Amerie bajó a la orilla del lago donde los liberados prisioneros estaban lastrando sus apresuradamente hinchadas embarcaciones.
—He tenido que sedar a Felice. Quería hacer pedazos al pobre estúpido.
—No me sorprende —gruñó Claude—. Cuando me di cuenta de lo que había hecho, yo también sentí la misma tentación.
Richard estaba pisoteando bulbos sifónicos con ambos pies, llenando los intersticios de su esquife y el de Claude varados en la playa, mientras el anciano cargaba equipo en las dos pequeñas embarcaciones de decamolec. Richard había vuelto a cambiarse a su traje de pirata, diciendo secamente a la monja que se quedara su mono de espadaño «hasta que acabara todo». Ahora la miró ceñudamente.
—Quizá Dougal nos haya hecho un favor a todos sin saberlo. ¿Cómo sabemos en qué se hubiera convertido Felice una vez tuviera en sus manos el torque de oro?
—Eso es cierto —tuvo que admitir Claude—. Pero si se lo hubiera puesto, no tendríamos que preocuparnos por ningún peligro inmediato procedente de los soldados. Tal como han ido las cosas, algún tipo de fuerzas armadas pueden saltar a nuestros cuellos en cualquier momento a partir de ahora. No podíamos estar muy lejos del siguiente fuerte cuando se inició la lucha.
—Será mejor que me ayudéis con Felice cuando hayáis terminado aquí —dijo Amerie—. Yosh ha estado registrando los bultos del equipaje, recuperando algunas de nuestras cosas.
—¿Algún arma? —preguntó Richard.
—Parece que dejaron las nuestras en el castillo. Pero la mayor parte de las herramientas están ahí. Aunque me temo que ni mapas ni brújulas.
Claude y Richard intercambiaron una mirada. El paleontólogo dijo:
—Entonces se trata de navegar a ojo, y que el diablo pille al último. Sigue con lo tuyo, Amerie. Estaremos contigo en unos minutos.
En los momentos siguientes a la lucha, cuando todos los prisioneros fueron liberados, habían mantenido una apresurada conferencia y decidido que las mejores posibilidades de escapar residían en ir por el agua… una o dos personas en cada uno de los botes de las Unidades de Supervivencia. Solamente los cinco gitanos ignoraron las advertencias de Claude acerca de los peligros de seguir conduciendo los chalikos, susceptibles a los torques. Habían vuelto sobre sus pasos para atacar el puesto de guardia del puente suspendido tras ponerse las ensangrentadas armaduras de la escolta y tomar la mayor parte de las armas de los soldados.
El resto de los escapados habían restablecido las uniones forjadas allá en el albergue, y los Grupos originales se formaron otra vez para organizar su fuga colectiva. Claude, la única persona con un conocimiento operativo del paisaje del plioceno, había sugerido dos posibles rutas de escape. La que los llevaría más rápidamente a terreno accidentado implicaba un corto viaje al nordeste, cruzando la estrecha parte superior del Lac de Bresse hasta los cañones que conducían a las densamente arboladas tierras altas de los Vosgos. Esto tenía la desventaja de tener que cruzar el sendero principal a Finiah en la orilla opuesta del lago; pero si conseguían eludir a las patrullas montadas, podrían alcanzar las tierras altas antes de la caída de la noche y ocultarse entre las rocas.
La segunda ruta consistía en navegar hacia el sudeste por la parte más ancha del lago hasta la orilla de las tierras bajas del Jura a unos sesenta kilómetros de distancia, luego continuar hacia el sur hasta la propia cadena montañosa. Parecía haber excelentes oportunidades de que las tierras en esa dirección estuvieran completamente deshabitadas, puesto que más allá del Jura estaban los Alpes. Por otra parte, los fuertes que circundaban el lago era muy probable que dispusieran de botes propios que podían ser utilizados para perseguirles. Los fugitivos deberían superar la velocidad de los lacayos de los Tanu; pero la brisa era incierta y el cielo casi sin nubes sugería que el aire estaría completamente calmado como lo había estado el día anterior. Si los botes se quedaban parados en medio de una calma chicha a la caída de la noche, podían atraer la atención de los Firvulag.
