5

Fue Martha quien le dio al Duende su nombre.

Estaba allí, sentado sobre un peñasco y contemplándoles con una mirada misantrópica, cuando despertaron a primera hora de la mañana siguiente en su campamento debajo del flanco meridional del Feldberg. Tras identificarse bruscamente como un emisario de Sugoll, les ordenó que recogieran sus cosas sin siquiera permitir que Richard preparara el desayuno. El ritmo con el que empezó a ascender la estribación de la montaña era deliberadamente agotador, y los hubiera llevado hasta arriba sin siquiera un descanso de no haber pedido ocasionalmente Madame un alto para recuperar el aliento. Seguramente la enanesca criatura se sentía infrautilizada sirviendo como guía, y había decidido tomarse su propia mezquina venganza.

El Duende era mucho más bajo que cualquier otro Firvulag con el que se hubieran encontrado antes… y mucho más feo, con un pequeño torso rechoncho y unos delgados brazos y piernas. Su cráneo era grotescamente comprimido, hasta el punto de parecerse al de un pájaro. Unos grandes ojos negros con colgantes bolsas debajo les miraban muy juntos por encima de una nariz de tucán. Unas prominentes orejas caían fláccidamente en sus márgenes superiores. Su piel brillaba con un graso color rojo amarronado, y su escaso pelo se retorcía en mechones como estropajo. Las ropas del Duende, contradiciendo a su repulsividad física, eran cuidadas e incluso hermosas: unas pulidas botas y un ancho cinturón de piel negra grabada, unos pantalones y una camisa color rojo vino, y una larga chaqueta bordada con dibujos llameantes y engarzada con piedras semipreciosas. Llevaba una especie de gorro frigio con un gran broche encasquetado justo encima de sus ásperas cejas, que permanecían enlazadas en lo que parecía ser un permanente fruncimiento de ceño.

Siguiendo a su guía que les recordaba a un fantástico troll, los cinco expedicionarios orillaron torrentes montañosos, siguiendo un estrecho pero perceptible sendero, y cruzaron una parte de la Selva Negra que contenía casi tantos árboles de hoja ancha como coníferas. Allá donde los arroyos del Feldberg frenaban lo suficiente su marcha como para formar remansos había frondosas cañadas repletas con altos helechos y alisos, trepadoras clemátides y prímulas de colgantes flores con venenosamente brillantes capullos. Llegaron a una vaguada donde las aguas de una fuente termal burbujeaban a la superficie. Una vegetación lujuriante y de aspecto poco saludable se apiñaba en torno al humeante lugar. Una bandada de cuervos les graznó un sardónico saludo desde la medio devorada carcasa de un ciervo pequeño que yacía cerca del borde de una charca incrustada de minerales. Más huesos —algunos mondos, otros cubiertos por un espeso musgo— se asomaban de tanto en tanto en la superficie del bosque.

Más al este, las formaciones rocosas empezaron a cambiar. Los afloramientos de coloreada piedra caliza se alternaban con el granito.

—La región de las cuevas —observó Claude a Madame. Estaban caminando ahora uno al lado del otro, ya que el sendero se había ensanchado al pasar por debajo de un boscoso risco. El sol era cálido; pese a todo, el paleontólogo sentía un frío subterráneo. En los pocos lugares donde era visible la cara rocosa, podían ver golondrinas escarlatas y azules con largas colas bifurcadas entrando y saliendo a toda velocidad de huecos en la piedra caliza. Las espinosas begonias crecían en densas aglomeraciones bajo los árboles, cubriendo amontonamientos de setas de blancos tallos y sombreretes rojos moteados de blanco.

—Están aquí —dijo bruscamente la vieja mujer—. ¡A todo nuestro alrededor! ¿No podéis sentirlos? ¡Hay tantos! Y todos ellos… deformes.

Por un momento Claude no captó el significado de lo que ella estaba diciendo. Pero encajaba… encajaba con la corriente subterránea de ansiedad que había estado intentando asomarse al borde de su consciencia desde primera hora de la mañana. Encajaba con el mal humor del Duende, al que él había confundido con un Firvulag normal.

Les Criards —dijo Madame—. Nos siguen. Uno de ellos nos guía. Los Aulladores.

El sendero conducía ladera arriba en una suave pendiente, enteramente libre de piedras. Las golondrinas revoloteaban entre pinos y hayas. Grandes franjas de dorada luz descendían oblicuamente hasta el suelo del bosque como penetrando a través de enormes ventanas abiertas.

