3

—¡El unicornio! ¡El unicornio! ¡El unicornio!

Martha jadeó incesantemente la palabra mientras lloraba sobre el destrozado cuerpo de Stefanko tendido en medio del sendero que cruzaba el pantano. Grandes cipreses brotaban de charcas de amarronada agua a ambos lados. Allá donde el sol de la mañana brillaba a través de los árboles, había nubes de mosquitos y libélulas escarlata cazando entre ellos. Un cangrejo de río, del tamaño de una langosta, atraído quizá por la sangre que se mezclaba con el agua, se arrastró lentamente surgiendo del lodoso margen que alzaba el sendero por encima del lecho del Rhin.

Peopeo Moxmox Burke permanecía recostado contra un musgoso tronco, gruñendo, mientras Claude y Madame Guderian cortaban su camisa de ante y una de las perneras de sus pantalones.

—El cuerno parece que solamente ha rozado tus costillas, mon petit peau-rouge. De todos modos, tendremos que coser. Claude, administra un narcótico.

—Primero échale un vistazo a Steffi —suplicó el Jefe entre apretados dientes.

Claude se limitó a agitar la cabeza. Tomó una ampolla autoinoculadora del kit médico que Amerie había preparado para ellos y aplicó la dosis en la sien de Burke.

—Oh, Dios. Eso está mejor. ¿Cómo está la pierna? Pude sentir los dientes del bicho royéndome el hueso.

—El músculo de tu pantorrilla está hecho jirones —dijo Claude—. Y puedes apostar a que esos colmillos estaban tan sucios que eran puro veneno. No hay forma de que podamos remendarte esto aquí, Peo. Nuestra única posibilidad es regresar para que Amerie te lo cure.

Maldiciendo suavemente, Burke apoyó su enorme cabeza gris contra el ciprés y dejó que sus ojos se cerraran.

—Es culpa mía. Estúpido necio… Estaba concentrado en cubrir nuestro olor tomando ese sendero de hediondas nepentáceas. Buscando señales de chalicotéridos, rastros de perros-oso… ¡y fuimos emboscados por un maldito cerdo!

—Silencio, muchacho —ordenó Madame—. Molestas mi labor de costura.

—No era un cerdo vulgar —dijo Claude. Envolvió la pierna del jefe con porofilm después de cubrir la herida con algodón antibiótico. La tablilla de decamolec para la pierna estaba ya hinchada y lista para ser colocada en su lugar—. Creo que el animal que te hizo este trabajo no era ni más ni menos que un Kubanochoreus, el gigantesco jabalí unicornio caucasiano. Se suponía que se había extinguido en el plioceno.

—¡Uf! Cuéntale eso a Steffi, pobre tipo.

—Yo terminaré de atender a Peo, Claude. Cuida de Martha —dijo Madame.

El paleontólogo se dirigió a la histérica ingeniero, estudió por un momento sus tambaleantes acciones y sus ojos desorbitados, y vio lo que tenía que hacer. La sujetó por una muñeca y la obligó a ponerse bruscamente en pie.

—¿Quieres callarte, niña? ¡Tu estúpido charloteo va a atraer a los soldados hacia nosotros! ¿Crees que Steffi hubiera deseado eso?

Martha se atragantó en ultrajada sorpresa y echó un brazo hacia atrás para abofetear el rostro del anciano.

—¿Cómo sabes lo que Steffi hubiera deseado? ¡Ni siquiera lo conocías! Pero yo sí, y era gentil y bueno y cuidó de mí cuando mis malditas entrañas… cuando me puse enferma. Y ahora míralo. ¡Míralo! —Su crispado rostro, antes hermoso, se desmoronó en sollozos. La momentánea furia de Martha contra Claude se disolvió, y su brazo cayó—. Steffi, oh, Steffi —susurró, luego se derrumbó contra el corpulento anciano—. Hace un minuto estaba andando y sonriéndome por encima del hombro, y ahora…

El monstruo gris había surgido sin advertencia previa de una densa espesura de cañas y había cargado contra el centro de la hilera de caminantes, enviando a Stefanko por los aires y luego lanzándose furiosamente sobre él. Había desviado su embestida hacia Peo cuando el jefe le lanzó su machete e intentó detener sus horribles dentelladas sobre el cuerpo caído. Fitharn había estallado en ilusorias llamas, conduciendo al jabalí fuera de su curso y hacia el pantano. Felice y Richard siguieron la bola de fuego lanzándole flechas al animal, dejando que los demás ayudaran al herido. Pero ya nadie podía ayudar a Stefanko.

