14

El palacio en la orilla del río en Darask era un rugir cuando los viajeros que se encaminaban al sur detuvieron allí su camino el segundo anochecer. La Lady del lugar estaba de parto de gemelos y el proceso estaba revelándose peligrosamente prolongado. Creyn se apresuró a ofrecer sus servicios médicos, dejando a los prisioneros al cuidado de un mayordomo con un torque de plata, un negro irlandés que se presentó inmediatamente como Hughie B. Kennedy VII y los condujo bajo guardia a una enorme habitación en la parte alta de una torre del palacio.

—Vais a tener que pasar esta noche como podáis, amigos —dijo Kennedy—. Chicos y chicas juntos aquí, de modo que podamos teneros fácilmente seguros. No podemos disponer esta noche de guardias para habitaciones separadas, no con nuestra pobre Lady Estella-Sirone entre la vida y la muerte y los Firvulag merodeando por los alrededores, sabiendo lo que flota en el viento. Aquí estaréis frescos y libres de mosquitos. Tenéis preparada una buena cena fuera, en una mesa en el balcón.

Los guardias de escolta del palacio entraron las parihuelas de Stein y lo metieron en una de las camas de red. Sukey protestó:

—¡Pero necesita cuidados! No ha comido ni bebido en todo el día… ni nada.

—No te preocupes por él —dijo Kennedy—. Cuando son puestos bajo el torque —y señaló el suyo—, quedan como en animación suspendida. Tu amigo es simplemente un animal hibernando, con todo su metabolismo reducido al mínimo. Será mantenido así hasta mañana. Por aquel entonces, gracias a Dios, todos los problemas con nuestra Dama habrán terminado, y podremos dedicarle algún tiempo a él. —El mayordomo lanzó a Sukey una astuta mirada—. Y seguro que vosotros cuidaréis mientras tanto de vuestro amigo.

A los prisioneros se les autorizó a tomar una muda de ropa pero nada más de sus mochilas, que luego fueron retiradas por los guardias. Kennedy se disculpó una vez más por lo austero de su recepción, y se preparó para encerrarles. Elizabeth se le acercó y le dijo en voz baja:

—Necesito hablar en privado con Creyn. Es importante.

El mayordomo frunció el ceño.

—Madam, me doy cuenta de que eres una persona privilegiada, pero mis órdenes son instalaros todos juntos aquí.

—Kennedy, soy una metapsíquica operativa y una entrenada redactora. No puedo alcanzar hasta Creyn, pero puedo captar a vuestra Lady y a sus bebés nonatos y sé que precisamente en este instante se hallan en serio peligro. No puedo ayudarles desde aquí, pero si me llevas a la sala del parto… ¡Espera! ¡Creyn me está llamando!

Kennedy había oído también el aviso telepático.

—Ven conmigo, entonces. —Tomándola de un brazo, la arrastró con él al corredor de la torre y cerró y aseguró la puerta a sus espaldas.

Raimo dijo hoscamente:

—Eso sí está bien. Nosotros nos quedamos encerrados aquí, pero la Pequeña Caperucita Roja se va a ver los fuegos artificiales.

—Nunca hubiera imaginado que fueras un fanático de la obstetricia —rió Aiken.

—¿Habéis oído a ese tipo? —Los pálidos ojos de Raimo relucieron, y se pasó la lengua por los labios—. ¡Ha dicho que los Firvulag van a poner sitio al lugar! Me gustará ver eso. Quizá nos veamos metidos en la lucha.

El rostro de Sukey se crispó sardónicamente.

—No puedes esperar a unirte a la Caza, ¿eh? No puedes esperar a tener la cabeza de algún monstruo clavada en una pica. ¡Pero no fuiste tan valiente cuando estábamos cruzando esos rápidos hoy!

Dejándoles que siguieran discutiendo, Bryan y un extrañamente alicaído Aiken Drum salieron al balcón. La cena prometida era suficiente para doce personas; pero toda ella estaba fría y mostraba signos evidentes de una preparación apresurada. Aiken tomó un muslo de pollo asado y dio un poco animoso mordisco, mientras inspeccionaba los dispositivos de seguridad del balcón. Estaba completamente encerrado en una jaula de reja ornamental de cobre.

