17

Claude y Richard y Amerie hubieran podido dormir durante días, pero con la salida del sol les llegó un distante ladrar de anficiones ascendiendo la cordillera desde el sur, y comprendieron que los Tanu iban a hacer todo lo posible por impedir que Felice se les escapara, ahora que su papel en la fuga había sido indudablemente traicionado por algún prisionero recapturado. Los componentes del Grupo Verde no perdieron tiempo intentando borrar las huellas de su campamento, sino que lo abandonaron apenas amanecer, deshinchando su equipo y comiendo un desayuno rápido sobre la marcha. Claude había intentado devolver a Felice su liderazgo, pero ella se negó a oír hablar de ello.

—Tú tienes experiencia en este tipo de viajes. Yo no. Simplemente sácanos de aquí tan rápido como puedas hasta un bosque denso con un río de buen tamaño. Creo que una vez allí seremos capaces de borrar nuestras huellas.

Corrieron y se deslizaron y en una ocasión incluso se descolgaron por un pequeño farallón en su huida monte abajo, manteniendo un mejor ritmo cuando encontraron una cuenca seca que se convirtió en un pequeño riachuelo al llegar más abajo. Los árboles iban haciéndose más densos y más altos, formando como un techo sobre la cada vez más amplia corriente de agua y protegiéndoles de buena parte del calor del sol. Chapotearon por el pedregoso lecho del arroyo, alborotando y asustando a enormes truchas amarronadas y a comadrejas pescadoras que se parecían a pálidos visones. Fueron a la orilla del arroyo, primero a un lado, luego al otro, en un intento de confundir la persecución. Claude les hizo marcar un llamativo rastro ascendiendo en línea paralela a un arroyo tributario, hicieron sus necesidades en un sitio muy evidente para dejar una huella más clara, luego regresaron por el agua y siguieron su camino por el centro del curso original. En algunos lugares empezaba a ser peligrosamente profundo, con frecuentes aportaciones de pequeñas cascadas que creaban zonas de blanca espuma.

Claude señaló un alto a media mañana. Él y Felice se hallaban en buenas condiciones, pero Richard y la monja se dejaron caer con agotada gratitud. Descansaron sobre semisumergidas rocas en medio de un remanso, tendiendo el oído hacia posibles sonidos de persecución. No oyeron nada excepto un explosivo ¡splat! a poca distancia corriente abajo.

—Me atrevería a decir que es un castor —observó Amerie.

—Es muy probable —dijo Claude—. Puede que sea nuestro viejo amigo el castor, pero es más probable que se trate del steneofiber, un tipo más primitivo que no construía presas sino que tan sólo practicaba agujeros en…

—Chisst —susurró Felice—. Escuchad.

El rumor del agua, el canto de los pájaros, los chillidos ocasionales de lo que Claude les había dicho que era un antropoide arborícola, una pequeña ardilla charloteando su aburrimiento.

Y algo más grande carraspeando.

Se inmovilizaron en medio de las rocas y alzaron instintivamente sus piernas, que habían mantenido colgando sobre el agua. El ruido era como una tos gutural, algo que no se parecía a nada de lo que habían oído hasta entonces en el plioceno. La maleza de la orilla izquierda se agitó ligeramente cuando un animal la cruzó y se dirigió hacia el arroyo para beber. Era un felino, grande como un león africano pero con unos largos caninos surgiendo como puñales por entre sus cerradas mandíbulas. Murmuró algo para sí mismo como un gourmet dispéptico tras una comida excesivamente abundante, y dio unos cuantos lametazos displicentes al agua. La parte superior de su cuerpo estaba decorada con veteados polígonos castaños orlados de negro y tostado, que se mezclaban con franjas más oscuras en torno al rostro del animal, y con una serie de manchas negras en su parte inferior y piernas traseras. Sus bigotes eran de enormes proporciones.

Se alzó una ligera brisa y llevó el olor de los humanos al dientes de sable. Alzó su cabeza, les miró directamente con unos ojos amarillos y gruñó, con la estudiada contención de una criatura que está al mando absoluto de una situación anómala.

Felice clavó su mirada en la del animal.

Los otros permanecían inmóviles, horrorizados, aguardando a que el felino saltara al agua. Pero no lo hizo. Su barriga estaba llena y sus cachorros estaban esperando, y la mente de Felice golpeó su vanidad felina y le dijo que la miserable presa sobre las rocas no valía la pena de ocuparse de ella. De modo que el machairodus dio unos cuantos lengüetazos más y los miró de nuevo y frunció el puente de su nariz con un resoplido de desprecio, y finalmente dio media vuelta y se metió de nuevo en la espesura.