Claude mantuvo a la temblorosa Martha fuertemente abrazada, luego se sacó los faldones de su camisa y los utilizó para secar sus chorreantes ojos. La condujo hacia el musgoso rincón donde Madame estaba trabajando con Burke y la hizo sentarse. Las rodillas de los pantalones de ante de la ingeniero estaban manchadas con sangre oscura y barro, pero también había brillantes manchas escarlata más abajo, a la altura de los tobillos.

—Será mejor que le eches una mirada, Madame —dijo Claude—. Yo me ocuparé de Steffi.

Sacó una sábana de mylar de su propia mochila y se dirigió hacia el cuerpo, luchando por controlar su propia rabia y revulsión. Hacía tan sólo cuatro días que había conocido a Stefanko; pero la sencilla competencia del hombre y el calor de su personalidad lo habían convertido en un estupendo compañero de viaje en el trayecto desde el Alto Vrazel hasta el fondo del Rhin. Ahora Claude solamente podía hacer lo mejor por relajar el contorsionado rostro e intentar devolverlo a su plácida expresión habitual. Ya no necesitas mostrarte tan sorprendido nunca más, Steffi, muchacho. Simplemente relájate y descansa. Descansa en paz.

Una horda de moscas había descendido sobre la desgarrada masa de intestinos, y se alejó con perezosa reluctancia cuando Claude envolvió el cuerpo de Stefanko en la sábana metálica. Utilizando el rayo de calor de la unidad de energía de su mochila, el anciano selló los bordes de la mylar formando una bolsa. El trabajo estaba casi terminado cuando Fitharn, Richard y Felice regresaron chapoteando saliendo de la jungla.

Felice tendió un crestado objeto amarillento parecido a uno de esos pasadores de marfil utilizados por los marineros para abrir los cordones de los cabos.

—Le hemos dado al jodido bicho todo lo que se merecía.

Richard agitó la cabeza, maravillado.

—¡Un cerdo del tamaño de un maldito buey! Al menos pesaría ochocientos kilos. Fueron necesarias cinco flechas para terminar con él después de que Patapalo lo atrapara en una espesura. Sigo sin poder imaginarme cómo una cosa tan grande pudo sorprendernos de este modo.

—Son unos diablos inteligentes —gruñó Fitharn—. Debió seguirnos a favor del viento. Si hubiera tenido todos mis sentidos alertas lo hubiera captado. Pero estaba pensando en que íbamos a tener que apresurarnos para cruzar el río antes de que se alzaran las nieblas matinales.

—Bien, ahora que es pleno día estamos inmovilizados aquí —dijo Felice. Alzó el trofeo del cuerno—. Y este bicho tuvo la culpa.

—¿Y ahora qué? —quiso saber Richard.

Felice había sacado las flechas del contenedor de su arco-carcaj y se arrodilló para limpiar las manchadas puntas cristalinas en el agua al lado del sendero.

—Tendremos que ocultarnos en este lado hasta que se ponga el sol, y entonces cruzar. La luna es casi llena esta noche. Probablemente podamos llegar a esa franja estrecha de las tierras bajas de la orilla este en un par de horas, y luego vivaquear entre las rocas a los pies de las primeras estribaciones de la Selva Negra el resto de la noche.

El Firvulag lanzó una exclamación.

—¡No estarás pensando en seguir adelante!

Felice lo miró con ojos llameantes.

—¡ no estarás pensando en volver atrás!

—Steffi está muerto —dijo Claude—. Peo está en malas condiciones. Va a tener que ser llevado de vuelta a Amerie por uno de nosotros, o perderá su pierna… o algo peor.

—Eso sigue dejándonos a cinco de nosotros —dijo Felice, Frunció el ceño, palmeando el cuerno del cerdo contra su cadera enfundada en ante—. Patapalo puede regresar con el Jefe. Puede conseguir ayuda de su gente por el camino. Y antes de que te vayas —le dijo al hombrecillo— dinos cómo llegar a la fortaleza de ese tipo, Sugoll.