Basil había elegido confiadamente la ruta del Jura, mientras que el conservadurismo de Claude lo inclinaba a decantarse por los Vosgos. Pero el alpinista era más persuasivo para la mayoría, de modo que al final se decidió que todos los viajeros temporales excepto los componentes del Grupo Verde y Yosh, el rōnin superviviente, irían al sur. Los prisioneros habían descargado apresuradamente su equipaje de los chalikos y seguido una hondonada que los condujo hasta una pequeña playa debajo del farallón. Allá podían ser botadas las embarcaciones. Unos cuantos de los pequeños botes estaban desplegando ya sus velas cuando Richard terminaba de lastrar las dos embarcaciones Verdes y trepaba en busca de los demás.
Descubrió a Claude, Amerie y Yosh de pie junto al cuerpo inconsciente de Felice. El guerrero japonés dijo:
—He encontrado las herramientas de carpintería de Claude y los cuchillos y hachuelas y sierras de nuestras Unidades de Supervivencia y de Pionero. —Tendió un horriblemente manchado bulto a Richard—. Y aquí hay también el arco y el carcaj de flechas de uno de los soldados, que los gitanos pasaron por alto.
—Te lo agradecemos, Yosh —dijo el anciano—. El arco puede ser muy importante. Tenemos muy poca comida excepto las raciones de supervivencia, y los kits solamente contienen cepos y aparejos de pesca. La gente que vaya al sur con Basil tendrá tiempo de hacer nuevas armas si alcanzan la orilla del Jura. Pero nuestro Grupo se hallará en un peligro mucho mayor de persecución por tierra. Tendremos que movernos constantemente y cazar sobre la marcha.
—Pero tú deberías venir con nosotros, Yosh —dijo Amerie—. ¿No piensas cambiar de opinión?
—Tengo mi propia Unidad de Supervivencia y la lanza de Tat. Tomaré el resto de las herramientas que los demás han desechado en la orilla. Pero no voy a ir con ellos, y no voy a ir con vosotros. —Hizo un gesto hacia el cielo, donde puntos oscuros estaban empezando ya a trazar círculos en la dorada mañana—. Tengo un deber que cumplir aquí. La Reverenda Hermana ha proporcionado a mi pobre amigo las Bendiciones de la Partida. Pero Tat no debe ser abandonado a los carroñeros. Cuando haya terminado, planeo encaminarme al norte a pie, hasta el río Marne. Se une al Sena del plioceno, y el Sena desemboca en el Atlántico. No creo que los Tanu se preocupen en perseguir a un hombre solo.
—Bien… no te quedes por aquí demasiado tiempo —dijo Richard, dubitativo.
El rōnin se arrodilló rápidamente junto a la fláccida forma de Felice y besó su frente. Sus ceñudos ojos barrieron los de los otros.
—Tenéis que cuidar bien de esta chica loca. Le debemos nuestra libertad, y si Dios quiere puede que incluso consiga su propósito. El potencial está en ella.
—Lo sabemos —dijo la monja—. Dios te bendiga, Yoshimitsu-san.
El guerrero se puso en pie, hizo una inclinación, y se marchó.
—Ya es hora de que nosotros nos vayamos también —dijo Claude. Entre él y Amerie tomaron el patéticamente ligero cuerpo de la muchacha mientras Richard recogía su casco y mochila, junto con las herramientas y armas.
—Yo puedo navegar sin ayuda —dijo el pirata cuando alcanzaron los botes—. Poned a Felice conmigo, y vosotros dos seguidme.
Desatracaron, los últimos en alzar sus velas, y no se relajaron hasta que estuvieron bien lejos de la orilla. Las aguas del lago eran frías y de un azul opaco, procedentes de ríos que bajaban del Jura y de los bosques de los Vosgos hacia el nordeste. Amerie contempló la cada vez más lejana costa, donde los pájaros carroñeros trazaban círculos cada vez más bajos.
—Claude… he estado pensando. ¿Cómo no murió antes Epone de esas horribles heridas? Estaba literalmente destrozada antes de que Richard y Yosh y Dougal llegaran cerca de ella. Hubiera debido desangrarse hasta morir o perecer de shock hipovolémico. Pero no lo hizo.
—La gente del fuerte te dijo que los Tanu eran casi invulnerables. ¿Qué piensas que significa eso?
—No lo sé… quizá supuse que los exóticos eran capaces de utilizar sus poderes coercitivos para vencer a sus atacantes. Pero nunca soñé que un Tanu pudiera sobrevivir a un castigo físico así. Es difícil no pensar en ellos como en aproximadamente humanos, dado el esquema genético del que nos habló Epone.
