13

Claude se despertó. Soplaba una fría brisa a través de las colgantes hileras de cuentas de madera que cubrían los cuatro lados del dormitorio de los prisioneros e impedían entrar a los insectos. Dos guardias daban vueltas por la parte exterior del recinto, y sus cascos de bronce giraban cada vez que se volvían para comprobar a los inquilinos, sus ballestas tensas y a punto descansando ligeramente sobre sus hombros, de donde podían ser requeridas en un instante.

El anciano probó sus miembros… y buen Dios, funcionaban. Su sistema de adaptación al campo aún seguía actuando, pese a todos aquellos años. Se sentó sobre su jergón y miró a su alrededor. Casi todos los demás prisioneros seguían echados, como drogados. Pero Felice estaba de pie, y Basil el alpinista, y los dos rōnin japoneses. Unos débiles sonidos gimoteantes brotaban de un cesto con tapa próximo a una mujer dormida. Había ronquidos y unos cuantos gemidos entre los demás durmientes.

Claude observó discretamente a Felice. Estaba hablando en tonos bajos con los otros tres hombres. En un momento determinado uno de los rōnin intentó protestar sobre algo que ella estaba diciendo. Felice lo cortó secamente con un fiero gesto, y el guerrero oriental lo dejó correr.

Era última hora de la tarde y hacía calor. El espacio dentro del amurallado fuerte estaba profundamente sumido en unas verdosas sombras. De uno de los edificios brotaba un olor a comida cocinándose, haciendo que la boca de Claude se hiciera agua. Otro guiso de carne, y algo como tortas de frutas horneándose. Fueran cuales fuesen sus otros fallos, la sociedad del Exilio comía bien.

Una vez terminada su discusión, Felice se arrastró por entre el atestado suelo hasta el lugar donde descansaba Claude. Parecía excitada, y sus ojos castaños estaban muy abiertos. Llevaba el traje sin mangas y la falda que constituían la ropa interior de su armadura de hoplita, pero se había quitado el resto del uniforme con excepción de sus negras y lustrosas defensas. Las zonas desnudas de su piel brillaban ligeramente con transpiración.

—Despierta a Richard —susurró perentoriamente.

Claude sacudió el hombro del dormido ex espaciano. Murmurando obscenidades, Richard se alzó sobre sus codos.

—Probablemente tendremos que hacerlo esta noche —dijo Felice—. Uno de los tipos del fuerte le dijo a Amerie que mañana entraremos en un terreno difícil donde mi plan no tendrá muchas posibilidades de funcionar. Necesito espacio abierto para ver lo que estoy haciendo. Lo que haré será escoger un momento antes del amanecer de mañana, cuando aún sea oscuro y los perros-oso estén corriendo ya con su último aliento.

—Espera un momento —protestó Richard—. ¿No crees que sería mejor discutir primero tu plan?

Ella lo ignoró.

—Esos otros, Yosh, Tat, Basil, intentarán ayudarnos. Se lo he pedido también a los gitanos, pero están medio locos y además dicen que no reciben órdenes de una mujer. De modo que eso es lo que haremos. Tras la pausa de medianoche, Richard cambiará de lugar con Amerie y cabalgará a mi lado.

—¡Oh, vamos, Felice! Los guardias se darán cuenta del cambio.

—Cambiarás de ropas con ella en la letrina.

—No en tu… —llameó Richard. Pero Felice lo agarró por las solapas y lo arrastró de barriga sobre el suelo hasta que sus narices se tocaron.

—Cállate y escucha, Capitán Tonto del Culo. Ninguno de vosotros tiene la menor esperanza de salirse de esto. Amerie sonsacó a uno de los guardias después de decir una misa para ellos esta mañana. Esos exóticos poseen metafunciones que pueden desconectar tu cerebro y convertirte en un lunático o en un jodido zombie. ¡Ni siquiera pueden ser muertos con armas normales! Tienen algún sistema para controlar sus ciudades esclavas que es casi perfecto. Una vez lleguemos a Finiah y efectúen un test conmigo, descubrirán que soy una latente, me meterán un collar o me matarán, y el resto de vosotros tendréis suerte si pasáis el resto de vuestras vidas paleando la mierda de los corrales de los chalikos. ¡Ésta es nuestra oportunidad, Richard! ¡Y tú vas a hacer lo que yo diga!

—Suéltale, Felice —dijo Claude con urgencia—. Los guardias.

