—Estáte preparada, Sukey. Puedes iniciar la descarga final.
—Pero… ¿puedo? ¿Y si hago de nuevo una chapuza, Elizabeth?
—No la harás. Eres capaz de manejar este aspecto de su curación. Él no me dejaría hacerlo a mí… pero tú puedes. No tengas miedo.
—De acuerdo. Simplemente déjale salir lentamente del baño neural del torque. Estoy preparada.
… Los maizales de Illinois, llanos como el sobre de una mesa y extendiéndose de horizonte a horizonte, con la granja como de juguete y los edificios adyacentes alzándose solitarios en medio de la inmensidad. Sentado en una de las hileras de plantas de maíz, un niño de tres años y una perra loba. El niño, hábil con sus manos y malicioso, engaña al localizador infantil y se saca el rastreador de sus tejanos. Se lo ofrece a la perra: está embarazada y su apetito es caprichoso, de modo que se lo traga. El niño se levanta del suelo y echa a andar torpemente hilera abajo hacia un intrigante ruido en la lejanía. La perra, insatisfecha con su bocado electrónico, echa a correr hacia la granja, donde se está preparando la comida…
—¡No! ¡No quiero ir allí de nuevo!
—Tranquilo. Estás cerca, tan cerca.
… Una cosechadora robot, casi tan grande como la granja y de color naranja brillante, avanza, tragándose las plantas de maíz en una amplitud de treinta hileras, triturando los tallos y hojas y convirtiéndolas en una pulpa aprovechable, descascarando las mazorcas —del tamaño de un brazo humano— y empaquetando los dorados granos en contenedores para ser enviados a otras granjas por todo el Medio Galáctico. Este nuevo maíz híbrido da una cosecha de veinte metros cúbicos de grano por hectárea…
—No quiero mirar. No me hagas mirar.
—Tranquilo. Relájate. Ven conmigo. Sólo una vez más.
… El niño vagabundea por entre las rectas hileras, donde el negro suelo ha sido cocido por el sol hasta adquirir una pulverulenta textura gris. Las gigantescas plantas se alzan por todos lados sobre él, enormes penachos amarronados contra el cielo, con sus hinchadas mazorcas gravitando al extremo de sus tallos listas para ser cosechadas. El niño camina hacia el ruido pero está muy lejos de él, de modo que se sienta y descansa un rato. Se reclina contra el tallo de una planta, grueso como el tronco de un joven árbol, y las amplias hojas verdes le dan sombra contra el calor del sol. Cierra los ojos. Cuando vuelve a abrirlos, el ruido es mucho más fuerte y el aire está lleno de polvo…
—Por favor. Por favor.
—Debes ir allí una última vez. Pero yo estoy contigo. Es la única forma de que te salgas de ello.
… La sorpresa se convierte en intranquilidad se convierte en miedo cuando el niño ve al monstruo naranja masticando en dirección a él, con su cerebro robot registrando conscientemente la hileras de plantas ante él en busca del bip-bip de algún localizador que desencadene una orden inmediata de parada de emergencia. Pero no hay ninguna señal. La máquina sigue avanzando. El niño echa a correr ante ella, distanciándose fácilmente al lento paso de un kilómetro por hora de la cosechadora…
—¡Ella lo supo! Me buscó por el scanner a la hora de comer y solamente encontró al perro, enviando dos señales en vez de una allá en el patio. Supo que yo tenía que estar en los campos. Llamó a papá para que hiciera parar la cosechadora y me buscara, pero no obtuvo respuesta. Papá estaba fuera del recinto de la granja intentando reparar un rotor que se había bloqueado en una de las antenas.
—Exacto. Sigue adelante. Puedes verla a ella buscándote en el huevo.
… El niño sigue corriendo, demasiado inexperto como para pensar que lo que tiene que hacer es echarse a un lado, fuera del radio de acción de la máquina, en vez de seguir la hilera que tiene inmediatamente delante. Corre muy aprisa, y empieza a notar una punzada en el costado. Se pone a gimotear y corre más lentamente. Tropieza, cae, vuelve a levantarse y sigue corriendo a trompicones, con las lágrimas cegando sus brillantes ojos azules. Allá arriba en el aire, un huevo flota sobre él. Se detiene y agita los brazos, y grita llamando a su madre. La cosechadora sigue avanzando, cortando los tallos al nivel del suelo, tragándolos hasta la cinta transportadora provista de púas de su buche, triturando, fragmentando, pelando las mazorcas, reduciendo las hileras de enormes plantas a limpios paquetes de granos y finamente molida pulpa de celulosa…
—No. Por favor, no más.
—Debes. Debemos. Una vez más, y habrá desaparecido para siempre. Créeme.
