Barra: 1. Objeto alargado y estrecho, generalmente de sección cuadrada o cilíndrica. 2. Mostrador de un bar, restaurante o cualquier otro establecimiento similar. 3. Acumulación de arena en la embocadura de un río o en la entrada de un puerto o golfo. 4. Bandada de aves.
Con la primera luz del día, los barcos habían dejado de ser siluetas intuidas en la oscuridad y se mostraban como en un desfile, casi inmóviles, con las proas alineadas hacia la playa de Panxón.
No eran más de una veintena, la mayor parte pequeñas gamelas de remos o con motores fueraborda de escasa potencia. Distinguieron las embarcaciones de Arias y Hermida, algo más grandes que el resto y con las nasas apiladas sobre cubierta. Un velero azul oscuro cuyo mástil oscilaba despacio apuntando al cielo destacaba entre las barcas de los pescadores como una copa de champagne en la barra de un bar de carretera.
La chalupa del marinero muerto seguía amarrada a su boya. Caldas había hablado con la UIDC y pronto llegarían los agentes para sacar el bote del agua y examinarlo junto al remolque en busca de alguna pista.
Después de la revelación del viejo Hermida, que relacionaba la muerte del marinero con la aparición de un capitán de barco ahogado años atrás, los policías habían hablado con el camarero de El Refugio del Pescador. Su compañero del turno de tarde, aquél con quien Arias aseguraba haber visto conversar a Castelo la víspera de su muerte, no llegaría hasta las cuatro.
Había dos hombres sentados en la punta del espigón con sus cañas de pescar tendidas sobre el agua, y los policías echaron a andar hacia ellos. Caldas miró el pueblo sin apenas movimiento. Parecía un decorado de cartón que alguien hubiese colocado entre el cielo y la playa.
La verja del club náutico estaba abierta y también lo estaba la puerta corredera del almacén situado frente al edificio social. Vieron en su interior varios barcos de vela ligera cubiertos por fundas de lona. Aún tendrían que esperar varios meses hasta que alguien los botase al mar. Desde algún lugar del interior les llegaba el ris ris de una sierra cortando madera.
Siguieron caminando. El viento frío del mar golpeaba sus rostros cargado de salitre. Por unos instantes, Caldas olvidó el motivo que les había conducido al puerto. Fueron las nasas de Justo Castelo las que le devolvieron a la realidad, recordándole que alguien había dado muerte al marinero que llamaban el Rubio de un modo despiadado, golpeándolo hasta hacerle perder la consciencia y arrojándolo después al mar con las manos atadas. Estaba convencido de que no lo habían hecho sólo para impedirle nadar. Pensaba que la intención última había sido cubrir el asesinato con el disfraz de un suicidio, lograr convencer a los vecinos del pueblo de que el propio pescador había decidido dar por terminada su existencia antes de tiempo.
Estévez se detuvo ante las nasas. Estaban colocadas cuidadosamente unas sobre otras y apoyadas en dos grupos separados contra el murete pintado de blanco.
—¿Cómo funcionan? —preguntó el aragonés.
—Son como jaulas con paredes de red —respondió el inspector señalando una de las de la última hilera.
—Eso ya lo veo, inspector.
—Pues eso. Se coloca ahí dentro el cebo y se dejan en el fondo del mar. Cuando las nécoras entran a comer, quedan atrapadas.
Estévez señaló un trozo de tubo ancho y corto situado en la cara superior de la nasa.
—¿Se cuelan por ahí?
—Eso es. Vienen buscando la comida y trepan por las paredes hasta dar con la boca de la nasa.
—¿Y por qué no se van por donde entraron? —preguntó el aragonés.
—Porque las nécoras no nadan —explicó el inspector—. Tendrían que caminar boca arriba para encontrar la salida.
—¿Y los camarones? Ésos sí nadan.
Caldas le mostró una nasa de las del otro grupo. Éstas tenían la malla exterior más tupida que las otras.
—Es más o menos lo mismo, aunque la red de las paredes tiene menos luz para que no se escapen y la boca de entrada es más pequeña y cónica, mucho más ancha por fuera que por dentro.
—Para invitarlos a pasar.
—A pasar y a quedarse —apuntó Caldas—. Porque no son capaces de salir.
Caminaron hacia el extremo de la escollera, donde los dos pescadores canturreaban mirando fijamente los sedales hundidos en el mar.
Desde arriba podían verse los peces nadando cerca de la superficie, rondando los anzuelos sin sospechar el peligro que los acechaba. Cuando una caña se dobló con violencia, el pescador que la sujetaba dejó de cantar.
—El primero —sonrió, y guiñó un ojo a los policías.
Fue recogiendo el carrete, al principio con cuidado y después más rápido, hasta sacar del agua a un pez que se agitó tratando de soltarse. El pescador liberó la boca del pescado y lo dejó caer en una caja metálica. Luego volvió a cebar el anzuelo y con un movimiento enérgico lo lanzó de vuelta al mar. Caldas se aproximó a la caja de latón y vio el lomo verde y brillante de una caballa sacudiendo su cuerpo frenéticamente.
Después de un par de minutos, los golpes contra la caja de los primeros momentos ya sólo eran convulsiones intermitentes, cada vez más espaciadas. La caballa, con la boca abierta y las branquias palpitando en un intento desesperado por respirar, se mantenía inmóvil durante un tiempo, pero seguía encontrando fuerzas para una nueva sacudida y volvía a saltar en la caja en un estertor agónico que nunca era el definitivo.
Caldas recordaba las palabras de Guzmán Barrio en la sala de autopsias. «¿Has visto morir un pez fuera del agua?», había preguntado el forense.
La caballa se estremeció una vez más buscando oxígeno y Caldas imaginó a Justo Castelo tratando de respirar bajo las ola, sin encontrar en cada bocanada más que agua anegándole los pulmones. Se preguntó si no habría sido la caridad la que había movido al asesino a golpearlo en la cabeza.
Había tres caballas más en la lata cuando el inspector vio a Hermida y a su mujer al pie de la rampa, colocando su chalupa boca abajo sobre el carro. Aunque Arias había arrastrado el suyo hasta la plataforma sin más ayuda que sus músculos, los ancianos necesitaban la tracción del coche para subir su remolque por la pequeña cuesta de piedra y dejarlo junto a los demás.
—Voy a hablar con la mujer del viejo —dijo Caldas en voz baja—. A ver qué es lo que vio el otro día.
—Como le dé al aguardiente desde las ocho de la mañana como su marido es probable que ella también haya visto fantasmas —sonrió el aragonés—. ¿Le acompaño?
—No —dijo Caldas, y giró su cabeza hacia los dos pescadores—, a ver si estos dos te cuentan algo.