Pendiente: 1. Que todavía está sin resolver o sin terminar. 2. Que pone atención o interés en una persona, cosa o suceso. 3. Que está suspendido. 4. Cuesta o declive de un terreno. 5. Adorno sujeto a la oreja.
Por la mañana, Leo Caldas tomó prestada una muda del armario de su padre, se dio una ducha larga y salió al patio que separaba la casa de la bodega. El otoño había concedido una tregua después de varias semanas de lluvia, y aunque las nubes ocultaban el sol, el día sin viento amanecía apacible y luminoso.
Se acercó al arriate, deslizó una rama de hierba luisa entre sus dedos y se los llevó a la nariz aspirando profundamente el aroma impregnado en ellos.
—Así que le gustó el caldo —dijo una voz a su espalda.
María, la mujer que por las mañanas acudía a casa de su padre para limpiar y preparar la comida, estaba barriendo las hojas rojizas que había perdido el liquidámbar durante la noche.
—Mucho, María, mucho —contestó Leo Caldas.
—El truco es espumarlo bien —confesó ella sin dejar de barrer. Luego, pretendiendo devolverle el halago, añadió—: También me gusta mucho a mí su programa. No nos perdemos Patrulla en las ondas.
El inspector se preguntó cómo era posible que allí también pudiese oírse su programa de radio. ¿Acaso no era Onda Vigo una emisora local?
Le dio las gracias y cambió de tema:
—¿Ha visto a mi padre?
—Iba hacia abajo, con el perro —explicó, y señaló a través de la bodega la dirección del río—. ¿No va a desayunar? Tiene café caliente en el termo.
—Igual más tarde… —se escabulló Caldas, saliendo del patio.
Caminó alrededor de la casa y se dirigió al mirador. Apoyó los codos en la barandilla de piedra, contemplando las siete hectáreas de viñedo en pendiente que descendían como gradas hasta el río.
El tractor estaba detenido en el camino unos cientos de metros más abajo, junto a uno de los bancales de la derecha. Distinguió a varias personas entre las cepas y recordó que su padre le había dicho durante la cena que habían comenzado a podar.
Encendió un cigarrillo y se quedó apoyado en la barandilla disfrutando del sosiego del campo. Iba a llamar a la comisaría para decir que no le esperasen hasta la tarde, pero no hizo falta. El timbre agudo del teléfono sonó en el bolsillo de su pantalón. Caldas leyó en la pantalla el nombre de su ayudante y descolgó.
—¿Ya está viniendo hacia aquí, jefe? —preguntó Rafael Estévez a modo de saludo, sin darle siquiera tiempo a contestar.
—¿Pasa algo?
—Hace media hora que nos han llamado desde el puerto de Panxón. Han encontrado el cadáver de un hombre flotando en el agua.
—¿Un marinero?
—¿Cómo quiere que lo sepa, inspector?
El aragonés estaba en plena forma desde primera hora.
—¿Teníamos noticia de algún desaparecido? —preguntó Caldas, sabiendo que en ocasiones transcurrían varias jornadas hasta que el mar devolvía los cuerpos de los ahogados.
—Que yo sepa, no.
—Ya.
—¿Quiere decirme cuánto va a tardar, inspector? —preguntó Estévez con su impaciencia habitual—. El juez ha salido para allá hace diez minutos, y el forense ha llamado preguntando si podemos pasar a buscarle.
Caldas confirmó en su reloj que aquel lunes el ajetreo había comenzado demasiado pronto y se alegró de estar lejos de la ciudad.
—Pues pasa tú a recogerle.
—¿Y usted?
—Yo hasta esta tarde creo que no voy a poder ir por ahí, Rafa.
—¿Cree que no va a poder o lo sabe con certeza?
—No empecemos, Rafa. En este momento iba a llamar para avisaros.
Estévez se despidió con un gruñido y el inspector pensó en telefonear al comisario para advertirle de su ausencia esa mañana y pedirle que asignara un acompañante a Estévez. Antes de marcar abandonó la idea. Al fin y al cabo, sólo se trataba de un ahogado.
Descendió por el camino que serpenteaba entre las vides, atravesando la finca como una cicatriz hasta la orilla del río. Las cepas situadas en la parte más alta todavía esperaban a ser podadas, aunque el otoño avanzado ya se hubiera encargado de desvestirlas y sólo unas pocas ramas conservasen alguna hoja lánguida.
Se detuvo a la altura del tractor, observando en silencio cómo los podadores escogían cinco o seis varas de cada cepa y las ataban a los alambres. Elegían las que tenían varias yemas, donde aparecerían los brotes en primavera, y cortaban las demás. Más tarde, antes de pasar al siguiente bancal, recogerían en el tractor los sarmientos que pudieran servir como leña y dejarían pudrirse el resto en el suelo.
Los mimbres con que había ayudado a su padre a sujetar las primeras varas habían sido sustituidos por lazos de plástico, pero nada más parecía haber cambiado desde entonces.
