Iluminado: 1. Alumbrado por una luz. 2. Persona que cree tener revelaciones sobrenaturales para emprender una acción o que cree tener conocimientos superiores a los de los demás. 3. Seguidor de la secta española del siglo XVI según la cual era posible llegar a un estado de perfección mediante la oración mental.
—Al menos ése está contento con tanta agua —dijo Estévez al detener la marcha de su automóvil, señalando la estatua.
El inspector miró hacia arriba, y entre las gotas que se escurrían por la ventanilla, vio al hombre pez en lo alto de su pedestal, iluminado por las farolas. Estévez tenía razón. Con la lluvia mojando las escamas de su cola, el sireno parecía sonreír a la ciudad.
Leo Caldas abrió la portezuela y se apeó del coche. Con paso apresurado tomó la calle del Príncipe, giró a la derecha por el primer callejón y empujó la puerta de madera de la casa baja que encontró enfrente.
—Buenas tardes, Leo —dijeron a coro los catedráticos que ocupaban la mesa más próxima a la barra de la taberna Eligio.
—Buenas —les saludó, mientras luchaba con la gabardina mojada que se negaba a deslizarse fuera de sus brazos. Cuando logró quitársela la dejó en el perchero, junto a la estufa de hierro, y se acercó a la barra.
Carlos estaba haciendo la cuenta a un cliente. Siempre apuntaba a lápiz el importe de las consumiciones, escribiendo directamente sobre el mármol del mostrador. Cuando terminó, tomó una botella de vino blanco y sirvió una copa al inspector.
—¿Todo en orden? —le saludó, y Caldas le devolvió un gesto ambiguo.
Oroza, el poeta, estaba de pie en la barra, a su lado. Le había gustado el programa de radio de esa tarde.
—Sobre todo me pareció muy ingeniosa la historia del conductor al que hacen soplar cada vez que se monta en el coche —comentó.
Hacía tiempo que Caldas no se molestaba en explicar que no era su programa y que las llamadas a Patrulla en las ondas surgían de manera espontánea, sin responder a un guión preparado por él. Lo había intentado muchas veces en otro tiempo, pero había desistido al comprobar que era una tarea inútil.
—Muchas gracias —dijo en cambio, y vio a Carlos sonreír debajo de su bigote.
Tenía intención de cenar algo rápido y marcharse a descansar. Estévez pasaría a recogerle a las siete de la mañana para ir a Panxón. La lonja abría a las ocho, y Caldas pretendía llegar a tiempo para hablar con los compañeros del marinero muerto. También quería ver la playa donde había aparecido el cadáver y visitar la vivienda de Justo Castelo. Se había ordenado su precinto hasta que la pudiesen inspeccionar.
Por la mañana, Guzmán Barrio entregaría el cadáver a la funeraria indicada por la familia. Si no era necesario, Caldas prefería no volver a interrogar a la hermana hasta que se hubiese enfriado el dolor del entierro.
—¿Hay algo de comer? —preguntó.
—¿Te saco un poco de pata con garbanzos que quedó del mediodía?
De noche no le sentaban bien las legumbres, pero la pata con garbanzos del Eligio era una tentación irresistible. Había estado presente en alguna ocasión mientras la preparaban, y se relamió recordando la pata de ternera deshuesada en trozos pequeños. La dejaban hervir a fuego lento durante toda la mañana con cebollas, puerros, zanahorias y sal. Después de tres horas en la lumbre, añadían los garbanzos, y al final un sofrito con ajo, cebolla y pimentón.
—¿Están muy fuertes? —preguntó para aliviar su conciencia.
Carlos le dio la respuesta que deseaba oír:
—No —contestó—, están como siempre.
Caldas le dijo que tomaría un plato pequeño, recogió su copa y fue a sentarse en su mesa, en la esquina. Apoyó la espalda contra el muro de piedra que muchos pintores célebres, habituales de las tertulias instauradas alrededor de la estufa y los barriles de vino, habían ido llenando de arte durante décadas.
Mientras esperaba la cena clavó la mirada en el suelo, entre sus pies. En aquella misma postura había visto refugiarse a Alicia Castelo. Recordaba su alivio al saber que ellos tampoco creían que su hermano se hubiese suicidado.
El inspector buscó en un bolsillo del pantalón su teléfono móvil y lo dejó sobre la mesa. Carlos se acercó con los garbanzos humeando en una pequeña cazuela de barro.
—¿Cómo va tu tío? —preguntó.
—No demasiado bien.
—Ten cuidado: quema —le previno al dejar la cazuela sobre la mesa—. ¿Y tu padre?
—Iba a llamarlo ahora —contestó Leo Caldas comprobando en su reloj que eran casi las nueve y media de la noche.
—Dale saludos —le pidió Carlos antes de volverse hacia la barra.