—Me tomará cinco minutos ofrecer una Misa de Acción de Gracias —susurró Amerie—. Creo que hace tiempo que hubiera debido hacerlo.

Felice agitó la cabeza con una enigmática sonrisa, y Richard hizo un gesto de superioridad, pero Claude fue hasta la roca de Amerie y compartió con ella el dorado dedal de vino y la fina oblea de pan seco del kit de la Misa que llevaba la monja en el bolsillo del uniforme de Richard. Y cuando todo hubo terminado siguieron de nuevo su camino, abriéndose paso por la orilla opuesta a la del dientes de sable.

—Era tan increíblemente hermoso —le dijo la monja a Claude—. ¿Pero para qué necesita esos dientes? Los grandes felinos de nuestro tiempo se las arreglan muy bien con unos más cortos.

—Nuestros leones y tigres no intentan matar elefantes.

—¿Quieres decir esos monstruos colmilludos con los que intentaron asustarnos en la tridi del albergue? ¿Aquí?

—Por esta zona deben pulular más bien los mastodontes, que son más pequeños. El tipo más común es probablemente el Gomphoterium angustidens. Tienen apenas la mitad del tamaño de esos rinocerontes que divisamos ayer. No nos tropezaremos con los deinotherium hasta que tengamos que cruzar un pantano o el lecho de un gran río.

—Caleidoscópico —gruñó el pirata—. Perdonadme por preguntar, pero ¿alguno de vosotros, chicos listos, tiene algún destino en mente? ¿O simplemente estamos corriendo?

—Simplemente estamos corriendo —dijo Claude con suavidad—. Cuando nos hayamos sacado de encima a los soldados y los perros-oso, entonces tendremos tiempo para tomar decisiones estratégicas. ¿O no estás de acuerdo, hijo?

—Oh, mierda —dijo Richard, y empezó a machetear de nuevo los matorrales de la orilla.

Finalmente el arroyo se unió a un río más grande y turbulento que fluía en dirección sur. Claude supuso que debía ser el Saona superior.

—No vamos a seguir este río —le dijo al resto del Grupo—. Probablemente gira más adelante hacia el sudoeste y desemboca en el lago a unos cuarenta o cincuenta kilómetros río abajo. Vamos a tener que cruzarlo, y eso significa los puentes de decamolec.

Cada Unidad de Supervivencia estaba equipada con tres secciones de puente que podían ser unidas para producir una estrecha pero resistente pasarela de veinte metros de largo que se parecía a una escalera de cuerda con los peldaños muy juntos. Caminaron río arriba hasta un punto donde el torrente se estrechaba entre dos escarpadas rocas, hincharon y lastraron las secciones, las unieron, y tendieron el puente hasta la orilla opuesta.

—Parece más bien endeble —observó Richard, intranquilo—. Curioso… cuando practicamos con él allí en el albergue parecía mucho más ancho.

El puente tenía casi cuarenta centímetros de anchura y era tan firme como una roca. Sin embargo, allá en la caverna del albergue lo habían utilizado para cruzar un estanque tranquilo, mientras que aquí lo que tenían debajo era afiladas rocas y espumeantes rápidos.

—Podemos hinchar otro puente y colocar los dos lado a lado si eso hace que te sientas más seguro —sugirió Amerie. Pero el pirata se irritó indignado ante la sugerencia, tomó su mochila, y echó a andar como un aprendiz de equilibrista.

—Tú la siguiente, Amerie —dijo Claude.

La monja dio un confiado paso sobre el abismo. ¿Por cuántos centenares de troncos había pasado, cruzando los arroyos de montaña de las Oregon Cascades? Los travesaños del puente estaban separados menos de un palmo, era imposible caer por entre ellos. Todo lo necesario era un paso firme, una postura equilibrada, y mantener los ojos fijos en la orilla opuesta y no en la espumeante agua seis metros más abajo…

El músculo de su cadera izquierda empezó a contraerse espasmódicamente. Osciló, se dominó, se inclinó hacia el otro lado, y cayó con los pies por delante al río.

—¡Suelta tu mochila! —gritó Felice. Moviéndose tan rápido que no pudo apreciarse la acción de sus manos, soltó arco y flechas, dejó caer a un lado su propia mochila, hizo saltar las hebillas de sujeción de su coraza y espinilleras, y saltó detrás de Amerie.

