La gigantesca secoya había resistido durante 10.000 años. Erguida en medio de un bosquecillo de especímenes inferiores en la parte alta de los Vosgos, su tronco había resultado vaciado por un antiguo incendio y por la podredumbre. En un milenio pasado un rayo había cercenado su copa, de modo que el Árbol tenía tan sólo unos 100 metros de altura; el tronco, al nivel del suelo, se extendía sobre una superficie de casi una cuarta parte de esta altura, dando a la secoya la apariencia de un enorme pilón truncado. El hecho de que estaba aún viva quedaba evidenciado tan sólo por algunas ramas dispersas que se retorcían en la truncada corona, con sus pequeñas agujas aparentemente incapaces de fotosintetizar el azúcar suficiente para alimentar a un monumento así.
La secoya era anfitriona de una familia de águilas y varios millones de hormigas carpinteras. Desde primera hora de la tarde albergaba también a un grupo de seres humanos libres que acostumbraban a utilizar el gran tronco hueco como un refugio en momentos de peligro.
Caía una fina llovizna. En una hora más sería oscuro. Una mujer envuelta en una capa de ante manchada de gotas de lluvia permanecía de pie al lado de una de las nervaduras del gran tronco, los ojos cerrados, las yemas de sus dedos apretadas contra su garganta. Transcurridos cinco minutos, abrió los ojos y se secó un poco la transpiración de su frente. Agachándose, apartó a un lado las frondas de un enorme helecho y entró por una abertura muy poco llamativa, una fisura casi cicatrizada en la corteza que conducía al interior del Árbol.
Alguien la ayudó a quitarse la mojada capa. Dio las gracias con una inclinación de cabeza. A todo alrededor del perímetro interno del tronco ardían pequeños fuegos en bajas plataformas de piedra, cuyos humos ascendían y se reunían con los del gran fuego central para trepar por la chimenea natural que conducía al exterior. El fuego principal ardía en una especie de hogar en forma de X. Sus llamas ascendían por el centro del tronco hueco y disminuían hasta desaparecer a una altura cómoda para cocinar. Había un buen número de gente reunida en torno al fuego central; otros grupos más pequeños se apiñaban junto a los fuegos subsidiarios. El lugar olía a ropas secándose extendidas ante las llamas, a pan horneándose y a punzante vino, y a guiso de carne hirviendo a fuego lento.
Richard se inclinó sobre la marmita del guiso, agitando las brasas y añadiendo ocasionalmente hierbas secas de un montón que tenía junto a sus pies. Claude y Felice permanecían sentados uno al lado del otro muy cerca de él, y Amerie estaba utilizando su brazo sano para inventariar sus reservas de medicamentos sobre una sábana limpia. El pequeño gato salvaje de la monja la observaba con concentrado interés, tras haber aprendido rápidamente que los medicamentos, las ropas y los instrumentos no eran ni presas ni cosas para jugar.
Angélique Guderian se acercó a aquel lado del fuego y tendió sus manos hacia el calor. Le dijo a Amerie:
—Es una buena cosa, ma Soeur, que Fitharn y los otros Firvulag fueran capaces de recuperar tu mochila. Siempre andamos escasos de medicinas, y vamos a tener gran necesidad tanto de tus talentos seculares como de los espirituales. No hay sanadores profesionales entre nosotros, puesto que tales personas se ven sujetas a la esclavitud del torque gris tan pronto como es descubierta su habilidad. Solamente podemos suponer que tu estado sin torque es el resultado de un error de los Tanu.
—¿Y no hay forma de escapar de los torques grises, una vez han sido puestos en torno a tu cuello?
—Pueden escapar, ciertamente. Pero tan pronto como un portador de un torque gris o plata se sitúa dentro de la esfera de influencia de un Tanu coercitivo, el humano se verá constreñido a servir al exótico… incluso ofreciéndole su propia vida. Es por eso que nadie lleva torques entre nosotros.
—Excepto tú —dijo Felice suavemente—. Pero los que llevan torques de oro son libres, ¿no es así?
Claude estaba tallando un nuevo rosario para Amerie, y su cuchillo de vitredur resplandecía como zafiro a la luz del fuego.
—¿Pueden cortarse los torques? —preguntó.
—No mientras la persona que lo lleva está viva —respondió Madame—. Lo hemos intentado, por supuesto. No se trata de que el metal sea muy duradero, sino más bien de que el torque, de alguna manera, queda unido a la fuerza vital de aquél que lo lleva. Esta servidumbre queda establecida una vez el torque ha sido llevado durante una hora o así. Una vez una persona se ha adaptado a él, retirarlo o cortarlo supone la muerte entre convulsiones de su portador. La agonía mortal es similar a la infligida por algunos redactores pervertidos entre los Tanu.
Felice se inclinó un poco hacia el fuego. Finalmente se había quitado su armadura, tras treinta y seis horas de marcha forzada hasta el Árbol, y la empapada tela de su traje verde se pegaba a su delgado cuerpo. Sus piernas y brazos, allá donde no habían sido protegidos por guanteletes y espinilleras, eran un amasijo de arañazos e intensos morados. Las noticias de que la Caza de los Tanu había invadido los Vosgos había enviado a Madame y a sus compañeros de exploración, junto con lo que quedaba del Grupo Verde, directamente hacia el refugio del Árbol, donde habían sido recibidos por otros renegados humanos.
Felice intentó con todas sus fuerzas mostrarse casual.
—Entonces, ¿no hay ninguna forma de que puedas quitarte tu propio torque, Madame?
La anciana observó a la muchacha atleta durante un largo momento. Finalmente dijo:
—No debes permitirte el caer en la tentación, niña. Este torque de oro forma parte de mí hasta mi muerte.
Felice lanzó una corta risita.
—No es necesario que me tengas miedo. Simplemente busca en mi mente y mira.
—No puedo leer tu mente, Felice. Y tú lo sabes. No soy una redactora, y tus fuertes latencias te escudan. Pero muchos años en el albergue me dieron perspicacia para ahondar en las personalidades de la gente como tú. Y por limitadas que puedan ser mis metafunciones, tengo la confianza de los Firvulag… y ellos leen en ti como en una niña recién nacida.
—Así que es eso —observó Felice hoscamente—. Sentí algo.
—Los Firvulag te han estado observando casi desde el principio —dijo la anciana—. La Pequeña Gente siempre sigue a las caravanas, esperando que algún contratiempo ponga a los viajeros a su disposición. De modo que te estuvieron observando a orillas del Lac de Bresse en tu lucha por la libertad. Incluso te ayudaron (¿no te diste cuenta de ello?) añadiendo imágenes de confusión a las mentes de los chalikos y de los soldados, de modo que tú y tus amigos consiguierais triunfar. ¡Oh, los Firvulag están impresionados contigo, Felice! Vieron tu potencial. Pero también te temen… y con razón. Por eso Fitharn, el más sabio entre los que le siguen, creó una vívida ilusión para captar la mente de uno de tus compañeros…
—¡Dougal! —exclamó Felice, saltando sobre sus pies.
—Exacto.
Richard dejó escapar un irónico cloqueo.
—¡Chicos listos! Apostaría a que podrían recuperar ese torque de oro del fondo del lago si lo desearan.
Una caótica mezcla de emociones apareció en el rostro de la muchacha. Empezó a decir algo, pero Madame alzó la mano.
—Los Firvulag conceden sus dones sólo a aquellos a los que ellos eligen, no a nuestra demanda. Tendrás que ser paciente.
—Así que los Firvulag estuvieron siguiéndonos durante todo el camino —dijo Claude—. No me digas que nublaron también las mentes de nuestros perseguidores.
