Horizonte: 1. Línea donde parecen confluir la superficie terrestre y el cielo, observada desde cualquier punto alejado. 2. Parte de la superficie terrestre que comprende o limita esa línea. 3. Nuevas posibilidades o perspectivas que ofrece una cosa. 4. Campo que es capaz de abarcar el conocimiento de alguien.
Leo Caldas buscó su paquete de tabaco y encendió un cigarrillo. Estaban de pie, apoyados en la barandilla de la playa de la Madorra, viendo las olas romper sobre la franja oscura de algas que cubría la orilla.
—¿Dónde dices que lo encontraron?
—Allí, entre las algas —respondió Estévez señalando un punto con su mano.
Caldas miró hacia el lugar indicado por su ayudante y luego a los lados. A la izquierda, una pequeña lengua de tierra cerraba la playa. En ella, al otro lado del cañaveral que se veía desde allí, estaban la lonja, el club náutico y el resto de casas. Tampoco podía verse el arenal enorme de Panxón que se extendía más allá. A la derecha, al final de la playa, comenzaba Monteferro. Aquella mañana la silueta del promontorio era tan gris como el cielo y el mar, y el monolito de su cima se distinguía con dificultad entre la bruma. Sobre el agua, alineadas con la punta del monte, sobresalían las islas Estelas como dos jorobas oscuras.
—Echaba espuma por la boca —añadió Estévez.
—Ya —respondió Caldas, pensando que Castelo podía haber sido arrastrado hasta allí desde cualquier sitio, como las algas cuyo olor apenas le permitía disfrutar del cigarrillo.
Descendió los peldaños hasta la playa y comenzó a caminar hacia el agua. La lluvia había formado una capa oscura sobre la arena, como una costra que se quebraba con cada pisada. Caldas se detuvo a unos metros de la orilla y permaneció de pie, contemplando las olas, con el viento frío del mar avivando su cigarrillo. Se imaginó el cuerpo sin vida del marinero preso en aquella telaraña de algas, zarandeado por las mismas olas que cada pocos segundos rompían frente a él.
Habían hablado con varios vecinos después de conversar con el carpintero. Todos coincidían en definir al muerto como un hombre tranquilo y callado, demasiado reservado incluso para tener enemigos entre la gente del pueblo. Nadie le había conocido más mujeres que su hermana y su madre, ni más amigos que Arias y Valverde, los marineros que había dejado de frecuentar tras el naufragio del Xurelo. Aunque algunas tardes se acercaba como los demás al Refugio del Pescador, el Rubio no jugaba a los naipes ni bebía en exceso. Nada parecía existir en su vida más allá del trabajo diario en la mar, los artilugios engranados en el cobertizo y los ratos de sobremesa en casa de su madre.
A Leo le había sorprendido no escuchar las alabanzas desmedidas que solían acompañar a los difuntos cuando comenzaban a serlo, pero lo cierto es que tampoco había oído reproches. Tenía la sensación de que ni les apenaba su falta ni se alegraban de su muerte. Los vecinos de Panxón mantenían ante el marinero muerto la misma distancia prudente que él había guardado con ellos en vida.
Sin embargo, como aquella película húmeda y dura que al partirse bajo los pies mostraba la arena blanca, a la hora de su muerte la superstición había resquebrajado la mesura que había acompañado toda la vida de Justo Castelo.
En Panxón nadie dudaba que el Rubio había decidido terminar con su propia vida y, aunque no lo manifestaban abiertamente, todos buscaban culpables en el pasado, en el miedo al fantasma del patrón de barco ahogado años atrás cuya sola mención hacía a la gente de mar tocar hierro y escupir al suelo.
También apuntaba al naufragio del Xurelo la pintada en la chalupa del muerto. El carpintero de ribera recordaba la palabra y la fecha marcadas en la madera a pesar de haberlas visto sólo fugazmente. Caldas esperaba la confirmación de la UIDC, confiaba en que algún rastro en la pintura, la caligrafía u otro detalle pudiera ayudarles a identificar al autor.
Dio una última calada al cigarrillo y se agachó para apagarlo enterrándolo en la arena. Se quedó acuclillado admirando las olas. Caldas era capaz de contemplarlas hipnotizado durante horas, como el fuego. Le gustaba ver cómo se levantaban al acercarse a la orilla antes de derrumbarse violentamente y avanzar hacia la playa convertidas en espuma. Le pareció de una extrema crueldad que a ese mismo mar incontenible alguien hubiese arrojado al marinero rubio después de golpearlo en la cabeza y haberle ligado las manos.
A excepción de la mujer del viejo Hermida, nadie había visto soltar amarras a Castelo el domingo por la mañana. La mayor parte había aprovechado el día festivo para dormir, y a los pocos que se encontraban despiertos a primera hora, la lluvia y el viento les hicieron desistir de moverse de sus casas hasta media mañana. La mujer había observado al marinero desde su ventana, mientras remaba en la chalupa hacia el barco. Luego lo había visto partir, solo y con el foco encendido, alrededor de las seis.
El vigilante del club náutico no lo había visto zarpar, puesto que no había guardia nocturna fuera de la temporada turística. Su turno había comenzado a las siete, y, desde entonces, ningún otro barco había dejado el puerto aquel domingo triste y gris de octubre.
Estévez había telefoneado al puerto de Baiona, al otro lado de la bahía, y tampoco allí había habido movimiento. El tiempo había sido demasiado desapacible para las embarcaciones de recreo y los pesqueros habían permanecido amarrados, pues tenían prohibido no sólo faenar, sino incluso hacerse a la mar en domingo.
Levantó la vista desde la grupa de una ola hasta el horizonte. Era sólo una línea difusa en la que el mar se fundía con las nubes. Leo Caldas no se resignaba a aceptar que la mañana del crimen no hubiese navegado en aquella zona más embarcación que la de Castelo, sin otro tripulante que él mismo. El cuerpo del pescador había sido arrastrado por la marea hasta aquella playa, ¿pero dónde estaba el barco? Había agentes de la UIDC rastreando cada rincón de la costa. Antes o después tendría que aparecer.
Volvió hasta la carretera caminando sobre la corteza de arena. Su ayudante continuaba apoyado en la barandilla metálica de la playa de la Madorra.
—¿Ha encontrado algo, inspector?
Caldas le miró con displicencia. ¿Qué pretendía Estévez que hubiese encontrado? ¿Un tesoro?
—Como estuvo un buen rato agachado en la arena… —se justificó el aragonés.
—No —dijo—, no encontré nada. ¿Preguntaste dónde vive el tal Valverde?
—Sí.
—¿Crees que sabrías llegar?
—Claro, es ahí delante.
—Pues vamos.
—¿Ha visto cómo se ha puesto los zapatos? —observó Rafael Estévez antes de montar en el coche.
—Sí —contestó Leo Caldas sin molestarse en mirarlos.