Rescoldo: 1. Brasa pequeña que se conserva entre la ceniza. 2. Resto o residuo que queda de una cosa, en especial de un sentimiento, pasión o afecto.
Algunas veces, en los meses de zozobra que siguieron a la muerte de su mujer, el padre de Leo Caldas había visitado la antigua casa solariega que ella había habitado de niña, una vivienda en ruinas que apenas mantenía los muros de piedra de su esqueleto. Sólo había resistido los años de abandono la bodega anexa a la casa, que, semihundida en la tierra para evitar cambios bruscos de temperatura, todavía conservaba en su interior varias cubas, una arcaica prensa de madera, una embotelladora de mano y otras herramientas rudimentarias. Paseando por la finca, por los bancales que descendían como un anfiteatro hasta el río Miño, el padre del inspector había hallado un bálsamo para su abatimiento, un alivio que la ciudad le negaba.
Un mes de octubre, viendo las uvas madurar hasta pudrirse en las viñas y estimulado por la idea de pasar más tiempo en aquel lugar, se propuso volver a elaborar vino en la vieja bodega. Así, tras varios meses de lecturas y asesoramiento, comenzó a cultivar una porción de terreno reducida, la más cercana a la casa.
Con la excusa de atender las viñas, todos los sábados y domingos madrugaban para desplazarse en coche hasta la finca. Casi cincuenta kilómetros de viaje por carreteras sinuosas que el estómago del pequeño Leo les obligaba a recorrer por etapas y con las ventanillas abiertas.
Durante los fines de semana de marzo desbrozaron el terreno, y en abril y mayo arrancaron las cepas inservibles. En verano, aprovechando las vacaciones y los días más largos, colocaron los postes y alambres que guiarían las cepas sanas y las que habrían de plantar tras la vendimia, en invierno.
Los primeros años, mientras ampliaba el cultivo a otros pagos de la finca, el padre de Leo Caldas había vendido el vino a granel o lo había repartido entre sus conocidos. Luego, cuando las cepas nuevas comenzaron a dar frutos, invirtió sus ahorros en mejorar la bodega para poder embotellarlo y venderlo etiquetado. Pronto recuperó lo invertido, pues su vino iba adquiriendo prestigio y, aunque los litros aumentaban en cada vendimia, vendía sin esfuerzo todas las cosechas.
Tan pronto como tuvo edad para quedarse solo en casa, Leo abandonó la penitencia de las curvas y dejó de acompañarle a la finca. El padre aguardó a que su hijo se marchase a la universidad para dejar definitivamente su trabajo en Vigo e instalarse en la antigua casa familiar de su mujer, que poco a poco había ido restaurando.
Las tierras que en principio habían supuesto un sosiego para su postración se habían convertido en un negocio próspero, y las noches de llanto eran sólo una sombra en la memoria.
El mismo vino que había hundido a tantos hombres lo había salvado.
Durante el trayecto hasta la finca apenas hablaron. Aunque las carreteras modernas habían suavizado las curvas, Leo Caldas abrió ligeramente su ventanilla y cerró los ojos al sentarse en el coche. Se mantuvo hundido en su asiento, inmóvil a pesar de que algunas gotas de lluvia se colaban por la rendija para estallar en su rostro.
A su lado, su padre agarraba el volante con una mano y se llevaba la otra a la boca. Iba apretando sus uñas con los dientes, sin llegar a quebrarlas, mientras su mente viajaba de la niñez a la habitación del hospital.
Cuando llegaron a la finca, Leo Caldas salió del coche para abrir la verja y esperó bajo la lluvia a que hubiese franqueado la entrada. Al volver a montarse en el vehículo, mientras recorrían el camino hacia la casa, le pareció ver que una sombra se movía a su espalda. Por la ventanilla posterior, entre los surcos que dejaban las gotas de lluvia, vislumbró un animal que les seguía a la carrera.
—¿Tienes un perro? —preguntó Caldas, extrañado.
—No.
—¿No es tuyo? —insistió, señalando hacia atrás.
El padre de Caldas miró durante un instante por el espejo retrovisor y confirmó:
—No, no es mío.
