Antes del amanecer se dijo la Misa de Batalla, y luego Madame ejercitó su poder de habla a distancia para transmitir un enigmático «venimos» a Pallol, asegurando así que la flota invasora estuviera preparada para explotar el bombardeo de la muralla de Finiah. Faltaba menos de una hora para la salida del sol, y si sus actuaciones pasadas servían de pauta, Lord Velteyn y los miembros de su Caza Volante estarían ya de vuelta a su fortaleza tras su correría nocturna.
Claude avanzó a largas zancadas casi al final de la procesión que se encaminaba hacia el volador, y deseó que Felice mantuviera la boca cerrada. Se había enfundado de nuevo su armadura de anillo-hockey de cuero negro, que había sido maravillosamente restaurada por los artesanos del Viejo Kawai, y estaba loca de ansiedad ante la posibilidad de perderse la guerra.
—No voy a ocupar nada de espacio. ¡Y juro que no diré ni una sola palabra durante la lucha! Claude, tenéis que dejarme ir con vosotros. No puedo aguardar a que volváis después de dar el golpe. ¿Y si no lo conseguís?
—Si Velteyn echa sus garras sobre el volador, irás abajo con nosotros.
—Pero si os salís, ¡podéis dejarme justo fuera de Finiah! Digamos, en la brecha en la muralla en el lado de tierra de la península. ¡Podré ir con los Firvulag en la segunda oleada! ¡Por favor, Claude!
—Es posible que por aquel entonces la Caza ya nos haya descubierto. Aterrizar puede ser suicida… y esta lucha no es eso precisamente. No para mí y Madame Guderian, al menos. Finiah es tan sólo el inicio de nuestra guerra. Y Richard tiene ahora a Martha para seguir viviendo.
Allá delante, los del poblado estaban retirando las redes que cubrían el gran pájaro negro. Unas cuantas antorchas iluminaron la bruma allá donde Amerie estaba bendiciendo el aparato.
—Puedo ayudarte con la Lanza, Claude —dijo Felice—. Ya sabes la jodida bastarda que es. Puedo ser útil. —Se aferró a la manga de su camisa, y él se detuvo bruscamente y la sujetó por los hombros.
—¡Escúchame, chiquilla! Richard está con los nervios a flor de piel. No ha dormido en más de veinticuatro horas y está medio loco de preocupación a causa de Martha. Incluso con las transfusiones, Amerie le da menos de un cincuenta por ciento de posibilidades. ¡Y ahora Richard tiene que volar en una misión de combate en una aeronave exótica con un par de viejos chiflados y el futuro de la Humanidad del plioceno colgando de su cola! Sabes lo que siente respecto a ti. Tenerte en el volador durante la misión puede ser la paja que deslome al camello. Dices que te mantendrás fuera del camino. Pero yo sé que no podrás evitar el meterte en él cuando te alcance el calor de la acción. Así que te quedas aquí, y eso es todo. Nosotros haremos nuestro trabajo y luego volveremos corriendo a casa… y con suerte dejaremos a Velteyn completamente engañado acerca de adónde hemos ido. Volveremos y te recogeremos. Te prometo que si lo conseguimos, te llevaremos a la batalla no más tarde de una hora después de que se inicie el ataque principal.
—Claude… Claude… —Su rostro lo contemplaba a través de la abertura en forma de T del casco negro de hoplita, con el pánico y la furia y alguna otra reacción extraña debatiéndose contra la razón. Claude aguardó, rezando para que no saltara sobre él. Pero estaba demasiado abrumado por la fatiga como para que le importara demasiado el que ella le golpeara y lo dejara sin sentido y luego obligara a los otros a aceptarla en su lugar. La muchacha pensó en ello, naturalmente; pero también sabía que no era aquella precisamente la mejor actitud.
—Oh, Claude. —Sus llameantes ojos castaños se cerraron. Las lágrimas se deslizaron entre las protecciones de las mejillas de su casco, y las plumas verdes se aplastaron cuando se apartó bruscamente de él y echó a correr hacia la casita de Madame.
Claude dejó escapar un largo suspiro.
—¡Estáte preparada para cuando volvamos! —gritó, y luego se apresuró hacia donde estaban esperando los demás.
El gran pájaro se arrastró furtivamente fuera de su escondite. Cuando estuvo en el claro, ascendió en el cielo de antes del amanecer como un destello violeta trepando por una invisible chimenea, alcanzando una altitud de 500 metros en menos de un parpadeo. Angélique Guderian permanecía de pie al lado de Richard, sujetando el respaldo de su asiento con una mano y su torque de oro con la otra. Richard se había cambiado a su viejo mono de espaciano.
