La Selva Negra de la Vieja Tierra era un bosque totalmente domesticado. Visto desde la distancia, sus pinos y abetos parecían oscuros; pero por dentro los bosques del siglo XXII eran verdes y agradables, con senderos cuidadosamente conservados que tentaban incluso a los excursionistas más perezosos a recorrerlos sabiendo que no iban a hallarse con ningún problema. Tan sólo en la parte más meridional de la cordillera, en torno al Feldberg y sus picos hermanos, se alzaba el terreno por encima de los mil metros. En el siglo XXII el Schwarzwald estaba copiosamente sembrado con complejos turísticos, castillos restaurados, Kurhäuser, y pueblecitos de montaña donde los visitantes de otros mundos eran alegremente recibidos por habitantes típicamente vestidos y Kirschtorten que conseguían que a uno se le hiciera la boca agua.
El Schwarzwald del plioceno era algo completamente distinto.
Antes de que la acción erosiva de los pequeños glaciares del plioceno redujeran la cordillera, era mucho más alta y siniestra. Enfrentándose al hendido valle del proto-Rhin había una escarpadura que se alzaba perpendicularmente durante casi un kilómetro y medio, interrumpida solamente por ocasionales y angostas gargantas cortadas por los torrentes de las tierras altas. Los viajeros que se acercaban a pie a la Selva Negra desde el río tenían que trepar por una de esas hendiduras, siguiendo angostos y empinados senderos abiertos por los animales o arrastrándose sobre enormes bloques de granito repletos de plantas trepadoras, llenos de humedad incluso durante la estación seca debido a las nubes de vapor que se alzaban de las cadenas de cascadas. Se sabía que los Firvulag entrenados en estas ascensiones habían efectuado el recorrido en ocho horas. Madame Guderian y su tullido equipo necesitaron tres días.
En el borde superior de las fallas orientales empezaba la auténtica Selva Negra. En la parte más cercana al río, donde soplaban los fuertes vientos procedentes de los Alpes, los abetos y los pinos crecían contorsionados en fantásticas formas. Algunos de los troncos se parecían a colas de dragones o retorcidas y amarronadas serpientes pitón, o incluso humanoides gigantes congelados eternamente en plena agonía, con sus miembros superiores entrelazados alzándose hacia un techo a veinte o treinta metros por encima del suelo.
Más hacia el este, aquel Bosque Retorcido se calmaba y se enderezaba. El terreno de la parte sur del Schwarzwald se alzaba rápidamente hacia una cresta culminante de más de dos mil metros de altura, con tres prominencias. En los flancos de la ladera occidental había coníferas de enormes proporciones, pinos blancos y abetos noruegos de sesenta metros de altura creciendo en hileras tan densas que cuando un árbol moría no hallaba sitio para caer, limitándose a recostarse contra sus vecinos, que lo sostenían hasta que se pudría y caía en pedazos. Eran raras las interrupciones en el dosel del bosque que permitieran a Richard comprobar su rumbo a través del sol o de la estrella Polar. No pudieron encontrar ningún sendero lo suficientemente claro, de modo que tuvieron que avanzar a la ventura, yendo tediosamente de punto de orientación en punto de orientación, sin ser nunca capaces de conseguir una línea de visión más allá de los quince o veinte metros debido a la densidad de los árboles.
El suelo de aquella extensión siempre verde recibía muy poco sol. Su melancólico crepúsculo azulado permitía la vida tan sólo a plantas pequeñas… saprofitas que se alimentaban de los detritus de los grandes árboles. Algunas de las plantas que medraban a partir de la descomposición general eran degeneradas plantas de floración, pálidos tallos sosteniendo fantasmales racimos de lívidas flores blancas, rojo oscuro o amarillo moteado; pero los más numerosos de todas aquellas devoradoras de muerte eran los mixomicetos y los hongos. Los cinco humanos que cruzaban la Selva Negra del plioceno tenían la sensación de que era esa, y no las altísimas coníferas, la forma de vida dominante.