Unas decenas de metros más abajo apareció en el camino el perro marrón que los había recibido la noche anterior, y a los pocos segundos surgió de la misma hilera de viñas la silueta del padre de Leo Caldas. Llevaba una tijera de podar en la mano y la humedad de la mañana brillaba en sus botas de plástico.
Leo fue a su encuentro.
—Hay botas en el almacén —dijo el padre mirando los zapatos de su hijo.
Leo Caldas se encogió de hombros:
—No voy a salirme del camino.
—Como quieras. ¿Conoces la plantación nueva? —le preguntó su padre, extendiendo un brazo hacia el río.
Leo la conocía, pero contestó que no y echaron a andar hacia allí. El perro, con el hocico hundido en el suelo, se les adelantó correteando entre el viñedo. Cada cierto tiempo veían aparecer en el camino su cabeza marrón. La mantenía erguida un instante y luego, cuando comprobaba que seguían avanzando, volvía a su trote distraído.
—¿Cómo se llama? —preguntó el inspector señalando al perro una de las veces en que se asomó a mirarles.
—No lo sé. No es mío —contestó su padre sin dejar de caminar.
Continuaron bajando por el camino, que al llegar a la parte inferior de la finca hacía un ángulo hacia la derecha, paralelo al cauce del río. A ambos lados del camino se extendían varias hileras de postes blancos unidos por alambres. Al pie de cada poste asomaba una nueva vid.
El padre le explicó que habían necesitado una pala excavadora para nivelar el terreno y que habían ampliado la distancia entre las viñas para que el tractor pudiese maniobrar con facilidad, y el inspector le escuchó en silencio, asintiendo como si lo estuviese oyendo contar por primera vez.
Cuando su padre se detuvo para atar a un poste la vara suelta de una cepa, Leo atravesó las hileras de la plantación y se asomó al río que corría varios metros bajo sus pies.
En el trecho que discurría frente a la finca abundaban los remolinos. Cuando querían bañarse debían caminar media hora río arriba, hasta un recodo que remansaba el agua en una playa fluvial. Partían después de comer y regresaban andando por la orilla cuando casi había anochecido. En la niñez, los días parecían más largos.
Mirando el agua y oyendo el rumor de la corriente, pensó en la llamada de Rafael Estévez y en el hombre arrastrado por el mar. Recordaba la noche en que la farmacéutica se había ahogado en los rápidos. Mientras él esperaba en el coche, su padre había acompañado a los guardias que recorrían la finca por la orilla, removiendo el agua con unas varas de madera. Luego regresaron a dormir a Vigo y los guardias continuaron la búsqueda río abajo.
El cuerpo de la farmacéutica tardó tres días en aparecer. Lo encontraron unos pescadores de lamprea a ocho kilómetros del lugar en que había caído al agua.
Años más tarde, el inspector supo que ella misma se había arrojado al río y que no sabía nadar. Sin embargo, durante meses, la farmacéutica había nadado junto a él en sus pesadillas infantiles, suplicándole que la socorriese en medio de una corriente que siempre terminaba por engullirla. Cuando la angustia le despertaba, Leo estaba cubierto de sudor, tan mojado como si realmente hubiese estado zambullido en el río.
Consultó su reloj. Rafael Estévez ya habría llegado a la playa de Panxón y confió en no recibir más noticias del asunto hasta la tarde, cuando estuviera de vuelta en comisaría.
Su padre se le acercó y juntos vieron bajar el río, cuya corriente transportaba hojas y ramas a gran velocidad.
—Debiste calzarte las botas.
—Ya —concedió Caldas sin dejar de mirar al agua.
—¿Has desayunado? —preguntó el padre unos segundos después.
Cuando Leo negó con un gesto, propuso:
—¿Subimos a tomar un café?
Mientras iniciaban el camino hacia la casa, el padre se lamentó:
—No sé cómo no se me ocurrió plantar antes en esta zona.
—Creí que pensabas que la tierra arenosa no favorecía a la viña.
—Pues verás cómo va a dar un vino estupendo. No en esta vendimia, claro, ni en la próxima, pero creo que en cinco años estará saliendo de esas cepas el mejor vino de la finca. Y si tengo razón, plantaré allí también —dijo señalando el otro lado del camino.
—¿Cinco años?
—Cinco o seis… Cuando las viñas hayan crecido.
—¿No es demasiado tiempo?
—Los plazos no los marco yo. Es lo que tarda la viña en madurar.
—Ya lo sé —dijo el inspector—. Me refería a si no piensas jubilarte antes.
—¿Jubilarme? ¿Para hacer qué?
Leo Caldas se encogió de hombros.
—Cualquier cosa…
—¿Esto no te parece cualquier cosa? —el padre extendió los brazos hacia las laderas pobladas de cepas que el camino dividía en dos—. A mi edad, la única manera de estar tranquilo, de no darle demasiadas vueltas a la cabeza, es mantener la mente ocupada en algo. Lo otro es sentarse a esperar que el tiempo pase y haga su trabajo, resignarse a vivir la vida a través de otros.