La vieja mujer dijo:

—Es un hermoso lugar. Pero hay desolación aquí, mon vieux, un retorcimiento del espíritu que toca a la vez mi corazón y me disgusta. Y se hace más fuerte cada vez.

Él la sujetó del brazo, porque ella se tambaleaba, aparentemente no por razones físicas. El rostro de la mujer se había puesto enormemente pálido.

—Podemos pedirle al Duende que pare —sugirió Claude.

La voz de Madame era opaca.

—No. Es necesario seguir adelante… ¡Ah, Claude! Deberías darle gracias a Dios por no haberte hecho sensitivo a las emanaciones de otras mentes. Todos los seres sentientes poseen sus pensamientos secretos, aquellos que permanecen ocultos a todos excepto al buen Dios. Pero hay otros pensamientos también, ajustados a diferentes niveles psíquicos… el habla no vocal, las corrientes y tormentas de emociones. Estas últimas son las que me envuelven ahora. Es una profunda enemistad, una malevolencia que solamente puede proceder de las más distorsionadas personalidades. ¡Los Aulladores! Odian a los otros seres, pero se odian mucho más a sí mismos. Y sus aullidos llenan mi mente…

—¿No puedes cerrarla? ¿Defenderte del mismo modo que lo hiciste contra la Caza?

—Si hubiera sido adecuadamente entrenada —dijo ella con desesperación—. Pero todo lo que sé lo he aprendido por mí misma. No sé cómo contrarrestar a esa horda. No ofrecen ninguna amenaza concreta a la que pueda agarrarme. —Su expresión estaba muy cerca del pánico—. Todo lo que hacen es odiar. Con toda su fuerza… odian.

—¿Parecen ser más poderosos que los Firvulag normales?

—No puedo estar segura de eso. Pero son distintos, de alguna manera no natural. Por eso los he llamado deformados. Con los Firvulag, e incluso con los Tanu, los metapsíquicos humanos pueden sentir un cierto parentesco mental. No importa el que el exótico sea un enemigo. ¡Pero yo nunca podría sentir una afinidad hacia esos Criards! Nunca antes había estado tan cerca de tantos a la vez. Los encontramos muy raramente en nuestro pequeño enclave de los Vosgos, y allí son débiles. ¡Pero estos…!

Su voz se quebró, tensa y demasiado aguda. Los dedos de su mano derecha aferraron el torque de oro con una urgencia febril, mientras los de su mano izquierda se clavaban dolorosamente en el brazo de Claude. Siguió lanzando su mirada a uno y otro lado, escrutando los riscos. No se veía nada anormal.

Felice, que había permanecido en la cola de la hilera tras ellos, acortó ahora la distancia y anunció:

—No me gusta en absoluto este lugar. Durante la última media hora o así no he dejado de tener esa maldita sensación. Nada parecido a esas estupideces que sentimos en el Bosque de los Hongos. Esta vez hay realmente algo a lo que temer. Vamos, Madame… ¿qué está pasando?

—Los Firvulag malignos… los Aulladores, están a todo nuestro alrededor. Sus proyecciones mentales son tan poderosas que incluso tú, en tu estado latente, puedes percibirlas.

La boca de la rubia atleta se apretó hasta convertirse en una línea recta, y sus ojos llamearon. En sus desacostumbradas ropas de ante, parecía como una escolar jugando a los Pieles Rojas. Preguntó a Madame:

—¿Están preparándose para atacar?

—No harán nada sin el permiso de su gobernante, Sugoll —respondió la vieja mujer.

—¡Sólo intimidación mental, malditos sean sus ojos! ¡Bien, no van a asustarme! —Felice soltó el arco de su mochila y comprobó expertamente las flechas sin perder el paso. El risco se había convertido ahora en un loco amasijo de bloques y pináculos a medida que el terreno iba ascendiendo. Los árboles se hacían menos densos. Podían ver a lo lejos por encima de los valles entre las montañas. Incluso los distantes Alpes eran ligeramente visibles al sur. El propio Feldberg se alzaba otro millar de metros por encima de ellos, cortado en seco en un abrupto precipicio en su cara sudoriental, como si algún Titán hubiera utilizado un hacha para hacerlo, mutilando la simetría de la suavemente redondeada cima.