—No voy a poder salir volando tan fácilmente de aquí, ¿eh? Supongo que podría aserrar los barrotes con uno de los artilugios de vitredur que tengo en mis bolsillos. Pero no parece que valga la pena intentar escapar. Han picado de tal modo mi curiosidad acerca de la buena vida de los Tanu que echar a correr me parece estúpido.

—Creo que ésa es la actitud que se supone que quieren que tomes —dijo Bryan—. Te permitieron probar lo suficiente de tus nuevos poderes como para desear mucho más. Ahora te retiran tus metafunciones hasta que te sometas a su régimen de entrenamiento allá en la capital, y te convertirán en una buena copia en pequeñito de ellos mismos.

—Así que eso es lo que piensas que ocurrirá, ¿eh? —La grotesca sonrisa de muñeco de Aiken era tan amplia como siempre, pero sus negros ojos como botones tenían un feo brillo—. No sabes absolutamente nada de mí ni de la forma en que funciona mi mente. En cuanto a las metahabilidades, tú eres solamente un normal. Nunca has probado los poderes y nunca lo harás, ¡de modo que no me des ninguna de tus previsiones de profesor de mierda acerca de la forma en que debo comportarme!

—Te han puesto el collar, y te gusta —dijo Bryan suavemente.

Aiken tocó el anillo plateado que rodeaba su cuello como quitándole importancia.

—¡Oh, esto! Es solamente ponerle una abrazadera a mis metafunciones. La abrazadera es todavía efectiva porque aún no he pensado en cómo anularla. Pero estoy trabajando en ello. ¿Crees que me tienen bajo control? Lo que primero hizo Creyn fue programar esta cosa inhibidora sobre nosotros. Este machaconeo en la sesera acerca de las terribles cosas que nos ocurrirán si intentamos escapar o hacer algo que amenace la paz y el buen orden de nuestros maravillosos amigos Tanu. ¿Sabes todo lo que vale esa inhibición para influenciarme a mí? No vale una mierda. La pequeña Sukey y el estúpido Ray están seguros con ello… pero no Aiken Drum.

—Los torques… ¿has descubierto de qué formas distintas actúan?

—No los detalles, pero sí lo suficiente. Una de las mujeres Tanu en la fiesta en Roniah habló un montón cuando yo se lo pregunté de una forma adecuada. El artículo básico son los viejos torques, los amplificadores mentales que vuelven a los latentes en operantes. Se hallan rellenos de chips de bario entrecruzados con microscópicas cantidades de metales raros y pizcas de otras cosas que esos tipos se trajeron consigo de su galaxia natal. Hacen los torques a mano, y poseen una máquina que fabrica e imprime los chips. Apenas comprenden cómo funciona esa máquina, y la mayor parte de ellos aún saben menos de la teoría que se esconde tras los propios torques, todo ese asunto metapsíquico. Toda la tecnología es manejada en la capital por unos tipos llamados la Cofradía de Coercitores.

—¿Acaso los torques dorados tienen diferentes potencias de… esto… aumento?

—Todos tienen exactamente la misma. Lo que aumentan es lo que tiene el individuo. Si un tipo posee una débil habilidad latente, se convierte en un operativo débil. Si está cargado con todas cinco metafunciones a puñados, se convierte en tan operativo como el Mago de Oz. La mayor parte de los Tanu son bastante fuertes en sólo una metafunción, y tienden a reunirse con otros del mismo tipo. Los Tanu que poseen varios poderes fuertes son los auténticos aristócratas. Exactamente lo que cabe esperar. Es el mismo tipo de cosa que puedes hallar en el Medio… sólo que a una muy pequeña escala, con todo el mundo agarrando todo lo que puede pillar. Por lo que puedo decir hasta ahora, no hay grandes metas aquí, y nada parecido a la psicounión del Medio.

Bryan asintió lentamente.

—Ya había notado una falta de jerarquía entre esa gente. No me sorprendería descubrir que siguen aún al nivel de clan de socialización. Fascinante… y casi sin predecentes, dados los altos aderezos culturales.