Leo Caldas tenía la sensación de haberle estropeado la mañana. Le pesaba haber hablado de más. Sin embargo, su padre añadió con una sonrisa:
—Además, los jubilados no tienen vacaciones.
En la cocina su padre sirvió dos tazas de café del termo. Añadió unas gotas de leche y azúcar a una de ellas y le alargó la otra.
—¿Salimos? —preguntó, señalando la puerta del patio mientras rebuscaba en la encimera.
En el patio se cruzaron con María, que volvía a la casa con la escoba en la mano.
—María no se pierde Patrulla en las ondas —le informó el padre.
—Sí, sí, ya me contó —respondió Caldas torciendo la boca en lo que pretendía ser una sonrisa.
Bordearon la casa y fueron a apoyarse en el antepecho de piedra del mirador. El padre iba a comentar algo cuando comenzó a sonar el timbre del teléfono móvil del inspector, que suspiró profundamente al leer el nombre de Rafael Estévez en la pantalla.
—¿Trabajo? —musitó el padre.
—Mi ayudante —confirmó Leo Caldas, separándose unos metros y buscando el tabaco en el bolsillo de su pantalón antes de contestar.
—¿Cómo ha ido todo? —dijo mientras sostenía un cigarrillo entre los dientes al que acercó la llama de su encendedor.
—Aún estoy en el puerto éste.
—¿Con el ahogado?
—Parece que lo ayudaron a ahogarse.
—¿Y eso?
—Tiene las manos atadas.
Con cierta frecuencia, los suicidas que se lanzaban al agua se ataban las manos o los pies para tener la seguridad de que se cumpliría su propósito.
—Pudo hacerlo él mismo —apuntó el inspector.
—No, jefe. No me pregunte por qué, pero el forense cree que ese hombre ni se suicidó ni murió pescando truchas.
—Truchas en el mar hay pocas —dijo Caldas lacónico.
—Usted ya me entiende.
—Ya.
Leo dio una calada al cigarrillo con la sensación de que se iba a arrepentir de no haber podido acompañar a su ayudante.
—¿Se sabe quién era?
—Un hombre del pueblo. Un marinero de Panxón. Van a trasladar el cuerpo a Vigo para identificarlo y hacerle la autopsia. También va a acercarse hasta aquí alguien de la UIDC, por si hubiera rastros.
—¿Nadie lo ha reconocido?
—Con convencimiento, no. Ya sabe cómo es esta gente —comentó Rafael Estévez, quien meses después de su traslado a Galicia aún no lograba acostumbrarse a la ambigüedad con que solían expresarse sus nuevos vecinos.
—A ver si logras que te confirmen algo —dijo, y conociendo el apasionamiento con que su ayudante era capaz de emplearse, se arrepintió al instante de haberlo hecho—. Pero con cariño, Rafa —añadió—. No quiero líos.
—Por eso no se preocupe, jefe. Déjeme a mí —dijo el ayudante antes de colgar, en un tono que estaba lejos de sonar tranquilizador.
Leo Caldas volvió junto a su padre y recogió la taza que había apoyado en la barandilla de piedra.
—¿Se va acostumbrando a esto tu ayudante?
Caldas dio un sorbo a su café:
—No creo que llegue a hacerlo nunca.
El padre esgrimió su bolígrafo dibujando trazos imaginarios en el aire.
—¿Quieres que le apunte en mi libro? —preguntó, como si no existiese un castigo más cruel.
Como Leo Caldas no contestaba añadió:
—Siempre se le puede borrar más adelante. No sería el primero que tacho.
—Es igual —dijo el inspector, y su padre percibió en su rostro una huella de preocupación.
—¿Pasa algo, Leo?
—Un cliente —respondió chasqueando la lengua.
—¿Asesinado?
—Podría ser —dijo Caldas.
—¿Prefieres que volvamos a Vigo ahora? —se ofreció.
—No te preocupes —respondió Caldas, consciente de lo poco que seducía a su padre pasar más tiempo del imprescindible en la ciudad.
—Intentaría entrar a ver a tu tío esta misma mañana.
—No hace falta, de verdad.
—A mí casi me vendría mejor, Leo —insistió el padre—. Tengo cosas que hacer aquí por la tarde.
—Entonces, de acuerdo —contestó agradecido, sabiendo que su padre mentía.
Entre tanto el inspector terminaba su cigarrillo, permanecieron observando desde lo alto el desfile de postes blancos a los que se sujetaban las viñas.
—Está bonito, ¿verdad? —dijo el padre con aire orgulloso.
—Sí —susurró Caldas—, y eso que el otoño no le sienta bien a la viña.
El padre recogió las dos tazas vacías y se dirigió a la casa. Leo le oyó preguntarse en voz alta:
—¿Y a quién le sienta bien el otoño?