—Incluso los seres humanos sin metafunciones poseen una vida extremadamente tenaz. He visto cosas en las colonias que eran casi malditamente milagrosas. Y cuando tienes en cuenta el aumento de los poderes mentales que consiguen los Tanu con sus torques…
—Me pregunto si dispondrán de capacidades regeneradoras aquí en el Exilio.
—Yo me atrevería a pensar que sí, en las ciudades. Y Dios sabe qué otras clases de tecnología poseen. Hasta ahora solamente hemos visto los torques, el probador de mentes, y ese aparato de cacheo que pasaron por nuestros cuerpos apenas cruzar el portal del tiempo.
—Oh, sí. Y eso nos lleva a la daga mortal.
El anciano se quitó la chaqueta y se la colocó a la espalda, a modo de almohada, contra uno de los asientos del bote.
—No dudo que nuestro amigo antropólogo Brian podrá hablarnos acerca de la legendaria antipatía de los trasgos hacia el hierro. Probablemente podrá explicárnoslo en términos de las antiguas tensiones entre las culturas de la Edad del Bronce y la Edad del Hierro… Por todo lo que sé, el folklore europeo es casi universal en creer que el hierro es algo repugnante o incluso mortal para el Viejo Pueblo.
—¡Oh, por el amor de Dios, Claude! —estalló la monja—. ¡Epone era una exótica, no un maldito espíritu!
—Entonces dime por qué los mordiscos de los perros-oso y el desmembramiento y las heridas de una espada de bronce no terminaron con ella, mientras que un solo golpe de una daga de hierro lo hizo.
Amerie pensó en aquello.
—Es posible que el hierro interfiera de alguna forma con la función del torque. La sangre de los Tanu es roja, igual que la nuestra, y probablemente tan rica en hierro como ella. Sus cuerpos y mentes y el torque puede que operen en una delicada armonía que puede ser truncada por la introducción de una masa importante de hierro. Es posible que incluso interfiera de forma importante con sólo acercarlo al aura íntima del cuerpo. ¿Recuerdas a Stein y su hacha de batalla? Nadie de la gente del castillo fue capaz de impedirle que hiciera todo aquel terrible daño… lo cual no me llamó la atención como algo extraño en aquel momento, pero que a la vista de lo que sabemos ahora parece significativo.
—Nos registraron bastante a fondo —dijo Claude—. Puedo comprender por qué los guardianes no fueron capaces de quitarle su hacha a Stein. ¿Pero qué me dices de la daga de Felice?
—No puedo imaginarlo… a menos que fueran descuidados y no registraran sus piernas. O quizá el oro del mango confundió al detector. Sugiere posibilidades para contratácticas.
Claude la estudió entre párpados entrecerrados. Había una intensidad en ella que era nueva y sorprendente.
—¡Estás empezando a sonar como Felice! Esa chiquilla no tendría remordimientos en eliminar a toda la raza Tanu. ¡Sin importarle que controlen todo el maldito planeta!
Amerie le lanzó una extraña sonrisa.
—Pero es nuestro planeta. Y dentro de seis millones de años, nosotros estaremos en él. Y ellos no.
Sujetó la caña del timón con su brazo, y mantuvo el bote rumbo al este, con la vela tensa bajo la brisa que empezaba a refrescar.
Llegaron a la parte de atrás de una pantanosa isla, enrollaron las velas, y retiraron y deshincharon los mástiles y las orzas. Cortaron cañas y sauces jóvenes y los amontonaron encima de los botes para disimularlos. Sustituyeron los timones por remos de cinglar de decamolec montados en la parte de atrás. Una persona agachada en la popa podía impartir a la embarcación un movimiento de avance escasamente perceptible agitando el remo hacia uno y otro lado.
—Nos llevará dos horas recorrer el medio kilómetro que nos separa de la orilla a esta marcha —protestó Richard.
—Mantén la voz baja —le advirtió Claude—. El sonido se transmite por el agua. —Acercó su bote al de Richard—. En algún lugar de esta orilla está el sendero… quizá incluso el fuerte donde estaba previsto que nos detuviéramos para dormir esta mañana. Tenemos que ir con cuidado en mostrarnos hasta que estemos seguros de que la costa está despejada.
Richard rió nerviosamente.