Richard jadeó al otro lado, pero el anciano echó a correr retrocediendo el camino por el que habían venido, hasta la relativa calma de un poco más abajo. Aparecieron dos cabezas por entre los rápidos. La primera de ellas se aferró momentáneamente a una gibosa piedra y desapareció. La segunda nadó hasta la roca y desapareció también, pero al cabo de un largo minuto ambas mujeres reaparecieron y flotaron hacia Claude. Éste recogió un grueso tronco que había sido arrastrado por las aguas y se lo tendió. Felice se agarró a él con una mano y tiró. Su otra mano estaba enredada en el pelo de Amerie.

Claude se metió en el agua hasta la cintura y arrastró a la monja a la orilla. Felice permaneció unos instantes metida en el agua, apoyada sobre manos y rodillas, vomitando y tosiendo. Claude alzó el fláccido cuerpo de Amerie y lo obligó a doblarse para vaciar sus pulmones de agua, luego los llenó con su propio cálido aire.

Respira, niña, le suplicó. Vive, hija.

Hubo un sonido jadeante, una primera incierta expansión de su pecho bajo el empapado y arrugado uniforme de capitán de astronave. Un último beso de respiración compartida, y regresó.

Amerie abrió los ojos y miró alocadamente a Claude, luego a la sonriente Felice. Un sollozo estrangulado brotó de su garganta, y enterró su cabeza en el pecho del anciano. Este hizo que Felice sacara el cálido jersey orcadiano de su mochila y envolvió con él a la monja; pero cuando intentó alzar a Amerie y transportarla cruzando el puente, resultó demasiado pesada para él. Así que tuvo que ser la pequeña atleta quien ayudara a la monja, mientras el paleontólogo se encargaba de su propia mochila y la de Felice.

La mochila de Amerie con sus reservas de medicamentos se había perdido, arrastrada corriente abajo. Tuvieron que entablillar su brazo roto con el parco equipo de primeros auxilios de las Unidades de Supervivencia individuales, siguiendo las instrucciones reseñadas en una lacónica placa titulada Emergencias médicas más comunes. La herida era una fractura simple del húmero izquierdo, que hasta los médicos aficionados podían reducir fácilmente; pero cuando Amerie fue tratada y sometida a sedación, ya era bien entrada la tarde. Richard convenció a Claude y Felice de que sería inútil intentar seguir más adelante, independientemente de una posible persecución. Recorrieron una corta distancia desde el río hasta un bosquecillo protector de enormes robles. Allí, Richard erigió dos cabinas de decamolec mientras Felice iba de cacería y regresaba con un rollizo corzo y Claude recogía una provisión de nutritivos tubérculos de un lugar pantanoso cercano.

Con los estómagos llenos, los camastros puestos al máximo de blandura, y las protecciones contra los bichos cerradas, cayeron dormidos antes incluso de la llegada de la noche. No oyeron a los búhos y a los ruiseñores y a las ranas cantar, ni los lejanos ladridos de los perros-oso desesperándose ante un frío y fútil rastro muy lejos al sur. No vieron la bruma empezar a brotar de los rápidos a medida que las estrellas empezaban a brillar. Y no vieron tampoco las resplandecientes extravagancias de los Firvulag, que aparecieron y danzaron en la orilla opuesta del río hasta que las estrellas palidecieron con la llegada del amanecer.

A la mañana siguiente, Amerie estaba débil y febril. De común acuerdo le administraron unas dosis de su limitada reserva de medicamentos, la instalaron confortablemente en una de las cabinas, y ellos se trasladaron a la otra a fin de que pudiera descansar y recuperarse. Todos ellos necesitaban recuperación, y parecía haber poco peligro de que un grupo perseguidor pudiera cruzar el peñascoso torrente sin que ellos se dieran cuenta.

Felice estaba confiada de que habían eludido completamente a sus perseguidores.

—Incluso es posible que hayan hallado la mochila de Amerie corriente abajo y hayan llegado a la conclusión de que nos hemos ahogado en el río.

De modo que durmieron, comieron venado frío y algiprotes, y luego se sentaron a la sombra de un antiguo roble, bebiendo pequeñas tazas de precioso café instantáneo e intentando decidir qué hacer a continuación.