… El huevo se posa en el suelo, y el niño se detiene completamente inmóvil, aguardando a que su madre lo salve, llorando y tendiendo sus brazos mientras ella corre hacia él, lo alza, con el ruido cada vez más y más cerca y el polvo torbellineando a su alrededor en el caliente sol. Ella lo aprieta muy fuerte contra su cuerpo mientras echa a correr oblicuamente por entre las hileras de plantas que dificultan su avance, mientras la gran máquina naranja sigue avanzando imperturbable, con sus afiladas cuchillas y púas transportadoras funcionando. Pero los quince metros que tiene que atravesar son demasiados. Jadea, y alza al niño muy alto por encima de ella y lo arroja, de tal modo que las verdes plantas de maíz y la máquina naranja y el cielo azul giran muy lentamente en torno a él. Cae al suelo, y la cosechadora pasa retumbando por su lado, con el ajetreado cliquetear de su maquinaria emitiendo de pronto otro tipo de ruido que no dura mucho tiempo…
—Oh, Jesús, aún puedo oír por favor no la máquina se detiene y él llega y me grita pequeño animal asesino Cary Cary oh Dios mío no papá papá mamá cayó ayúdala oh Dios mío Cary tú lo hiciste tú le salvaste y él te mató y es culpa suya el pequeño animal asesino no no qué estoy diciendo mi propio hijo Steinie Dios lo siento no quería decirlo oh Dios Cary Steinie… Papá por favor perdóname.
—Lo hizo, Stein.
—Ahora lo sé.
—¿Lo oíste todo? ¿Todo lo que dijo?
—Sí. Pobre papá. No pudo evitar el decirlo. Ahora lo sé. Furioso y asustado e impotente. Ahora lo comprendo. Mató a la perra, aunque… Pero no debo tener miedo. Él no pudo evitarlo. Pobre papá. Ahora lo comprendo. Gracias. Gracias.
Stein abrió los ojos.
Un rostro de mujer no familiar estaba muy cerca del suyo… redondas mejillas enrojecidas por el sol, una nariz respingona, unos intensos ojos índigo un poco demasiado juntos. Ella sonrió.
Él dijo:
—Y no debo sentirme irritado hacia ninguno de nosotros.
—No —dijo Sukey—. Serás capaz de recordar y sentirte triste por ello. Pero serás capaz también de aceptarlo. Ya no sentirás nunca más miedo o rabia o culpabilidad hacia esa parte de tu vida.
Stein permaneció tendido sin hablar, y la mujer dejó que la mente de ella se mezclara con la de él en un contacto que admitía compartir la difícil prueba, reconocer la solicitud de ella hacia él.
—Has estado ayudándome —dijo él—. Curándome. Y ni siquiera sé tu nombre.
—Me llamo Sue-Gwen Davies. Mis amigos me llaman Sukey. Es un nombre más bien estúpido…
—Oh, no. —Se alzó sobre un codo y la estudió con una inocente curiosidad—. Tú también pasaste por el programa de entrenamiento del albergue. Te vi, el primero y segundo día que estuve allí. Y luego desapareciste. Debiste pasar por la puerta antes que nuestro Grupo Verde.
—Estaba en el Grupo Amarillo. También te recuerdo. Ese traje de vikingo no es fácil de olvidar.
Él sonrió y apartó unos sudorosos mechones de pelo de encima de sus ojos.
—Parecía una buena idea ahí atrás. Una especie de reflejo de mi personalidad… ¿Qué se supone que eras tú?
Ella lanzó una semiinconsciente risita y jugueteó con el bordado cinturón de su larga túnica.
—Una antigua princesa galesa. Mi familia vino de allí hace mucho tiempo, y pensé que podía ser divertido. Un cambio completo con respecto a mi antigua vida.
—¿Qué es lo que eres… una redactora?
—¡Oh, no! Era una mujer policía. Una oficial juvenil en ON-15, el último satélite colonial de la Tierra. —Tocó su torque de plata—. No me convertí en una redactora operante hasta que llegué aquí. Tendré que explicar esto…
Pero él la interrumpió.
—Intenté antes el tratamiento metapsíquico. Nunca sirvió de nada. Dijeron que yo era demasiado fuerte, que se necesitaría un tipo especial de practicante… uno con una cierta implicación… para llegar tan dentro de mí y desarraigar todo ese amasijo. Y tú lo hiciste.
—Elizabeth hizo todos los preliminares —protestó ella—. Yo estaba intentando hacerlo —apartó los ojos de él—, y todo fue terriblemente mal. Elizabeth arregló las cosas de una forma maravillosa y extrajo toda la realidad peligrosa que yo no podía tocar. Le debes mucho a ella, Stein. Y yo también.
Él parecía dudar.