—Son bárbaros —afirmó Aiken lisa y llanamente—. ¡Y esa es una de las cosas que me gustan de ellos! Y no son tan orgullosos como para no dejar a los latentes humanos unirse a ellos en…

—Con torques de plata.

Aiken lanzó una seca risa.

—Sí. Esos collares de plata poseen las mismas funciones de expansión de las mentes que los de oro… más circuitos de control. Los torques grises y los pequeños collares de los monos no tienen más que controles, aparte un puñado de circuitos de placer-dolor y una comunicación telepática que varía mucho en alcance.

Bryan miró por encima del borde del balcón.

—¿Puedes conseguir algún indicio mental de lo que está ocurriendo a nuestro alrededor? Hay como unas cuantas señales de alarma y carreras de un lado para otro por aquí abajo. Estoy empezando a sentirme muy intrigado acerca de los Firvulag.

—Hay algo curioso respecto a esas cabezas cortadas que trajo la Caza. —Aiken frunció el ceño—. ¡Algunas de ellas no estaban completamente muertas! Y después de un rato empezaron a… ¿cómo lo diría?… titilar. Los Cazadores se las llevaron, de modo que nunca pudimos echarles una buena mirada. Pero había algo subliminal en toda aquella escena.

Sukey y Raimo eligieron aquel momento para aparecer en busca de su cena. Aiken les preguntó:

—¿Habéis oído algo vosotros, muchachos? ¿Con vuestras mentes? Yo lo he intentado, pero esa maldita cerradura que me puso Creyn lo para todo convirtiéndolo en susurros.

Sukey cerró los ojos y apoyó los dedos en sus oídos. Raimo se quedó simplemente allí con la boca abierta, y finalmente dijo:

—Infiernos, todo lo que oigo es retumbar a mi estómago. Déjame echarle mano a esta comida.

Tras unos minutos en los que Aiken y Bryan la observaron pacientemente, Sukey volvió a abrir los ojos.

—He captado… ansiedad. De un montón de fuentes mentales que parecen ser distintas. Radiando en una longitud de onda distinta a la de los humanos. Incluso distinta a la de los Tanu. Puedo sintonizarlas, pero es duro. ¿Entendéis lo que quiero decir?

—Entendemos, chica —dijo Aiken.

Sukey trasladó ansiosamente su mirada de él a Bryan.

—¿Qué supones que puede ser?

—Nada que nos concierna, estoy seguro —dijo Bryan.

Sukey murmuró algo acerca de querer sentarse junto a Stein y se llevó dentro una bandeja de fruta y algo de carne fría. Bryan se sintió satisfecho con un bocadillo chapuceramente preparado y una jarra de una bebida parecida a la sidra. Se quedó allí contemplando Darask en el crepúsculo. Al este, la monstruosa muralla de los Alpes Marítimos reflejaba aún la rosada luz del ocaso en sus más altos picos nevados. Extraordinario, pensó Bryan. Las montañas parecían ser tan altas como la espina dorsal del Himalaya o incluso el macizo Hlithskjalf en Asgard. Un frío viento bajaba de las alturas, extendiéndose por las pantanosas llanuras cubiertas de hierba donde el Ródano se relajaba finalmente y se ensanchaba tras su precipitada caída de la región en torno a la aún no nacida Lyon.

El viaje del día había sido algo parecido a descender una serie de enormes escalones encajonados. Navegaban pacíficamente durante treinta o cuarenta kilómetros, luego se encontraban con salvajes rápidos que los lanzaban hacia abajo hasta el siguiente nivel a la velocidad de un barco a chorro. Pese a las seguridades del patrón Highjohn, Bryan tuvo la sensación de que había sobrevivido a la prueba de su vida. La última sucesión de rápidos —que se produjo, tal como había esperado, en la zona de gargantas a unos cincuenta kilómetros por encima del futuro Puente de Aviñón— había sido algo formidable más allá de cualquier imaginación. La prolongación del terror había embotado sus sentidos hasta el punto del estupor. Aiken Drum había suplicado a Creyn que no lo pusiera bajo sueño durante aquel último tramo, ansioso por probar algunos de los estremecimientos que Bryan había descrito. Cuando el barco cayó por la última gran catarata y se inmovilizó finalmente en el plácido Lac Provençal, el rostro de Aiken se había vuelto gris verdoso y sus brillantes ojos estaban sumidos en el shock.