Había también como temblorosas láminas de color naranja o blanco o de una sustancia parecida a polvorienta jalea transparente que trepaban lentamente sobre el mantillo de agujas o madera podrida como gigantescas amebas. Eran colonias de hongos… desde un delicado color rosáceo parecidos a orejas de bebés hasta enormes tallos rígidos que brotaban de los troncos como los peldaños de una escalera y eran capaces de soportar el peso de un hombre. Había esponjosas masas moteadas blancas y negras que envolvían varios metros cuadrados de suelo del bosque como velando alguna inexpresable atrocidad. Había filamentos aéreos, de color azul pálido y marfil y escarlata, que colgaban de las semipodridas ramas como andrajoso encaje. El bosque exhibía hinchados bejines de dos metros y medio de diámetro, y otros tan pequeños como perlas de un collar roto. Una variedad de hongos envolvía formas en putrefacción con brillantes cáscaras parecidas al pop corn. Había cosas obscenas parecidas a órganos cancerosos; graciosas hileras de erguidos abanicos; contrahechas lonchas de carne cruda; hermosas formas pulidas como estrellas de ébano; macilentos y rezumantes falos púrpura; fantásticos parasoles vueltos del revés; velludas salchichas; y setas de tantas clases y variedades que su número parecía infinito.
Por la noche, eran fosforescentes.
Tomó a los viajeros otros ocho días atravesar el Bosque de los Hongos. Durante este tiempo no vieron ningún animal más grande que un insecto; pero nunca dejaron de tener la sensación de que invisibles observadores los acechaban desde un poco más allá del límite de su visión. Madame Guderian aseguró a sus compañeros una y otra vez que la región era segura pese a su ominoso aspecto. No había fuentes de comida para los animales predadores en el reino fungoide de vida sobre la muerte, y mucho menos para los Firvulag, que eran notorios gourmets. La densa cobertura de los árboles hacía imposible a la Caza Volante ver nada que se moviera debajo. Otros grupos de exploración de Inferiores que habían penetrado en bosques similares más al norte de la cadena habían informado que estaban vacíos excepto los árboles, los triunfantes hongos, y sus parásitos.
Pero pese a todo la sensación persistía.
Sufrieron y gruñeron a través de todo el espectral bosque, cruzando blandas excrecencias que ocultaban traicioneras depresiones que los hundían hasta los tobillos. Richard declaró que las esporas en el aire estaban asfixiándole. Martha se mantuvo en un anémico silencio tras importunar a Madame una vez más de la cuenta con la declaración de que había algo acechándoles entre los gigantescos hongos. Claude sufrió un terrible acceso de prurito que ascendió por todo su cuerpo hasta sus sobacos. Incluso Felice tuvo que refrenar sus deseos de ponerse a gritar ante el interminable recorrido; estaba segura de que algo crecía inconteniblemente en sus orejas.
Cuando finalmente se vieron libres del Bosque de los Hongos, todos ellos —incluso Madame— gritaron de alivio. Surgieron a una brillantemente soleada pradera alpina que se extendía al norte y al sur a lo largo de la ladera de una ondulante cresta. Un pelado peñasco se alzaba en medio de un cerro a su izquierda; a la derecha había otros dos domos grises desnudos. Frente a ellos y muy lejos al este se erguía la redondeada cima del Feldberg.
—¡Cielo azul! —exclamó Martha—. ¡Hierba verde! —Ignorando su debilidad, echó a correr por la pradera salpicada de flores y trepó a la cima del cerro oriental, dejando que los demás la siguieran más lentamente.
—¡Hay un pequeño lago ahí abajo, a menos de medio kilómetro! —exclamó—. ¡Y maravillosos árboles normales! Voy a darme un baño y a frotarme hasta que me salgan ampollas, y luego me tenderé al sol hasta cocerme. Y no deseo ver una seta nunca más durante el resto de mi vida.
—Dilo otra vez, encanto —estuvo de acuerdo Richard—. Ni siquiera una trufa.
Descendieron hasta el hermoso y pequeño lago, helado en sus partes profundas pero deliciosamente cálido a causa del sol en las zonas someras cercanas a su perímetro rocoso, y se permitieron el lujo de lavarse a conciencia. Dejaron que sus sucias ropas de ante se empaparan en un pequeño arroyo que discurría brotando del lago hacia el valle oriental. Gritando como chiquillos, chapotearon y nadaron y chapotearon y nadaron.