—Allá en el albergue, yo y mi compañero Richard la llamábamos la Reina de Hielo. Era una dama muy criogénica y más bien fantasmagórica… ¡Pero espera! ¡Ella nos dijo que había perdido sus metafunciones!
—Le volvieron. El shock del paso por el portal del tiempo lo hizo. Es una redactora maravillosa, Stein. Era una de las principales maestras y consejeras en su Sector. Era de lo mejor. Yo nunca seré tan buena… excepto quizá contigo.
Muy cuidadosamente, él la envolvió con sus enormes brazos. Su pelo era largo y negro y muy liso, con un suave perfume a hierbas del jabón Tanu. Ella se recostó contra su pecho desnudo, oyendo su corazón latir lentamente, temerosa de mirar en su mente en caso de que lo que esperaba no se hallara allí. Estaban solos ahora en la habitación de la torre. Incluso Elizabeth había desaparecido cuando resultó claro que la curación había sido un éxito.
—Hay algunas cosas que tienes que saber —dijo Sukey. Tocó el torque de plata en su más bien rollizo cuello—. Estos collares de plata… tu amigo Aiken recibió uno también, y lo mismo algunas otras personas que hemos cruzado el portal… y hacen que las metafunciones latentes se vuelvan operantes. Así es cómo me convertí en una redactora… Y hay una raza exótica que vive aquí en el plioceno junto con nosotros. Se hacen llamar los Tanu, y vinieron hace mucho tiempo de alguna galaxia a miles de millones de años luz de distancia. También son latentes, y llevan collares de oro que les convierten en casi tan poderosos como los metapsíquicos de nuestro Medio. Su aspecto es completamente humano excepto que son muy altos y la mayoría tienen el pelo rubio y unos ojos extraños. Los Tanu gobiernan este lugar casi como los barones de la Edad Media en la antigua Tierra.
—Estoy empezando a recordar —dijo lentamente Stein—. Hubo una lucha de algún tipo en el castillo… ¿Seguimos aún encerrados en aquel lugar?
Sukey agitó negativamente la cabeza.
—Nos están llevando… a ti y a mí y a unos pocos más… Ródano abajo. Vamos camino de la capital Tanu. Estamos ahora en un lugar llamado Darask, casi en la orilla del Mediterráneo. Llevamos dos días aquí. Elizabeth ayudó a la Lady del lugar, que estaba teniendo problemas con su parto, de modo que se nos ha permitido quedarnos aquí y curarte y descansar un poco como una especie de recompensa. El viaje río abajo es más bien enervante por estos lugares.
—Así que Elizabeth está aquí. Y Aiken. ¿Quién más?
—Bryan, de tu Grupo. Y otro hombre, llamado Raimo Hakkinen, que era leñador en la Columbia Británica. Creo que estaba en el Grupo Naranja. Y hay también un hombre Tanu encargado de llevarnos hasta su capital. Se llama Creyn, y parece ser una especie de médico exótico cuando no está actuando como escolta de los prisioneros. Curó todas las heridas que recibiste en tu lucha… y sin usar ningún regetanque, tan sólo algo como plast envolviéndolas y sus poderes mentales. El resto de tus amigos y la otra gente que era mantenida prisionera en el castillo fueron enviados a otro lugar a centenares de kilómetros al norte de aquí.
—¿Qué es lo que planean hacer con nosotros?
—Bueno, Elizabeth es algo especial, obviamente, puesto que parece ser el único ser humano en todo el Exilio que es operativa sin un torque. Supongo que planean hacerla su Reina del Mundo si ella es capaz de soportarlo.
—¡Jesucristo!
—Y Bryan… es otro caso especial. Tampoco lleva torque. No he descubierto por qué, pero el Tanu parece pensar que necesitan a un antropólogo para explicar qué es lo que hemos hecho todos nosotros, los humanos, a su sociedad del plioceno. Viniendo a través de la puerta del tiempo, quiero decir. Es muy complicado, pero… bien, los que llevan torques de plata como Aiken y yo misma y Raimo, con nuestras metahabilidades latentes vueltas operativas, tenemos una posibilidad de unirnos a la aristocracia de los Tanu si nos comportamos bien. La gente normal que no es latente no parece estar esclavizada ni nada parecido… los exóticos poseen una especie de pequeños monos que hacen todo el trabajo pesado. Los normales que vimos están trabajando en distintos artes y oficios.
Stein alzó las manos para tocar su propio torque, luego intentó soltarlo tirando de él y retorciéndolo.
—No puedo sacármelo, maldita sea. ¿Dices que conectará mis metafunciones latentes?
Sukey pareció apenada.
—Stein… tu torque… no es de plata. Es de algún tipo de metal gris. Tú no eres un latente.