—Por supuesto —respondió Madame Guderian—. De otro modo, ¿no hubiera hallado fácilmente un bote lleno de marinos con torques grises la estela de vuestro paso? ¿No hubieran encontrado unos soldados entrenados vuestro rastro en el bosque, pese a vuestros patéticos intentos de borrar vuestras huellas? ¡Naturalmente que los Firvulag ayudaron! Y el propio Fitharn nos notificó vuestra presencia en nuestro bosque de los Vosgos, y así acudimos hasta vosotros. Su gente nos advirtió también de la Caza, que por regla general no penetra tan profundamente en las montañas.
Richard probó de nuevo el guiso e hizo una mueca.
—Ahora que estamos aquí en un lugar seguro, ¿qué va a ocurrir? Que me condene si voy a pasarme el resto de la vida ocultándome.
—A nosotros tampoco nos gusta. Nos habéis causado un montón de problemas escapando a los Vosgos. Normalmente, los Tanu se sienten inclinados a olvidar nuestra existencia, y nuestro pueblo libre reside en pequeños poblados secretos. Yo misma vivo en Manantiales Ocultos, un lugar que se halla cerca de lo que en el futuro será Plombières-les-Bains. Pero ahora Lord Velteyn de Finiah está loco por la muerte de Epone. Tenéis que comprender que ningún Tanu ha sido muerto nunca por un humano de cuello desnudo. La Caza Aérea de Velteyn rebuscará ahora incluso en los más remotos de nuestros asentamientos, con la esperanza de hallar a Felice. Habrá patrullas con torques grises por todas partes… al menos hasta que los Tanu tengan que ocuparse de los preparativos del Gran Combate… En cuanto a lo que vamos a hacer con vosotros, lo discutiremos cuando regresen Peo y sus guerreros. Ya he captado su aproximación.
Claude hizo rodar una de las grandes cuentas del rosario hacia el gato. El animal lo empujó con las patas hacia Amerie, luego arqueó el lomo vanagloriándose de su habilidad. La monja cogió al gato y lo acarició mientras intentaba acunarlo en su cabestrillo.
—¿Tenéis alguna noticia de los otros fugitivos? ¿La gente en los botes? ¿Nuestro amigo Yosh? ¿Los gitanos?
—Dos de los gitanos sobrevivieron a su encuentro en el puente sobre el barranco. Serán conducidos aquí. No sabemos nada del japonés. Los Firvulag de las regiones del norte son salvajes y no se sienten inclinados a respetar la alianza que su Rey Soberano ha establecido con nosotros. Las posibilidades de supervivencia de vuestro amigo no son muy buenas. En cuanto a los de los botes… la mayor parte fueron capturados de nuevo por los marinos con torques grises de los fuertes del lago. Ahora se hallan prisioneros en Finiah. Seis fugitivos que alcanzaron la orilla del Jura se hallan actualmente al cuidado de Firvulag amigos y serán entregados a los humanos libres refugiados en las altas montañas. Otros siete… —Madame agitó la cabeza— fueron atrapados por los Criards, los Firvulag malignos conocidos como los Aulladores.
—¿Qué les ocurrirá? —preguntó Amerie.
Madame se alzó de hombros, y su torque de oro se reflejó en las llamas.
—¡Esos exóticos! Ah, ma Soeur, son bárbaros, incluso los mejores de ellos. ¡Y los peores…! ¿Quién se atreverá a hablar de sus enormidades? Los Firvulag y los Tanu son miembros de la misma especie. En vérité, constituyen realmente una raza dimórfica con un esquema genético de lo más peculiar. En su planeta natal, esto condujo a un antiguo antagonismo entre las dos formas… la una alta y metapsíquicamente latente, la otra más bien baja en estatura y con una operatividad limitada. Tenéis que comprender que los exóticos llegaron a la Tierra a fin de verse libres para proseguir algunas bárbaras costumbres, remanentes de su arcaica cultura, que habían sido justamente prohibidas por los civilizados de su confederación galáctica. Algunos de sus crueles juegos son físicos: la Caza, el Gran Combate, de los que oiréis hablar más tarde. Pero otros son jeux d’esprit… juegos de la mente. Los Tanu, con sus metafunciones latentes de amplio alcance, no favorecen demasiado estos combates sutiles. Son más bien cosa de los Firvulag, desprovistos de torque. La Pequeña Gente posee un cierto poder de visión a distancia, más una metafunción operativa altamente desarrollada… la de la creatividad. Son maestros de la ilusión. ¡Pero qué ilusiones crean! Son capaces de conducir a los seres humanos, incluso a los más débiles de entre los Tanu, a la locura por medio del terror o la angustia. Las personas sensibles pueden incluso resultar muertas a causa del shock psíquico. Los Firvulag pueden tomar la forma de monstruos, demonios, torbellinos, conflagraciones. Insinúan sus ilusiones en las mentes más desprotegidas y desencadenan el suicidio o la automutilación. Esto último resulta enormemente divertido para los peores de ellos, los llamados Aulladores, puesto que ellos mismos son mutantes deformados. Las armas de los Firvulag son nuestras propias pesadillas y sueños febriles, los miedos y fantasmas que asaltan la imaginación de uno en los lugares oscuros. Sienten un placer sádico en destruir.
—Pero no te han destruido a ti —dijo Felice—. Te proporcionaron un torque de oro. ¿Por qué?
—Porque esperan utilizarme, por supuesto. Tengo que convertirme en una herramienta, c’est a dire, un arma, contra su más temible enemigo: los Tanu, sus hermanos.
—Y ahora tú esperas utilizarnos a nosotros —dijo Amerie.
Los finos labios de Madame se alzaron en una ligera sonrisa.
—Es obvio, ¿no, ma Soeur? Tú no sabes lo pobres que somos, las pruebas por las que hemos pasado. Los Tanu nos llaman los Inferiores… y nosotros hemos adoptado orgullosamente el nombre. Durante muchos años nuestra gente ha conseguido escapar de la cautividad, y hemos logrado que se piense en nosotros como en alguien que no valía la pena de ser perseguido. La mayor parte de nosotros no poseemos talentos especiales que puedan ser utilizados contra los exóticos. Pero vuestro Grupo es diferente. Los Tanu querrán vengarse de vosotros… pero nosotros los Inferiores os vemos como unos valiosos aliados. ¡Debéis uniros a nosotros! Felice, incluso sin un torque, puede controlar a los animales, incluso influenciar a algunos humanos. Es físicamente fuerte y una experta táctica en juegos. Tú, Amerie, eres un doctor y un sacerdote. Mi gente ha estado muchos años sin ninguna de las dos cosas. Richard es un navegante, un antiguo comandante de astronaves. Puede que exista para él un papel clave en la liberación de la humanidad…
—¡Hey, espera un maldito minuto! —exclamó el pirata, agitando su cazo de la sopa.
Claude echó trocitos de madera al fuego.
—No me olvidéis a mí. Como un viejo cazador de fósiles, puedo deciros exactamente qué animal del plioceno romperá vuestros huesos en busca de su médula después de que los Tanu y los Firvulag hayan acabado con vosotros.
—Eres rápido en la burla, Monsieur le Professeur —dijo Madame ásperamente—. Quizás el viejo cazador de fósiles pueda decirnos su edad.
—Ciento treinta y tres.
—Entonces eres dos años mayor que yo —dijo la mujer—, y espero que des buenos consejos a tu compañía como resultado de tu vasta experiencia. Mientras despliego ante ti mi gran designio, el plan para la liberación de la humanidad, danos tu valioso consejo. Corrige cualquier impulsividad que mi juventud me haga cometer.