Nunca desde que había entrado en el plioceno se había sentido Richard tan feliz. Primero nadó hasta el otro extremo del lago y regresó. (Tenía tan sólo unos cincuenta metros de ancho.) Encontró una poza poco profunda con el agua exactamente a la temperatura precisa, y flotó en ella con el sol brillando rojizo tras sus cerrados párpados. Una oscura arena, destellando como mica, cubría todo el fondo de la pequeña poza. Tomó puñados de ella y se frotó todo el cuerpo, incluso el cuero cabelludo. Luego una última travesía del lago, y fuera a una caliente losa de granito para secarse.
—Deberías haberte presentado a las Olimpíadas del Gobierno Humano —dijo Martha.
Trepó un poco más arriba de su roca y miró por encima del borde al otro lado. Ella estaba debajo de él, tendida boca abajo en un oquedad y mirándole con un ojo. A todo su alrededor crecían brillantes flores rojas.
—¿Cómo te sientes? —preguntó Richard. Y pensó: ¡Hey! Parecía tan distinta. Limpia, relajada, sonriendo con una comisura de su boca ligeramente más curvada que la otra.
—Estoy mucho mejor —dijo ella—. ¿Por qué no bajas aquí?
En la orilla opuesta del lago, Claude y Madame Guderian permanecían tendidos el uno al lado del otro sobre unos camastros de decamolec entre las gencianas y los ásteres y las campánulas, sacándose las miserias de sus viejos huesos y mordisqueando arándanos de los pequeños arbustos que crecían por todas partes en la pradera alpina. A un tiro de piedra de distancia, la pálida piel de Felice se tensaba en rítmicos ejercicios. Podían oírse claramente los regulares palmetazos mientras golpeaba sus sucias ropas contra las piedras del pequeño arroyo.
—Oh, ser joven y enérgica de nuevo —dijo Madame, con una cansada sonrisa en los labios—. Tiene tanto entusiasmo por esta loca expedición, esa muchacha. Y la fuerza y la paciencia que ha demostrado con la pobre Martha. Me resulta duro dar crédito a tu ominosa afirmación acerca del carácter de Felice, mon vieux.
Claude gruñó.
—Simplemente un pequeño ángel de compasión… Angélique, he estado haciendo algunos cálculos.
—¿En serio?
—Esto no es divertido, en absoluto. Han pasado quince días desde que abandonamos la corte de Yeochee en el Alto Vrazel. Hemos empleado once de esos días simplemente para recorrer los treinta kilómetros desde el Rhin hasta la cima del Schwarzwald. No creo que tengamos la menor esperanza de alcanzar el Ries dentro del límite de las cuatro semanas… ni siquiera aunque contactemos con Sugoll. Probablemente hay otros cuarenta o cincuenta kilómetros delante de nosotros antes de que alcancemos el Danubio. Y a partir de ahí otros condenados doscientos kilómetros más o menos río abajo hasta el Ries.
La mujer suspiró.
—Probablemente tengas razón. Pero Martha está ya lo suficientemente recuperada como para seguir el paso del resto de nosotros, de modo que nos apresuraremos. Si no estamos de vuelta antes de que empiece la Tregua, tendremos que esperar otra ocasión para atacar Finiah.
—¿No podemos hacerlo durante la Tregua?
—No si esperamos el apoyo de los Firvulag. Esta Tregua, que cubre períodos de un mes antes y después de la semana del Gran Combate, es algo profundamente sagrado para ambas razas exóticas. Nada las inducirá a luchar la una contra la otra durante el período de Tregua. Es el momento en el que todos sus guerreros y Grandes acuden a la batalla ritual, que se celebra en la Llanura de Plata Blanca cerca de la capital Tanu. Por supuesto, en tiempos más antiguos, cuando los Firvulag triunfaban a veces en el desafío anual, la Pequeña Gente celebraba los juegos en su propio Campo de Oro. Se halla en algún lugar en la cuenca de París, cerca de una gran ciudad Firvulag llamada Nionel. Desde la expansión Tanu, el lugar ha sido virtualmente abandonado. No ha albergado el Combate durante cuarenta años.