—¡La costa está despejada! ¡Así que de ahí viene todo el cliché! Probablemente piratas…
—Cállate, hijo —dijo el anciano, con la voz tensa por el cansancio—. Simplemente sígueme desde aquí, y finge que eres un montón de maderos flotantes.
Claude accionó sus remos tan lentamente que no se produjo el menor movimiento en el agua; parecieron derivar de islita en islita, acercándose gradualmente a una orilla baja donde cañas y juncias crecían hasta más de cinco metros de altura y aves acuáticas de largas patas con plumaje rosa y azul y resplandeciente blanco merodeaban por los bajíos, picoteando las ranas y peces que se ponían a su alcance.
El sol se elevó. Empezó a hacer un calor espantosamente húmedo. Algún tipo de mosquito picador empezó a zumbar en torno a ellos, atrapados como estaban bajo el camuflaje de verdor, y levantó picantes ronchas antes de que pudieran encontrar un repelente en sus desordenadas mochilas. Tras un tedioso intervalo de remar, rozaron fondo en un lugar lodoso lleno de vegetación donde muchas de las cañas tenían troncos tan gruesos como el muslo de un hombre. Árboles de anchas hojas perfumaban el aire con flores de un olor mareantemente dulzón. Había un sendero hecho por los animales en el lodo, fuertemente prensado por grandes y planas patas. Parecía conducir a tierras más altas.
—Esto es —dijo Claude—. Deshincharemos los esquifes y nos marcharemos andando de aquí.
Richard se extrajo de la masa de cañas y ramas de su bote y observó disgustado el lugar.
—Jesús, Claude. ¿Tienes que ir a desembarcar en un jodido pantano? ¡Y luego hablas de tus verdes colinas! Este lugar estará probablemente atestado de serpientes. ¿Y ha visto esas huellas? ¡Algunos bichos más bien horribles están merodeando constantemente por aquí!
—Oh, cállate, Richard —dijo Amerie—. Ayúdame a llevar a Felice a la orilla, e intentaré reanimarla mientras vosotros…
—¡Abajo todo el mundo! —susurró de pronto el anciano con urgencia.
Se acuclillaron en los botes y miraron hacia el lugar por donde habían venido. Más allá de las pequeñas islas pantanosas, donde el lago era profundo y la brisa soplaba sin impedimentos, había un par de laúdes de siete metros que no se parecían a ninguna de las embarcaciones que habían botado los fugitivos. Avanzaban lentamente hacia el norte.
—Bien, ahora sabemos dónde debe estar el fuerte —observó Claude—. Al sur de aquí, y probablemente no muy lejos. Es posible que lleven catalejos a bordo, de modo que no nos moveremos de aquí hasta que hayan dado la vuelta a aquella punta.
Aguardaron. El sudor resbalaba por sus pieles y les hacía sentir hormigueo. Los frustrados mosquitos zumbaban e intentaban ataques contra los lugares no protegidos, las órbitas de las ojos y las fosas nasales. El estómago de Claude gruñó, recordándole que hacía unas doce horas que no había comido. Richard descubrió que tenía un pegajoso corte cubierto por el pelo encima de su oreja izquierda, y lo mismo hizo la variedad local de moscardón. Amerie hizo un inconexo intento de rezar; pero su banco de memoria se negó a ofrecerle ninguna oración excepto la acción de gracias antes de las comidas y el «Ahora que me acuesto».
Felice gimió.
—Tápale la boca, Richard —dijo Claude—. Manténla quieta unos cuantos minutos más.
En algún lugar graznaban patos. En algún otro lugar, un animal estaba resoplando y sorbiendo y rompiendo las gigantescas cañas como si fueran ramillas mientras buscaba su comida. Y de algún otro lugar aún, les llegó el plateado sonido de un cuerno en el límite de la audibilidad, seguido segundos más tarde por una respuesta más intensa, más hacia el norte.
El viejo paleontólogo suspiró.
—Ya estamos fuera de su vista. Deshinchemos los botes y vayámonos.
Los hinchadores, utilizados a la inversa, sorbieron rápidamente aire y agua de las membranas de decamolec, reduciendo los botes a esferas del tamaño de pelotas de ping-pong. Mientras Amerie revivía a Felice con una dosis de estimulante, Claude rebuscó en su mochila las galletas de las raciones de supervivencia y las barritas de dulce energizantes, que compartió con los demás.