—No va a ser fácil. —El Firvulag agitó la cabeza—. La Selva Negra es mucho más difícil que los Vosgos. El lugar de Sugoll está arriba en la ladera nororiental del Feldberg, donde el río Paraíso brota de los campos de nieve. Un mal terreno.

—Los Tanu no nos buscarán al otro lado del Rhin —dijo la muchacha—. Una vez lo hayamos cruzado, probablemente no tengamos que preocuparnos más de las patrullas con torques grises.

—Todavía están los Aulladores —dijo Fitharn—. Y por la noche, la Caza. Desde el aire, si la conduce Velteyn. Si la Caza os descubre al abierto, estáis perdidos.

—¿No podemos viajar principalmente durante el día? —sugirió Richard—. Las metafunciones de Madame Guderian pueden avisarnos de los Firvulag hostiles.

La anciana se acercó al grupo, con una expresión de profunda preocupación en su rostro.

—No estoy tan inquieta por los Aulladores como por el propio Sugoll. Sin su ayuda, puede que jamás localicemos el Danubio a tiempo. Pero si Fitharn no nos acompaña, puede que Sugoll piense que puede ignorar impunemente las indicaciones del Rey. Y hay otro motivo de preocupación… Martha. Se le ha iniciado una hemorragia a causa del shock. Con los Tanu, se vio obligada a dar a luz cuatro hijos en rápida sucesión, y sus órganos femeninos…

—Oh, por el amor de Dios —dijo Felice, impaciente—. Si descansa, se pondrá bien. Y correremos el riesgo con Sugoll.

—Martha está muy debilitada —insistió la anciana—. Antes se pondrá peor que mejor. Ha ocurrido antes. Sería mejor que regresara con Peo y Fitharn.

Richard parecía dubitativo.

—Pero ahora que no está Stefanko, ella es el único técnico del que disponemos. Sin su ayuda, Dios sabe cuánto tiempo puede tomarme el rastrear los circuitos de ese aparato volador exótico. Y si necesita alguna reparación, todo lo que yo podré hacer será rezar.

—La expedición puede ser pospuesta —dijo Fitharn.

—¡Eso significaría aguardar todo un año! —estalló Felice—. ¡No lo haré! ¡Conseguiré esa maldita Lanza por mí misma!

Allá en los cipreses, Martha les dijo en voz alta:

—No podemos posponer la búsqueda, Madame. Puede pasar cualquier cosa en un año. Estaré bien en un día o dos. Si tengo algo de ayuda, sé que puedo conseguirlo.

—Podemos habilitar unas parihuelas con uno de los camastros —sugirió Claude.

Felice irradió.

—Y en los lugares difíciles, yo puedo llevarla a hombros. Ella tiene razón acerca de que puede ocurrir cualquier cosa si nos retrasamos. —Sus ojos se clavaron en el Firvulag, que le devolvió una mirada de blanda objetividad—. Otros pueden encontrar la Tumba de la Nave antes que nosotros.

—Lo más sensato sería regresar —dijo Fitharn—. De todos modos, la decisión tiene que ser la de Madame Guderian.

Dieu me secourait —murmuró la vieja mujer—. Uno de nosotros ha rendido ya su vida. —Dio unos lentos pasos hacia el bulto envuelto en mylar tendido a un lado del sendero—. Si pudiéramos pedirle su opinión, sabemos muy bien lo que diría.

Se volvió de espaldas a ellos, alzando la barbilla en su gesto familiar.

Alors… Fitharn, volverás con Peo. El resto de nosotros seguiremos adelante.

Se ocultaron durante el resto del día en un denso bosquecillo de taxodiums junto a la orilla occidental del Rhin. Las nudosas, retorcidas y bajas ramas constituían unas confortables perchas. Protegidos por cortinas de líquenes y epífitas en flor, podían observar con absoluta seguridad el tráfico del río y al mismo tiempo estar a salvo de los cocodrilos y demás animales potencialmente peligrosos que infestaban la zona.