—Cabría pensar que podría ser una buena táctica ir tras la mina cuando los Tanu estén fuera de la ciudad. ¿Necesitamos realmente a los Firvulag?
—Así es —dijo severamente la mujer—. Nosotros sólo somos un puñado, y el gobernador de Finiah nunca deja la mina completamente indefensa. Siempre hay allí platas y grises, y algunos de los platas pueden volar.
»…Pero la auténtica razón de los plazos de tiempo tiene que ver con mi gran meta. Lo que debe guiarnos es la estrategia… no la táctica. No debemos apuntar simplemente a destruir la mina… sino más bien toda la coalición humana-Tanu. Hay tres pasos en el plan maestro: primero, la acción en Finiah; segundo, una infiltración en la capital, Muriah, en donde la propia fábrica de torques puede ser destruida; y tercero, el cierre de la puerta del tiempo en el Castillo del Portal. Originalmente habíamos pensado en instigar una guerra de guerrillas contra los Tanu después de realizar ese triple plan. Ahora, con el hierro, nos hallaremos en posición de exigir un auténtico armisticio y la emancipación de todos los humanos que no sirvan voluntariamente a los Tanu.
—¿Cuándo ves la realización de las fases dos y tres? ¿Durante la Tregua?
—Exactamente. Para ellas no necesitamos la ayuda de los Firvulag. Durante la Tregua la capital está llena de extranjeros… ¡incluso los Firvulag entran impunemente en ella! Una penetración en la fábrica de torques tiene que verse grandemente simplificada entonces. En cuanto a la puerta del tiempo…
Felice llegó corriendo, tan ligera como un espíritu de las montañas.
—¡Puedo ver destellos al este, en el flanco del Feldberg!
Los dos ancianos saltaron en pie. Madame protegió sus ojos del sol y siguió el dedo de la muchacha que señalaba. Una serie de cortos destellos dobles surgieron de una ladera de altos árboles.
—Es la señal de interrogación, como Fitharn nos advirtió. De alguna forma, Sugoll se ha enterado de que hemos penetrado en sus dominios. Rápido, Felice. ¡El espejo!
La atleta corrió de vuelta al arroyo, donde estaban las mochilas, y regresó al cabo de pocos segundos con un cuadrado de delgado mylar montado sobre un marco plegable. Madame miró a través de su abertura central e hizo destellar la respuesta que Fitharn les había enseñado: siete destellos largos y espaciados, luego seis, luego cinco, luego cuatro-tres-dos-uno.
Aguardaron.
Llegó la respuesta. Uno-dos-tres-cuatro. Cinco. Seis. Siete. Ocho.
Se relajaron. Claude dijo:
—Bien, al menos ahora no aparecerán disparando contra nosotros.
—No —admitió Madame. Su voz tenía una nota de sarcasmo—. Al menos Sugoll se enfrentará con nosotros cara a cara antes de decidir si quema o no nuestras mentes… Eh bien. —Tendió de vuelta el espejo a Felice—. ¿Cuánto tiempo crees que nos tomará alcanzar el pie del Feldberg? Ese valle que tenemos que cruzar… no es demasiado profundo, pero hay bosques y praderas donde pueden acechar los Criards, probablemente un río que cruzar, y el terreno va a ser más accidentado que el del Bosque de los Hongos.
—Podemos contar con Sugoll manteniendo a sus amigos y conocidos bajo control —dijo Claude—. Y un buen terreno sólido en vez de esa cosa esponjosa por la que tuvimos que caminar durante todo ese tiempo, aunque sea algo más empinada en algunos lugares. Sin contar imprevistos, creo que podemos alcanzar la montaña en una docena de horas.
—Nuestras ropas están secándose sobre las piedras calientes —dijo Felice—. Démosles una hora o así. Luego podemos seguir hasta el anochecer.
Madame asintió.
—¡Mientras tanto, iré a cazar algo para comer! —declaró alegremente la muchacha. Tomando su arco, echó a correr desnuda hacia unos peñascos próximos.