—Toma ésa, Claude —dijo Richard, riendo—. Bien… si a alguien le importa, este caldero de guisote está ya todo lo comestible que puede llegar a estar.
—Entonces comamos —dijo Madame—, y dentro de poco Peo y los luchadores se nos unirán. —Alzó la voz—. ¡Mes enfants! ¡A cenar!
Lentamente, toda la gente de los fuegos pequeños se aproximaron, llevando consigo cuencos y otros recipientes. El número total de Inferiores alcanzaba quizá los dos centenares, muchos más hombres que mujeres, con un puñado de niños tan quietos y alertas como los adultos. La mayor parte de la gente iba vestida con prendas de ante o ropas campesinas hechas en casa. No parecían ser especímenes notables físicamente, y ninguno iba ataviado de la excéntrica manera de algunos viajeros temporales de la caravana a Finiah. Los Inferiores no parecían derrotados ni desesperados ni fanáticos. Pese al hecho de que habían simplemente huido para salvar sus vidas a la alarma mental de Madame, no parecían tampoco asustados. Saludaron a la anciana gravemente o alegremente, y muchos de ellos tuvieron una sonrisa o incluso unas palabras alegres para Richard y los otros cocineros que servían la apresuradamente preparada cena. Si podía utilizarse alguna palabra para describir al contingente de la guerrilla, ésta era «corriente».
Amerie observó los rostros de aquella gente libre, preguntándose qué habría inspirado a aquel puñado relativo a desafiar a los exóticos. Aquí eran exiliados cuyo sueño había vuelto de nuevo a la vida. ¿Era posible que este pequeño núcleo pudiera crecer… incluso prevalecer?
—Mis buenos amigos —dijo Madame—, tenemos entre nosotros a unos recién llegados que todos vosotros habéis visto pero que muy pocos habéis conocido. Es por causa de ellos que hemos tenido que reunirnos aquí. Pero ahora podemos tener esperanzas, con su ayuda, de alcanzar nuestra preciosa meta mucho más pronto. —Hizo una pausa y miró a la concurrencia. No se oía ningún sonido excepto el restallido y los siseos de los troncos en el fuego—. Mientras comemos, pediré a estos recién llegados que nos cuenten cómo vinieron de la prisión del Castillo del Portal a este lugar libre. —Volviéndose a los componentes del Grupo Verde, preguntó—: ¿Quién va a ser vuestro portavoz?
—¿Quién otro? —dijo Richard, apuntando a Claude con el cucharón.
El anciano se puso en pie. Habló durante cerca de un cuarto de hora sin interrupción, hasta que su relato alcanzó el punto en el que Felice estaba a punto de iniciar el ataque contra Epone. Entonces hubo un fuerte siseo. El gatito de Amerie saltó de entre sus brazos y adoptó una pose defensiva, enfrentándose a la puerta del Árbol como un puma en miniatura al acecho.
—Es Peo —dijo Madame.
Diez personas, todas ellas profusamente armadas con arcos y espadas, entraron chorreantes, pisando fuerte, en el refugio. Eran conducidas por un gigantesco hombre de mediana edad, casi tan robusto como Stein, que llevaba los adornos de conchas y las ropas de ante con flecos de un nativo americano. Claude detuvo la continuación de su relato hasta que a todos ellos se les sirvió comida y se les hizo un lugar cerca del gran fuego. Luego el paleontólogo reanudó su relato hasta su final. Se sentó, y Madame le tendió una copa de vino caliente.
Nadie habló hasta que el canoso nativo americano dijo:
—¿Y era hierro… hierro, lo que mató a Lady Epone?
—Ninguna otra cosa lo hizo —declaró Richard—. Estaba hecha pedazos y le di un par de buenos tajos con la espada de bronce… pero ella siguió agarrándome como si tal cosa. Luego algo me hizo intentar la pequeña daga de Felice.
El piel roja se volvió hacia la muchacha y pidió:
—Déjamela ver.
—¿Y quién demonios te crees que eres tú? —dijo ella fríamente.
El hombre se echó a reír con unas risotadas que resonaron en todo el hueco tronco del Árbol como si fuera el interior de una catedral.
—Soy Peopeo Moxmox Burke, último jefe de la tribu de los Wallawalla y antiguo magistrado de la Corte Suprema del Estado de Washington. Soy también el antiguo líder de esta pandilla de paskudnyaks y su actual Oficial de Orden y Señor de la Guerra en Jefe. Ahora, por favor, ¿puedo examinar tu daga?
Sonrió a Felice y tendió una de sus grandes manos. La muchacha depositó en ella el puñal dorado con un seco golpe. Burke extrajo la pequeña hoja plana de su funda y la examinó a la luz del fuego.
—Aleación de acero inoxidable con un filo inmellable —dijo Felice—. Un juguete común en Acadia, útil para escarbarse los dientes, cortar bocadillos, pinchar a eventuales ladrones de ganado y poner fuera de circulación a asaltantes.
—Parece más bien corriente, excepto por el oro del mango —dijo Burke.
—Amerie tiene una teoría al respecto —dijo Claude—. Cuéntasela, niña.
Burke escuchó pensativamente mientras la monja desplegaba su hipótesis sobre el posible efecto mortal del hierro sobre los exóticos que llevaban torques, luego murmuró:
—Es posible. El hierro interrumpiendo la fuerza de la vida casi como un veneno neural.
—Me pregunto… —empezó Felice, mirando a Madame con una expresión inocente.
La anciana se dirigió al Jefe Burke y tomó la daga de sus manos. Mientras la concurrencia dejaba escapar un jadeo, la llevó a su propia garganta debajo del dorado collar y pinchó la piel. Brotó una gota de oscura sangre, del tamaño de una perla. Le devolvió la daga a Burke.
—Parece —dijo suavemente Felice— que Madame está hecha de una materia más dura que la de los Tanu.
—Sans doute —fue la seca respuesta de la anciana.
Burke se quedó mirando pensativamente la pequeña hoja.
—Es increíble que nunca hayamos pensado en utilizar el hierro contra ellos. Pero las armas de vitredur y bronce eran tan fácilmente disponibles. Y nunca se nos ocurrió buscar las razones por las cuales confiscaban los artículos de acero allá en el Castillo… ¡Khalid Khan!
Uno de los reunidos, un hombre enjuto con unos ojos ardientes, una barba irregular y un inmaculado turbante blanco, se puso en pie.
—Puedo fundir el hierro tan fácilmente como el cobre, Peo. Todo lo que tienes que hacer es proporcionarme el mineral. La prohibición religiosa que pusieron los Tanu sobre los trabajos en hierro entre sus sujetos humanos simplemente nos llevó a seguir utilizando el cobre y el bronce por pura inercia.
—¿Alguien sabe dónde puede hallarse hierro? —preguntó Madame a la concurrencia. Hubo un largo silencio hasta que Claude dijo:
—Yo podría ayudar algo. Nosotros los cazadores de viejos fósiles sabemos también un poco de geología. Aproximadamente a un centenar de kilómetros al noroeste de aquí, bajando por el río Mosela, tiene que haber un depósito accesible. Incluso los hombres primitivos lo explotaban. Está cerca del emplazamiento de la futura ciudad de Nancy.
—Tendremos que refinarlo aquí arriba —dijo Khalid Khan—. Lo mejor será empezar con las puntas de flecha. Algunas puntas de lanza. Unas cuantas espadas pequeñas.
