7

—¡Pero si no es azul! —protestó Felice—. Es marrón.

Madame cambió el rumbo de su esquife para evitar un tronco semisumergido.

—Al color marrón… le falta cachet. El compositor deseaba evocar la belleza del río.

La muchacha lanzó un bufido despectivo mientras estudiaba el terreno.

—Este lugar nunca ganará ningún premio. Demasiado seco. Parece como si no hubiera llovido desde hace meses. —Se arrodilló erguida en la proa del pequeño bote y escrutó las laderas color pardo a ambos lados con ayuda del pequeño monocular de Madame Guderian. Tan sólo en los arroyos y en las llanuras más cercanas al Danubio había zonas de verde. Los muy poco densos bosquecillos de árboles tenían un polvoriento aspecto azulado.

—Puedo ver algunas hordas pequeñas de hippariones y antílopes —dijo la muchacha al cabo de un rato—. No parece haber nada más vivo en esas tierras altas de la orilla izquierda. Ninguna señal del cráter. Nada distintivo en absoluto excepto ese pequeño volcán de ayer. No creeréis que ya lo hemos pasado, ¿verdad? Este maldito río corre realmente.

—Richard nos lo dirá al mediodía.

La anciana y la atleta habían compartido un bote de decamolec desde que el grupo había emergido de las Cuevas de Agua hacía cerca de dos días. Claude, Martha y Richard ocupaban un segundo bote que derivaba a unas pocas docenas de metros delante de ellos por la rápida corriente del Ystroll Brillante. Pese a la sequía habían conseguido un tiempo espléndido, puesto que la corriente recibía la mayor parte de su agua de los Alpes, que resplandecían blancos en el lejano sur. La noche anterior se habían detenido en un pedregoso banco en medio del río para dormir, puesto que el Duende les había prevenido contra acampar en la orilla. Agradecieron su aislamiento cuando fueron despertados más tarde por los gritos de las hienas. Claude les dijo que algunas de las especies del plioceno alcanzaban el tamaño de grandes osos y eran tanto activos predadores como carroñeros.

Para la navegación disponían de un precioso mapa. Allá en el Árbol, Richard había copiado las porciones pertinentes del deteriorado plast de un venerable Kümmerley + Frey Strassenkarte von Europa (Zweitausendjährige Ausgabe), que un Inferior nostálgico atesoraba como su más preciado recuerdo de un tiempo aún por venir. El viejo mapa de carreteras estaba semiborrado y era difícil de descifrar, y Claude había advertido a Richard de que el curso del Danubio del plioceno iba a resultar grandemente alterado durante la próxima Era Glacial por los grandes volúmenes de hielo que descenderían de los Alpes. Los tributarios del Danubio superior que estaban señalados en el mapa ocuparían seguramente posiciones distintas durante el plioceno; y el lecho del gran río en sí se hallaría más al sur, retorcido más allá de todo reconocimiento. Los viajeros no podían esperar seguir las indicaciones de la Era Galáctica hasta el cráter del Ries. Pero había un precioso dato del viejo mapa que habría retenido su validez a lo largo de seis millones de años: el exacto componente longitudinal en kilómetros entre el meridiano del pico del Alto Vrazel (alias Grand Ballon) y el del Ries (simbolizado en el mapa por la futura ciudad de Nördlingen, que se extendía en lo que sería una mera llanura rodeada de montañas en la Vieja Tierra). No importaba por dónde discurriera el Ystroll, cruzaría indefectiblemente el meridiano del Ries. Por todo lo que Richard había podido determinar por el decrépito plast del mapa de carreteras, la distancia lineal era de 260 kilómetros… a tres grados y medio de longitud al este del «primer meridiano» del Alto Vrazel.

Richard había ajustado su preciso cronómetro de pulsera a exactamente el mediodía en el Alto Vrazel, y había improvisado un cuadrante para medir el ángulo solar. Cada día despejado, el cuadrante sería utilizado para decirles el mediodía local… y la diferencia entre éste y el mediodía P. M. indicado en el reloj podría ser utilizada para calcular la longitud. Cuando alcanzaran el meridiano del Ries en el Danubio, todo lo que tendrían que hacer sería avanzar hacia el norte para alcanzar el cráter…

Una de las figuras en el bote que iba en cabeza alzó un brazo. La embarcación se dirigió hacia la orilla.