—¡Artemisa! —exclamó admirada Madame.
—Uno de nuestros antiguos compañeros del Grupo Verde, un antropólogo, acostumbraba a llamarla también así. La Virgen Cazadora, la diosa del arco y el creciente de luna. Bondadosa… si la mantienes feliz con algún que otro ocasional sacrificio humano.
—Allons donc! Tienes una mente unidireccional, Claude, viendo siempre a la chiquilla como una amenaza. ¡Y sin embargo, observa lo perfecta que es para este salvajismo del plioceno! Si tan sólo pudiera contentarse con vivir aquí como una mujer normal.
—Nunca lo hará. —El rostro normalmente afable del paleontólogo era ahora tan duro como el granito que lo rodeaba—. No mientras quede un solo torque de oro en el mundo del Exilio.
—Gracias, Richard —dijo Martha, sonriendo a los ojos del hombre. Y con la vista aún empañada, él pudo apreciar que ella era aún bastante hermosa, y que había sido completamente satisfactorio para los dos.
—No estaba seguro de lo que realmente querías —dijo—. No deseaba… herirte.
Su suave risa era tranquilizadora.
—Aún no estoy hecha una completa ruina, aunque algunos hombres fuertes hayan palidecido un poco a la vista de mi pequeño cuerpo blanco. El cuarto parto fue una cesárea, y esos asnos nunca han oído hablar de ningún músculo Transverso. Simplemente abren por la mitad, agarran al precioso niño, y emplean el catgut y la aguja de suturar como mejor les parece. No cicatricé como correspondía. Un quinto embarazo probablemente hubiera sido el fin para mí.
—¡Los muy cerdos! No me sorprende que tú… esto… lo siento. Probablemente no querrás hablar de ello.
—No me importa. Ya no. ¿Sabes? Tú eres el primer hombre desde ellos. Antes de esto, el solo pensamiento me ponía los pelos de punta.
—Pero Steffi… —empezó, vacilante.
—Un gran amigo gay. Nos queríamos profundamente, Richard, y él me cuidó durante meses cuando yo estaba realmente mal, exactamente como si fuera su hermanita pequeña. Lo echo terriblemente en falta. Pero me alegra tanto que tú estés aquí. Durante todo el camino a través de ese horrible bosque… te he estado observando. Eres un excelente navegante, Richard. Eres un buen hombre. Espero que… no sientas repulsión hacia mí.
Él se sentó, con la espalda apoyada contra una gran piedra caliente. Ella estaba tendida de nuevo boca abajo, la barbilla apoyada en sus manos entrecruzadas. Con su rasgado vientre y sus pechos terriblemente arrugados ocultos, parecía casi normal; pero sus costillas y omoplatos eran prominentes, y su piel tenía una cualidad translúcida que revelaba demasiados vasos sanguíneos azules debajo. Había manchas oscuras en torno a sus ojos. Sus labios eran más bien púrpuras que rojos mientras seguía sonriéndole. Pero le había amado con una maravillosa pasión, aquellos restos de lo que había sido una hermosa mujer, y cuando algo dentro de él dijo: Morirá, sintió que su corazón se encogía con un sorprendente dolor sin precedentes.
—¿Por qué estás aquí, Richard? —preguntó ella. Y sin saber exactamente por qué, él le contó toda la historia sin ocultar nada, ni siquiera de sí mismo: la estúpida rivalidad con sus hermanos, las ávidas maniobras y traiciones que lo habían convertido en dueño de su propia astronave, los despiadados resultados en riqueza y prestigio, el crimen definitivo, y su castigo.
—Hubiera debido suponerlo —dijo ella—. Tú y yo tenernos mucho en común.