—Hay otro experimento que podéis intentar —dijo Amerie—, una vez dispongáis de un buen cortafrío.
—¿De qué se trata, Hermana? —preguntó el fundidor de metales del turbante.
—Intentar quitar los torques grises con él.
—¡Por todos los diablos! —exclamó Peopeo Moxmox Burke.
—El hierro puede cortocircuitar el enlace entre los cerebros de los que llevan torques y el circuito de servidumbre —prosiguió la monja—. ¡Tenemos que hallar alguna forma de liberar a esa gente!
Uno de los luchadores de Burke, un tipo corpulento que chupaba una pipa de espuma de mar, dijo:
—Por supuesto. ¿Pero y aquellos que no desean ser liberados? Quizá no te des cuenta, Hermana, de que un buen número de humanos están muy contentos con esa asquerosa simbiosis con los exóticos. Especialmente los soldados. ¿Cuántos de ellos son unos sádicos inadaptados, que disfrutan con los papeles que les dan los Tanu?
—Lo que dice Uwe Guldenzopf es cierto —murmuró Madame Guderian—. E incluso entre aquellos de buena voluntad, incluso entre los que llevan el cuello desnudo, hay muchos que se sienten felices con el servilismo. Es por ellos que la expiación de mi culpa no podrá ser nunca una cosa sencilla.
—No empieces de nuevo con eso, Madame. —Burke se mostró firme—. Tu plan, tal como está ahora, es bueno. Con el añadido de armas de hierro, podemos ir mucho más aprisa. Cuando hayamos localizado la Tumba de la Nave, tendremos el armamento suficiente como para darle a todo el esquema unas posibilidades razonables de éxito.
—No pienso esperar semanas o meses a que vuestra gente empolle vuestro plan —declaró Felice—. Si mi arma mató a un Tanu, puede matar a otros. —Tendió su mano hacia Burke—. Devuélvemela.
—Te cogerán, Felice —dijo el nativo americano—. Estarán esperándote. ¿Crees que todos los Tanu son tan débiles como Epone? Ella era poco importante… no demasiado mala a nivel coercitivo, pero su función redactora no valía mucho o de otro modo te hubiera olido allá en el castillo, incluso sin necesidad de utilizar la máquina de pruebas. Los líderes entre los Tanu pueden detectar a la gente como tú de la misma forma que detectan a los Firvulag. Vas a tener que mantenerte fuera del camino hasta que consigas tu torque de oro.
—¿Y cuándo será eso, maldita sea? —estalló la muchacha.
—Cuando consigamos obtener uno para ti —dijo Madame—. O cuando los Firvulag estimen conveniente ofrecerte uno.
Felice respondió con una retahíla de obscenidades. Claude se dirigió hacia ella, la sujetó por los hombros, y la obligó a sentarse en el blando suelo de virutas de madera.
—Ya basta de todo esto —dijo. Volviéndose a Burke y Madame Guderian, añadió—: Vosotros dos os habéis referido a un plan de acción en el que pareces esperar que participemos. Oigámoslo.
Madame dejó escapar un profundo suspiro.
—Muy bien. En primer lugar, tenéis que saber contra quiénes nos enfrentamos. Los Tanu parecen ser invulnerables, inmortales, pero no lo son. Pueden ser muertos por las tormentas mentales de los Firvulag, los más débiles… e incluso un poderoso coercitor-redactor puede verse abrumado si muchos Firvulag proyectan a la vez, o uno de sus grandes héroes, como Pallol o Sharn-Mes, elige luchar.
—¿Puedes hacer tú algo de todo eso? —le preguntó Richard.
La mujer agitó negativamente la cabeza.
—Mis habilidades latentes incluyen de forma moderada la función de visión a distancia, una algo menos poderosa habilidad coercitiva, y un aspecto de creatividad que puede originar ciertas ilusiones. Puedo ejercer coerción sobre los humanos normales, y sobre los grises que no se hallan bajo compulsión directa de un Tanu. No puedo ejercer coerción sobre los exóticos o los humanos que llevan torques de oro o plata… excepto con sugerencias subliminales, que pueden o no pueden seguir. Mi sentido a distancia me permite escuchar el llamado modo declamatorio o de mando del habla mental. Puedo oír a los oros, platas y grises cuando se llaman los unos a los otros a distancias moderadas, pero no puedo detectar comunicaciones de foco orientado más sutiles a menos que sean dirigidas directamente a mí. En algunas raras ocasiones he captado mensajes que procedían de muy lejos.
—¿Y puedes hablar a distancia? —preguntó Claude con tono excitado.
—¿Con quién? —inquirió la anciana—. ¡Todos a nuestro alrededor son enemigos!
—¡Elizabeth! —exclamó Amerie.
—Una de nuestras compañeras —explicó Claude—. Una habladora a distancia operativa. Fue llevada al sur, a la capital. —Contó lo que sabía de la vida anterior de Elizabeth, y de cómo había recuperado sus metafunciones.
Madame frunció el ceño, preocupada.
—¡Así que fue a ella a quien oí! Pero no lo sabía. De modo que sospeché un truco de los Tanu y me retiré inmediatamente del contacto.
—¿Podrías contactarla de nuevo? —preguntó Claude.
—Los Tanu me oirían —dijo la anciana, agitando la cabeza—. Apenas proyecto, excepto para hacer sonar la alarma para nuestra gente. Raramente para llamar a nuestros aliados Firvulag. No poseo la habilidad de utilizar el foco direccional, que es indetectable excepto para el receptor previsto.
—¡El plan! —interrumpió bruscamente Felice—. ¡Háblanos de él!
Madame frunció los labios y alzó la barbilla.
—Eh bien. Sigamos hablando de la vulnerabilidad potencial de los Tanu. Se matan entre sí por decapitación durante sus combates rituales. En teoría un humano podría conseguir también eso, si le resultara posible acercarse lo suficiente. Sin embargo, los Tanu con funciones coercitivas o redactoras se defienden mentalmente, mientras que los creadores y los psicocinéticos son capaces de un asalto físico. Los más débiles de entre ellos permanecen dentro de la esfera protectora de sus compañeros más poderosos, o bien poseen cuerpos protectores de platas o grises armados. Hay otras dos formas a través de las cuales un Tanu puede hallar la muerte… ambas muy raras. Los Firvulag me hablaron de un Tanu muy joven que murió a causa del fuego. Fue presa del pánico cuando una lámpara de aceite encendida se derramó sobre él y, al huir, se cayó de un muro. Sus guardianes humanos fueron incapaces de llegar a él hasta que estaba ya completamente carbonizado. Si lo hubieran rescatado antes de que ardiera su cerebro, hubieran podido restaurarlo completamente a la manera habitual Tanu.
—¿Cuál es? —preguntó Amerie.
—Poseen una sustancia psicoactiva a la que llaman Piel —dijo el Jefe Burke—. Parece como una delgada membrana de plast. Los sanadores Tanu con una cierta combinación de PC y redacción son capaces de trabajar esta materia de alguna forma metapsíquica. Simplemente envuelven al paciente con ella y empiezan a cogitar. Obtienen resultados comparables a los de nuestra mejor terapia de tanques regeneradores allá en el Medio, pero sin ningún tipo de equipo ni instrumental. La Piel actúa también sobre los seres humanos, pero no sirve de nada sin el operador Tanu.
—¿Utilizan la Piel los Firvulag? —preguntó la monja.
Burke agitó su enorme cabeza.
—Sólo los doctores de la frontera chapados a la antigua. Pero son unos correosos pequeños demonios.
Felice se echó a reír.
—También nosotros.