—¿Nos mantienes ocultos, Madame? —preguntó.
—Sí —respondió débilmente la mujer. Apenas había dicho una palabra desde su regreso sanos y salvos.
—¡Claude! ¿Estás preparado?
—Cuando tú digas ahora, hijo.
—¡Vamos de camino!
Una fracción de segundo más tarde, la compuerta del vientre del pájaro se abrió suavemente. Flotaban inmóviles encima de un paisaje de microscópicas joyas, con una forma parecida a la de un renacuajo con la cola unida a la orilla oriental del Rhin.
—Bien, ahí está el Kaiserstuhl —se dijo Claude a sí mismo, en voz baja.
El paisaje pareció crecer, su fondo salpicado de estrellas se definió en parpadeantes luces a medida que el volador iba descendiendo —subsónicamente esta vez—, y el volador se detuvo en el aire a unos 200 metros encima de la más alta eminencia de la ciudad Tanu.
—Dales el regalo —dijo Richard.
Claude situó la gran Lanza en posición y apuntó hacia la línea de brillantes puntos que señalaban la muralla de la parte del Rhin. En algún lugar en las grisáceas neblinas del río aguardaba la flotilla de botes Firvulag cargados con tropas humanas y exóticas.
¡Manténla bien apuntada, viejo! ¡No querrás hervir a tu propia gente fuera del agua!
Alzó el seguro y lo echó a un lado. Aquí… exactamente aquí. Pulsa el segundo botón.
Una delgada varilla de luz blanco verdosa surgió como un dardo, sin ningún sonido.
Allá abajo floreció de repente un pequeño capullo naranja… pero la línea de puntos en la cima de la muralla permaneció imperturbable.
—¡Mierda! —exclamó Richard—. ¡Fallaste! ¡Álzala un poco!
Con tranquilidad, Claude tomó de nuevo puntería, apretó el botón. Ésta vez no hubo ningún estallido de fuego naranja, sólo un apagado resplandor rojo. Quizá una docena de las lámparas de la muralla fueron tragadas por él.
—¡Hurra! ¡Le diste! —chilló el pirata—. ¡En la misma diana, Claude muchacho! ¡Vamos a por la puerta de atrás!
El volador giró sobre su eje vertical, y Claude se halló apuntando a un lugar cerca de la base de la brillante cola del renacuajo. Disparó y falló… demasiado alto. Disparó y falló de nuevo… demasiado bajo.
—¡Jesús, apresúrate! —urgió Richard.
La tercera vez, el rayo golpeó directamente en el centro de la muralla, desmoronándola en un punto donde el cuello peninsular se unía con la extinta masa volcánica del propio Kaiserstuhl.
Madame gimió. Claude sintió que unas garras de dragón arañaban sus entrañas.
—¿Están viniendo? —preguntó Richard—. ¡Aguanta, Madame! ¡Por el amor de Dios, Claude… sigue adelante! No importa que nos carguemos algunos edificios Tanu. ¡A por la mina!
El anciano hizo girar la Lanza, sintiendo que un súbito acceso de sudor engrasaba sus manos y hacía que resbalaran en la vítrea superficie del arma. Sus agotados músculos temblaron mientras intentaba colocar la Lanza en posición hacia la pequeña constelación azul que señalaba los trabajos de la mina. No pudo bajar lo suficientemente el arma como para poder apuntar directamente al blanco.
—¡Rápido, Richard! ¡Lleva el aparato un par de cientos de metros hacia el sur!
—De acuerdo —gruñó el pirata. El volador cambió de posición en un abrir y cerrar de ojos—. ¿Así es mejor?
—Espera… ¡sí! La tengo en línea. Esta vez hay que acertar a la primera. Sólo disponemos de un disparo a toda potencia…
—Merde alors —susurró Madame.
La anciana se apartó tambaleándose de Richard para aplastarse contra la mampara de la derecha. Empezó a gritar, con los puños apretados contra sus sienes. Claude nunca había oído un sonido así procedente de una garganta humana, una tal destilación de angustia, horror y desesperación.
Al mismo momento, algo pasó llameando junto a la portilla del aparato. Resplandecía con un color rojo neón, y tenía la forma de un caballero a lomos de su montura.
—Oh, Dios —dijo Richard llanamente. Los gritos de Madame se interrumpieron, y se derrumbó en el suelo sin sentido.