—Hay una pequeña hendidura en las tierras altas de la parte norte, aquí —dijo Felice—. Quizá Richard haya decidido que es nuestra mejor posibilidad. —Cuando hubieron varado su bote cerca del otro, preguntó—: ¿Qué opináis, chicos? ¿Es esto?

—Al menos estamos muy cerca —dijo Richard—. Y no parece una caminata demasiado mala, aunque todo es subida. Calculo que unos treinta kilómetros hacia el norte deberán llevarnos hasta el borde inferior. Aunque me haya desviado un poco, deberíamos ser capaces de verlo desde la cresta de esas colinas septentrionales. Se supone que el maldito cráter tiene más de veinte kilómetros de ancho, después de todo. ¿Qué os parece si comemos un poco, mientras vuelvo a comprobar el sol?

—Yo he pescado algo —dijo Martha, alzando una ristra de formas color marrón plata—. Richard queda disculpado por sus responsabilidades de navegante, así que eso os deja a vosotros dos para recoger unos cuantos juncos mientras Madame y yo los limpiamos y preparamos para asarlos.

—De acuerdo —suspiraron Claude y Felice.

Prepararon el fuego en un lugar bien resguardado cerca del lindero de un amplio bosque. Un hilillo de agua clara goteaba de un saliente de piedra caliza para desaparecer en una lodosa depresión llena de pequeñas mariposas amarillas. Al cabo de unos quince minutos, el delicioso olor de unos jóvenes salmones asándose llegó a las pituitarias de los cavadores de tubérculos.

—Vámonos, Claude —dijo Felice, tomando la red llena de raíces y dirigiéndose hacia el agua para lavarlas—. Ya tenemos bastantes para hoy.

El paleontólogo permaneció inmóvil, metido hasta las rodillas en el río, entre los altos tallos.

—Creí haber oído algo. Probablemente castores.

Vadearon de vuelta hasta la orilla, donde habían dejado sus botas. Ambos pares estaban aún allí, pero algo —o alguien— había estado trasteando con ellas.

—Mira aquí —dijo Claude, estudiando el lodo de los alrededores.

—¡Huellas de pies de bebé! —exclamó Felice—. ¡Que me quede ciega! ¿Es posible que haya Aulladores o Firvulag en esta zona?

Regresaron apresuradamente junto al fuego, con los tubérculos. Madame utilizó sus metafunciones para sondear la zona, sin captar ninguna presencia exótica.

—Indudablemente se trata de algún animal con huellas que imitan las de los niños —dijo sin demasiada convicción—. Un oso pequeño quizá.

—Los osos eran muy raros durante el plioceno primitivo —dijo Claude—. Es más probable… Oh, bueno. Sea lo que sea, es demasiado pequeño como para poder hacernos ningún daño.

Richard regresó junto al grupo y guardó mapa, placa de notas y cuadrante en su mochila.

—Estamos condenadamente cerca —dijo—. Si apretamos un poco esta tarde, podemos estar allí mañana por la mañana.

—Siéntate y come algo de pescado —dijo Martha—. ¿No te está volviendo loco su olor? Dicen que el salmón es el único pescado que es lo bastante completo nutritivamente como para constituir una dieta única continuada. —Se humedeció los labios… luego lanzo un estrangulado chillido—. No… os… volváis. —Tenía los ojos muy abiertos. Los demás estaban sentados al lado del fuego opuesto a ella—. Exactamente detrás de vosotros hay un rama salvaje.

—¡No, Felice! —siseó Claude, mientras los músculos de la atleta se tensaban automáticamente—. Es inofensivo. Que todo el mundo se vuelva muy lentamente.

—Lleva algo —dijo Martha.

La pequeña criatura, de cuerpo cubierto por un pelaje tostado, permanecía de pie a corta distancia de ellos, entre los árboles, temblando visiblemente pero con una expresión en su rostro que solamente podía ser calificada como determinación. Tenía aproximadamente la talla de un niño de seis años, y sus manos y pies eran completamente humanoides. Cargaba con dos grandes frutas verrugosas, de un color bronce verdoso estriado con naranja mate. Mientras los cinco viajeros lo contemplaban sorprendidos, el ramapiteco avanzó unos pasos, depositó las frutas en el suelo, luego retrocedió.