—La última forma en que pueden morir los exóticos —siguió Madame— es ahogándose. Los Firvulag son excelentes nadadores. Sin embargo, la mayoría de los Tanu son enormemente más sensibles que los humanos a los efectos nocivos de la inmersión. De todos modos, la muerte ahogados es muy rara entre ellos, y parece afectar principalmente a algunos deportistas descuidados de Goriah en la Bretaña, que están acostumbrados a celebrar su Caza en el mar. Algunas veces son tragados o arrastrados a las profundidades por los irritados leviatanes a los que pretenden cazar.
Felice lanzó un gruñido.
—Bien, no hay muchas posibilidades de que consigamos meter las cabezas de esos bastardos bajo el agua el tiempo suficiente. Así que, ¿cómo planeas echarles la zarpa encima?
—El plan es complejo, e implica varias fases. Requiere la cooperación de los Firvulag, con los que mantenemos una alianza más bien precaria. En pocas palabras, confiamos en poder atacar y dominar Finiah ayudados por las fuerzas de la Pequeña Gente, que se convertirán en unos despiadados destructores una vez hayan penetrado las murallas de la ciudad. Finiah es un objetivo estratégico de primera importancia, y se halla aislada de los demás centros de población Tanu. Dentro de sus límites y protegida por sus defensas se halla la única mina de bario del mundo del Exilio. El elemento es extraído con grandes dificultades de una mena más bien magra por trabajadores ramas. Es vital para la manufactura de los torques. De todos los torques. Si eliminamos la fuente de bario destruyendo la mina, toda la socioeconomía de los Tanu se verá paralizada.
—Al borde del desastre, ¿eh? —observó Richard—. Cabría pensar que deben tener reservas de bario almacenadas en algún lugar.
—He dicho que el asunto es complejo —respondió Madame con una cierta irritación—. También tendremos que descubrir una forma de detener el flujo de viajeros temporales. Como verás, es la llegada de la humanidad al plioceno lo que ha permitido a los Tanu dominar la era. En los días anteriores a que yo empezara a entrometerme, había un virtual equilibrio de poder entre Tanu y Firvulag. Esto resultó destruido por la llegada de los Humanos.
—Entiendo —dijo Richard, el viejo intrigante—. Los Firvulag están dispuestos a ayudarte a ti y a tu pandilla con la esperanza de restablecer los buenos viejos días. ¿Pero qué te hace pensar que los pequeños duendes no se vuelvan contra nosotros una vez hayan conseguido lo que desean?
—Éste es un asunto que requiere aún una cierta reflexión —dijo Madame en voz baja.
Richard lanzó un bufido despectivo.
—Hay más en el plan —observó Peopeo Moxmox Burke—. Y no empieces a dar patadas a la cabeza hasta que lo hayas oído todo. Al sur, en la capital…
El gatito gruñó.
Todos dirigieron la vista hacia la hendidura de la entrada. Allí había una pequeña figura de anchos hombros envuelta en una sucia y goteante capa. Su sombrero de alta copa estaba lúgubremente inclinado hacia una de sus orejas debido a una acumulación de humedad. Sonrió a la concurrencia a través de una máscara de lodo en la que los únicos puntos brillantes eran los ojos y los dientes.
—¡Patapalo! —exclamó Burke—. Por el amor de Dios, hermano… ¿qué te ha traído hasta aquí?
—He tenido que poner pies en polvorosa. Perros-oso tras mis huellas.
Mientras avanzaba torpemente hacia el fuego, Madame susurró:
—Ni una palabra sobre el hierro.
El recién llegado mediría algo menos de metro y medio de estatura, con un pecho en forma de barril y un rostro de mejillas sonrosadas y larga nariz, una vez se le quitara toda la costra de suciedad. Había perdido una pierna por debajo de la rodilla, pero caminaba con bastante desenvoltura con la ayuda de una singular prótesis hecha de madera. Se sentó junto al fuego, se limpió la pierna artificial con un empapado harapo, revelando dibujos tallados de serpientes y comadrejas y otros animales trepando por la madera. Todos ellos tenían joyas incrustadas como ojos.
—¿Qué noticias traes? —preguntó Burke.
—Oh, están ahí fuera, sí —respondió Patapalo. Alguien le pasó comida y bebida, que el hombrecillo atacó ávidamente, hablando al mismo tiempo con la boca llena—. Algunos de los chicos se acercaron a una patrulla grande que subía por el Río de la Cebolla. Acabaron con una buena media docena de ellos y enviaron al resto chillando con la cola entre las piernas en busca de Papito Velteyn. Ninguna señal todavía del Exaltado Gallito en persona. Demos gracias a Té. Probablemente no quiere que su preciosa armadura de cristal se moje con la lluvia. Pasé un mal momento cuando algunos perros-oso del pelotón del que dimos cuenta empezaron a rastrearme. Hubieran podido atraparme, los muy taimados, pero encontré una preciosa ciénaga maloliente y me oculté en ella hasta que se cansaron de esperar.
El hombrecillo tendió su jarra a la monja para que volviera a llenársela de vino. El gato de Amerie no había vuelto junto a ella, pese a que la monja había hecho chasquear sus dedos de la forma que normalmente hacía que el animal acudiera corriendo. Dos ominosos ojos resplandecientes observaban a Patapalo desde un oscuro montón de fardos lejos del fuego central. El gato seguía lanzando agudos y temblorosos gruñidos.
—Tenemos que presentarte a nuestros nuevos compañeros —dijo Madame amablemente—. Ya los has visto, por supuesto. La Reverenda Hermana Amerie, el Profesor Claude, el Capitán Richard… y Felice.
—Que la Buena Diosa os sonría —dijo el hombrecillo—. Yo soy Fitharn. Pero podéis llamarme Patapalo.
Richard dejó escapar una risita.
—¡Cristo! ¿Eres un Firvulag?
El hombre con una sola pierna se echó a reír y se puso en pie. De pronto, allá al lado del fuego hubo una alta y profundamente negra aparición con retorcientes tentáculos en vez de brazos, sesgados ojos rojizos, y una boca llena de afiladísimos dientes que rezumaban una horrenda saliva.
El gatito de Amerie lanzó un escupiente aullido. El monstruo se desvaneció y Patapalo volvió a sentarse junto al fuego, bebiendo tranquilamente su vino.
—Impresionante —dijo Felice—. ¿Puedes adoptar otras formas?
Los ojos del Firvulag parpadearon.
—Tenemos nuestras favoritas, pequeña. Las visiones-de-los-ojos son lo menos importante, ¿comprendes?
—Comprendo —dijo Felice—. Puesto que has tenido que huir de los anficiones, deduzco que ellos no se ven afectados por tus poderes.
El exótico suspiró.
—Es una especie perversa. También tenemos que vigilar a los hiénidos… pero al menos ellos no pueden ser domesticados por el Enemigo.
—Yo puedo controlar a los perros-oso —dijo Felice con una suave persuasión—. Si dispusiera de un torque de oro, podría ayudaros a ganar esa guerra vuestra. ¿Por qué no me proporcionáis lo que ya le habéis proporcionado a Madame Guderian?
—Gánatelo —dijo el Firvulag, humedeciéndose los labios.
Felice apretó los puños. Forzó una sonrisa.
—Tienes miedo. Pero no utilizaría mis metafunciones contra ninguno de vosotros. ¡Lo juro!
—Pruébalo.
—¡Maldito seas! —Avanzó hacia el hombrecillo, con su rostro de muñeca crispado por la rabia—. ¿Cómo? ¿Cómo?
Madame intervino.
—Felice, contrólate. Siéntate.