Empezó a hacer mucho calor a medida que el sol ascendía en el cielo. La comida no era ningún problema, porque había gran cantidad de tortugas cuya carne podía ser asada con los rayos de energía, así como palmitos cuyos cogollos eran comestibles, y una gran abundancia de vides cuyos granos, del tamaño de pelotas de golf y dulces como la miel, sumieron a Richard en raptos de especulación enológica. Pero a medida que la mañana se arrastraba hacia la tarde, el aburrimiento y la reacción ante la violencia del amanecer sumieron en la modorra a los miembros más jóvenes del grupo. Richard, Felice y Martha se despojaron de la mayor parte de sus ropas, se ataron a las ramas superiores de un gran árbol y durmieron… dejando a Claude y a Madame en las ramas inferiores montando la guardia sobre el amplio río. Tan sólo unas cuantas barcazas de carga de las plantaciones de río arriba pasaron por delante de su escondite. La propia Finiah se extendía a unos veinte kilómetros al norte en la orilla opuesta, donde el corto río Paraíso, tributario del Rhin, brotaba tumultuosamente de una profunda garganta que casi partía en dos el macizo de la Selva Negra.

—Más tarde, cuando sea oscuro, podremos ver las luces de Finiah contra el cielo septentrional —le dijo Madame a Claude—. Se alza sobre un promontorio que penetra en el Rhin. No es una ciudad muy grande, pero es el más antiguo de los asentamientos Tanu, y la han iluminado con gran esplendor.

—¿Por qué emigraron hacia el sur, fuera de esta zona? —preguntó Claude—. Por lo que he oído, la mayor parte de las ciudades Tanu se hallan más abajo, en torno al Mediterráneo, mientras que estas regiones del norte han sido dejadas principalmente a los Firvulag.

—Los Tanu prefieren un clima más suave. Creo que la división del territorio entre los dos grupos refleja un muy antiguo esquema, quizás uno que se remonta a los orígenes de la raza dimórfica. Uno puede imaginar un mundo de singular rudeza donde evolucionaron formas de vida propias de las tierras altas y de las tierras bajas… quizás interdependientes pero antagonistas. Con la llegada de una sofisticada civilización y la migración final de la raza a otros mundos de su galaxia, esas antiguas tensiones se vieron sublimadas. Pero parece que los genes de los Tanu y los Firvulag nunca se mezclaron completamente. De tanto en tanto durante la historia de ese pueblo las viejas rivalidades resucitaron.

—Y fueron aplastadas por la mayoría con una tecnología más alta —dijo Claude—. Hasta que este grupo de bárbaros retrógrados hallaron un refugio perfecto en vez de alcanzar el habitual fin quijotesco.

Ella asintió.

—Nuestra Tierra del plioceno era perfecta para los exiliados… excepto por la ironía de que unos igualmente quijotescos humanos desearon también vivir en ella.

Señaló a una barcaza neumática allá a lo lejos en el río.

—Ahí va uno de los productos del ingenio humano. Antes de que los humanos llegaran, los Tanu poseían solamente almadías sencillas de madera. El comercio por el río era escaso debido a su desagrado por el agua. Supervisaban sus propias plantaciones e incluso trabajaban honestamente debido a que no disponían de los suficientes esclavos ramas. Los torques para los pequeños antropoides tenían que ser hechos a mano, del mismo modo que sus propios torques de oro.

—¿Quieres decir que los conocimientos humanos les permitieron iniciar la producción en masa?

—Para los torques de los antropoides, sí. Y el sistema de los torques grises y plata, con su conexión a los torques de oro de los gobernantes Tanu, fue diseñado por un psicobiólogo humano. Hicieron de él un semidiós, y aún vive en Muriah… ¡Sebi-Gomnol, el Lord Coercitor! Pero yo le recuerdo como el angustiado hombrecillo que se odiaba a sí mismo y que llegó a mi albergue hace cuarenta años. Entonces se llamaba Eusebio Gómez-Nolan.

—¿Así que un ser humano es el responsable de este sistema de esclavitud…? Dios mío. ¿Por qué tenemos que enmarañar las cosas de este modo, vayamos donde vayamos?

La mujer lanzó una corta y amarga risa. Con el pelo enroscado en sudorosos rizos en torno a sus orejas y frente, parecía tener escasamente cuarenta y cinco años.

