Descubrir: 1. Quitar la tapa o la cobertura de algo cerrado u oculto de manera que se vea lo que hay dentro o debajo. 2. Manifestar algo oculto. 3. Encontrar una cosa cuya existencia se desconocía. 4. Encontrar una nueva fórmula o explicación científica de los fenómenos de la naturaleza mediante la experimentación, la observación y la reflexión. 5. Quitarse el sombrero u otra prenda que cubra la cabeza.
Llegaron a Panxón cuando el reloj del inspector aún no había marcado las siete y cuarto, y encontraron el edificio de la lonja todavía cerrado y sin rastro de actividad en el exterior.
—¿Seguro que hacía falta madrugar tanto? —masculló Estévez mirando a su alrededor—. Esto está desierto.
Caldas no contestó. Era la tercera vez que su ayudante protestaba por el mismo motivo, y si a Estévez se le había metido en la cabeza que habían ido más temprano de lo debido, nada le haría cambiar de opinión. Por lo demás, su ayudante tenía razón: allí no había un alma.
La lonja estaba en una calle cortada que, dejando las casas a la derecha y el mar a la izquierda, moría en un pequeño club náutico. Más allá comenzaba el espigón de piedra que abrigaba el puerto.
—Ya aparecerá alguien —dijo el inspector—. Aparca allí delante.
Estévez avanzó hasta detener el automóvil frente al mar. Como la lluvia no había cesado, permanecieron en el interior del coche, con el limpiaparabrisas en marcha y las luces apagadas, contemplando los pocos barcos que dormían en el puerto.
En Panxón no había pantalanes. Las embarcaciones se amarraban a muertos, boyas que flotaban sujetas por cadenas a bloques de hormigón hundidos en el fondo. La mayor parte eran gamelas y otros barcos de pesca pequeños, aunque se adivinaba un mástil en la oscuridad.
Caldas recordaba que durante el verano, cuando los cascos de motoras y veleros se apiñaban sobre el agua, un chico recorría el puerto en una lancha neumática embarcando tripulantes o devolviéndolos a tierra. Sin embargo, bajo la lluvia, muchas boyas se balanceaban vacías, resignadas a permanecer huérfanas hasta el año siguiente, cuando los veraneantes volvieran a ocuparlas con sus embarcaciones de recreo.
Una rampa de piedra descendía desde la calle hasta el agua frente al edificio de la lonja. En su parte superior, junto a los coches aparcados, algunos botes de madera descansaban a resguardo de la pleamar.
Detrás de la rampa comenzaba la playa, que se extendía hasta la falda del monte Lourido, formando un arco inmenso sólo quebrado por un regato que desembocaba entre la arena dividiendo la playa en dos mitades.
Monteferro y las islas Estelas proporcionaban un abrigo natural al puerto de Panxón. Allí la playa estaba resguardada y apenas presentaba oleaje. En cambio, a medida que se alejaba del pueblo quedaba desguarnecida, tan abierta al Atlántico que los viejos marineros aseguraban que América era el primer obstáculo en la ruta si se navegaba en línea recta hacia el oeste. Por eso, al cruzar el riachuelo el arenal dejaba de llamarse Panxón y pasaba a ser Playa América.
Allí, sin el resplandor del pueblo ni farolas iluminando el paseo, la línea de la costa sólo se distinguía por el rastro blanco de espuma que dejaban las olas en la oscuridad al romper sobre la arena.
Leo Caldas recordaba un mes de agosto en que habían acudido allí con frecuencia. Si la marea estaba baja, Alba recorría la playa de punta a punta, por la orilla, empeñada en apoyar su mano en los dos muros que la delimitaban, como si el paseo no fuese completo de no hacerlo. Él la acompañaba, pero se detenía antes de alcanzar cada uno de los extremos. Doblegaban su determinación tanto las algas que cubrían la arena húmeda al aproximarse al muro de Playa América como las conchas que le arañaban las plantas de los pies descalzos cerca de la pared de la rampa del puerto de Panxón.
A Caldas le asombraba comprobar cómo otros muchos paseantes compartían con Alba aquel empeño absurdo por caminar hasta tocar los muros, como si sus huellas fuesen a quedar marcadas sobre la piedra para toda la eternidad.
—¿Está seguro de que hoy hay lonja, jefe? —murmuró el aragonés después de unos minutos, devolviéndolo de los paseos estivales a la mañana lluviosa de otoño.
Leo Caldas pasó la vista por el puerto vacío y le asaltó la duda. ¿Y si la lonja no abriese aquella mañana en señal de duelo por el marinero ahogado? No había reparado en esa posibilidad hasta entonces, pero ahora le parecía natural que un puerto de tan escasas dimensiones como el de Panxón cesase su actividad ante la muerte de uno de los pescadores.