Felice estaba torpe y desorientada pero parecía lo suficientemente bien como para andar. Claude intentó conseguir que se quitara su coraza de cuero, espinilleras y guanteletes, que tenían que ser terriblemente incómodos en la bochornosa atmósfera de los pantanos; pero ella se negó, aceptando únicamente mantener su casco guardado en la mochila cuando Claude señaló que su plumaje podía traicionarles a quienes estuvieran buscándoles. Como un último ritual, se embadurnaron los unos a los otros con barro para camuflarse en lo posible, luego echaron a andar con Claude a la cabeza, Richard siguiéndole, y Amerie y Felice cerrando la marcha. La jugadora de anillo-hockey se había apropiado del arco y las flechas.
Avanzaron con cuidado por el sendero, que era lo bastante ancho como para que pudieran caminar cómodamente, una circunstancia que complació a Richard y a las mujeres pero que alarmó a Claude, más acostumbrado a los lugares salvajes. Durante cerca de dos kilómetros caminaron pesadamente por entre enormes grupos de bambúes, alisos, sauces y árboles semitropicales, algunos de ellos llenos de colgantes frutos rosados y púrpuras, que Claude les advirtió que no comieran. Para su sorpresa, la única vida que encontraron fueron pájaros y enormes sanguijuelas. El terreno fue elevándose y haciéndose más seco y entraron en un denso bosque, lleno de voces de pájaros y animales. Los árboles estaban envueltos en lianas, y el suelo formaba una masa de impenetrable maleza espinosa a ambos lados del sendero.
Finalmente el lóbrego verdor dejó paso a la luz del sol a medida que los árboles iban haciéndose más espaciados. Claude alzó una mano en señal de alto.
—Ni un sonido de vuestra parte —susurró—. Estaba medio esperándome algo así.
Miraron a través de una pequeña pantalla de árboles jóvenes a una pradera abierta con pequeños matorrales esparcidos. Mordisqueando las plantas había una horda de seis rinocerontes adultos y tres jóvenes. Los especímenes adultos tenían unos cuatro metros de largo y podían pesar dos o tres toneladas. Lucían dos cuernos, unos ojillos porcinos, y unas extravagantes orejas empenachadas en torno a las cuales zumbaban las moscas.
—Dicerorhinus schliermacheri, diría —susurró Claude—. Es su sendero el que hemos estado utilizando.
Felice avanzó unos pasos, ajustando una flecha de afilada punta en la cuerda de su arco.
—Es una buena cosa que el viento esté a nuestro favor. Déjame captar su mente y ver si puedo moverlos.
—Mientras tanto, espero que no tengan sed —dijo Richard.
Dejando que Felice experimentara con su poder coercitivo, los otros retrocedieron a lo largo del sendero hasta una soleada hoya a un lado, donde se sentaron para descansar. Richard clavó una rama recta casi tan larga como su brazo en una porción de suelo donde daba el sol, y marcó la posición de la punta de la sombra con una piedra pequeña.
—¿Haciendo un reloj de sol? —inquirió Amerie.
El pirata hizo una mueca.
—Si tenemos que quedarnos aquí un tiempo, podemos fijar una posición. La punta de la sombra se desplaza a medida que el sol parece viajar cruzando el cielo. Esperas, marcas la nueva posición de la punta de la sombra con otra piedra. Conectas las dos piedras con una línea, y tienes una orientación este-oeste. Si deseamos alcanzar esas tierras altas por la ruta más corta, creo que debemos ir más hacia la izquierda de lo que estamos yendo siguiendo este sendero.
Había pasado casi una hora antes de que Felice regresara para decirles que ya era seguro cruzar la pradera. Eligieron una nueva ruta según la orientación aborigen de Richard; pero sin un sendero animal conveniente que seguir, se vieron obligados a ir a campo través cruzando el enmalezado suelo del bosque. Era imposible viajar con tranquilidad, y los animales salvajes estaban organizando un alboroto como en el momento de la comida en un parque zoológico; así que tomaron cuidado con la dirección del viento y extrajeron las hachuelas de vitredur y la gran hacha de carpintero de Claude y fueron abriéndose camino. Al cabo de dos agotadoras horas de esto, llegaron a un arroyo de respetables dimensiones y pudieron seguirlo corriente arriba hasta una parte del bosque algo menos densa.