A la cabeza de la fila, el Duende alzó una mano. Habían llegado a un parque alpino, una pradera rodeada por todos lados por escarpadas rocas. Exactamente en el centro de la zona había un otero de piedra negra en forma de pajar, con vetas de un brillante amarillo que formaban como una tela de araña en su superficie como de terciopelo.

—Aquí es —dijo el Duende—. Y aquí me despido aliviado de vosotros.

Cruzó los brazos y, frunciendo el ceño, desapareció de su vista. El ceño fruncido permaneció visible mucho más rato que el resto de él.

—Bien, que me condene si… —empezó Richard.

—¡Silencio! —exclamó Madame.

Sin saber por qué, los demás se acercaron a ella. Su frente estaba perlada de sudor, y se aferraba a su torque como si de pronto se hubiera vuelto demasiado pequeño para ella. Por encima de la pequeña hondonada de arenosa tierra cubierta de flores había un cielo sin nubes; pero el aire parecía estar espesándose en algo líquido donde empezaban a formarse extrañas corrientes y torbellinos transparentes, girando y moviéndose más rápido de lo que el ojo podía captar. Se hizo imposible ver claramente más allá de las rocas que les rodeaban. Las laderas superiores de la montaña brillaban y se agitaban y se descomponían en masas fluidas de formas constantemente cambiantes. El otero negro, por otra parte, poseía una prístina claridad. Era obviamente el centro de toda la actividad que se estaba produciendo.

Madame aferró el brazo de Claude en una mortal desesperación.

—¡Tantos, doux Jésus! ¿No puedes sentirlos?

Richard se aventuró a decir:

Yo juraría por todos los infiernos que siento algo. ¡Es como un bombardeo con campos de fuerza sigma, por el amor de Dios! Mentes hostiles contra nosotros… ¿es eso?

El aura de presagio estaba adquiriendo un imparable crescendo a su alrededor. Había una vibración de ciclo bajo en las rocas bajo sus pies, amplificada en lentas sacudidas, casi como el avanzar de pies invisibles dentro de la montaña.

Todas las cosas aullaron.

Los torbellinos atmosféricos se intensificaron. Se inició un nuevo sonido… un alocado conjunto de trémolos que aullaron arriba y abajo en la escala a un centenar de intervalos distintos, cada voz con su propio tempo. Los humanos aplastaron sus manos contra sus oídos. La avalancha de sonido les obligó a gritar en un fútil esfuerzo por neutralizarlo antes de que les abrumara.

Y luego todo se detuvo, y los Aulladores aparecieron.

Los cinco expedicionarios se inmovilizaron como un grupo de estatuas, los ojos desorbitados y las bocas muy abiertas. Las rocas que rodeaban el claro alpino estaban atestadas de seres. Parecía haber cientos de ellos, quizá incluso miles; se sentaban los unos encima de los otros, se sujetaban a las formaciones prominentes o se colgaban de los miembros inferiores de otro, atisbaban por entre las rendijas y hendiduras, y trepaban ágilmente sobre las cabezas y cuerpos de sus compañeros en un esfuerzo por conseguir un puesto de primera fila.

Eran los pobladores de las pesadillas.

La mayor parte de ellos eran muy pequeños, menos de un metro de altura, con el torso en forma de barril y los delgados miembros del Duende. Muchos tenían manos y pies desproporcionadamente grandes. Algunos de los cuerpos parecían retorcidos, como con deformaciones en la columna vertebral; otros mostraban bultos asimétricos bajo sus bien confeccionadas ropas, insinuando crecimientos tumorales o incluso ocultos miembros extra. Las cabezas eran grotescas: puntiagudas, aplastadas, cuarteadas como la corteza de un árbol, crestadas, incluso cornudas. Algunas eran demasiado grandes o demasiado pequeñas para el cuerpo que las sostenía, o monstruosamente desproporcionadas… como la diminuta cabeza femenina con lustrosos rizos y encantadores rasgos asentada de forma incongruente sobre la encorvada forma de un joven chimpancé. Casi todos los rostros eran horribles, retorcidos o hinchados o tensos más allá de cualquier parecido a una normalidad humanoide. Había rostros cubiertos de carnosidades rojas y azules, de pelo, de escamas reptilianas, de supurantes costras, de exudaciones blancuzcas. Había ojos bulbosos, como cuentas, pedunculados, mal situados, superfluos. Algunas de las criaturas poseían bocas tan anchas que les daban aspecto de ranas; a otras les faltaban completamente los labios, de tal modo que los muñones de los podridos dientes quedaban expuestos en unas perpetuas sonrisas horribles. Aquellas bocas se alineaban desde hocicos de animales pegados a cráneos por otro lado completamente normales hasta improbables hendiduras verticales, troncos retorcidos y picos de loro. Se abrían para mostrar gruesos dientes, largos colmillos, babeantes encías, y lenguas que podían ser negras u orladas o incluso dobles o triples.