Ella había sido la Supervisora Delegada en Ingeniería de Manapouri, uno de los dos planetas de «Nueva Zelanda», donde la minería marina extensiva formaba una parte importante de la economía. Se había firmado un contrato para la construcción del domo de energía de campo sigma de una nueva ciudad que debía construirse a seis kilómetros por debajo del Mar Polar Sur del planeta. Una compañía del Viejo Mundo envió a su gente para instalar el generador del domo; la aprobación de cada fase del trabajo estaba sujeta a las inspecciones personales de Martha y su equipo. Había estado trabajando con los técnicos de fuera del planeta durante cerca de seis meses, y ella y el jefe del proyecto se habían hecho amantes. Luego, con el complejo del generador completado en sus tres cuartas partes, ella había descubierto que el contratista había sustituido algunos componentes estructurales cuando un embarque procedente de la Tierra se había extraviado. Los sustitutos estaban calibrados a un noventa y tres por ciento de la capacidad de los indicados en las especificaciones originales. Y todo el mundo sabía lo ridículamente altos que habían sido fijados esos estándares, puesto que Manapouri había sido controlado originalmente por los ultraexigentes krondaku. Su amante había discutido con ella. Desmantelar lo hecho hasta entonces y efectuar las sustituciones necesarias haría perder meses de tiempo, dispararía los costes, y probablemente lo pondría a él en un terrible compromiso por haber autorizado la sustitución. ¡Un noventa y tres por ciento! Ese generador del domo seguiría funcionando incluso en medio de cualquier tipo de incidente tectónico de Clase Cuatro. En aquel mundo de corteza estable, las posibilidades de un tal incidente eran de una sobre veinte mil.
Y así, ella había cedido.
El generador de campo sigma fue completado a tiempo y dentro del presupuesto. Una burbuja hemisférica de fuerza fluyó de él y rechazó las aguas marinas en un radio de tres kilómetros. Dentro de su seguridad se estableció un poblado minero de mil cuatrocientas cincuenta y tres almas, asentado bajo las frías aguas cercanas al Polo Sur de Manapouri. Once meses más tarde se produjo un Clase Cuatro… 4,18 para ser exactos. El generador del domo falló, las aguas reclamaron su hegemonía, y dos tercios de la gente se ahogó.
—Lo peor de todo aquello —murmuró Martha— fue que nadie me culpó nunca a mí. Con aquel 4,18, el generador se hallaba al borde mismo de las especificaciones. Yo sabía que el complejo hubiera resistido si nosotros no hubiéramos hecho trampa, pero nadie más pensó en cuestionarlo. Era un puesto de avanzada, casi un experimento, y había fallado. Simplemente. El complejo del generador quedó tan aplastado por el temblor y las corrientes eran tan turbias que no se molestaron demasiado en efectuar un análisis de los restos. Había cosas más importantes que hacer en Manapouri que hurgar en medio kilómetro de sedimentos en busca de los pedazos.
—¿Qué pasó con él?
—Había resultado muerto unos meses antes en un trabajo en Pelon-su-Kadafiron, un mundo poltroyano. Pensé en matarme yo también, pero fui incapaz. No entonces. En cambio vine aquí, buscando Dios sabe qué. Probablemente un castigo. Mi mente ejecutiva había quedado completamente anulada, yo me sentía como desconectada. Ya sabes: tómame, haz lo que quieras conmigo, úsame… pero simplemente no me hagas pensar. La granja de procreación donde fui llevada tras el viaje desde el Castillo del Portal me pareció como un sueño de locos. Solamente toman a las mejores para procreación. Las que están por debajo de los cuarenta, naturales o rejuvenecidas, aquellas que no son demasiado feas. Las rechazadas son mantenidas estériles y puestas a disposición de los torques grises y los machos de cuello desnudo. Pero a nosotras los médicos Tanu nos restablecieron la fertilidad, y luego fuimos enviadas al domo de placer de Finiah. ¿Creerás que había montones de mujeres como yo que simplemente aceptaban aquello? Quiero decir, si a una no le importa la bajeza básica de ser usada, era un auténtico paraíso. Tengo entendido que las mujeres Tanu son mejores que los hombres en lo que a sexo incendiario se refiere… los hombres no dejaron la menor huella, al menos en lo que a mí se refiere. Las primeras semanas fueron una delicia ninfo. Luego quedé embarazada.