—¿Cuántos? —preguntó Claude. Intentó dominarse, intentó afianzar la pesada Lanza hacia el blanco, rezó para que aquel condenado cuerpo viejo no le traicionara en el último momento. ¡Casi lo habían conseguido! Casi…
—Supongo que veintidós. —La tranquila voz de Richard parecía venir de una considerable distancia—. La Tabla Redonda entera dando vueltas en torno nuestro como sioux rodeando una caravana. Todos escarlata excepto el líder, y situaría su clase espectral más o menos por los alrededores de la B0… ¡cuidado!
Una de las figuras, la de color azul blanco, flotó hacia abajo y tomó posición inmediatamente debajo del volador. Extrajo su vítrea espada y la apuntó hacia arriba. Tres candelas romanas globulares surgieron como rayos en bola de su punta y flotaron más bien lentamente hacia la abierta escotilla. Claude esquivó, apartando la Lanza del camino, y las cosas penetraron en la aeronave, donde empezaron a rebotar contra los paneles y techo y suelo, silbando y emitiendo un terrible olor a ozono.
—¡Dispara! —chilló Richard—. ¡Por el amor de Dios, dispara!
Claude inspiró profundamente, dijo: «Tranquilo, hijo», y apuntó, pulsando el quinto botón de la Lanza de Lugonn justo en el momento en que las pequeñas luces azules se centraban en el arma.
Un haz esmeralda salió disparado hacia el iluminado suelo. Allá donde golpeó, la roca se volvió blanca, amarilla, naranja, y se extendió carmesí como una llameante estrella de mar. Claude cayó de lado y la Lanza golpeó el suelo con un clang. La compuerta empezó a cerrarse.
Bolas de luz rebotaban y crepitaban. El anciano sintió que una le golpeaba en la espalda, rodando a lo largo de su espina dorsal desde la rabadilla hasta la base del cuello, quemando durante todo el camino. El interior del volador estaba lleno de humo y de un olor a carne y tela quemadas. También había sonidos, descubrió Claude, mientras estudiaba la escena como desde muy lejos… un siseo mientras las dos restantes esferas de energía buscaban sus blancos… maldiciones y luego un agudo grito de Richard, un lloriqueante gemido de Angélique mientras intentaban avanzar hacia él sobre el tiznado suelo, alguien respirando con una pesada y rítmica persistencia.
—¡Quitadme esto de encima! —exclamó una frenética voz—. ¡No puedo ver para aterrizar! ¡Ah… maldita sea, no!
Un resonante chasquido y un ligero bamboleo hacia un lado. Claude sintió una brisa (sorprendente la forma en que alivió su espalda), y la compuerta se abrió. Una superficie herbosa peculiarmente inclinada hacia un lado, gris e imprecisa a la primera luz de la mañana. Richard sollozando y maldiciendo. Angélique sin hacer ningún ruido. Voces gritando. Cabezas asomándose por la escotilla… de nuevo curiosamente inclinadas hacia un lado. Gemidos de aquel estúpido joven, el Viejo Kawai. Los tonos familiares de Amerie: «Con cuidado. Con cuidado.» Felice escupiendo obscenidades cuando alguien dijo que iba a mancharse toda su armadura.
—Ponedlo sobre mi hombro. Yo puedo llevarlo. Deja de gimotear, Claude. ¡Estúpido viejo revientaplanes! Ahora voy a tener que andar todo el camino hasta la guerra.
Se echó a reír. Pobre Felice. Y luego su rostro estuvo boca abajo ante su falda verde y empezó a oscilar arriba y abajo, y gritó. Pero al cabo de un momento el movimiento se detuvo, y lo depositaron sobre su estómago y algo tocó su sien, haciendo que el dolor y todo lo demás recediera.
Dijo:
—¿Angélique? ¿Richard?
Desde un lugar que no podía ver, Amerie respondió:
—Se recuperarán. Tu también. Lo hicisteis, Claude. Ahora duerme.
Bien, ¿pero qué fue? Y por un momento vio de nuevo la terrible estrella de mar, pero con los miembros carmesíes y dorados expandiéndose, culebreando entre los desafortunados e impotentes esquemas de luciérnagas de las calles de Finiah en el instante antes de que la compuerta del volador terminara de cerrarse. Sí… y si la lava del viejo volcán Kaiserstuhl seguía rezumando un poco más, iba a pasar mucho, mucho tiempo antes de que pudieran extraer algo más de bario en las regiones de alrededor.
—No te preocupes por nada, Claude —dijo Felice.
Así que no se preocupó.