Cuando ella lo hubo soltado, Richard susurró con voz ronca:

—¡Maldita seas, Felice! No he dicho que no fuera a ayudar. ¡Pero no puedes amenazarme como si yo fuera un jodido bebé!

—¿Qué otra cosa puedes llamar a un hombre adulto que se caga en la cama? —inquirió ella—. ¿Quién cambiaba tus pañales cuando conducías astronaves, capitán?

Richard se puso lívido. Claude estaba furioso.

—¡Ya basta! ¡Los dos! Richard… estabas enfermo. Un hombre no puede controlarse cuando está enfermo. Por el amor de Dios, olvida el asunto. Nos alegró poder ayudarte. Pero ahora tienes que centrarte y unirte al resto de nosotros en este plan para escapar. No puedes dejar que tus sentimientos personales hacia Felice estropeen lo que puede ser nuestra única oportunidad de salir de esta pesadilla.

Richard miró con ojos llameantes a la pequeña jugadora de anillo-hockey, luego le dedicó una retorcida sonrisa.

—Es posible que seas la única entre nosotros que pueda pararles los pies en esto, ricura. De acuerdo. Aceptaré todo lo que digas.

—Eso está bien —dijo ella. Rebuscó por la parte interior de la piel negra de su espinillera izquierda y extrajo lo que parecía una fina cruz de oro—. Ahora, la primera buena noticia es que no estamos completamente desarmados…

Emprendieron de nuevo la marcha al anochecer, con una luna creciente brillando entre los cipreses. Tras vadear el somero tributario, el sendero ascendía hasta la meseta borgoñesa, y se orientaba de nuevo hacia el norte. Las balizas de fuegos iluminaban el camino en el cada vez más oscuro ocaso. Al cabo de un rato pudieron ver allá abajo una vasta región brumosa señalando los extensos pantanos donde el Saona del plioceno nacía del prehistórico Lac de Bresse. Las aguas del lago se extendían hacia el norte y hacia el este, perdiéndose en la distancia como una lámina de cristal negro, anegando toda la llanura debajo de la Côte d’Or. Richard distrajo al anciano paleontólogo con descripciones de los legendarios vinos que se producirían en aquel distrito seis millones de años en el futuro.

Más tarde, cuando las estrellas brillaban ya en el cielo, Richard efectuó una última comprobación de la Polar del plioceno. Era la estrella más brillante en una constelación que los dos hombres bautizaron como el Gran Pavo.

—Has hecho un buen trabajo —dijo Claude.

—Pero todo el asunto puede convertirse en algo meramente académico si terminamos muertos o con el cerebro quemado… ¿Crees que ese plan de Felice puede funcionar?

—Piensa en ello, hijo. Felice hubiera podido escapar muy fácilmente ella sola. Pero ha elaborado este plan para darnos también una oportunidad al resto de nosotros. Puede que odies a la pequeña damisela hasta las entrañas, pero ella es quien puede sacarnos de esto. Yo voy a hacer todo lo que malditamente pueda por ayudarla, pese a que sólo soy un viejo carcamal a un paso de la fosilización. Pero tú aún eres joven, Richard. Pareces capaz de arreglártelas en una pelea. Contamos contigo.

—Estoy asustado hasta los mismos testículos —dijo el pirata—. ¡Ese incoherente puñalito dorado suyo! No es más que un juguete. ¿Cómo infiernos voy a conseguirlo?

—Prueba la receta de Amerie —dijo el anciano—. Reza mucho.

En la parte delantera de la caravana, Basil el alpinista estaba saludando al creciente de luna tocando Au claire de la lune en su instrumento. La pequeña bailarina mariposa de París, que cabalgaba a su lado, se puso a cantar. Y de una forma sorprendente, la propia Epone se les unió con una voz de soprano de fundente intensidad. La exótica mujer siguió cantando cuando Basil hizo sonar otras varias canciones; pero cuando empezó con el Londonderry Air, uno de los soldados galopó hasta él en su chaliko y le dijo:

—La Exaltada Lady prohíbe a la gente que cante esta canción.

El alpinista se alzó de hombros y dejó a un lado su flauta.

La bailarina dijo:

—La monstruo canta esa canción con sus propias palabras. La oí allá en el Castillo del Portal la primera noche que fuimos hechos prisioneros. ¿No es extraño que una monstruo tenga sentido musical? Es como un cuento de hadas… y Epone es como una hermosa y retorcida bruja.