—Gomnol no es el único traidor a nuestra raza. Hubo un hombre de circo turco, uno de mis primeros clientes, llamado Iskender Karabekir. Su deseo más anhelado, me dijo, era domesticar a los tigres dientes de sable y entrenarlos para que lo obedecieran. Pero descubrí que en este mundo del Exilio se ha dedicado en vez de ello a domesticar y entrenar chalikos y helladotheria y anficiones… que se convirtieron en elementos clave en la posterior dominación Tanu de la sociedad. La antigua Caza y el Gran Combate eran practicados por los Tanu y Firvulag a pie. Los grupos quedaban bastante nivelados, porque si bien los Firvulag carecían de fineza y sofisticadas metafunciones, veían compensado esto por su mayor número y su físico más resistente. Pero una Caza Tanu montada era ya otro asunto. Y el Gran Combate con Tanu y guerreros humanos provistos de torques y montados a lomos de chalikos frente a Firvulag a pie se ha convertido en una masacre anual.

Claude se frotó la barbilla.

—Sin embargo, hubo la Batalla de Agincourt… si me permites mencionarla.

—¡Buf! —dijo Angélique Guderian—. Los grandes arcos no conquistarán a los Tanu, como tampoco lo hará la pólvora. ¡No mientras miembros perversos de nuestra propia raza traicionen a sus semejantes! ¿Quién enseñó a los médicos Tanu cómo invertir las esterilizaciones Humanas? Una ginecóloga del planeta Astrakhan. ¡Una mujer Humana! No solamente nuestros talentos, sino nuestros propios genes, han sido puestos al servicio de esos exóticos… y muchas mujeres, como Martha, eligieron la muerte antes que la degradación de convertirse en carne de procreación. ¿Sabes cómo llegó Martha hasta nosotros?

Claude negó con la cabeza.

—Se arrojó al Rhin, con la esperanza de ahogarse en sus aguas antes que someterse a una quinta impregnación. Pero las aguas la arrojaron a la orilla, dieu merci, y Steffi la encontró y la cuidó y la puso bien. Hay muchas otras como Martha entre nosotros. Conociéndolas, queriéndolas, y sabiendo que yo soy en definitiva la responsable de su dolor… comprenderás por qué no puedo descansar hasta que el poder de los Tanu haya sido vencido.

El río estaba transformándose de brillante peltre en oro. Por el lado de la Selva Negra, las elevaciones del Feldberg al sur estaban iluminadas por el declinante sol, teñidas de amarillo rojizo y púrpura. Para llegar hasta Sugoll, iban a tener que subir hasta allí y cruzar al menos setenta kilómetros de bosque montañoso… y todo ello antes incluso de poder iniciar su búsqueda del Danubio.

—Quijotesco —dijo Claude. Estaba sonriendo.

—¿Lamentas haber aceptado ayudarme? Eres un enigma para mí, Claude. Puedo comprender a Felice, a Richard, a Martha… a los de voluntad fuerte de nuestra compañía como el Jefe Burke. Pero aún no he sido capaz de comprenderte a ti. No puedo ver por qué acudiste al plioceno, y mucho menos por qué has aceptado unirte a esta búsqueda de la Tumba de la Nave. Eres demasiado sensible, demasiado dueño de ti mismo, demasiado… débonaire.

Él se echó a reír.

—Tendrías que comprender el carácter polaco, Angélique. Lo explica todo, incluso para los polacos americanos como yo. Estábamos hablando de batallas. ¿Sabes de cuál de ellas nos sentimos orgullosos nosotros los polacos? Ocurrió al inicio de la Segunda Guerra Mundial. Los Panzer de Hitler estaban avanzando hacia la parte septentrional de Polonia, y no había ningún arma moderna capaz de detenerlos. Así que la Brigada de Caballería de Pomerania cargó contra los tanques a caballo, y fue completamente barrida, hombres y animales. Fue una locura, pero fue algo glorioso… y muy, muy polaco. Y ahora supongo que me dirás por qué decidiste venir al plioceno.