—He estado elaborando un nuevo plan —dijo Felice—. He tomado en consideración distintas posibilidades, y decidido que el mejor lugar para conseguir otro torque tiene que ser cerca de Finiah, donde debe haber muchos Tanu. Es posible que incluso tengan un almacén o una fábrica de ellos. Lo que tenemos que hacer es ocultarnos hasta que Amerie esté curada, cruzar los Vosgos, luego salir en las afueras de la ciudad. Podemos tomar lo que necesitemos de las caravanas o de los asentamientos aislados.

Richard se atragantó con su café.

Felice prosiguió serenamente:

—Y luego, una vez hayamos analizado sus defensas y aprendido más acerca de la tecnología real de los torques, podremos elaborar los planes para el ataque.

Richard depositó con gran cuidado su tacita junto a la raíz de un árbol.

—Muchacha, hasta ahora nos has engañado metiéndonos en tus planes, y no digo con ello que no hayas hecho un trabajo malditamente bueno arrancándonos de las manos de Epone y sus lacayos. ¡Pero no hay forma alguna en que puedas obligarme a emprender una invasión de cuatro personas contra toda una ciudad llena de exóticos aplastamentes!

—¿Prefieres ocultarte en los bosques hasta que terminen cazándote? —se burló ella—. No van a dejar de buscarnos, ¿sabes? Y vendrán los Tanu en persona, en vez de enviar simplemente a esclavos humanos. Si seguimos mi plan, si yo consigo un torque de oro… ¡podemos enfrentarnos a cualquiera de ellos!

—Esto es lo que dices . ¿Cómo sabemos que puedes hacerlo? ¿Y qué representa para nosotros? ¿Tenemos que convertirnos en tus leales escuderos mientras tú interpretas el papel del Comandante Loco? Ninguno de esos condenados torques de oro va a hacernos ningún bien al resto de nosotros, que no somos más que pobres normales. Seguro que algunos de nosotros vamos a vernos hechos picadillo por esos fenómenos antes de que tu guerrilla privada haya terminado con este asunto, gane o pierda. ¿Quieres saber cuáles son mis planes, muñequita?

Ella sorbió su café con ojos entrecerrados.

—¡Te lo diré! —estalló Richard—. Voy a descansar aquí durante otro día o dos y arreglaré mis zapatos, y luego me encaminaré al norte siguiendo los grandes ríos hasta el océano, igual que hizo Yosh. Con un poco de suerte, incluso puede que me encuentre con él. Cuando llegue al Atlántico, voy a navegar hacia el sur a lo lago de la costa. Mientas tú sigues tu rutina de princesa bandida, yo voy a dedicarme al buen vino y a pasármelo bien en mi cabaña pirata en Burdeos.

—¿Y el resto de nosotros? —Claude mantuvo su tono neutro.

—¡Venid conmigo! ¿Por qué no? Caminaremos tranquilamente, sin rompernos el culo trepando estas malditas montañas en dirección a los Vosgos. Escucha, Claude… tú y Amerie quedaos conmigo, y os ayudaré a encontrar algún precioso y pacífico lugar del que los Tanu no hayan oído hablar nunca. Tú eres ya demasiado viejo para verte envuelto en esas locas batallas de niños. ¿Y qué vida sería ésa para una monja, por el amor de Dios? Ésta de aquí mata a la gente por pura diversión.

—Estás equivocado, Richard —dijo Felice, y bebió su café.

El anciano paleontólogo miró primero a uno, luego al otro, y agitó la cabeza.

—Voy a tener que pensar sobre esto. Y hay algo más que deseo hacer. Si no os importa, iré un poco más allá en este bosquecillo de robles; quiero estar un cierto tiempo solo. —Se puso en pie, buscó brevemente algo en el gran bolsillo de su chaqueta, y se alejó.

—Tómate todo el tiempo que quieras, Claude —dijo Felice—. Yo cuidaré de Amerie. Y echa una mirada por los alrededores también.

—Y no te pierdas —añadió Richard. Felice murmuró una imprecación para sí misma.

Claude echó a andar sin rumbo fijo, observando automáticamente todos los detalles a su alrededor, tal como había hecho durante años en los planetas recién domesticados. Un roble con dos enormes ramas colgantes, como los brazos de un ogro. Un rojizo pináculo brotando en medio del granito gris. Una reseca pradera con un arce, exhibiendo una rama anormalmente dorada tan temprano en la estación. Un pequeño estanque salpicado con rosados lirios de agua, con un par de vulgares patos silvestres nadando tranquilamente en él. Un pequeño manantial brotando entre las rocas, adornado con helechos que parecían encaje y sombreado por una magnífica haya.

—¿Que te parece esto, Gen? —preguntó el anciano.