—Un buen viaje por los aires —gimió— ¡en una buena picadora de carne!

Cuando alcanzaron Darask, en el Ródano inferior, habían recorrido aproximadamente 270 kilómetros en menos de diez horas. El cada vez menos profundo río se retorcía y se escindía y se bifurcaba en veintenas de canales separados por onduladas islas de césped y barro habitadas por bandadas de pájaros de largas patas y cocodrilos a cuadros cremas y negros. Aquí y allá se alzaban islas en medio de la pantanosa llanura. Darask coronaba una de ellas, con todo el aspecto de un Mont-Saint-Michel tropical dominando un mar de hierba. Su barco había utilizado su motor auxiliar para avanzar por la corriente principal del Ródano hasta un canal secundario que conducía a la fortificada ciudad. Darask poseía un pequeño muelle protegido tras un muro de piedra caliza de más de doce metros de alto que moría en unos inescalables riscos.

Y ahora, en la ciudad debajo del palacio que la dominaba, los ramas estaban encendiendo las pequeñas lámparas nocturnas, trepando por largas escaleras de cuerda para encender las que se alineaban a lo largo de los techos de las casas, subiendo mediante poleas largas hileras de linternas a la cara interna de las fortificaciones. Soldados humanos colocaban grandes antorchas en los bastiones del perímetro de la ciudad. Mientras Bryan y los otros observaban la escena, la peculiar iluminación Tanu entró en funcionamiento, silueteando el espiralado palacio con puntos rojos y ámbar que simbolizaban los colores heráldicos de su Lord psicocinético, Cranovel.

Aiken inspeccionó las lámparas Tanu a lo largo de su propio balcón. Eran de un cristal burdamente tallado y estaban encajadas en pequeños nichos en la piedra, sin cables ni ninguna otra sujeción metálica. Estaban frías.

—Bioluminiscencia —decidió el hombrecillo vestido de oro, agitando una—. ¿Apostarías a que hay microorganismos aquí dentro? ¿Qué fue lo que dijo Creyn… que las luces eran energizadas por el excedente de emanaciones meta? Eso encaja. Pones a algunos de los escalones inferiores de portadores de torques a generar unas ondas convenientes mientras están jugando al ajedrez o bebiendo cerveza o leyendo en la bañera o realizando cualquier otra actividad semiautomática…

Bryan prestaba poca atención a las especulaciones de Aiken. Allá afuera en los pantanos circundantes, los ignes fatui estaban iluminando sus propias lámparas… diminutos puntos de azul metano, oscilantes resplandores que parpadeaban encendiéndose y apagándose en una dispersa sincronía, errabundas llamas pálidas deslizándose por las neblinosas aguas estancadas en torno a la isla como perdidos botes mágicos.

—Supongo que hay insectos luminosos o llamas de los gases de los pantanos ahí fuera —dijo Sukey, acudiendo detrás de Bryan para contemplar el oscuro paisaje.

Ahora oigo algo —dijo Raimo—. Pero nada que posea alguna metafunción. ¿Lo captáis vosotros?

Escucharon atentamente. Sukey frunció exasperada los labios.

—¡Ranas!

Una vibración casi inaudible era arrastrada hasta ellos por la brisa, hinchándose y finalmente descomponiéndose en un complejo acorde bajo de piídos y tintineos. Un invisible maestro batracio bajó su batuta, y más voces se unieron al coro… gorgoteos y gruñidos, sonidos raspantes, pops y clics, notas producidas por huecas cañas. Voces adicionales de ranas contribuyeron con sus simulaciones de agua goteando lentamente, cuerdas pulsadas, ronquidos glóticos humanos, zumbidos, amplificadas notas de guitarra; y por debajo de todo ello estaba el casero jug-oh-rrum de la rana toro, esa perdurable criatura que, dentro de seis millones de años, acompañaría a la humanidad en su colonización de las lejanas estrellas.

Las cuatro personas en el balcón se miraron entre sí y estallaron en una carcajada.