—Puede que la bruja cante una canción muy distinta antes del amanecer —dijo Felice; pero solamente la monja la oyó.

El sendero iba acercándose cada vez más a la orilla occidental del gran lago. La caravana iba a tener que rodearlo antes de encaminarse hacia el este por la garganta de Belfort entre las tierras altas de los Vosgos y el Jura, que conducía hasta el valle del proto-Rhin. Las aguas del lago estaban absolutamente tranquilas, reflejando las brillantes estrellas como en un espejo de tinta. Cuando una curva del sendero los llevó rodeando un promontorio, vieron una distante baliza reflejada también, una franja naranja apuntando hacia ellos desde el otro lado de una amplia bahía.

—Mira… no una, sino dos. —La voz de Felice tenía una nota de ansiedad—. ¿Qué demonios supones que significa eso?

Uno de los soldados de la parte de atrás de la caravana galopó pasando junto a ellos para conferenciar con el capitán Waldemar, luego regresó a su posición. Los chalikos disminuyeron su marcha hasta un paso moderado y finalmente se detuvieron. Epone y Waldemar se apartaron del camino hasta la cima de una pequeña prominencia desde donde podían observar todo el lago.

Felice golpeó suavemente un puño contra la palma de su otra mano y susurró:

—Mierda mierda mierda.

—Hay algo ahí en el agua —dijo Amerie.

Una ligera bruma difuminaba los contornos de la bahía. Una parte de ella pareció engrosarse y hacerse más brillante mientras la contemplaban, luego se partió en cuatro masas separadas, ligeramente brillantes, nebulosas y amorfas. A medida que los fuegos fatuos se acercaban, se hicieron más grandes y luminosos y coloreados… el uno débilmente azul, el otro oro pálido, y los dos restantes rojo profundo. Parecían moverse hacia arriba y hacia abajo mientras seguían un irregular rumbo sobre el agua hasta un lugar de la orilla no muy lejos de donde se había detenido la caravana.

Les lutins —dijo la bailarina mariposa, con la voz ronca de miedo.

La parte central de cada masa revelaba ahora una forma suspendida dentro del resplandor, cuerpos redondeados con colgantes apéndices que se flexionaban. Eran al menos dos veces más altas que un ser humano.

—¡Parecen como gigantescas arañas! —susurró Amerie.

Les lutins araignées —repitió la bailarina—. Mi vieja abuela me contó las antiguas historias. Pueden cambiar de forma a voluntad.

—Es una ilusión —decidió Felice—. Observad a Epone.

La mujer Tanu se había alzado sobre sus estribos, de tal modo que se erguía muy alta sobre el lomo de su inmóvil chaliko blanco. Su capucha había caído hacia atrás, de tal modo que su pelo brillaba luminoso en la multicolor luz radiada por las cosas en el lago. Se llevó ambas manos al cuello y gritó en voz alta una sola palabra en su exótico lenguaje.

Las arañas de llamas alzaron sus abdómenes hacia ella. Filamentos de luz púrpura salieron disparados hacia Epone y por encima de las cabezas de los prisioneros. Todos lanzaron exclamaciones de profunda sorpresa, casi inconscientes de su miedo. El episodio era tan extraño que parecía como un espectáculo de luz.

La brillante tela de araña nunca alcanzó el suelo. Mientras brillaba sobre ellos, empezó a desmenuzarse en una miríada de resplandecientes fragmentos como menudas ascuas murientes. Los bordes exteriores de los halos de las arañas empezaron a desintegrarse de la misma forma resplandeciente, envolviendo a los fantasmas en una nube de girantes chispas. Las brillantes arañas se convirtieron en krakens de retorcientes tentáculos, luego en monstruosas cabezas humanas incorpóreas con pelos de Medusa y fieros ojos, y finalmente en informes bolas que se arrugaron, disminuyeron de tamaño, y finalmente desaparecieron con un parpadeo.

Sobre el lago tan sólo brillaban las estrellas y los fuegos baliza.

Epone y el capitán cabalgaron de vuelta al sendero y volvieron a ocupar sus lugares a la cabeza de la procesión. Los chalikos bufaron y resoplaron y emprendieron de nuevo la marcha a su trote habitual. Uno de los soldados dijo algo a un prisionero en la cabeza de la columna, y la noticia pasó lentamente hacia atrás.