Con una cautela infinita, Claude se puso en pie. El pequeño antropoide retrocedió unos pasos. Claude dijo suavemente:

—Está bien, ven aquí, Señora Cosa. Nos gustaría que te unieras a nosotros para comer. ¿Cómo están tu marido y tus niños? ¿Bien? ¿Un poco hambrientos en esta sequía? No me sorprende. Las frutas son preciosas, pero no hay nada como un poco de proteínas y grasas para mantener unidos cuerpo y alma. Y los ratones y ardillas y saltamontes han emigrado en su mayor parte a los valles superiores, ¿no? Es una lástima que vosotros no hayáis ido con ellos.

Se detuvo y recogió las frutas. ¿Qué eran? ¿Melones? ¿Algún tipo de papayas? Las llevó de vuelta junto al fuego y tomó dos de los salmones más grandes y los envolvió con una hoja oreja de elefante. Depositó los dos pescados exactamente en el mismo sitio donde habían estado las frutas, y regresó a su lugar junto al fuego.

La ramapiteca miró fijamente los pescados envueltos en hojas. Tendió una mano, tocó una de las grasientas cabezas, y se llevó el dedo a la boca. Lanzando un sonido canturreante, alzó su labio superior.

Felice le devolvió la sonrisa. Sacó su daga, tomó una de las frutas, y cortó una tajada. Un olor dulzón que hacía la boca agua brotó de la carne amarillo rosada de la fruta. Felice tomó la tajada y le dio un mordisco.

—¡Yum!

La rama soltó una risita. Tomó el paquete con los pescados, alzó de nuevo el labio exhibiendo sus pequeños dientes, y se alejó corriendo entre los árboles.

—¡Dale nuestros recuerdos a King Kong! —gritó Felice.

—Esto ha sido malditamente curioso —dijo Richard—. Son listos, ¿eh?

—Son nuestros directos antepasados homínidos. —Claude sacudió los tubérculos.

—Los teníamos como sirvientes en Finiah —dijo Martha—. Eran muy amables y limpísimos. Tímidos… pero trabajaban concienzudamente en las tareas que les mandaban los que llevaban torques.

—¿Cómo se alojaban? —preguntó Claude, curioso—. ¿Como la pequeña gente?

—No exactamente —dijo Martha—. Disponían de una especie de cobertizo adyacente a la casa, donde vivían en particiones… casi como pequeñas habitaciones trogloditas llenas con paja. Eran monógamos, y cada familia tenía que disponer de su propio apartamento. Había zonas comunitarias también, y dormitorios conjuntos para los solteros. Los adultos sin niños trabajaban unas doce horas, luego iban a casa para comer y dormir. Las madres cuidaban de sus hijos durante tres años, y luego los dejaban a cargo de «abuelas»… hembras viejas que actuaban en todo como institutrices. Las abuelas y otros machos y hembras muy viejos jugaban con los niños y cuidaban de ellos cuando los padres estaban ausentes. Una podía darse cuenta de que los padres se resistían a abandonar a los pequeños, pero la llamada de los torques no podía ser ignorada. De todos modos… los cuidadores de los ramas me dijeron que el sistema de las abuelas era una variante del utilizado por las mismas criaturas en su estado salvaje. Generalmente producía individuos bien equilibrados. Los Tanu han estado criando ramas en cautividad durante casi tanto tiempo como el que llevan viviendo en este planeta.

—Esos sonidos que producen —dijo Claude—. ¿Podía la gente normal con el cuello desnudo como tú comunicarse con ellos?

Marta agitó negativamente la cabeza.

—Respondían a sus nombres, y quizá había una docena de órdenes verbales sencillas a las que respondían también. Pero el principal medio de comunicarse con ellos era a través del torque. Podían captar órdenes mentales muy complejas. Y por supuesto estaban entrenados a través del circuito placer-dolor, de modo que requerían muy poca supervisión en las tareas de rutina como hacer el trabajo de una casa.

Madame agitó lentamente la cabeza.

—Tan cerca de la humanidad, y sin embargo tan lejos de nosotros. Sus expectativas de vida son solamente de catorce o quince años en cautividad. Probablemente menos en estado salvaje. ¡Parecen tan frágiles, tan indefensos! ¿Cómo sobrevivirán a las hienas, a los perros-oso, a los dientes de sable y a todos los demás monstruos?