—No fue por romanticismo —dijo ella. Ya no había la habitual aspereza en su tono, ni siquiera pesar. Contó su historia llanamente, como si fuera el libreto de una obra teatral que se había visto obligada a presenciar demasiadas veces… o incluso un acto de confesión—. Al principio, cuando lo único que ansiaba era dinero, no me preocupó qué tipo de mundo habría al otro lado del portal del tiempo. Pero más tarde, cuando mi corazón se vio finalmente tocado, fue muy diferente. Intenté hacer que los viajeros me enviaran mensajes de vuelta, tranquilizándome acerca de la naturaleza de la Tierra del plioceno. Una y otra vez entregué a los viajeros de apariencia sensible materiales que estaba segura de que sobrevivirían a la inversión del campo temporal. Las primeras pruebas de mi difunto esposo habían mostrado que el ámbar era el mejor, y así mis envoltorios eran piezas de este material, cuidadosamente partidas por la mitad, con pequeñas láminas de cerámica para ser insertadas en su interior. Esas podían ser escritas con un lápiz de grafito normal, luego selladas en el ámbar con cemento natural. Di instrucciones a algunos viajeros para que estudiaran el escenario al otro lado, escribieran su juicio acerca de él, luego regresaran a las inmediaciones de la puerta del tiempo, donde las traslaciones tenían lugar invariablemente al amanecer. ¿Sabes?, el profesor Guderian había establecido hacía mucho que el tiempo solar en la época antigua era el mismo que el del mundo moderno en el que vivimos. Yo deseaba darles a los recién llegados el máximo de luz diurna para que pudieran ajustarse de la mejor manera posible al nuevo entorno, así que siempre los enviaba a la salida del sol. ¡Malhereusement, este programa invariable era de lo más conveniente para que los secuaces de los Tanu pudieran controlar el portal! Mucho antes de que se me ocurriera intentar lo de los mensajes en el ámbar, los exóticos habían edificado ya el Castillo del Portal y tomado medidas para atrapar a los viajeros temporales inmediatamente después de su llegada.

—¿Así pues, nunca recibiste ningún mensaje del pasado?

—Ninguno. En los últimos años, intenté algunas técnicas más sofisticadas para la recuperación mecánica de información, pero ninguna funcionó. No podíamos conseguir imágenes ni sonidos del plioceno. Los dispositivos regresaban siempre a nosotros en estado inutilizable. ¡Naturalmente, ahora es fácil comprender por qué!

—Y sin embargo, seguiste enviando a la gente.

Su rostro adquirió una expresión atormentada.

—Estuve tentada una y otra vez de interrumpir la operación… pero los patéticos me imploraban que no lo hiciera, de modo que continué. Luego llegó el tiempo en que los temores de mi conciencia ya no podían ser relegados al olvido. Tomé los materiales ambarinos, construí un sencillo dispositivo automático para accionar el interruptor de la máquina, y vine a ver por mí misma este mundo a seis millones de distancia del nuestro.

—Pero… —empezó Claude.

—A fin de eludir a mi devoto personal, que seguramente me hubiera detenido, efectué la traslación a medianoche.

—Ah.

—Me hallé envuelta en una terrible tormenta de polvo, un infernal viento asfixiante que me arrojó al suelo y me hizo rodar tan fácilmente como una barrilla de borde por una árida llanura. Había cogido esquejes de mis amadas rosas, y en mi terror me aferré a ellos mientras el huracán me agitaba y me sacudía. Fui arrojada por el borde de un seco curso de agua y me precipité en su rocoso lecho, donde yací inconsciente hasta el amanecer, terriblemente magullada pero por otro lado sin heridas de consideración. Cuando se alzó el sol el siroco había cesado. Espié el castillo, y ya había decidido ir hasta allí en busca de ayuda cuando sus servidores aparecieron en tropel para aguardar la llegada de la mañana.

Hizo una pausa, y una débil sonrisa flotó en sus labios.

—No hubo viajeros temporales aquel día. Mis colaboradores, ¿sabes?, estaban demasiado alterados. La gente del castillo se mostró muy agitada, y regresó a él precipitadamente. No mucho más tarde un pelotón de soldados apareció al galope por la barbacana y se alejó a toda prisa hacia el este, pasando a menos de treinta metros de los arbustos tras los que yo estaba oculta. A la cabeza del pelotón iba un enormemente alto exótico, vestido de púrpura y oro.