No había encontrado el momento para acercarse al hospital en toda la tarde y quería hablar con su padre para preguntarle cómo había pasado el día su tío Alberto y, sobre todo, para saber cómo estaba él. Por la mañana le había agradecido el viaje a Vigo con una fulgurante despedida, sin ofrecerle siquiera la posibilidad de verse para comer. Le debía una disculpa, de modo que encendió un cigarrillo y pulsó el botón de llamada en su teléfono móvil.
—¿Cómo estás? —preguntó.
—Bien —contestó el padre—. En casa ya, desintoxicándome de tanto coche y tanto ruido. No sé cómo podéis vivir ahí.
—Al final no tuve ocasión de acercarme a ver al tío —se excusó Caldas—. ¿Cómo lo encontraste?
—Por la tarde estuvo bastante entretenido —respondió—. En parte gracias a ti: oímos tu programa de radio.
—Me alegro de que sirva para algo —dijo, sin repetirle que él no era más que un colaborador en el programa.
—Por cierto, nos gustó la música nueva que ponéis cuando piensas.
Caldas estuvo a punto de colgar el teléfono.
—¿Ah, sí?
—Sí, mucho —aseguró el padre—. Me parece un acierto, y a tu tío también. ¿Fue idea tuya?
Caldas se llevó a la boca el cigarrillo para no contestar.
—Me llamaste, ¿verdad? —consultó luego.
—Sí, desde el hospital. Precisamente cuando no descolgaste nos dimos cuenta de que estarías en la emisora y encendimos la radio.
—Ya.
—Era sólo para preguntarte el nombre del concejal ése que fue compañero tuyo de colegio.
¿Por qué querría saber su padre el nombre de aquel majadero?
—Pedro —respondió—, Pedro Moure.
—Ya, Moure. Luego lo recordé.
La última ocasión en que se lo encontró, después de años en los que el saludo más afectuoso había sido un ligero alzamiento de cejas, Pedro Moure cruzó la calle y se abalanzó sobre él para abrazarlo. Aquel día Leo Caldas comenzó a preocuparse por la dimensión que estaba tomando Patrulla en las ondas.
—Si necesitas algo en el Ayuntamiento, conozco más gente. Pedro Moure es un cretino.
—Por eso mismo necesitaba su nombre, Leo. ¿Recuerdas que estoy poniendo al día mi libro de idiotas?
¿Sólo le había llamado para eso?
—Algo me habías dicho, sí —musitó Caldas, ocultando su perplejidad—. ¿Vendrás a Vigo mañana?
—Sí, claro. Estaré toda la tarde en el hospital.
—Yo tengo que ir a Panxón a primera hora. Cuando esté de vuelta te llamo. A ver si podemos comer.
Aún no había dejado el teléfono en la mesa cuando volvió a sonar. Caldas leyó en la pantalla el número del despacho de Guzmán Barrio.
—¿Todavía estás ahí?
—Sí, tengo dos noches seguidas de guardia —se lamentó el forense—. ¿Puedes hablar?
—¿Ha pasado algo grave?
—Grave no —dijo el doctor Barrio—, pero sí curioso. ¿Recuerdas la sustancia que encontramos en el bolsillo del ahogado, la que me supo a sal?
Caldas permaneció callado, esperando que el propio forense contestase a su pregunta.
—Pues acaba de llegarme el análisis: es sal —dijo Barrio.
—¿Sal?
—Lo que oyes. No me preguntes el motivo, pero ese tipo guardaba en el bolsillo una bolsita hermética con sal.
—¿Y la sangre?
—Limpio —dijo escuetamente el médico, confirmando lo que Alicia Castelo le había contado.
Cuando colgó, Caldas se comió los garbanzos que el plato de barro mantenía calientes. Carlos se acercó a su mesa con una botella de vino blanco y una copa vacía. Tomó asiento, se sirvió y rellenó también la copa del inspector.
—Estaban buenos, ¿eh? —preguntó mientras se encendía un cigarrillo y señalaba la cazuela, tan limpia como si la acabasen de fregar.
—Buenísimos —respondió el policía, y se volvió hacia la mesa donde los catedráticos continuaban su tertulia—. ¿Siguen hablando del oyente de las multas de tráfico?
—No, ya no —respondió Carlos con una sonrisa.
Leo Caldas pensó en voz alta:
—¿Para qué crees que llevaría un tipo escondida en la ropa una bolsita con sal?
Carlos se llevó un puño cerrado a la barbilla y estuvo cavilando durante unos segundos. Caldas estuvo a punto de tararearle la melodía que Losada ponía en el programa para entretener a la audiencia mientras él pensaba.
—No lo sé —dijo finalmente el dueño de la taberna, sirviendo vino de nuevo—. ¿Para qué?
—Yo tampoco lo sé, Carlos. No era un acertijo.
—¿Entonces?
—Un cliente —explicó lacónico el inspector—. Llevaba escondida una bolsita de plástico llena de sal.
—Pues ni idea.
Permanecieron unos minutos sentados en la mesa del fondo de la taberna Eligio, fumando y compartiendo silencio y sorbos de vino.
Cuando terminó el cigarrillo, Caldas pagó su cena y se marchó a casa.