Un peligroso resplandor afloró a los brillantes ojos azules.
—Entonces, ¿para qué sirve mi torque?
Sukey se mordió el labio inferior. Tendió una mano hacia el metal que rodeaba el cuello del hombre. Con una voz que era apenas más que un susurro, dijo:
—Te controla. Te proporciona placer o dolor. Los Tanu pueden utilizarlo para comunicarse telepáticamente contigo, o pueden utilizarlo para localizarte si escapas. Pueden sumirte en el sueño, y apaciguar tus ansiedades, y programar sugestiones hipnóticas y probablemente hacer otras cosas que aún no he conseguido descubrir.
Le explicó más cosas acerca de la forma en que había averiguado que operaban los torques. Stein permanecía sentado, ominosamente inmóvil, en el borde de la cama. Cuando ella terminó, dijo:
—Así que los que llevan los grises efectúan normalmente trabajos que son esenciales o potencialmente vitales para los exóticos. Soldados. Guardianes de la puerta. Ese capitán llevándoos por un peligroso río abajo. Y hacen sus trabajos sin rebelarse, aunque no se ven convertidos en unos zombies a causa del maldito torque.
—Muchos de los que llevan torques grises con los que nos hemos tropezado se comportaban normalmente, y parecían felices. El patrón de nuestro barco dijo que amaba su trabajo. Uno de los tipos del palacio con el que hablé allí dijo que los Tanu eran gentiles y generosos a menos que fueras contra sus órdenes. Yo… supongo que con el tiempo haces simplemente lo que ellos esperan que hagas sin ninguna coerción en absoluto. Estás condicionado y eres leal. Realmente es el mismo tipo de socialización que se produce en cualquier grupo… pero aquí la lealtad está garantizada.
Muy lenta y suavemente, Stein dijo:
—No me convertiré en un maldito lacayo de ningún exótico esclavista. Crucé la puerta del tiempo y abandoné todo lo que era mío al otro lado simplemente para librarme de todo eso. ¡Para convertirme en un hombre natural, libre de hacer todo lo que quisiera! No puedo vivir de ninguna otra manera. ¡No lo haré! Primero tendrán que quemarme el cerebro.
Con los ojos anegados, Sukey pasó sus dedos por la mejilla del hombre. Su mente se deslizó bajo la consciencia superficial de él y vio que estaba diciendo la simple verdad. La obstinación que había cerrado el paso a todo sanador excepto a aquel que lo había amado se alzaba inflexible ante cualquier noción de adaptación, rechazando absolutamente cualquier pensamiento de sacar el máximo provecho de una situación difícil. Stein nunca se doblegaría a los Tanu. Antes se rompería. Si le dominaban, dominarían tan sólo el cascarón vacío de su mente.
Las lágrimas brotaron, mojando las sábanas y el faldellín de piel de lobo que aún llevaba Stein. Tomó sus manos. Dijo:
—Éste no ha resultado ser el mundo que ninguno de nosotros soñaba, ¿verdad? Yo esperaba encontrar el túnel que condujera al paraíso de la Tierra hueca, a Agharta. Creyn dice que las leyendas tienen que referirse al paraíso que su gente encontró aquí. Pero eso no puede ser cierto, ¿verdad? Agharta era un lugar de perfecta paz, felicidad y justicia. Éste no puede ser el mismo lugar. No si… si hace sentirte miserable.
Él se echó a reír.
—Yo soy un caso difícil, Sukey. Las cosas serán distintas para ti. Pasarás a formar parte de la gran vida. Serás una princesa del plioceno en vez de simplemente una galesa.
Ella se apartó de él.
—Olvidé otra cosa importante acerca de este mundo del Exilio. Las mujeres humanas… los Tanu eliminan nuestra salpingzaptomía y restablecen nuestra fertilidad. Sus propias mujeres no se reproducen muy bien en la Tierra, de modo que… nos utilizan también a nosotras. Algunas mujeres humanas se convierten en esposas de los Tanu, como la Lady de este palacio en el que estamos ahora. Pero muchas de ellas son usadas simplemente como… como…
Stein la atrajo de nuevo hacia sí y secó sus lágrimas con una esquina de su ropa de cama.
—Oh, no. Tú no, Sukey. No permitiré que te ocurra eso.
Ella alzó su rostro, incrédula. Él dijo:
—Adelante. Penetra hasta lo más profundo. Tanto como quieras, no me importa.
Ella inspiró temblorosamente y se sumergió en el nuevo lugar, y no pudo evitar nuevas lágrimas cuando descubrió allí lo que había esperado que existiera, completamente nuevo, y muy fuerte.
Después de que él la apaciguara y sus mentes sellaran el trato, completaron su mutua curación a su propia manera.