—Tenemos asiento de primera fila —dijo Aiken—, en caso de que se produzca alguna invasión Firvulag. Y este frasco azul está lleno de algo que es frío y definitivamente alcohólico. ¿Debemos sacar sillas y fortificarnos en el caso de que los monstruos lleguen según lo previsto?

—¿Todos a favor? —preguntó Bryan.

—¡Sí!

Fueron a buscar sus jarras, y el hombrecillo vestido de oro las llenó, una a una.

Elizabeth apretó el dorso de su mano contra su húmeda frente. Abrió los ojos y exhaló un largo y lento suspiro.

Creyn y un ojeroso Tanu vestido con arrugadas ropas amarillas se inclinaron ansiosamente sobre sus sillas. La mente de Creyn tocó la suya… en apoyo y pregunta.

Sí. Los he separado. Finalmente. Lástima que mi habilidad sea tan débil aún está oxidada por la falta de uso. Nacerán ahora.

La mente de Lord Cranovel de Darask rezumó gratitud. ¿Y ella? ¿Está a salvo oh está a salvo mi amor?

Las mujereshumanas son más resistentes que las Tanu. Se recuperará fácilmente ahora.

—¡Estella-Sirone! —exclamó el Tanu en voz alta, y echó a correr hacia la habitación interior.

Al cabo de pocos instantes el quejumbroso llanto de un recién nacido llegó hasta los dos que aún aguardaban. Elizabeth le sonrió a Creyn. Los primeros grisores del amanecer iluminaban la neblina al otro lado de las ventanas del palacio.

—Nunca había manejado nada así antes —dijo Elizabeth—. Las dos mentes nonatas estaban tan interpenetradas, eran tan antagónicas mutuamente. Gemelos fraternos, por supuesto. Pero parece increíble que haya podido desarrollarse una tan genuina enemistad…

Una mujer Tanu vestida toda de rojo asomó su cabeza por la cortina de la puerta y exclamó:

—¡Una niña encantadora! El siguiente viene de nalgas, pero lo sacaremos, no tengáis miedo. —Desapareció de nuevo.

Elizabeth se levantó de la silla y caminó cansadamente hacia la ventana, dejando que su mente fuera más allá de las habitaciones del parto por primera vez desde que había entrado en ellas hacía muchas horas. Había anomalías fuera —apiñándose más y más cerca y tropezando unas con otras en una horrible ansiedad—, pequeñas y retorcidas mentes inhumanas, aparentemente operantes, cambiando de forma en el momento en que ella intentaba aferrarlas para examinarlas. La eludían, se cubrían con disfraces, se desvanecían y llameaban, se encogían al tamaño de un átomo y se expandían hasta ser monstruos impresionantes que adoptaban posturas en la neblina físico-mental que torbellineaba en torno a las torres del palacio isla.

Otro bebé lloró.

Traspasada por una terrible realización, la mente de Elizabeth fue en busca de la de Creyn. Una lenta gota de pesar destilaba de un complejo de emociones del hombre. Luego bajó bruscamente una impermeable pantalla entre ellos.

Elizabeth corrió hacia la puerta de la habitación interior y echó las cortinas a un lado. Varias mujeres, tanto humanas como Tanu, estaban atendiendo a la reciente madre, una humana que llevaba un torque de oro. Estella-Sirone estaba sonriendo, con la hermosa niña apoyada contra su pecho derecho. Cranovel estaba arrodillado a su lado, secando la frente de la mujer.

La enfermera Tanu vestida de rojo trajo al otro bebé para mostrárselo a Elizabeth. Era un niño muy pequeño, pesaría unos dos kilos, arrugado como un viejo y con una cabeza de un tamaño desmesurado cubierta por un denso y húmedo pelo oscuro. Sus ojos estaban muy abiertos, y chillaba débilmente con una boca que tenía una hilera completamente formada de pequeños y afilados dientes. Mientras Elizabeth lo contemplaba, el bebé parecido a un grotesco muñeco brilló tenuemente y todo su cuerpo se volvió peludo, luego brilló de nuevo y se convirtió en un doble virtual de su regordeta y rubia hermana.

