Tropezar: 1. Golpear involuntariamente con el pie contra un obstáculo. 2. Dar con una dificultad que impida avanzar en la trayectoria o en el desarrollo normal. 3. Encontrar por azar e inesperadamente a una persona o una cosa.
Cuando salieron del bar Puerto, el otoño había dado por concluida su tregua. Tras unas pocas horas sin lluvia, una bóveda de nubes negras se había situado sobre la ciudad y comenzaba a vaciarse nuevamente sobre ella.
Estévez caminaba pegado a las paredes tratando de protegerse del agua. Su gabardina colgaba en un perchero de la comisaría. Se preguntaba en voz alta cómo podían los gallegos entender que en pocas horas una mañana primaveral se transformase en invierno, y lanzaba un juramento si algún goterón se colaba entre las cornisas y hacía blanco en su cabeza.
A su lado, el inspector avanzaba en silencio, sin confesarle que se limitaban a convivir con el clima sin tratar de comprenderlo.
Al llegar al portal del edificio de la Alameda, Leo Caldas consultó su reloj y encendió un cigarrillo. Vio a su ayudante atravesar el parque a la carrera, entre charcos y maldiciones, en dirección a la comisaría, y se quedó contemplando cómo arreciaba la lluvia. Cuando terminó el cigarrillo, saludó al conserje y subió a la primera planta por la escalera. Empujó la puerta de la emisora, buscó su cuaderno en el bolsillo de la gabardina antes de colgarla en el perchero de la entrada y avanzó por el largo pasillo hasta el control de sonido, donde uno de los técnicos verificaba el orden de las llamadas con Rebeca, la encargada de producción.
—Entra, entra —dijo ésta al ver aparecer al inspector—. Santiago ya ha preguntado por ti dos veces.
Leo Caldas vio a través del cristal al fatuo de Santiago Losada sentado ya frente al micrófono, y con un suspiro de resignación se deslizó en el interior del estudio. El locutor le recibió con su cordialidad habitual:
—Siempre tarde —dijo, mientras con la mano indicaba al técnico que se preparase para dar comienzo al programa.
—Siempre —respondió Caldas tomando asiento en el lugar de la mesa más próximo al ventanal.
Buscó en su bolsillo el teléfono móvil y lo dejó desconectado sobre la mesa, junto al cuaderno. Luego se volvió hacia la Alameda, donde sólo un pequeño grupo de cruceristas extranjeros desafiaba el mal tiempo. Avanzaban con las cabezas bajas embutidas en las capuchas de sus impermeables amarillos, dispuestos a visitar los lugares señalados en sus mapas de viaje antes de regresar al barco que los habría de trasladar a la siguiente escala.
Cuando esa mañana había insinuado a su padre la posibilidad de jubilarse y éste se había revuelto preguntándole qué otra cosa podría hacer si abandonaba las viñas, había estado a punto de aconsejarle que aprovechase los años para viajar, para conocer mundo. Viendo a aquellos turistas deambulando bajo la lluvia de una ciudad extraña, Leo Caldas se alegró de no habérselo sugerido.
—Empezamos —anunció secamente Losada, y el inspector abrió su cuaderno y se colocó los auriculares preguntándose si los del locutor serían tan molestos como los suyos. Un día tendría que cambiárselos para comprobarlo.
Como en cada programa, se sucedieron las llamadas referidas al ámbito de la policía municipal: socavones abiertos por la lluvia, pasos de cebra convertidos por el agua en pistas de patinaje, conductores fugados tras colisionar con vehículos estacionados… Caldas se limitaba a escuchar y a recoger los detalles en su cuaderno, sin explicarse cómo podía tener éxito un consultorio radiofónico en el que apenas se ofrecían soluciones para los problemas de los oyentes.
Tras la séptima llamada, actualizó el marcador: «Municipales siete, Leo cero».
La sintonía de Patrulla en las ondas los acompañó hasta que Rebeca, al otro lado del cristal, levantó un papel rotulado con el nombre del octavo oyente de la tarde.
—José, buenas tardes —le saludó Santiago Losada.
—Buenas tardes. Yo ya les llamé en otra ocasión —anunció el oyente.