—Con el cerebro —dijo Richard—. Mira a ésa que vino hasta nosotros. Su familia no pasará hambre esta noche. Hay una selección natural trabajando aquí frente a nosotros. Ese pequeño antropoide es un superviviente.

Felice lo miró con una expresión traviesa.

—Creí notar un cierto aire de familia… Adelante, Capitán Blood. Tomemos un poco de esa fruta de tu tatara-tatara-tatara-lo-que-sea-abuela como postre.

Dejaron el Danubio tras ellos y echaron a andar. La temperatura parecía estar por encima de los cuarenta grados bajo el sol de setiembre, pero sus cuerpos adaptados podían soportarla bien. Caminaron sobre la hierba agostada por el sol, sobre matorrales de quebradizos maquis, sobre los guijarros del lecho de secos cursos de agua. Richard había señalado su meta… el paso entre dos largas colinas que se extendían al norte más allá de un terreno que ascendía lentamente con apenas alguna sombra y nada de agua. Redujeron su atuendo a unos shorts, las mochilas, y sombreros de ala ancha. Madame pasó un precioso tubo de crema protectora contra el sol. Richard dejó que Felice ocupara la retaguardia, y la atleta no dejaba de efectuar incansables recorridos de exploración para asegurarse de que ningún animal los acechaba y para buscar —sin ningún éxito— algún manantial o curso de agua. Entre los dos marchaban Claude y Madame, sosteniendo a Martha entre ellos. La ingeniero iba sintiéndose cada vez más débil a medida que se acumulaban las horas de calor; pero se negó a disminuir la marcha. Ninguno de ellos quería pararse, pese al hecho de que parecía no haber nada frente a ellos excepto la reseca altiplanicie llena de rastrojos extendiéndose hasta el ondulado horizonte. Sobre ellos colgaba un despiadado cielo amarillo pálido.

Finalmente el sol descendió hacia el horizonte y el cielo adquirió una tonalidad verde claro. Madame pidió un alto cerca de un pedregoso barranco donde al menos podían hacer sus necesidades en la intimidad. Madame condujo a Martha, y cuando las dos mujeres regresaron, el rostro de la anciana estaba lúgubre.

—Vuelve a sufrir una hemorragia —le dijo a Claude—. ¿Debemos pararnos aquí? ¿O debemos hacer de nuevo unas parihuelas con uno de los camastros?

Decidieron las parihuelas. Querían apresurarse mientras aún era de día. Unos cuantos kilómetros más, y llegarían al pie de las colinas.

Siguieron el camino tal como habían hecho anteriormente en el viaje, con cada uno sujetando una esquina del camastro modificado. Martha permanecía tendida mordiéndose el labio inferior, con dos rosetones gemelos de color rosa brillante en sus pálidas mejillas como testimonio de su mortificación. Pero no dijo nada. El cielo adquirió un color ultramarino y luego índigo, y aparecieron las primeras estrellas. Sin embargo, aún podían ver lo suficiente como para seguir caminando, de modo que siguieron adelante… cada vez más alto, acercándose al paso.

Finalmente llegaron a la parte superior. Los cuatro depositaron las parihuelas en el suelo y ayudaron a Martha a ponerse en pie a fin de que pudiera estar con ellos y mirar hacia el norte. A unos cinco kilómetros de distancia y tan sólo un poco más abajo del paso donde se habían detenido había un largo terraplén. Se alzaba del paisaje detrás de la línea de colinas en una virtual jungla de espinosos arbustos de maquis, y se curvaba a ambos lados en un gran arco que se unía finalmente en el horizonte septentrional. El desnudo borde del cráter relucía pálido al anochecer.

Felice sujetó la cabeza de Richard entre sus manos, se puso de puntillas, y le besó en la boca.

—¡Lo conseguiste! ¡Directo a la nariz, bucanero… lo hiciste!

—Bien, así parece, maldita sea —dijo el pirata.

—Puedes estar seguro. —El amplio rostro eslavo de Claude exhibía una sonrisa exultante.

—Oh, Madame. ¡La Tumba de la Nave! —La voz de Martha se quebró; sus ojos estaban llenos de lágrimas—. Y ahora… ahora…

—Ahora acamparemos —dijo la francesa con un espíritu práctico—. Descansaremos bien y recuperaremos nuestras fuerzas. Mañana empezaremos realmente a trabajar.