Muy suavemente, toda aquella bastarda multitud empezó a aullar de nuevo.

Ahora, sobre la roca negra, había sentado un hombre calvo moderadamente alto. Su rostro era agraciado y su cuerpo, vestido de cuello a pies con unas apretadas ropas púrpura, era el de un soberbiamente musculoso humanoide.

Los aullidos cesaron bruscamente. El hombre dijo:

—Soy Sugoll, el señor de estas montañas. Decidme por qué habéis venido.

—Te traemos una carta de Yeochee, Rey Soberano de los Firvulag —dijo Madame, con una voz apenas audible.

El hombre calvo sonrió tolerantemente y tendió una mano. Claude tuvo que ayudar a Madame Guderian a acercarse a la roca.

—Nos tenéis miedo —observó Sugoll mientras tomaba el trozo de pergamino—. ¿Tan repugnantes somos a los ojos Humanos?

—Tememos lo que vuestras mentes proyectan —dijo Madame—. Vuestros cuerpos solamente pueden despertar nuestra compasión.

—El mío es una ilusión, por supuesto —dijo Sugoll—. Como la mayor parte de todos ésos —tendió un brazo para abarcar a la vibrante masa de criaturas—. Debo ser naturalmente superior a ellos en todas las cosas, incluso en abominación física. ¿Os gustaría ver cómo soy realmente?

—Altísimo Sugoll —dijo Claude—, esta mujer se ha visto severamente afectada por vuestras emanaciones mentales. En mi tiempo fui un científico de la vida, un paleobiólogo. Muéstrate a mí y dispensa a mis amigos.

El hombre calvo se echó a reír.

—¡Un paleobiólogo! Entonces veamos si puedes clasificarme. —Se puso en pie en su roca. Richard se acercó y llevó a Madame hacia atrás, dejando a Claude de pie solo.

Hubo un breve destello, y todos los Humanos excepto el anciano quedaron momentáneamente cegados.

—¿Qué soy? ¿Qué soy? —exclamó Sugoll—. ¡Nunca lo adivinarás, Humano! ¡No puedes decírnoslo, y nosotros no podemos decírtelo a ti porque ninguno de nosotros lo sabe! —Repiqueteo tras repiqueteo de burlona risa resonaron a su alrededor.

La agraciada figura vestida de púrpura estaba de nuevo sentada en su roca. Claude permaneció allí con los pies firmemente plantados en el suelo, la cabeza hundida en su pecho y los pulmones bombeando. Un finísimo hilo de sangre brotaba de su mordido labio inferior. Lentamente, alzó los ojos para enfrentar a los de Sugoll.

—Sé lo que eres.

—¿Qué estás diciendo? —el gobernante goblin dio un respingo hacia delante. En un solo y elástico movimiento saltó al suelo y se acercó a Claude.

—Sé lo que eres —repitió el paleontólogo—. Lo que sois todos vosotros. Sois miembros de una raza que es anormalmente sensible a las radiaciones de fondo del planeta Tierra. Incluso los Tanu y los Firvulag que viven en otras regiones han sufrido anomalías reproductivas debido a esas radiaciones. Pero vosotros… vosotros habéis complicado el problema viviendo aquí. Me atrevería a decir que bebéis de las fuentes profundas, con su agua juvenil, así como de los manantiales someros y de los arroyos de nieve fundida. Probablemente construís vuestras casas en cavernas llenas de atractivas rocas negras como ésa —señaló hacia el otero estriado de amarillo.

—Así es.

—A menos que me equivoque y mi vieja memoria me falle, esa roca es nivenita, una mena que contiene uranio y radio. Es probable que las fuentes profundas sean también radiactivas. Durante los años que tu gente ha vivido en esta región, habéis expuesto vuestros genes a muchas veces las dosis de radiación experimentadas por vuestros compañeros Firvulag. Por eso habéis mutado, por eso habéis cambiado a… a lo que sois.