»Comprenderás que me dolían enormemente las magulladuras que había recibido en la tormenta. Me arrastré hasta una especie de cueva poco profunda bajo las raíces de una acacia que crecía al borde del seco riachuelo. A medida que el sol ascendía, mi sed se volvía insoportable. Pero este tormento no era nada comparado con la agonía de mi alma. Allá en el albergue, había imaginado muchos posibles trastornos del mundo del plioceno… bestias feroces, terreno inhóspito, explotación de los recién llegados por los más antiguos… incluso un fallo del campo transportador que arrojara a los pobres viajeros al olvido. Pero nunca había imaginado que las eras antiguas vieran a nuestro planeta sojuzgado por una raza no humana. Sin saberlo, había enviado a mi patética y esperanzada gente a la esclavitud. Hundí mi rostro en el polvo y le pedí a Dios que me concediera la muerte.

—Oh, Angélique.

Ella no pareció verle ni oírle. Su voz era muy tranquila, casi inaudible entre el creciente clamor vespertino de los pájaros e insectos de las orillas del Rhin.

—Cuando finalmente dejé de llorar, vi un objeto redondo semienterrado en el polvo del lecho del río, casi al alcance de mi brazo. Era un melón. Su cascara era gruesa y no se había roto con el rodar por la meseta arrastrado por la tormenta. Lo corté con mi pequeño couteau de poche, y lo encontré dulce y lleno de agua. Y así pude apagar mi sed, y viví aquel mi primer día en el nuevo mundo.

»A última hora de la tarde llegó una procesión de carros tirados por extraños animales. Ahora sé que eran hellads, grandes jirafas con cuellos cortos utilizadas como bestias de tiro. Los carros tenían conductores humanos y contenían verduras parecidas a remolachas… pienso para los chalikos del castillo. Los carros entraron en la fortaleza por la puerta posterior, y al cabo de un rato volvieron a salir cargados con estiércol. Cuando se encaminaron de vuelta hacia las tierras bajas, los seguí a una cierta distancia. Justo antes de la caída de la noche llegamos a una especie de granja con los edificios protegidos por una empalizada. Me oculté entre unos arbustos e intenté decidir qué hacer. Si me dejaba ver por la gente de la granja seguramente me reconocerían. ¿Y no era posible que desearan devolverme mi traición hacia sus sueños? Aceptaría su castigo si ésa era la voluntad de Dios. Pero había empezado a sospechar ya que me estaba destinado un rôle muy distinto. Así que no me acerqué a la puerta de la granja, sino que en vez de ello me dirigí a un denso bosque adyacente a la misma. Encontré un pequeño manantial, comí una pequeña cantidad de las provisiones de mi Unidad de Supervivencia, y me preparé para pasar la noche en un gran alcornoque… del mismo modo que nos hemos protegido hoy en estos cipreses…

Los otros tres miembros de la expedición se habían despertado en sus perchas entre las ramas altas. Descendieron tan lenta y suavemente como perezosos para situarse al lado de Claude y escuchar. La vieja mujer, sentada lejos del tronco, con las piernas colgando, no pareció darse cuenta de su presencia.

—A última hora de la noche, después de ponerse la luna, llegaron los monstruos. Al principio hubo un gran silencio, con todos los ruidos de la jungla cortándose bruscamente como si hubiera sido accionado un interruptor. Oí un sonido de cuernos y ladridos distantes. Y luego pareció como si la luna estuviera alzándose de nuevo sobre un reborde del terreno justo al norte de mi árbol. Era una luz multicolor procedente de algo llameante que se retorcía por entre los árboles. Avanzaba ladera abajo hacia mí. Oí un ruido como un tornado, a la vez terrible y musical. La horrible aparición se convirtió en una fantasmagórica cabalgada, ¡la Caza!, mientras bajaba apresuradamente la colina. Estaban persiguiendo algo. Vi lo que era cuando el torbellino de enjoyados jinetes llegó a una pequeña hoya a unos doscientos metros de mí. A la brillante luz de las estrellas vi a la presa arrastrándose por el suelo… una enorme criatura, negra como la tinta, con retorcientes brazos como los de un pulpo surgiendo de sus hombros y unos ojos como grandes lámparas rojas.

—¡Fitharn! —susurró Richard. Claude le dio un codazo en las costillas. Madame no prestó la menor atención a la interrupción.