Desde que se apearon del coche hasta que llegaron a la puerta, el perro les acompañó brincando alrededor del padre de Leo Caldas. Ladraba, saltaba y salía disparado bajo la lluvia en cualquier dirección para girar en redondo a los pocos metros y regresar al galope, aullando de entusiasmo, moviendo el rabo como un látigo y tratando de lamer las manos, la cara o lo que el padre del inspector tuviese a bien ofrecerle.
—Mira cómo me ha puesto —se lamentó el hombre al entrar en la casa.
Se sacudió los pantalones y la camisa que las patas del animal habían llenado de trazos oscuros de tierra mojada y subió por la escalera hacia su dormitorio. Caldas le esperó en el piso de abajo.
—Menos mal que no es tuyo —murmuró.
Rodeó la amplia mesa del comedor y se acercó al salón. Se sentó en el sofá, frente a la chimenea que aún conservaba ceniza y rescoldos apagados de un fuego reciente. A un lado de la mesa baja, junto a una pila de periódicos viejos, había una cesta repleta de leña.
Su padre se había cambiado de ropa cuando bajó.
—¿Te dejo algo seco?
—Mañana, si acaso. Preferiría secarme al fuego. ¿Puedo? —preguntó, señalando la leña.
—Si sabes encenderla… —dijo el padre con desdén antes de escabullirse hacia la cocina.
Leo Caldas suspiró y se acercó a la chimenea, tomó dos gruesos troncos de pino de la cesta y los puso en el hogar. Arrugó algunas hojas de periódico, las metió entre los troncos y colocó sobre los papeles varias piñas y sarmientos que partió en trozos pequeños. Buscó en su bolsillo el paquete de tabaco y el encendedor, y prendió un cigarrillo con la misma llama que acercó a los periódicos. Cuando comenzaron a arder, se sentó en el sofá a fumar frente al fuego.
El padre volvió al salón trayendo en la mano una botella de vino blanco sin etiquetar. Tras abrirla con el descorchador de pared, la dejó sobre la mesa baja y fue a buscar dos copas a la alacena.
—Es de la nueva cosecha —dijo mientras llenaba las copas de un vino todavía turbio—. A ver qué te parece.
Leo Caldas apoyó el cigarrillo en el cenicero y hundió la nariz en la copa. El padre imitó su gesto.
—Aún se tiene que clarificar, pero de aroma está listo —apuntó.
—Ya, ya.
—¿Cómo lo encuentras, Leo?
El inspector se llevó la copa a los labios y, antes de tragarlo, movió el vino dentro de su boca durante unos segundos.
—¿Qué opinas? —insistió el padre, que esperaba de pie el veredicto de su hijo.
Leo Caldas asintió varias veces y luego vació el resto de la copa de un solo trago.
Abrieron otra botella de vino del año anterior y calentaron dos tazas del caldo hecho con unto, huesos de vaca, grelos, habas y patatas que el padre del inspector guardaba en la nevera. De postre tomaron queso del país con el dulce de membrillo que María elaboraba en su casa.
Cuando terminaron de cenar y recogieron los platos, Leo Caldas trasladó a la mesa baja la botella y las copas, las llenó de nuevo, y tomó asiento en el sofá, frente a la chimenea encendida que podía estar mirando durante horas. Su padre se acercó a la librería y estuvo unos minutos rebuscando en los estantes, maldiciendo por lo bajo hasta que encontró un pequeño cuaderno apoyado contra la pared del fondo. Tenía las tapas de cartón tan desgastadas que no se adivinaba su color original. Recogió su copa y fue a sentarse a la mesa del comedor. Allí permaneció un rato hojeando el cuaderno.
Cuando Leo se incorporó para servirse más vino, preguntó:
—¿Es el libro de idiotas?
Su padre asintió.
—No sé cómo se habrá acordado tu tío de él. Hace años que no lo abro —dijo mientras pasaba las hojas repletas de nombres, de pedazos de vida asociados a cada uno de ellos.
Luego echó mano de un bolígrafo y dejó abierto el cuaderno por la página donde figuraba la última anotación.
—Era el doctor Apraces, ¿no?
—Sí —confirmó el inspector, y al volverse hacia su padre se encontró con aquellos ojos brillantes que no conocía.
Leo Caldas se tumbó en el sofá y allí permaneció el resto de la noche, sin levantar la vista del fuego para que su padre pudiese llorar cada vaso de vino que bebía.