Sugoll se volvió y contempló la roca parecida a terciopelo negro. Luego echó hacia atrás su hermosamente formado cráneo ilusorio y aulló. Todos sus súbditos, duendes, trolls y goblins se le unieron. Esta vez el sonido no fue aterrador para los humanos, tan sólo insoportablemente conmovedor.

Al fin, los Aulladores cesaron su endecha racial. Sugoll dijo:

—En este planeta, con únicamente una genotecnología primitiva, no puede haber esperanza para nosotros.

Hay esperanza para las generaciones aún no nacidas si os alejáis de aquí… digamos a unas regiones más al norte donde no haya concentraciones de minerales peligrosos. Para aquellos que vivís hoy en día… bien, tenéis vuestros poderes para crear ilusiones.

—Sí —admitió el gobernante exótico con voz llana—. Tenemos nuestros ilusiones. —Pero luego las implicaciones de lo que Claude había dicho empezaron a revelarle su auténtica importancia. Exclamó—: ¿Pero puede ser cierto? ¿Lo que dices acerca de nuestros hijos?

—Necesitarás el consejo de un geneticista con experiencia —dijo el anciano—. Cualquier humano con esas características habrá sido probablemente esclavizado por los Tanu. Todo lo que puedo decirte son unas pocas generalizaciones básicas. Salid de esta zona para poner freno a nuevas mutaciones. Los peores de vosotros sois con toda seguridad estériles. La gente fértil podrá volver probablemente a la normalidad. Unid a los más normales de entre vosotros para fijar los alelos. Aportad plasma germinal normal a vuestra población uniéndoos con los otros Firvulag… los normales. Tendréis que utilizar vuestros poderes de crear ilusiones para haceros atractivos a vuestras parejas potenciales, y tendréis que ser socialmente compatibles para animar la mezcla. Eso significa no más mentalidad de duendes y espectros y apariciones.

Sugoll lanzó una risa irónica que parecía un ladrido.

—¡Vuestra presunción va más allá de todo lo creíble! ¡Emigrar de nuestras tierras tradicionales! ¡Renunciar a nuestras tradiciones de emparejamiento! ¡Hacer amigos con nuestros viejos enemigos! ¡Casarnos con ellos!

—Si deseáis cambiar vuestro esquema genético, ésta es la forma de empezar. Puede perfilarse más… si conseguimos liberar a la Humanidad de los Tanu. Es probable que haya algún ingeniero genético Humano entre los viajeros temporales. No sé exactamente cómo funciona la Piel de los Tanu, pero quizá sea posible utilizarla para alterar vuestros deformemente mutados cuerpos y devolverles una forma más normal. Nosotros éramos capaces de conseguir algo así utilizando los tanques de regeneración, en el mundo del futuro de donde vengo.

—Nos acabas de dar mucho en lo que pensar. —Sugoll estaba mucho más apaciguado—. Gran parte de lo que nos has dicho es más bien amargo, pero pensaremos en ello. Finalmente, tomaremos nuestra decisión.

Madame Guderian avanzó de nuevo, y reasumió su papel de líder. Su voz era firme; el color había regresado a su rostro.

—Altísimo Sugoll, queda pendiente aún el asunto de nuestra misión. Nuestra petición a ti.

El exótico apretó sus puños, que aún sujetaban el mensaje de Yeochee. El pergamino crujió.

—¡Ah… tu petición! Esta orden real no tiene ningún valor, ¿sabes? Yeochee no tiene ningún poder aquí, pero indudablemente no quiso admitirlo ante ti. Os permití entrar en nuestro territorio movido por un impulso, curioso por saber qué urgencia os hacía correr un tal riesgo. Habíamos planeado divertirnos un poco con vosotros antes de permitiros finalmente morir…

—¿Y ahora? —inquirió Madame.

—¿Qué es lo que queréis de nosotros?

—Buscamos un río. Uno muy grande, que nace en esta zona, que fluye hacia el este hasta que alcanza los grandes lagos semisalados del Lac Mer a centenares de kilómetros de aquí. Esperamos viajar por este río hasta el emplazamiento de la Tumba de la Nave.

Hubo un sorprendido coro de aullidos.