Se arrodilló y tendió sus palmas hacia el chorro de agua, bebió, luego se mojó la frente y la nuca. Asperges me, Domine, hyssopo, et mundabor. Lavabis me, et super nivem dealbabor.

—Sí, creo que es un lugar adecuado.

Tomó una piedra delgada y plana del fondo del pequeño estanque del manantial, y se dirigió al pie de la haya. Tras retirar cuidadosamente un rectángulo de musgo, cavó un agujero, colocó la caja de madera tallada en él, y volvió a cubrirlo con tierra, apretándola cuidadosamente y poniendo de nuevo las plantas encima. No señaló el lugar de descanso de Gen con ninguna piedra ni cruz; aquellos a quienes importaba sabían dónde reposaban sus cenizas. Cuando hubo terminado acudió al manantial y tomó un poco de agua para refrescar el alterado musgo, luego se sentó con la espalda apoyada contra el tronco del árbol y cerró los ojos.

Cuando despertó era última hora de la tarde. Había algo agazapado en el manantial, observándole con unos cautelosos ojos verdes.

Claude contuvo el aliento. Era uno de los animales más hermosos que jamás hubiera visto, con un cuerpo ágil y sinuoso no mucho mayor que su mano, con una esbelta cola añadiendo otros veinte centímetros a su longitud. La parte inferior de su cuerpo era de un color naranja pálido, y el pelaje del lomo tostado con sutiles manchas más oscuras, como el de un zorro. El rostro del felino estaba lleno de inteligencia, tranquilo y no amenazador, y se parecía al de un puma en miniatura.

Tenía que ser un Felis zitteli, uno de los primitivos antepasados de los auténticos gatos. Claude frunció los labios y silbó una suave y ondulante llamada. Las largas orejas del animal se tendieron hacia el sonido. Con una infinita lentitud, Claude deslizó la mano a su bolsillo y extrajo un trocito pequeño de algiprote con apariencia de queso.

—Psss-psss-psss —invitó, colocando la comida en el musgoso césped ante él.

El gatito avanzó tranquilamente, agitando el hocico, los blancos bigotes tendidos hacia adelante. Olisqueó con discreción la comida, la probó delicadamente con la punta de su rosada lengua, y la comió. Unos ojos proporcionalmente más grandes que los de un gato doméstico y orlados de negro miraron a Claude de una manera inconfundiblemente amistosa. Hubo un débil sonido como un canturreo. El Felis zittei estaba ronroneando.

El anciano le dio un poco más de comida, luego se aventuró a tocarlo. El gato aceptó su caricia, arqueando el lomo y retorciendo la cola rematada de negro en una curva interrogadora. Se acercó más a Claude y golpeó su frente contra el lado de la pierna del hombre.

—Oh, eres una damisela, ¿eh? Qué dientes tan pequeñitos tienes. ¿Comes insectos y pequeños bichos de entre las rocas, o pescas para tus gatitos? —El gato inclinó hacia un lado la cabeza y le lanzó una fundente mirada, luego saltó a su regazo, donde se instaló con una absoluta familiaridad. Claude le dio unas palmaditas y le habló suavemente, mientras las sombras lo teñían todo de púrpura a su alrededor y una fría brisa agitaba las ramas del árbol.

—Tengo que marcharme —dijo al fin, reluctante, deslizando una mano por debajo del pequeño vientre cálido y depositando el gato en el suelo. Se puso en pie, esperando que el animal se asustara con el movimiento y huyera. Pero simplemente se sentó en el suelo y lo observó, y cuando él se alejó, lo siguió.

Claude dejó escapar una risita.

—Vamos, vete —dijo, pero el gato persistió—. ¿Así que eres un doméstico instintivo? —le preguntó, y entonces pensó en Amerie, que iba a tener que pasar una larga convalecencia con Richard y con él en su camino al norte. Si dejaban a Felice atrás (y parecía no haber ninguna otra alternativa), la monja no dejaría de preocuparse ni un momento por ella mientras rumiaba su culpabilidad. Quizá este pequeño gatito encantador fuera una distracción.

—¿Quieres viajar en mi bolsillo? ¿O prefieres los hombros? —Lo alzó y lo colocó en el bolsillo de fuelle de su chaqueta. El animal se revolvió varias veces en él hasta encontrar una posición cómoda, y finalmente se instaló con la cabeza fuera, aún ronroneando.