El esqueleto había sido depositado en el compartimiento del vientre del quinto volador que inspeccionaron.

En vez de los otros aparatos, que tenían sus compuertas cerradas, el sepulcro de Lugonn estaba completamente abierto a los elementos. Durante largos años los mamíferos, aves e insectos de los maquis habían entrado libremente en él. Felice, como siempre, fue la primera en trepar por la escalerilla de acceso de la nave exótica. Su grito de triunfo al hallar finalmente los restos del héroe Tanu fue seguido por un torturado aullido que erizó los pelos de la nuca de los otros cuatro miembros de la expedición.

—¡No tiene ningún torque! ¡Ningún torque!

—¡Angélique! —gritó Claude, alarmado—. ¡Deténla antes de que pueda causar ningún daño ahí dentro!

—¡Ningún… torque! —Un chirrido de diabólica rabia resonó en el interior de la máquina volante, y hubo un sonido de golpes. Mientras Richard y Claude trepaban por la escalerilla, Madame Guderian se inmovilizó bajo la sombra de las alas del pájaro de metal, los ojos muy abiertos, la boca crispada en una tensa mueca, ambas manos aferradas al oro en su garganta. Necesitó todo el poder de su metafunción coercitiva para detener a Felice, para obligar a la muchacha a refrenar su instintiva ansia de destruir la fuente de su frustración. Empujadas por la furiosa decepción, las latencias de la atleta se estremecieron al borde de la operatividad. La vieja mujer sintió que sus propios ultrasentidos eran llevados hasta el límite. Contuvo, presionó la volcánica cosa que se agitaba bajo la presa de su mente mientras al mismo tiempo su voz telepática gritaba: ¡Espera! ¡Espera! ¡Entre todos lo buscaremos! ¡Espera!

Felice interrumpió su oposición tan bruscamente que Madame Guderian se tambaleó hacia atrás y se derrumbó entre los frágiles brazos de Martha.

—¡Ya está! —gritó Richard desde arriba—. Le he atizado un buen derechazo. ¡Está fuera de circulación!

—¿Pero ha estropeado algo? —preguntó Martha, depositando a Madame en el polvoriento suelo.

—No lo parece —respondió Richard—. Sube, Marty, y echa una mirada por ti misma. Esto se parece a un maldito cuento de hadas.

Felice yacía hecha un ovillo en el rincón más alejado del compartimiento de la barriga del volador, que mediría unos tres por seis metros. Había conseguido lanzar el cráneo de Lugonn recubierto por el casco contra el tablero de control en un paroxismo de rabia; pero el interior del antiguo aparato estaba tan lleno de polvo, excrementos de animales y otra basura orgánica que la reliquia no había causado ningún daño. Claude se arrodilló y devolvió la cabeza a su lugar. Apoyándose sobre sus talones, estudió la leyenda que yacía ante él.

La armadura de Lugonn, enormemente enjoyada y chapada en oro, estaba ahora tan deslustrada y encostrada que sus huesos apenas podían verse dentro de las placas articuladas y las escamas de cristal. El cristalino casco, crestado con un peculiar animal heráldico, era una pieza de artesanía increíblemente intrincada… tan magnífica, incluso recubierta de suciedad, que uno olvidaba que había tenido un propósito utilitario: desviar los rayos fotónicos. Cuidadosamente, Claude alzó el visor y soltó las gorgueras y las piezas de las mejillas, montadas sobre bisagras. El cráneo de Lugonn estaba mutilado por una enorme herida, perfectamente circular y de unos buenos doce centímetros de diámetro, que taladraba la región naso-orbital y abría otro orificio en la parte del cráneo opuesta a los ojos.

—Así que buena parte del relato era cierta —murmuró el anciano.

No pudo resistirse a inspeccionar el cráneo en busca de atributos no humanos. La mayor parte de las diferencias eran sutiles; pero el Tanu había poseído solamente treinta dientes, y eran muy grandes y bien enraizados. Aparte las anomalías en la posición de algunas suturas craneanas y la foramina mental, el cráneo del Tanu parecía casi completamente humanoide.

Richard estudió todo el compartimiento, observando el adobe de los nidos de avispas que formaban una costra sobre casi cualquier superficie, el aislamiento de las mamparas hecho trizas, el expuesto armazón de cerámica de la en su tiempo lujosa instalación de la cabina. Había un nido de abejas incluso en uno de los abiertos armarios de la parte delantera.

