yo viviendo aquí. Al Rubio le he encargado marisco alguna vez, cuando he tenido un compromiso. Sí he tratado más a su hermana Alicia, la maestra. Tiene que estar destrozada.
—Sí —dijo Caldas, pensando que Alicia Castelo se parecía muy poco a aquella mujer.
—¿Sabe una cosa, inspector? Ese hombre, el Rubio, me daba lástima. Estaba siempre solo y parecía triste. Un hombre triste de verdad. Creo que no sorprendió a nadie que decidiese matarse.
—Ya —dijo Caldas lacónico, y luego avanzó un paso más—. ¿Ha notado a su marido preocupado últimamente?
—Siempre está preocupado por algo. Marcos es así.
—Me refiero a si alguien ha tratado de amedrentarlo…
—Ya sé a qué se refiere. ¿No creerá usted también en esas alucinaciones pueblerinas?
Los ojos de la mujer de Valverde y los de Rafael Estévez se clavaron en él aguardando su contestación, y Leo Caldas notó cómo el rubor calentaba súbitamente sus mejillas.
—¿Cómo dice? —tartamudeó, apretando con fuerza el paquete de tabaco dentro de su bolsillo.
—Vamos, inspector. Sabe perfectamente de quién le estoy hablando. Del capitán Sousa, el patrón del barco en el que naufragó mi marido. Cuentan que su fantasma lleva un tiempo apareciéndose y acosando al Rubio. Seguro que habrá muchos vecinos dispuestos a jurar que ese capitán fue quien lo forzó al suicidio. ¿No creerá usted también esas patrañas?
—No se trata de lo que yo crea. ¿Ha notado a su marido inquieto, asustado?
—¿Por ese fantasma?
—Por cualquier cosa.
—No —aseguró—. Marcos no tiene tiempo para supersticiones.
La mujer de Valverde los acompañó por el camino de grava hasta el coche. Leo Caldas se desvió unos pasos, se acercó a la hierba luisa y deslizó su mano sobre las hojas.
—Necesitaremos hablar con su marido —dijo mientras aspiraba el olor impregnado en sus dedos—. ¿Sabe si tiene previsto ir esta tarde al entierro de Castelo?
—Creo que sí.
Leo Caldas le entregó una tarjeta.
—Ahí tiene mi teléfono —le indicó—. Llámeme si necesita cualquier cosa.
—¿Cualquiera? —preguntó, y en un instante la mujer de Valverde desapareció y volvió a ver a Alba sonriéndole.
Leo Caldas se ruborizó por segunda vez y prendió un cigarrillo arrugado, tratando de ocultar su turbación tras un velo de humo.
—Encantada, inspector Caldas —dijo ella, y su camisa se abrió todavía más al tenderle la mano.
—Igualmente —respondió, estrechándosela y haciendo un esfuerzo inhumano para no mirarle los pechos.
Entró en el coche preguntándose cómo un hombre podía pasar en tan pocos años de trabajar de marinero en un pequeño barco pesquero a tener una casa y una mujer como aquéllas. El timbre agudo de su teléfono móvil sonó cuando aún no había dado con la solución.
—¿No habíamos quedado para comer? —le saludó su padre al otro lado de la línea.
Leo Caldas consultó su reloj, comprobó que eran casi las dos y soltó una maldición. Había olvidado llamar para cancelar su cita.
—Todavía estoy en Panxón —se excusó. Aún le remordía el modo arisco en que se había bajado del coche el día anterior cuando su padre preguntó por Alba y lamentaba darle ahora un plantón—. Siento no haberte avisado antes.
—Podemos retrasarlo una hora, si quieres. Tengo cosas que hacer.
Caldas también las tenía: pretendía acercarse al cementerio durante el entierro y hablar con los marineros del Xurelo y con el camarero del Refugio del Pescador que había estado charlando con Castelo el sábado por la tarde.
—Es que necesito estar aquí a primera hora de la tarde.
—¿Te veo entonces en el hospital?
—Quizás —dijo, aun sabiendo casi con certeza que tampoco estaría de vuelta en Vigo a la hora de las visitas—. ¿Has sabido algo del tío esta mañana?
—Que está más o menos como ayer.
—Ya.
—¿Entonces vas a comer en Panxón? —preguntó su padre, sin un asomo del desencanto que Caldas intuía.
—Algo picaremos aquí, sí.
—Si tienes un rato podías pasar a ver a Trabazo.
¡Trabazo! Hacía mucho tiempo que Leo Caldas no oía mencionar su nombre.
—¿Sabes algo de él?
—Hemos hablado esta mañana.
No podía ser casualidad.
—¿Hoy?
—Sí, y me preguntó por ti. Siempre te escucha en la radio.
—No le habrás dicho que estoy trabajando en Panxón.
—No, claro…, pero sé que le haría ilusión verte.