Fitharn tendió hacia delante su pierna de madera y gruñó.
—¡Más leña para el fuego! Estoy helado hasta los huesos, y mi pierna desaparecida hace tanto tiempo me atormenta con dolores fantasmas.
—Tengo medicación —dijo Amerie—… si estás seguro de que tu protoplasma es casi humanoide.
El hombrecillo le dedicó una amplia sonrisa y asintió, tendiendo su muñón. Mientras ella le aplicaba un minidosificador, exclamó:
—¡Ah, qué alivio, qué alivio! Té te bendiga, si es que puedes utilizar esa bendición, Hermana.
—Masculino, femenino, todo son aspectos del Único. Nuestras razas están más próximas de lo que piensas, Fitharn de los Firvulag.
—Quizá. —El hombrecillo miró malhumoradamente su copa de vino.
—Cuando llegaste, Fitharn, estaba explicándoles mi plan a los recién llegados —dijo Madame—. Quizá seas tan bondadoso que me ayudes. Cuéntales, si quieres, la historia de la Tumba de la Nave.
Una mano anónima llenó la copa de vino del exótico una vez más.
—Muy bien. Acercaos y escuchad. Ésta es la Historia de Brede, tal como me fue contada por mi propio abuelo, marchado hace cinco mil años al oscuro seno de Té hasta el gran renacimiento, cuando Té y Tana ya no sean más hermanas, sino Una Sola, y Firvulag y Tanu cesen finalmente sus contiendas en una tregua que no tenga fin…
Guardó silencio durante largo rato, llevando la copa a sus labios y cerrando los ojos contra el aromático vapor del caliente vino. Finalmente depositó el recipiente a un lado, dobló las manos sobre su regazo, y contó la historia con una cantinela extrañamente cadenciada:
—Cuando la Nave de Brede, a través de la compasión de Té, nos trajo hasta aquí, el gran esfuerzo drenó su corazón y su fuerza y su mente… y así murió para que nosotros pudiéramos vivir. Cuando abandonamos la Nave nuestros voladores extendieron sus curvadas alas, y todos cantamos la Canción juntos, amigos y enemigos. Emprendimos nuestro lloroso camino hacia lo que debería ser la Tumba. Vimos a la Nave llegar ardiendo desde el este. La vimos cruzar el aire alto y luego el bajo. Aullaba su agonía. Del mismo modo que la aparición del sol de un planeta arroja fuera la noche, las llamas de nuestra Nave transformaron el día, haciendo que el sol de la Tierra palideciese.
»El paso de la Nave devoró el aire. Los bosques y las montañas del este cayeron, y el trueno rodó por todo el mundo. Las aguas hirvieron en los salinos mares orientales. Ninguna cosa viva sobrevivió a lo largo del sendero de muerte que se tendía hacia el oeste, pero nosotros observamos tristemente hasta el final. La Nave gritó con voz muy aguda, estalló, y rindió su alma. Su caída hizo gemir al planeta. El aire, las aguas, la corteza planetaria y la Nave se fundieron en un resplandeciente holocausto de tormentosa herida. Pero nos quedamos allí, cantando hasta que el fuego fue apagado por la lluvia y las lágrimas de Brede, y luego nos fuimos.
»Entonces Pallol, Medor, Sharn y Yeochee, Kuhsarn el Sabio y Lady Klahnino, la Thagdal, Boanda, Mayvar y Dionket, Lugonn el Resplandeciente y Leyr el Bravo, los mejores de los Tanu y los Firvulag… siguieron al sol poniente para encontrar un lugar donde vivir mientras la Tregua prevalecía aún y nadie pensaba en luchar. Los Tanu eligieron Finiah a la orilla del río; pero nosotros, mucho más juiciosos, ocupamos el Alto Vrazel en las neblinosas y escarpadas montañas. Una vez hecho esto, solamente quedaba una tarea… consagrar la Tumba.
»Los voladores se alzaron en un vuelo final. Viajamos en ellos hasta el lugar, y nos detuvimos al borde de una extensión de tierra encima de un cuenco de cielo líquido demasiado amplio como para ver el otro lado, mientras a todo nuestro alrededor el suelo estaba requemado y muerto. Contemplamos el Gran Desafío, el primero sobre este mundo, con Sharn luchando por los Firvulag y el brillante Lugonn por los Tanu. Con Espada y Lanza golpearon, hasta que sus armaduras resplandecieron y los pájaros cayeron del cielo y los espectadores descuidados perdieron sus ojos. Lucharon durante todas las horas de un mes y más aún, hasta que la gente que miraba gritó al unísono, transfigurada por la gloria que envolvía a la Nave y solemnizaba su muerte.
»Finalmente, el bravo Sharn ya no pudo seguir resistiendo. Cayó con la Espada en la mano, firme hasta el final. La victoria fue ganada por el brillante Lugonn, y el obsceno Nodonn aferró el arma vencida en sus ladronas garras, conjurando resplandecientes gotas de rocío que mezclaron sus lágrimas con las nuestras. Y así se eligieron las ofrendas votivas de Hombre y Arma para la consagración de la Tumba. Y nos alejamos caminando, con las voces de nuestras mentes alzadas en la Canción por última vez en honor de la Nave y también en honor del que se había ofrecido para capitanearla en su viaje hacia la sanadora oscuridad. Allí, confortados en el seno de la Diosa, aguardan la llegada de la luz…
El Firvulag alzó la copa y la apuró. Tendió sus brazos con un crujir de ligamentos y clavó su mirada en Felice, con una extravagante expresión.
—Dentro de este antiguo relato hay algunas piezas de información que merecen nuestro estudio —dijo Madame Guderian—. Habréis notado la referencia a los voladores. Se trata evidentemente de máquinas de una cierta sofisticación, puesto que fueron capaces de abandonar la moribunda Nave antes de su entrada en la atmósfera de la Tierra. Dada la tecnología avanzada que implica la encapsulación de pasajeros dentro del organismo intergaláctico, uno difícilmente puede asumir que las naves más pequeñas fueran simples aparatos accionados por motores a reacción. Es más probable que fueran movidas por energía gravimagnética, como nuestros propios huevos y espacionaves subliminales. Y si es así…
—¡Entonces probablemente aún sean operativas! —interrumpió Richard, con los ojos muy abiertos—. Y Patapalo ha dicho que su gente se alejó caminando de la Tumba, de modo que debieron dejar sus naves ahí. ¡Hijo de puta!
—¿Dónde están? —exclamó Felice—. ¿Dónde está esa Tumba?
—Cuando una persona muere entre nosotros —dijo el pequeño Firvulag—, los restos son llevados por la familia o los amigos a un lugar secreto, uno que ninguno de los deudos ha visto nunca antes. Tras la ceremonia del sepelio, la tumba no es visitada nunca de nuevo. Su localización real es borrada de la memoria, a menos que los restos sean profanados por el Enemigo o por maleantes irreverentes que quieran robar las ofrendas funerarias.
—Una extraña costumbre —dijo Richard.
—Entonces, ¿no sabes dónde está la Tumba de la Nave? —gimió Felice.
—Han pasado miles de años —respondió el hombrecillo.
Richard arrojó el cazo al caldero con un resonante clang.
—Pero, maldita sea, ¡tiene que haber allí un cráter terriblemente grande! ¿Qué es lo que ha dicho él…? «Un cuenco de cielo líquido demasiado amplio como para ver el otro lado.» Y se halla al este de Finiah.