—Ahora estamos en la meseta encima del lago. El sendero tendría que estar cerca. Manteneos muy quietos y con los oídos bien abiertos.
Se arrastraron hacia delante, protegidos por las sombras de las gigantescas coníferas, cicadáceas y helechos. Anticlimáticamente, se dieron de bruces con el sendero cuando tuvieron que desviar su curso para evitar una tela de araña del tamaño de un mantel para una mesa de banquete. El sendero, apretado entre los árboles, estaba desierto.
Felice se inclinó sobre un montón de excrementos de chaliko.
—Fríos. Deben haber pasado por aquí hace más de dos horas. ¿Veis las huellas dirigiéndose al norte?
—Volverán —dijo Claude—. Y si disponen de anficiones, serán capaces de seguir nuestro rastro. Borremos nuestras propias huellas y alejémonos de aquí. Una vez estemos más altos, tiene que haber menos árboles y la marcha será más fácil. Tendremos que seguir otro curso de agua en algún lugar para matar nuestro olor.
Los árboles empezaron a hacerse algo más separados mientras proseguían ladera arriba, pero la marcha no resultaba fácil precisamente. Siguieron un curso de agua seco durante más de una hora antes de que la suave pendiente encima de la meseta se hiciera más empinada, hasta convertirse en una escarpadura salpicada de piedras del tamaño de casas. El viento murió, y el calor de media tarde les castigó a medida que ascendían.
De tanto en tanto, mientras descansaban, podían ver por encima el gran lago. Había velas muy lejos en el sur, aparentemente inmóviles en el agua. Era imposible decir si pertenecían a los marinos con torques grises o a los fugitivos. Se preguntaron en voz alta acerca del destino de Basil y su contingente, acerca de Yosh, y acerca de los gitanos y su quijotesca expedición contra el puesto de guardia del puente colgante; pero la charla fue menguando a medida que se veían obligados a reservar su aliento para la cada vez más difícil ascensión. Las esperanzas de conseguir cruzar la primera alta cadena de montañas empezaron a desvanecerse después de que uno de los zapatos deportivos de tela y plástico de Richard fuera desgarrado por una roca, y tuviera que ponerse las menos adecuadas botas marineras de su traje original. Luego las piernas de Amerie, lastimadas por las largas horas de cabalgada, la traicionaron en una difícil pendiente y perdió pie, provocando una pequeña avalancha de piedras que cayeron sobre Claude, rasguñándole su brazo y hombro.
—Nunca llegaremos arriba hoy —refunfuñó Richard—. Mi talón izquierdo tiene una ampolla, y Amerie está a punto de derrumbarse.
—Tan sólo quedan otro par de cientos de metros —dijo Felice—. ¡Si no podéis acabar de subir, os llevaré yo! Quiero tener una vista del terreno que nos espera mañana. Con suerte, podremos ver las fogatas del fuerte o incluso las balizas del camino debajo de nosotros cuando se haga oscuro.
Claude declaró que él podía cuidar de sí mismo. Felice le tendió una mano a Richard y la otra a la monja, y tiró de ellos hacia arriba con una fuerza insospechada. Avanzaron lentamente, pero al fin consiguieron llegar a la cima poco después de que el sol se hubiera ocultado tras las colinas al otro lado del lago.
Cuando hubieron recuperado el aliento, Claude dijo:
—¿Por qué no nos cobijamos en la parte oriental de esos grandes peñascos? Hay un hermoso y seco refugio ahí, y no creo que nadie pueda ver un fuego desde abajo si encendemos uno a la caída de la noche. Yo puedo reunir un poco de leña.
—Es una buena idea —dijo Felice—. Yo echaré un vistazo por los alrededores. —Desapareció entre los riscos y los nudosos enebros mientras los otros cuidaban de sus heridas, hinchaban sus tiendas de decamolec y las lastraban con tierra (porque no había agua que malgastar), y preparaban muy a su pesar una comida de galletas, obleas nutritivas y algiprotes con sabor a queso. En el momento en que Claude había reunido un montón de ramas secas, Felice estaba ya de vuelta, el arco colocado desmañadamente sobre su hombro, y haciendo oscilar tres gordos animales parecidos a marmotas sujetos por sus patas traseras.
—¡Hail, Diana! —exclamó el anciano—. ¡Yo me encargo de despellejarlos y limpiarlos!