—Eso es —dijo el anciano. Alargó el paso, siguiendo uno a uno los detalles orientativos que había ido fijando en su memoria a la ida, hasta regresar al claro del bosquecillo de robles donde habían instalado el campamento.

Las dos cabinas de decamolec habían desaparecido.

Sintiendo un nudo en la garganta, con el corazón latiendo desbocado, Claude retrocedió vacilante, ocultándose tras un enorme tronco, apoyándose de espaldas en él hasta que su pulso recuperó un ritmo normal. Volvió a mirar cautelosamente, estudiando el claro donde había estado el campamento. Su equipo había desaparecido por completo. Incluso el hueco que habían hecho para encender el fuego y los restos del venado asado habían desaparecido. No había huellas de pisadas, ninguna planta o matorral rotos que indicaran forcejeo (¿coger a Felice sin lucha?), nada que indicara que había habido unos seres humanos entre los viejos y grandes árboles.

Claude abandonó su escondite y efectuó una búsqueda más cuidadosa. El lugar había sido limpiado por personas que sabían su oficio, pero quedaban aún unos pocos indicios. Un lugar donde la tierra era pulverulenta mostraba dos huellas paralelas de la rama que había sido utilizada para eliminar las huellas de pisadas. Y abajo en el torrente, en un apenas visible sendero hecho por los animales, había un trocito de plumón color verde esmeralda pegado al resinoso tronco de un pino.

Un fragmento de la pluma de un casco. Verde.

Claude asintió para sí mismo mientras el rompecabezas empezaba a encajar por sí mismo. Habían encontrado a tres personas y tres equipos, y se los habían llevado. ¿Quiénes? Evidentemente no los lacayos de los Tanu, que no se hubieran preocupado de borrar las huellas de su presencia. Entonces… ¿los Firvulag?

El corazón de Claude empezó a latir apresuradamente de nuevo, y se tapó la nariz con una mano y exhaló el aire con suavidad. El flujo de adrenalina fue contenido, y el bombeo en su pecho se apaciguó. No había nada que hacer excepto seguir adelante. Y si lo atrapaban… bien, al menos había cumplido con parte de lo que había venido a hacer aquí.

—¿Estás seguro de que no quieres marcharte? —le susurró al gato, inclinándose y abriendo completamente el bolsillo para que el animal pudiera saltar fuera. Pero el gatito se limitó a parpadear soñolientamente y se enroscó, desapareciendo de su vista.

—Entonces, somos nosotros dos contra todos ellos —dijo Claude, suspirando. Adoptó un paso vivo y echó a andar hacia arriba siguiendo el rumoroso río hasta que fue casi oscuro. Entonces olió a humo, y siguió la brújula de su nariz hasta un grupo de secoyas en una rocosa ladera por encima del río. Era un fuego de buen tamaño, rodeado por varias figuras oscuras que reían y charlaban.

Claude se agazapó entre las sombras, pero era evidentemente esperado. Completamente contra su voluntad, se descubrió a sí mismo caminando hacia el fuego con ambas manos por encima de su cabeza, arrastrado por la misma irresistible compulsión que había experimentado en el cuarto de exámenes de Lady Epone.

—¡Es un viejo! —dijo alguien cuando llegó junto a la luz del fuego.

—Pero no está tan decrépito como eso —observó otra figura voluminosa—. Puede que sea bueno para algo.

—Al menos, actúa más razonablemente que sus amigos.

Había quizá una docena de hombres y mujeres de aspecto más o menos humano sentados en el suelo en torno a las llamas. Iban vestidos con prendas de ante de color oscuro y con los restos de ajadas ropas, y estaban comiendo los últimos restos del venado de Felice mientras daban vueltas a un largo espetón repleto de pájaros mal desplumados.

Una de las figuras se levantó y se acercó a Claude. Era una mujer de edad madura y estatura mediana, con pelo oscuro que griseaba en sus sienes y unos ojos que lanzaban fanáticos destellos a la luz del fuego. Sus delgados labios se fruncieron críticamente mientras estudiaba al anciano. Alzó el fino pico de su nariz en un gesto de orgullo, y Claude pudo ver un torque de oro cobijado bajo el cuello de su capa de ante.

—¿Cómo te llamas? —preguntó imperativamente.

—Soy Claude Majewski. ¿Qué habéis hecho con mis amigos? ¿Quién eres tú?

La sujeción mental se aflojó un tanto, y la mujer lo miró con severo humor.

—Tus amigos están seguros, Claude Majewski. En cuanto a mí, soy Angélique Guderian. Puedes llamarme Madame.