—Hemos estado buscando —dijo Madame—. Desde que oí el relato por primera vez, hace tres años, y concebí el plan, hemos estado buscando la Tumba de la Nave de la mejor manera que hemos podido. ¡Pero comprende el terreno, Richard! Más allá del Rhin, al este, se halla la Selva Negra. En nuestros días era una cadena montañosa sin gran importancia, un parque pintoresco lleno de excursionistas y talladores de relojes de cuco. Pero ahora las montañas Schwarzwald son más jóvenes y más altas. Hay partes que se alzan muy por encima de los dos mil quinientos metros, y son escabrosas y peligrosas de atravesar y en ellas merodean los Criards… los Aulladores.
—¿Y sabes tú lo que son? —inquirió el Firvulag, sonriendo afectadamente a Richard—. Son gente como yo a la que no le gusta la gente como tú. Gente iracunda que no permite que el Rey Yeochee o cualquier otro les diga quiénes son sus enemigos.
—Durante los últimos años hemos efectuado precarias exploraciones de la parte central de la cordillera de la Selva Negra, al norte de Finiah. Incluso con la ayuda de los Firvulag amistosos, como nuestro buen amigo Fitharn, el proyecto se ha visto lleno de peligros. Diez de nuestros compañeros fueron muertos, y tres se volvieron locos. Otros cinco desaparecieron sin dejar la menor huella.
—Y también perdimos a algunos de nuestros jóvenes en la Caza —añadió Patapalo—. Guiar a los humanos no es un trabajo saludable.
—A cuarenta o cincuenta kilómetros al este de la Selva Negra —prosiguió Madame— empieza el Alb suevo, una parte del Jura. Se dice que está lleno de cavernas habitadas por monstruosas hienas. Ni siquiera los Firvulag malignos se atreven a morar en ese territorio… aunque se rumorea que un puñado de grotescos mutantes llevan una patética vida en algunos de sus valles más protegidos. De todos modos, es en esa poco hospitalaria región donde es más probable que se halle la Tumba de la Nave. Y con ella, no sólo las máquinas volantes aún operativas, sino también quizá otros antiguos tesoros.
—¿Es posible que haya armas en las naves? —preguntó Felice.
—Solamente una —dijo el Firvulag Fitharn, mirando al fuego—. La Lanza. Pero será suficiente, si podéis poner vuestras manos sobre ella.
Frunciendo el ceño, Richard dijo:
—Pero creí entender que la Lanza pertenecía al tipo llamado Lugonn… ¡y que él fue el vencedor de la pelea!
—El vencedor recibió el privilegio de sacrificarse a sí mismo —explicó Madame—. Lugonn, Resplandeciente Héroe de los Tanu, alzó el visor de su casco de cristal dorado y aceptó el golpe de su propia Lanza contra sus ojos. Su cuerpo fue depositado en el cráter, junto con el arma.
—¿Pero para qué puede servirnos esa Lanza? —preguntó Richard.
—No es el tipo de lanza que seguramente estás pensando —dijo suavemente Fitharn—. Como tampoco la Espada de nuestro difunto héroe, Sharn el Atroz, que el obsceno Nodonn ha mantenido en sus ansiosas garras en Goriah durante cuarenta años, es una espada corriente.
—Ambas son armas fotónicas —dijo Madame—. Las dos únicas que se trajeron los exóticos de su galaxia natal. Debían ser usadas únicamente por los grandes héroes… para defender la Nave en caso de persecución o, más tarde, en las más exaltadas formas de lucha ritual.
—Actualmente —dijo el Jefe Burke— la Espada sirve únicamente como trofeo en el Gran Combate. Nodonn la ha mantenido en su poder durante tanto tiempo debido a que los Tanu han ganado el Combate durante cuarenta años consecutivos. No es necesario decir que hay pocas posibilidades de que consigamos poner nuestras manos sobre la Espada. Pero la Lanza es otro asunto.
—¡Cristo! —escupió Richard, disgustado—. Así que para conseguir que el plan de Madame funcione, todo lo que tenemos que hacer es iniciar una búsqueda a ciegas por una extensión de dos a tres mil kilómetros cuadrados arrastrándonos por entre fantasmas devorahombres y gigantescas hienas y encontrar esa anticualla. Probablemente aferrada por alguna esquelética mano Tanu.
—Y en torno a su cuello —dijo Felice— habrá un torque de oro.
—Encontraremos la Tumba de la Nave —dijo resueltamente Madame—. Seguiremos buscando hasta que la encontremos.
El viejo Claude se puso en pie con una cierta dificultad, cojeó hacia la pila de leña seca, y cogió un puñado.
—No creo que sea necesaria ninguna otra búsqueda a ciegas —dijo, arrojando un poco de madera a las llamas. Una gran nube de chispas ascendió por el ennegrecido tronco hueco del Árbol.
Todo el mundo se lo quedó mirando.
—¿Sabes dónde puede estar ese cráter? —preguntó el Jefe Burke.
—Sé dónde tiene que estar. Solamente un lugar en toda Europa coincide con la descripción. El Ries.
El fornido luchador con la pipa en la boca se dio una palmada en la frente y exclamó:
—Das Rieskessel bei Nördlingen! Natürlich! ¡Vaya pandilla de tontos hemos sido! ¡Hansi! ¡Gert! ¡Lo aprendimos en la escuela primaria!
—Infiernos, sí —canturreó otro hombre entre la multitud. Y un tercer Inferior añadió—: Pero recuerda, Uwe, que cuando éramos niños nos dijeron que la causa fue un meteorito.
—¡La Tumba de la Nave! —exclamó una de las mujeres con voz muy aguda—. ¡Si no es solamente un mito, entonces tenemos una posibilidad! ¡Podremos realmente liberar a la humanidad de esos bastardos! —Un grito exultante brotó del resto de los reunidos.
—¡Silencio, por el amor de Dios! —imploró Madame. Sus manos estaban unidas sobre su pecho casi en una actitud de plegaria mientras se dirigía a Claude—. ¿Estás seguro? ¿Estás completamente seguro de que ese… ese Ries tiene que ser la Tumba de la Nave?
El viejo paleontólogo tomó una rama del montón de madera seca. Barriendo una zona del polvoriento suelo para dejarla completamente plana, trazó una hilera vertical de X.
—Aquí están las montañas de los Vosgos. Nosotros nos hallamos en el flanco occidental, más o menos aquí. —Clavó la punta de la rama, luego trazó una línea paralela a la cordillera, por la parte del este—. Esto es el Rhin, fluyendo más o menos de sur a norte por un amplio y hundido valle. Finiah se halla aquí, en la orilla oriental. —Trazó más X tras la ciudad Tanu—. Ésta es la cordillera de la Selva Negra, yendo de norte a sur como los Vosgos. Es la misma geología básica. Y más allá, inclinado hacia el nordeste, el Jura suevo. Esta línea que trazo debajo del Jura es el río Danubio. Fluye hacia el este hasta el lago Pantoniano en Hungría, en algún lugar debajo de la pila de madera. Y exactamente aquí…
Toda la concurrencia estaba de pie, tendiendo el cuello para ver y conteniendo el aliento colectivo mientras el anciano clavaba de nuevo la punta de su rama.
—… se halla el Ries. A unos cuantos kilómetros al norte del Danubio, en el emplazamiento de la futura ciudad de Nördlingen, quizá a trescientos kilómetros al este de aquí. Y tan seguro como que Dios creó las manzanas, ésa es vuestra Tumba de la Nave. Es un cráter de más de veinticinco kilómetros de diámetro. El más grande de Europa.