—Claro —contestó, y se hundió en su asiento. Trató de hallar una disculpa convincente que ofrecer a su ayudante, pero fue descartando todas las que se le ocurrieron. Ya estaba resignado a sufrir un viaje de vuelta a Vigo repleto de reproches cuando, casi de manera simultánea, dos luces doblaron la punta de la escollera y enfilaron el puerto.
El primero de los barcos apagó el motor al aproximarse a una boya a la que ya estaba amarrada una diminuta chalupa de madera. La silueta del marinero se incorporó sobre la borda y hundió el bichero en el agua para recoger un cabo.
Una bombilla colgada como un candil sobre la cubierta les permitía ver su rostro arrugado. Algunos mechones de pelo blanco se escapaban del gorro oscuro que lo protegía del frío y la lluvia.
Se acordó de la novela policíaca de una autora francesa que Alba le había regalado un par de años atrás. Hacía tiempo que había olvidado la trama, pero recordaba a Joss, uno de sus personajes. Era un marinero alejado del mar que se ganaba la vida como pregonero en una plaza de París. Leía en voz alta los mensajes que los vecinos le hacían llegar y, al final de cada pregón, narraba un naufragio. Describía las características del barco y las condiciones del mar, y la gente contenía la respiración esperando el balance de víctimas del hundimiento. Leo disfrutaba imaginando los suspiros de alivio de los presentes cuando Joss concluía: «Sin muertos ni desaparecidos».
Después de asegurar el barco, el marinero comenzó a volcar el contenido de las nasas en un capazo para poder trasladar las capturas nocturnas a tierra. La misma operación se repetía más lejos, en el otro barco que había regresado de faenar.
Varias gaviotas revoloteaban sobre ellos, y por la ventanilla abierta del inspector se colaban sus gritos reclamando que alguna pieza fuese devuelta al agua y el olor penetrante de la marea baja.
—Se llama Ernesto Hermida —dijo Estévez.
—¿El viejo? —preguntó Caldas.
—No, la gaviota —refunfuñó el aragonés—. Menuda pregunta.
Caldas sonrió y dirigió la vista al marinero. A medida que limpiaba las nasas, las iba colocando en orden para facilitar la tarea de largarlas otra vez al mar al día siguiente.
Tras vaciar la última, apagó la lámpara y la noche se cernió sobre su embarcación.
—¿Y? —preguntó entonces Estévez.
—¿Y? —respondió Caldas, sin saber a qué se podía referir su ayudante.
El aragonés señaló el barco del viejo con un aspaviento.
—¿Y ahora qué? —preguntó.
Leo Caldas le miró de reojo.
—¿Esperabas que lanzase unos cohetes al terminar?
—Claro que no, coño —protestó Rafael Estévez—. Pero si deja el barco atado a la boya, ¿cómo va a venir el tal Hermida hasta aquí? ¿Nadando?
—¡Ah! —el inspector se encogió de hombros. No había rastro del chico que desembarcaba a los veraneantes ni de su lancha de goma—. Supongo que no.
Volvieron a ver a Ernesto Hermida remando hacia la rampa en el bote de madera que antes dormía amarrado a la boya. Una mujer tan mayor como él esperaba al borde del agua, de pie sobre la piedra oscura descubierta por la marea. Llevaba un mandil blanco sobre la ropa y sostenía un paraguas negro que la protegía de la lluvia. Algunas gaviotas habían planeado hasta la rampa y la escoltaban posadas en la piedra.
Al llegar a ella, el marinero le tendió el cestón con las capturas. La mujer lo recogió con dificultad y lo dejó caer en el suelo, junto al paraguas abierto. Luego, cuando el viejo saltó a tierra, subieron el capazo con la pesca por la rampa. Cada uno sostenía un asa.
—¿Vamos? —preguntó Estévez señalando las luces encendidas del edificio de la lonja.
En el mar se había apagado también la bombilla que iluminaba el otro barco. Caldas consultó su reloj. Faltaban más de veinte minutos para que comenzase la subasta y prefirió aguardar en el coche.
La chalupa del otro compañero del marinero muerto apareció entre los barcos poco después. El bote parecía más pequeño que el del viejo, como de juguete.
—Ése se llama Arias —le indicó Rafael Estévez, y luego añadió—: Es más alto que yo.
Arias no necesitó ayuda para trasladar su pesca. Sin esfuerzo aparente, cargó un cesto en cada mano y comenzó a caminar rampa arriba.
Cuando los policías le vieron cruzar la calle y entrar en la lonja, salieron del coche.