—El negro monstruo se deslizaba por entre los árboles de la ladera en mi dirección, acercándose cada vez más, con la Caza a sus talones. Nunca en mi vida he conocido tanto terror. Mi alma parecía chillar, aunque ningún sonido salió de mis labios. Recé con todas mis fuerzas por mi salvación, aferrándome a la ancha rama de mi alcornoque, con los ojos fuertemente cerrados. Hubo un ruido de carillones y rayos, un viento azotante, cegadores destellos de luz que penetraron en mis cerrados párpados, olores a basura y ozono y un empalagoso perfume. Cada una de mis terminaciones nerviosas pareció asaltada y sobrecargada… pero pese a todo seguí deseando estar a salvo.

»Y la Caza pasó por mi lado. Supe que estaba al borde del desvanecimiento, pero mis uñas se clavaron profundamente en la blanda corteza y me impidieron caer. Luego hubo oscuridad y no supe nada. Cuando desperté… un hombrecillo con un sombrero de copa alta estaba de pie al lado de mi árbol mirándome, con la luz de las estrellas brillando en sus redondas mejillas y su puntiaguda nariz. Exclamó:

»—¡Bien hecho, mujer; nos ocultaste a los dos!

Claude y los demás no pudieron reprimir las risas. Madame los miró de uno en uno con una especie de sorpresa, luego agitó la cabeza y ella también se permitió una ligera sonrisa.

—Fitharn me tomó a su cargo y fuimos a la casa subterránea de uno de sus confrères, donde estaríamos a salvo de futuros acosos. Más tarde, cuando me hube recuperado, tuve largas conversaciones con la Pequeña Gente y supe la auténtica situación aquí en el mundo del plioceno. Debido a ser quien soy, y al breve destello de fuerte metafunción que exhibí al ocultarnos, Fitharn me llevó finalmente a la Corte de los Firvulag en el Alto Vrazel en los Vosgos. Propuse que los Firvulag aceptaran a los Humanos como sus aliados antes que atosigarlos, como había sido su costumbre desde la apertura de la puerta del tiempo. Contacté con los Humanos de la región, que se llamaban a sí mismos Inferiores, y los convencí de lo juicioso de la alianza. Maquinamos varios encuentros con los torques-grises, con ventaja para los Firvulag, y la entente quedó confirmada. El Rey Yeochee me concedió el torque de oro después de que nuestros espías permitieran a sus guerreros emboscar y matar a Iskender-Kernonn, el Lord de los Animales… ese mismo turco que había puesto sus pervertidos talentos al servicio de los Tanu. Después de eso, hubo pequeños triunfos y grandes fracasos, refinamientos de los planes, avances y retrocesos. Pero siempre he acariciado en mi mente la esperanza de que algún día pueda ser capaz de ayudar a deshacer el mal que he causado.

Hubo una seca risita entre la penumbra al otro lado del tronco del ciprés. Martha permanecía sentada aparte de los demás, en una bifurcada rama.

—Qué noble por tu parte, Madame, aceptar toda la culpa sobre tus hombros. Y también su expiación.

La vieja mujer no respondió. Alzó una mano hasta su cuello y pasó dos dedos por detrás del collar de oro, como intentando aflojarlo. Sus ojos profundamente hundidos brillaban; pero como siempre, no brotó ninguna lágrima.

Desde las lodosas llanuras río arriba les llegó el bramido de los elefantes deinotherium. Más cerca del árbol donde se refugiaban, alguna otra criatura inició un lamento reiterativo, hoo-ah-hoo, hoo-ah-hoo. Enormes murciélagos se deslizaron por entre las palmas que poblaban las tierras altas. En los remansos habían empezado a formarse acumulaciones de niebla que empezaban a extender lentos tentáculos hacia la corriente principal del Rhin.

—Salgamos de aquí —dijo Felice bruscamente—. Ya es lo suficientemente oscuro. Crucemos el río antes de que salga la luna sobre esas montañas.

—De acuerdo —dijo Claude—. Tú y Richard ayudad a bajar a Martha.

Tendió su mano a Angélique Guderian. Bajaron juntos del árbol, e iniciaron su marcha hacia el borde del agua.