Encendieron el fuego después de hacerse completamente oscuro y asaron la carne, devorando hasta el último bocado. Luego Richard y Claude se derrumbaron en sus catres y estuvieron dormidos en cuestión de minutos. Amerie, con el cerebro zumbando por el cansancio, se sintió obligada a recoger los útiles de la cena, limpiarlos de grasa y restos, esterilizarlos con la fuente de energía, y luego guardarlos para posterior uso. ¡Ésa es mi chica grande y voluntariosa!
—Puedo ver el fuerte —le llegó la voz de Felice desde la cercana oscuridad.
Amerie avanzó por entre las rocas hasta donde estaba la atleta. La cordillera se cortaba abruptamente hacia el sudoeste. La joven luna colgaba sobre el lago, y una increíble profusión de estrellas del plioceno se reflejaban en el agua, diferenciándola de la negra tierra. Muy lejos hacia el sur, por el lado de ellos, había un racimo de puntitos naranja.
—¿Está muy lejos de aquí? —preguntó la monja.
—Al menos quince kilómetros. Quizá más. Depende de la velocidad del buitre. —Felice se echó a reír, y Amerie se sintió de pronto completamente despejada, experimentando la misma sensación de miedo y fascinación que había sentido antes. La otra mujer a su lado era una silueta indistinta a la luz de las estrellas, pero Amerie sabía que Felice estaba mirándola.
—No me dieron las gracias —dijo la atleta en voz muy baja—. Los liberé a todos, pero no me dieron las gracias. Seguían teniéndome miedo. Y aquel estúpido de Dougal… Ninguno de ellos, ni siquiera tú, simpatizasteis o comprendisteis el porqué yo deseaba…
—¡Pero no podías matar a Dougal! ¡Por el amor de Dios, Felice! Tenía que ponerte fuera de circulación.
—Matarle hubiera sido un consuelo —dijo la muchacha, acercándose a ella—. Yo estaba trazando mis planes. Planes que nunca dije al resto de vosotros. El torque de oro era la clave. No solamente para liberarnos, sino para rescatar a los demás… a Bryan, Elizabeth, Aiken, Stein. ¡Liberarnos a todos de la esclavitud humana! ¿No lo entiendes? ¡Hubiera podido hacerlo realmente! Con el torque de oro hubiera podido dominar esa cosa que tengo dentro de mí y utilizarla.
Amerie se oyó a sí misma balbucear.
—Todos nosotros te estamos agradecidos, Felice. Créeme. Simplemente estábamos demasiado anonadados por todo lo que había ocurrido como para decir nada después de la lucha. Y Dougal… simplemente actuó demasiado rápido como para que Basil y Yosh pudieran detenerle, y estaba demasiado loco como para darse cuenta de lo que estaba haciendo cuando arrojó el torque al lago. Probablemente creía que no estaría a salvo del poder de Epone hasta que el torque estuviera separado de su cuerpo.
Felice no dijo nada. Al cabo de un momento, la monja prosiguió:
—Quizá puedas conseguir otro.
Hubo un suspiro.
—Ahora saben de mí, de modo que será muy peligroso. Pero tendré que intentarlo. Quizá asalte otra caravana, o incluso vaya a Finiah. Será difícil, y necesitaré ayuda.
—Nosotros te ayudaremos.
Felice rió suavemente.
—Yo ayudaré. Aún no pienso retirarme como ermitaña, durante algún tiempo al menos.
—Oh. Eso es… bueno. Necesito tu ayuda, Amerie. Te necesito a ti.
—Felice. No me malinterpretes.
—Oh, lo sé todo acerca de tu pequeño voto de renuncia. Pero ese voto fue hecho seis millones de años en el futuro, en un mundo distinto. Ahora creo que me necesitas tanto como yo te necesito a ti.
—Necesito tu protección. Todos la necesitamos.
—Me necesitas más que eso.
Amerie retrocedió, tropezó con una roca y cayó, arrancándose las costras de sus manos.
—Déjame ayudarte —dijo Felice.
Pero la monja se puso apresuradamente en pie sin ayuda, y regresó a las brillantes ascuas de lo que quedaba del fuego de acampada, donde los otros estaban durmiendo. Se dejó caer junto a ellos y clavó sus uñas contra las palmas de sus manos, abriendo aún más los cortes, mientras a sus espaldas Felice se reía en la oscuridad.