—Bien, no creo que tengamos ninguna posibilidad de hacer que este cacharro se alce del suelo. Tendremos que recurrir a uno de los otros.

Martha estaba cavando con las manos en los montones de basura al lado izquierdo del esqueleto enfundado en su armadura. Lanzó un grito de satisfacción.

—¡Mira aquí! ¡Ayúdame a sacarla de entre toda esta porquería, Richard!

—¡La Lanza! —La ayudó a retirar la blanda y asquerosa masa. A los pocos minutos habían puesto al descubierto un estilizado instrumento aproximadamente un metro más largo que el gran esqueleto, conectado por un cable cerca de su extremo inferior a una ancha caja enjoyada que en su tiempo había estado sujeta a la cintura de Lugonn. Las correas de sujeción de la caja se habían desintegrado, pero la vítrea superficie de la caja y la Lanza en sí no parecían corroídas.

Martha se limpió las manos en sus muslos.

—Esto es, sí. Disparador y caja de energía. Cuidado con esas protuberancias en la parte superior de la empuñadura. Por muy sucias que estén, aún pueden actuar y disparar el instrumento.

—¿Pero cómo —se maravilló suavemente Claude—, cómo pudo disparar esa cosa sobre sí mismo?

—Oh, por el amor de Dios —dijo Richard—. Olvida eso y ayúdanos a sacarla fuera antes de que nuestra rubia carnicera se despierte y se vuelva loca de nuevo.

—Estoy despierta —dijo Felice. Se masajeó la barbilla, donde estaba apareciendo un morado—. Siento lo ocurrido. No volveré a perder el control. Y no guardo resentimiento por el golpe, Capitán Blood.

Madame Guderian apareció subiendo lentamente la escalerilla de acceso. Sus ojos se posaron brevemente en el esqueleto revestido de cristal y luego se desviaron a Felice.

—Oh, ma petite. ¿Qué vamos a hacer contigo? —La tristeza teñía su voz.

La muchacha se levantó y exhibió una sonrisa de niña zurrada.

—Realmente no estropeé nada con mi pequeño acceso de irritación. Y garantizo que no va a volver a ocurrir. Olvidémoslo. —Merodeó por el interior del aparato, pateando la basura—. Espero que el torque esté en algún lugar por aquí. Tal vez algún animal lo alejó del esqueleto y lo enterró en algún otro lugar de la nave.

Claude tomó la mochila y empezó a descender la escalerilla mientras Richard y Martha le seguían con la aún conectada arma, no deseando retirar el cable.

Madame contempló el esqueleto.

—Así que aquí yaces, Resplandeciente Lugonn. Muerto antes de que empezaran realmente las aventuras de tu gente aquí. Con tu tumba profanada por los pequeños bichos de la Tierra… y ahora por nosotros. —Agitando la cabeza, se volvió para descender la escalerilla. Felice corrió a ayudar a la vieja mujer.

—¡He tenido una maravillosa idea, Madame! No voy a ser de ninguna ayuda trabajando en la nave o la Lanza. De modo que cuando no sea necesaria para los trabajos del campamento o la caza, vendré aquí y limpiaré todo este lugar. Lo volveré a dejar todo limpio de nuevo y puliré su armadura de cristal dorado… y cuando nos vayamos, podemos cerrar la compuerta.

—Sí —asintió Madame Guderian—. Será un trabajo adecuado.

—De todos modos —añadió Felice—, también tendría que remover toda esta porquería cuando buscara el torque. Tiene que estar por aquí, en algún lugar. Ningún Tanu o Firvulag se atrevería a tomarlo. Sé que lo encontraré.

De pie ya en el suelo, Madame alzó la vista hacia Felice… tan pequeña, tan atractiva, tan peligrosa.

—Quizá lo consigas. ¿Pero y si no? ¿Qué, entonces?

La muchacha parecía tranquila.

—Bueno, entonces tendré que recordarle al rey Yeochee su promesa, eso es todo.

—¿Qué te parece si bajaras y nos echaras una mano, muchacha? —dijo Richard—. Puedes entretenerte con tu antiguo astronauta todo lo que quieras una vez hayamos instalado el campamento. Vamos… nos dirigiremos de vuelta al último pájaro de la hilera. Mira si puedes llevar todo el equipo de la Lanza tú sola, ¿quieres? Es complicado llevarla entre dos.