»Todas las pequeñas futuras madres son tratadas como reinas por los Tanu. Mi primer bebé fue rubio y adorable. Y yo nunca había tenido ningún hijo, y me dejaron criarlo durante los primeros ocho meses. Lo amaba tanto que casi recuperé la cordura. Pero cuando me lo quitaron, mi psicosis regresó, y me revolqué en el domo de placer junto con todo el resto de las estúpidas. El siguiente embarazo fue horrible, y el bebé resultó ser un Firvulag. Los Tanu dan nacimiento a Firvulag una vez de cada siete con los humanos y una vez de cada tres con sus propias mujeres; pero los padres Firvulag nunca tienen niños Tanu. Sea como sea, no me dejaron criar a la pequeña criatura… simplemente se la llevaron y la dejaron en el lugar tradicional en los bosques. Aún no me había recobrado completamente de aquello cuando ya estaban sobre mí de nuevo. Pero por aquel entonces todo placer e interés había desaparecido de mí. Quizá me estaba centrando. Es malo estar demasiado cuerda en el domo de placer… seas una mujer humana o un hombre humano. Demasiados de esos Tanu te causan dolor en vez de catapultarte a las alturas. Con algunos ocurre más a menudo que con otros… pero si eres una humana media, el sexo con los Tanu empieza a matarte al cabo de un tiempo.
—Lo sé —dijo Richard.
Ella lo miró irónicamente. Él asintió, humillado, con la cabeza.
—Bienvenido al club… —dijo Martha—. Bien, tuve otro bebé rubio, y luego un cuarto. El último fue la cesárea… cuatro kilos y medio de encantadora y gordita niña, dijeron. Pero estuve delirando durante una semana, de modo que se la llevaron para que otra la alimentara, y me dieron seis meses completos de paz para que pusiera mi pobre viejo pellejo de nuevo en condiciones. Incluso me administraron un tratamiento con su Piel, que es una especie de tanque regenerador para pobres, pero no consiguió mucho. El médico dijo que mi tono mental no era adecuado para ella, del mismo modo que no era adecuado para el torque gris. Pero yo sabía que simplemente era que no deseaba ponerme bien y tener más bebés. Deseaba morir. Así que una buena noche me deslicé discretamente hasta el río.
Él no podía pensar en palabras para confortarla. Aquel tipo de humillación exclusivamente femenino era un horror que se hallaba más allá de su comprensión… aunque sentía piedad por ella y ardía interiormente contra aquellos que la habían utilizado, plantando un parásito semihumano dentro de ella que se alimentaba de ella, pateaba contra sus órganos internos y pared abdominal, luego la violaba de nuevo en su brotar al aire libre. ¡Dios! ¡Y ella había dicho que había amado al primer bebé! ¿Cómo era eso posible? (Él hubiera estrangulado a los pequeños bastardos antes de que inhalaran su primera bocanada de aire.) Pero ella había amado a uno, y hubiera amado a los otros, probablemente, si no le hubieran sido quitados. Hubiera amado a aquellos productores de dolor, a aquellos indignos niños. ¿Podía un hombre sacar sentido alguna vez de la forma de actuar de las mujeres?
Y uno pensaría que ella nunca querría mirar a otro hombre. Pero de alguna manera había sondeado su propia necesidad y… ¡sí!… lo necesitaba a él. Puede que incluso le gustara un poco. ¿Era tan generosa como eso?
Casi como si ella leyera sus pensamientos, dejó escapar una risita sensual y lo atrajo de vuelta hacia ella.
—Aún tenemos tiempo. Si eres el hombre que pienso que eres.
—No si eso ha de hacerte daño —se descubrió diciendo él, pese a que se notó volver a la vida—. Nunca si ha de hacerte daño. —Pero ella se limitó a reír de nuevo y tiró de él. Las mujeres eran sorprendentes.
Allá en una pequeña y remota conexión de su cerebro, algo estaba enviándole un mensaje, una convicción que crecía hasta adquirir unas proporciones tan enormes, casi tan aterradoras, como la exquisita tensión llevada hasta su culminación. Esta persona no era «mujeres». No era, como habían sido todas las demás para él, una abstracción de la sexualidad femenina, un confort, un receptáculo para descargar la tensión física. Era distinta. Era Martha.
El mensaje era difícil de comprender, pero a cada minuto que pasaba iba aceptándolo más.