—¿Nos refresca la memoria? —le apremió el locutor—. No podemos recordar los cientos de llamadas que recibimos en el programa.
«Tienes más vanidad que oyentes», dijo Caldas para sí, y se mordió el labio para no insultar a Santiago Losada en antena. Deseaba que fuese el oyente quien lo hiciera, pero la voz de éste sonó apocada al otro lado de la línea telefónica:
—Era por los controles de policía —dijo—. Me paran con frecuencia. Y eso que sólo utilizo el coche los fines de semana.
Caldas identificó al oyente. Había llamado al programa poco tiempo atrás para denunciar que los guardias de su barrio le obligaban a salir de su coche a cada paso para someterlo a la prueba de alcoholemia.
—Lo recuerdo, José —dijo para evitarle una nueva explicación—. ¿Han vuelto a hacerle soplar?
—Este sábado, tres veces.
—¿Tres?
—Sí, inspector, tres veces. Una por la mañana y dos por la tarde.
—Vaya.
—El domingo vi al guardia desde la ventana y ya no cogí el coche. Por si acaso. Y no se crea, cuando pasé caminando por la acera, no me quitaba el ojo de encima. Incluso temí que me fuese a hacer soplar.
—Dígame una cosa, ¿es siempre el mismo agente?
—Este sábado, sí. Pero la semana pasada fue otro policía el que me paró.
—¿Y cuál fue el resultado?
—¿El resultado?
—De las pruebas —aclaró Caldas—. ¿Dio positivo en alguna?
—Negativo, inspector.
—¿Todas las veces?
—Todas, inspector. Si casi no bebo.
Por el tono de su voz, percibió que el oyente estaba más perplejo que indignado por la actitud de los guardias. Leo Caldas también.
—¿Qué puedo hacer, inspector?
Mientras trataba de ofrecer una respuesta al oyente, Caldas vio cómo Santiago Losada hacía una indicación al técnico de sonido. En sus auriculares comenzó a sonar de fondo una melodía que parecía más adecuada para unos dibujos animados que para un consultorio policial. Aquella música le distraía, y tuvo que volver a mirar el letrero con el nombre del oyente antes de dirigirse a él.
—Vamos a hacer una cosa, José —propuso—. Usted venga a la emisora el próximo día de programa y al terminar vamos juntos a hablar con el jefe de la policía municipal. A ver si él consigue convencer a los guardias de que no le paren tanto. ¿Le parece?
El oyente se despidió, y Caldas anotó en su cuaderno: «Municipales ocho, Leo cero».
Dos llamadas más tarde concluyó Patrulla en las ondas. Leo Caldas se desprendió de la opresión de los cascos mientras Santiago Losada todavía engolaba la voz convocando a la audiencia al programa siguiente.
Cuando la luz roja indicadora de que estaban en el aire se apagó, Caldas preguntó a Losada:
—¿Qué hacía esa música ahí?
—¿Cuál?
—La que has pedido cuando iba a contestar al tipo de los controles de alcoholemia y a los que llamaron después.
—¡Ah! —sonrió el locutor—. Se me ocurrió poner una sintonía a los momentos en que estás pensando.
—¿Cómo?
—Para amenizar la espera a la audiencia. Es sólo mientras piensas —repitió, convencido de la idoneidad de aquella melodía.
Caldas estaba asombrado. Si no paraba los pies a aquel botarate, pronto pretendería celebrar cada una de sus respuestas a los oyentes con toques de corneta.
—¿Y no se te ha ocurrido que puede servir precisamente para lo contrario, que podría distraerme un ritmillo como ése cuando tengo que reflexionar? —dijo Leo Caldas—. Además, ¿qué es eso de mientras pienso? ¿Qué coño crees que hago el resto del tiempo?
—Mira, Leo, si te vas a poner así te quedas sin melodía y listo.
Caldas abandonó el estudio y, mientras se asomaba al control de sonido para despedirse de Rebeca y del técnico, encendió su teléfono. Inmediatamente sonó advirtiéndole de dos llamadas perdidas. La primera era de Guzmán Barrio. El forense había quedado en telefonearle en cuanto terminase la autopsia del ahogado. La otra era de su padre.
—Hasta el jueves —dijo Rebeca, moviendo velozmente todos los dedos de su mano derecha.