Felice descendió ágilmente de la escotilla, sujetó la caja de energía de ocho kilos de peso bajo un brazo, y se mantuvo inmóvil mientras Claude y Richard equilibraban la larga arma sobre su hombro opuesto.

—Puedo arreglármelas —dijo la muchacha—. Pero sólo Dios sabe cómo ese viejo tipo conseguía manejar este cacharro en plena lucha. ¡Tuvo que ser un chico fuerte! Pero esperad a que encuentre ese torque.

Claude y Madame intercambiaron una mirada sin decir nada, luego ayudaron a Martha a recoger sus cosas. Empezaron a recorrer el medio kilómetro de distancia paralelo al borde del cráter hasta la Aeronave Número Cuatro.

—Hemos sido afortunados encontrando tan fácilmente la Lanza —dijo Madame—. Pero hay otro factor que puede obstaculizar el ataque a Finiah este año.

—¿Y es? —inquirió Claude.

—El asunto de quién manejará la antigua nave durante la lucha real. —Miró por encima de su hombro a Richard, que estaba sosteniendo a Martha—. Recordarás que aceptó solamente conducir la máquina de vuelta a los Vosgos. Si tenemos que entrenar a otro piloto para la batalla…

Martha había oído cada una de aquellas palabras, por supuesto. Se volvió hacia el ex espaciano con una expresión apenada.

Richard lanzó una seca y tensa risa.

—Madame, no dejas de probarlo una y otra vez. No eres una lectora de mentes. ¿Crees realmente que iba a perderme nuestra pequeña guerra?

Martha se aferró a él y le susurró algo al oído. Madame no dijo nada… pero mientras se volvía de nuevo para reanudar la marcha, sonreía.

Al cabo de un rato, Richard dijo:

—Hay algo más en lo que deberíamos pensar. ¿No sería mejor si nos concentráramos primero en el volador y dejáramos la Lanza hasta que hubiéramos vuelto a casa? Hoy es veintidós de setiembre, y el pequeño Rey dijo que la Tregua empieza el uno de octubre. Tenemos las cosas malditamente encima si los tipos van a necesitar una semana para movilizarse. ¿Y qué hay acerca de preparar a tu gente, Madame? ¿Y elaborar las tácticas para las armas de hierro… si las tienen? Me parece que cuanto antes volvamos allá, más tiempo tendremos para organizarnos. Y una vez de vuelta a tu poblado, Martha puede recibir atenciones médicas de Amerie. Además, quizá alguien como Khalid Khan pueda ayudarnos también en volver a poner en condiciones la Lanza.

Fue Martha quien puso objeciones.

—No olvides que tenemos que probar la Lanza. Debemos ponerla en condiciones, luego instalarla de alguna forma en la nave y probarla desde el aire. Si esa arma es tan poderosa como pienso que es, cada Tanu con un microgramo de sentido a distancia será capaz de detectar las perturbaciones atmosféricas si la disparamos dentro de un radio de un centenar de kilómetros de los Vosgos.

—Dios, sí —dijo Richard, alicaído—. Había olvidado eso.

—Debemos hacer todo lo que podamos para poner tanto volador como Lanza en condiciones de funcionamiento antes de abandonar este lugar. En cuanto a los que quedaron en casa, tenemos que confiar en Peo para que todo esté listo y a punto. Él conoce todos los detalles del plan contra Finiah. Aunque nos quede solamente un día de margen antes del inicio de la Tregua, podremos seguir montando el ataque.

—¡Bien, al trabajo entonces! —dijo Felice. Inició un trote corto, dejando atrás al resto. La vieron hacerles una breve seña con la mano desde las inmediaciones del volador, luego desaparecer por el otro lado del cráter y entre la maleza. Cuando llegaron junto al gran pájaro de metal, encontraron la Lanza colocada cuidadosamente a la sombra de sus alas. A su lado, garabateado en el polvo, había un mensaje: HE IDO A CAZAR.

—¿Para qué? —se preguntó cínicamente Richard. Luego él y Martha treparon por la escalerilla hasta el no molestado aparato, abrieron el sencillo cierre de la escotilla, y se metieron dentro.