—Conocemos el río —dijo Sugoll—. Es el Ystroll, una corriente realmente poderosa. Tenemos algunas leyendas sobre la Nave. Al principio de la historia de nuestro pueblo en este planeta, nos desgajamos del cuerpo principal de los Firvulag y buscamos la independencia en estas montañas, lejos de la Caza y la insensata carnicería anual del Gran Combate.

Madame tuvo que explicar cuidadosamente la complicidad Humana en el reciente levantamiento contra la dominación de los Tanu, así como su propio plan para restablecer el antiguo equilibrio de poder al tiempo que liberaba a la Humanidad.

—Pero para conseguir esto necesitamos obtener algunos elementos antiguos del cráter de la Tumba de la Nave. Si nos proporcionas una guía hasta el río, creemos que podremos localizar el cráter.

—Y este plan… ¿cuándo lo pondréis en práctica? ¿Cuándo estarán los científicos Humanos libres del yugo de los Tanu y disponibles, si Téah quiere, para ayudarnos?

—Esperábamos poner en marcha el plan este año, antes del inicio de la Tregua del Gran Combate. Pero ahora ya hay pocas esperanzas de ello. Solamente quedan doce días. La Tumba de la Nave se halla al menos a doscientos kilómetros de aquí. Indudablemente nos tomará la mitad del tiempo que nos queda tan sólo el alcanzar el inicio de la parte navegable del río.

—Eso no es así —dijo Sugoll. Llamó—: ¡Kalipin!

El Duende se destacó de entre la multitud. Su anterior rostro lúgubre estaba transfigurado por una amplia sonrisa.

—¿Maestro?

—No entiendo eso de los kilómetros. Cuéntales a los Humanos cómo son las cosas con el Ystroll.

—Debajo de estas montañas —dijo el Duende— están las cavernas donde tenemos nuestros hogares. Pero a otros niveles, algo más profundos, algo más bajos, están las Cuevas de Agua. Son un laberinto de manantiales, pozos sin fondo y arroyos que fluyen en la oscuridad. Varios ríos tienen sus fuentes en las Cuevas de Agua. El Paraíso, que fluye más allá de Finiah hacia el noroeste, es uno. Pero el más poderoso torrente que nace bajo nuestras montañas es el Ystroll.

—¡Puede que sea cierto! —exclamó Claude—. Había tributarios subterráneos del Danubio incluso en nuestra propia época. Algunos decían que procedían del lago de Constanza. Otros postulaban una conexión con el Rhin.

—El Ystroll emerge como un río adulto en una gran llanura al nordeste —dijo el Duende—. Si entráis en las Cuevas de Agua por el Pozo de Alliky vía los cestos ascensores, podéis llegar al Ystroll Oscuro en menos de dos horas de marcha desde aquí. Luego hay un camino de agua subterráneo de más o menos un día hasta el Ystroll Brillante, el que fluye bajo el cielo abierto.

—¿Podrían vuestros barqueros guiarnos a lo largo de la sección subterránea? —preguntó Madame a Sugoll.

Sugoll no respondió. Alzó los ojos hacia la multitud de monstruosidades que le rodeaba. Hubo un coro musical de aullidos. Las formas de goblins empezaron a oscilar y a cambiar, y el terrible esquema torbellineante del cielo se calmó. Las energías mentales de la pequeña gente se relajaron de la proyección de un indisciplinado odio y autoaborrecimiento y empezaron a tejer ilusiones más suaves. Las horribles deformidades desaparecieron; una multitud de hombres y mujeres en miniatura ocuparon el lugar de las pesadillas.

—Envíalos —suspiraron los Aulladores.

Sugoll inclinó la cabeza en reconocimiento.

—Así se hará.

Se levantó y alzó su mano. Toda la pequeña gente repitió el gesto. Se volvieron tan tenues como las brumas de la montaña disolviéndose al sol del mediodía.

—Recordadnos —dijeron mientras se desvanecían—. Recordadnos.

—Lo haremos —susurró Madame.

El Duende echó a andar a un trote corto, haciéndoles señas de que le siguieran. Claude tomó el brazo de Madame Guderian, y Richard, Martha y Felice les siguieron.

—Sólo una cosa —le dijo la anciana a Claude en voz muy baja—. ¿Qué aspecto tenía realmente este Sugoll?

—¿No puedes leer mi mente, Angélique?

—Sabes bien que no.

—Entonces nunca lo sabrás. Y le rogaría a Dios —añadió el anciano— para que yo nunca lo hubiera sabido tampoco.