Aparecer: 1. Encontrarse algo o a alguien oculto. 2. Ir una persona a un lugar donde es vista por otras, especialmente si lo hace de forma inesperada. 3. Ser encontrada una persona o cosa perdida. 4. Figurar en un lugar determinado. 5. Empezar algo a existir y ser público por primera vez. 6. Manifestarse algo sobrenatural.
La hermana de Justo Castelo había reconocido el cadáver. Le pidieron que aguardase unos instantes antes de marcharse, y esperaba sentada en uno de los bancos del pasillo. Estaba sola, inclinada hacia delante, con los codos apoyados en los muslos, las palmas de las manos abiertas sobre las mejillas y la vista clavada en algún punto del suelo, entre sus pies. Vestía ropas oscuras y tenía el cabello tan rubio como su hermano.
Rafael Estévez se acercó a ella y la mujer levantó unos ojos azules enrojecidos por el llanto; al encontrar al policía que la había atendido por la mañana, sonrió levemente. Caldas se alegró de que el paso de Estévez por el puerto de Panxón hubiese dejado un buen recuerdo. Al menos en ella.
Después de intercambiar unas palabras con la mujer, el aragonés indicó al inspector con una seña que se acercase.
—Inspector, es Alicia Castelo. La hermana, ya sabe… Le he adelantado que no serán más que unas preguntas.
Caldas le tendió la mano.
—No se levante.
—Inspector —dijo ella estrechándosela.
—Siento molestarla en un momento tan duro, pero es preciso que hablemos con usted —comenzó Caldas con voz suave—. Aunque si no se encuentra con fuerzas, podemos aplazar la conversación hasta mañana.
Alicia Castelo le miró y a Caldas le gustó su rostro. Lo encontró atractivo aunque el dolor lo desluciese envolviendo en sombras sus ojos azules. Calculó que sería diez o doce años menor que su hermano.
—¿También ustedes piensan que se suicidó? —preguntó Alicia Castelo.
—¿Por qué razón íbamos a hacerlo?
—Salió al mar y apareció flotando en la playa con las manos atadas —susurró—. ¿Qué otra cosa iban a pensar?
Caldas cruzó una mirada con Rafael Estévez.
—¿Usted no lo cree?
—Sé que mi hermano nunca haría una cosa así —afirmó—. No mientras mi madre estuviese viva.
—Nosotros tampoco estamos seguros de que se trate de un suicidio —aseguró Caldas—. Es posible que alguien atara las manos a su hermano y lo arrojara… En fin.
La hermana del marinero ahogado se pasó las manos por el cabello rubio y bajó la cabeza, volviendo a mirar entre sus pies. Después de unos segundos, levantó sus ojos azules y preguntó:
—¿Tienen idea de quién pudo hacerlo?
—Precisamente hemos venido a hacerle esa pregunta —respondió Caldas.
Ella meditó un instante y luego sacudió su cabeza a los lados.
—No vivían juntos, ¿verdad?
La mujer tragó saliva y Caldas supo que algo se había estremecido en su interior al oírlo referirse a su hermano en pasado.
—No. Yo vivo con mi marido y mi madre. Tiene dificultad para moverse y vivimos juntas. Además, mi marido pasa muchos meses embarcado, fuera de casa. Nos hacemos compañía.
—¿Su hermano vivía solo? —preguntó.
Volvió a tragar saliva.
—Solo, sí. En una casa que fue de mis abuelos.
—¿Recuerda cuándo fue la última vez que lo vio? —preguntó Caldas.
Sin necesidad de pensarlo, Alicia Castelo respondió:
—Vino a casa el viernes por la tarde. Venía casi todas las tardes a ver a nuestra madre, antes de encarnar las nasas y salir al mar a largarlas. Ella casi no sale de casa.
—¿Notaron algo raro en su hermano?
La mujer volvió a pensar un momento en silencio.
—No.
—¿Sabe si había discutido con alguien o si algo le preocupaba? —insistió el inspector.
—Si algo le preocupaba, nunca lo dijo.
—¿Mantenía alguna relación con una mujer?
—No lo sé. Creo que no. Justo era muy reservado.
—¿Alguna amistad nueva o extraña?
Ella negó también, y Caldas buscó otro hilo del que tirar en la bolsita de plástico que el muerto guardaba en su bolsillo.
—¿Drogas? —preguntó.
Alicia volvió a mirar al suelo.
—No sé qué le han contado, inspector, pero Justo dejó eso hace mucho tiempo.
—¿Cuánto es mucho tiempo?
—Muchos años —afirmó—. Lo hizo por mi madre. Fue capaz de abandonar toda aquella basura sólo para que ella dejase de sufrir. Por eso sé que nunca se suicidaría estando mi madre viva. Nunca.
—¿Y no se le ocurre nada por lo que…?
Caldas no terminó la frase. Vio llover en los ojos azules de la mujer y decidió no insistir más. Sabía que sería absurdo obstinarse en interrogarla en aquel estado. Alicia Castelo necesitaba tiempo y descanso para poder pensar y ofrecer respuestas. Leo Caldas se lo concedió.
—No se preocupe. Le dejo mi teléfono por si recuerda algo —dijo entregándole una tarjeta—. Me temo que tendremos que volver a molestarla. Espero que lo entienda.
Alicia Castelo guardó la tarjeta sin mirarla.
—¿Saben cuándo podremos enterrarlo?
—Pronto —aseguró el inspector—, aunque eso es cosa del forense y del juez.
Cuando se despidieron, Rafael Estévez posó una de sus manazas en el hombro de la hermana del marinero, que se enjugaba las lágrimas con la manga del jersey.
—Trate de descansar, Alicia —le dijo—. Mañana les espera un día duro.