—Es un Firvulag, un cambiaforma —dijo la enfermera—. Son nuestros hermanos, la parte sombría de los Tanu desde la fundación de los mundos. Siempre con nosotros, siempre contra nosotros. La condición gemela, afortunadamente, es rara. La mayor parte de ellos mueren antes de nacer, y la madre con ellos.

—¿Qué vais a hacer con él? —preguntó Elizabeth. Fascinada, horrorizada, sondeó la pequeña mentalidad alienígena y reconoció el modo anómalo, ahora que estaba completamente separado de la más compleja estructura psíquica de la hermana Tanu.

La alta enfermera se alzó de hombros.

—Los suyos están aguardándole. De modo que se lo entregaremos, como siempre. ¿Te gustaría verlo?

Mudamente, Elizabeth asintió.

La enfermera envolvió con rapidez al bebé en una suave toalla y salió apresuradamente de la habitación. Elizabeth hizo todo lo que pudo por mantener su paso mientras la mujer descendía a toda velocidad tramo tras tramo de escaleras de piedra, completamente vacías, resonando con múltiples ecos e iluminadas solamente por las pequeñas lámparas rubí y ámbar. Finalmente llegaron a un sótano. Un desagradablemente húmedo corredor conducía al muro exterior de la ciudad y a una enorme compuerta cerrada, a cuyo lado había en la parte interior un pequeño muelle lleno de vacíos botes amarrados. La puerta poseía un portillo con un pasador de bronce, que la mujer exótica abrió de un golpe.

—Cuida tu mente —advirtió, y salió fuera, al brumoso y oscuro muelle exterior.

Había luces allí, y convergieron con una alarmante velocidad, sin producir ningún ruido en absoluto. Luego apareció un único resplandor verde profundo que se convirtió en una esfera de unos cuatro metros de diámetro, rodando sobre la superficie del agua y desgarrando la niebla en jirones a medida que se aproximaba al muelle.

Con gran cautela, Elizabeth apartó a un lado el entramado de ilusión y miró dentro. Había un bote —más bien una chalana— con un tipo enanesco a la pértiga y una mujercita de redondas mejillas sentada a proa con un cesto con tapa en su regazo.

¿Así que puedes vernos?

Elizabeth se tambaleó cuando una serie de relámpagos parecieron estallar detrás de sus ojos. Su lengua se hinchó como si quisiera asfixiarla. La carne de sus manos se ampolló, se ennegreció, ardió, y se asó en una vívida llama.

¡Te mostraremos lo que es bueno!

—Te lo advertí —dijo la mujer Tanu. Elizabeth sintió los brazos de la Tanu rodeándola, alzándola. Vio tan sólo la resplandeciente bola alejándose entre la bruma. Su boca era normal, sus manos no tenían ningún daño.

—Los Firvulag son metapsíquicos operantes de un tipo muy particular. Casi todo lo que pueden hacer es captar a distancia y crear ilusiones… pero esas pueden ser lo suficientemente fuertes como para volver loca a una mente no preparada. Pero los manejamos bastante bien… en el momento del Gran Combate y en todos los demás momentos también. Pero tú no debes permitir que te cojan desprevenida.

El bebé había desaparecido. Tras unos breves segundos el resplandor verde desapareció también, y la luz del día desgarró a intervalos los vaporosos jirones. Allá arriba en las almenas, una voz de mujer estaba poniendo palabras alienígenas a una melodía familiar.

—Volvamos —dijo la enfermera—. Mis Lord y Lady te están muy agradecidos. Recibirás el correspondiente agradecimiento… luego podrás comer algo y descansar. Habrá una pequeña ceremonia familiar… darle nombre al niño y proporcionarle su primer torque de oro. Querrán que seas tú quien sostenga al bebé. Es un gran honor.

—Imagíname como una hada madrina —murmuró Elizabeth—. ¡Qué mundo! ¿Le vais a poner mi nombre?

—Ya tiene un nombre. Es tradicional entre nosotros dar a los recién nacidos el nombre de alguien que haya pasado recientemente a la paz de Tana. La niña será llamada Epone… y la Diosa quiera que sea más afortunada que la última que llevó ese nombre.