Hubo un rugido entre los Inferiores. La gente se apiñó para felicitar a Claude y volver a servirse vino. Alguien sacó una flauta de caña y empezó a tocar una alegre melodía. Otros se echaron a reír y se pusieron a bailar. El día que había empezado con una aterrorizada huida de los exóticos enemigos mostraba signos de terminar con una celebración.
Ignorando la alegría general, Madame le susurró algo al Jefe Burke. La mujer y el nativo americano hicieron señas a los componentes del Grupo Verde y los llevaron a una parte muy en penumbra de la hueca secoya.
—Quizá sea posible —dijo Madame—, simplemente posible, llevar a cabo el plan este año. Pero tenemos que empezar a actuar inmediatamente. Tú debes llevar el mando, Peo. Y yo debo detectar y repeler a los Aulladores. Necesitaremos tu ayuda para encontrar el cráter, Claude, y la de Felice para ejercer su coerción sobre los animales hostiles. Richard debe venir para pilotar una máquina voladora, si encontramos alguna que sea aún operativa. Nos llevaremos también a Martha, que era una hábil ingeniero y que puede ayudar a descifrar la forma de operar de los dispositivos exóticos y repararlos. Y también a Stefanko, que era probador de huevos de transporte. Puede ayudar a Richard si es necesario, y quizá incluso pueda pilotar una segunda aeronave.
—Siete personas —dijo el Jefe Burke—. Dos de ellas viejas, y Martha no demasiado fuerte. Complicado, Madame. Demasiado pocos para ser fuertes, demasiados para ir rápido. Incluso contando con Felice y conmigo para fuerza muscular, va a ser un viaje difícil.
—Quiero que venga Amerie —dijo Felice—. Necesitaremos un doctor.
La monja alzó su hombro bueno en un gesto vacilante.
—Estoy dispuesta… pero creo que seré más bien un estorbo que una ayuda.
—Queda descartado el que nos acompañes, Hermana —dijo la vieja mujer, lanzando a Felice una seca mirada—. Puedes ser más útil quedándote aquí, recuperando tus fuerzas y administrando tus auxilios a la gente. Tenemos algunos medicamentos que hemos robado, pero muchos de ellos no sabemos cómo administrarlos. Hay un cierto número de debilidades que puedes aliviar… fracturas mal curadas, aflicciones por hongos, parásitos internos. Cuando haya pasado esta emergencia, Uwe Guldenzopf y Tanadori Kawai te llevarán a nuestro poblado en Manantiales Ocultos, al noroeste de aquí. Vivirás en mi propia casa, y la gente acudirá a ti.
—Khalid Khan puede hacerse cargo del equipo de búsqueda y fundición del hierro —indicó el Jefe Burke—. Digamos, diez hombres fuertes. Claude puede decirle a Khalid donde buscarlo, y si los chicos localizan la mena y se ponen a trabajar, puede que consigan tener un número suficiente de armas preparadas para cuando nosotros regresemos.
—¡Si regresamos! —exclamó Richard—. Por el amor de Dios, ¿por qué todo el mundo da por sentado que estoy dispuesto a seguir adelante con este plan? ¡Olvidadlo! Tan pronto como los Tanu desaparezcan de los alrededores, pienso largarme de aquí.
—No puedes abandonarnos —dijo Felice—. ¡Te necesitamos!
—Deja que otro tipo, el conductor de huevos por ejemplo, sea el piloto. Yo no lucho en las guerras de los demás.
Madame tendió una mano y tocó el ribete de terciopelo negro del traje de Richard.
—Der fliegende Holländer, ¿no? La vi representar muchas veces en Lyon… ¡Oh, Richard! Éste no tiene que ser necesariamente tu destino. No huyas. Te necesitamos. Ayuda al resto de nosotros a ser libres y encuentra así tu propia paz. La experiencia en vuelo de Stefanko es muy limitada. Tú sabes lo automatizados que eran nuestros huevos. ¡Pero tú! Has alardeado de cómo hacías volar las más avanzadas astronaves, los transbordadores orbitales… incluso los primitivos aeroplanos. Si hay alguien entre nosotros que pueda operar los vehículos de los exóticos y traer de vuelta la Lanza de Lugonn, ése eres tú.
Su mente pareció abrazarlo… suprimiendo sus objeciones, calmando todos sus temores. Y pese a sí mismo, Richard sintió que su resolución se tambaleaba. Sabía que la maldita mujer estaba ejerciendo coerción sobre él, interpretando su propia melodía en su superego, doblando el poder de su voluntad; pero cuanto más se debatía para liberarse, más apremiante se hacía su influencia mental…
¡Richard! Querido hijo, ¿acaso no te conozco? ¿Yo… la madre de un centenar de miles de desdichados viajeros temporales que acudieron a mí como su última esperanza? Tú siempre has estado solo, siempre centrado en ti mismo y temeroso de abrirte a los demás, porque hacer eso era arriesgarte al rechazo y al dolor. Pero éste es un riesgo que todos nosotros, los humanos, tenemos que correr. No podemos vivir solos, no podemos hallar la felicidad ni la paz solos, no podemos amar solos. La persona sola tiene que estar siempre huyendo, siempre buscando. Huye de la infinita soledad. Busca, lo quiera o no, a alguien que pueda llenar su vacío…
Richard retrocedió, apartándose de la terrible anciana hasta que se vio atrapado contra la antigua madera del Árbol, intentando defenderse contra el empuje de su necesidad y sus esperanzas y —¡maldita fuera!— su genuina compasión fluyendo de ella como agua curadora bañando su resquebrajada y sucia alma.
—Ven con nosotros, Richard —dijo ella en voz alta—. Ayúdanos… a todos los que te necesitamos. Realmente no puedo ejercer coerción sobre ti. No más allá de una forma transitoria. Tienes que elegir libremente el ayudarnos. Y haciéndolo recibirás todo aquello que tanto ansías.
—¡Maldita seas! —susurró el hombre.
Mi pobre e imperfecto pequeño. Has sido mortalmente egoísta, y has pagado por tu estupidez. El Medio te obligó a pagar. Pero el pecado sigue aún aquí, como sigue el mío, y su auténtica expiación tiene que hallarse en la misma moneda que ha sido injustamente utilizada. La pérdida de tu astronave, de tu medio de vida, no fue suficiente, y tú lo sabes. Debes entregarte a ti mismo, y entonces ya no seguirás despreciándote. Ayúdanos. Ayuda a tus amigos que te necesitan.
—Maldita… —Parpadeó, intentando apartar la niebla que se había aposentado en sus ojos.
Sálvanos.
Sus palabras fueron apenas audibles.
—Está bien. —Todos los demás estaban mirándole, pero él no podía ver sus ojos—. Iré con vosotros. Pilotaré esa nave, si es que puedo. Pero eso es todo lo que puedo prometer.
—Es suficiente —dijo Madame.
Allá en el fuego central, las risas y las canciones eran menos estruendosas. La gente se estaba diseminando hacia los fuegos más pequeños para prepararse para dormir. Una pequeña figura cojeó hacia Madame, silueteada contra el muriente fuego.
—He estado pensando en vuestra expedición a la Tumba de la Nave —dijo Fitharn—. Vais a necesitar la ayuda de nuestra gente.
—Para encontrar el Danubio rápidamente —admitió Claude—. ¿Tienes alguna idea del mejor camino para llegar a él? En nuestra época, sus fuentes se hallaban en la Selva Negra. Dios sabe dónde empieza actualmente el río. Los Alpes… incluso alguna superversión del lago de Constanza.
—Sólo hay una persona con la autoridad necesaria para ayudaros —dijo el Firvulag—. Vais a tener que visitar al Rey.