—Firvulag. Eso eran los Firvulag.

—Se trataba de una ilusión —insistió Felice—. Pero seguro que algo la produjo. Algo que no se parece a los Tanu más de lo que nos parecemos nosotros. Eso es muy interesante.

—¿Significa esto que vas a tener que cambiar tus planes? —preguntó Amerie.

—En absoluto. Puede que incluso ayude. Si los guardias están pendientes vigilando la aparición de duendes y trasgos y bestias de largas patas, nos prestarán menos atención a nosotros.

La caravana rodeó la bahía hasta el lugar donde estaba la doble baliza, donde los prisioneros entraron en otro fuerte para el descanso de medianoche. Felice desmontó rápidamente y acudió a ayudar a sus tres amigos, y a otros jinetes también. Y más tarde, cuando llegó el momento de volver a montar en las sillas, allí estaba otra vez para ayudar a los cansados a meter sus pies en los estribos poco antes que los soldados acudieran a cerrar las cadenas de bronce con sus protecciones de cuero sobre sus tobillos.

—La hermana Amerie no se siente bien —le dijo la pequeña atleta al guardia que la aseguraba sobre su silla—. Esas extrañas criaturas en el lago la han alterado.

—No te preocupes por los Firvulag, Hermana —le dijo el hombre a la velada y alicaída figura en la silla—. No hay forma alguna de que puedan alcanzarnos mientras la Exaltada Lady esté con nosotros. Ella es la reina en la coerción. Cabalga con toda tranquilidad.

—Dios te bendiga —le llegó un susurro.

Cuando el soldado se alejó para ocuparse de Basil y la bailarina, Felice dijo:

—Será mejor que intentes dormir, Hermana. Esto es lo mejor para los nervios. —Y en un tono más bajo añadió—: ¡Y mantén tu trampilla cunilingual cerrada hasta que yo te lo diga!

La pobre e indispuesta hermana invitó a Felice a que emprendiera una excursión anatómica más bien improbable.

Siguieron su marcha, a lo largo de la orilla pero encaminándose aún hacia el norte. Al cabo de una hora, Claude dijo:

—Estoy libre. ¿Y tú, Amerie?

El jinete a su lado iba incongruentemente vestido con un mono de capitán de astronave y un sombrero negro de ala ancha con plumas oscuras.

—Mis cadenas están rotas. ¡Qué increíble criatura es Felice! Pero ahora puedo comprender por qué fue relegada al ostracismo por los demás jugadores de anillo-hockey. Es un fenómeno demasiado extraño, toda esa fuerza en un cuerpo de muñeca como el suyo.

—Su fuerza física es algo con lo que otros pueden vivir tranquilamente —dijo Claude, dejando la cuestión en este punto.

Finalmente, Amerie preguntó:

—¿A cuántos ha soltado?

—A los dos japoneses que cabalgan tras ella. A Basil, el tipo del sombrero tirolés. Y a ese pobre caballero medievalista, Dougal, justo delante de Basil. Dougal no sabe que sus cadenas han sido debilitadas lo suficiente como para poder ser rotas. Felice no lo considera lo suficientemente estable como para dejarle participar en el plan. Pero cuando empiece todo tal vez consigamos que reaccione y ayude. Dios sabe que tiene un aspecto grande y fuerte, y quizá odie lo bastante a Epone como para arrancarse de sus ensoñaciones cuando vea a los demás en acción.

—Espero que Richard esté en lo cierto.

—No te preocupes. Creo que está preparado para ocuparse de su parte… aunque sea solamente para demostrarle a Felice que ella no es la única que tiene cojones.

La monja se echó a reír.

—¡Vaya colección formamos! Todos exiliados y perdedores. Hemos recibido exactamente lo que merecíamos… huyendo de nuestras responsabilidades. Mírame a mí. Un montón de gente necesitaba mi ayuda. Pero yo lo único que hice fue rumiar y rumiar acerca de mi preciosa espiritualidad, en vez de dedicarme a mi trabajo… ¿sabes, Claude? La mayor parte de la noche pasada fue un infierno para mí. Hay algo en el hecho de cabalgar que me golpea de la peor de las maneras. Y mientras estaba doliéndome, descubrí que me estaba acobardando. Creo que finalmente he comprendido las razones por las que me metí en todo este lío. No solamente el venir al Exilio… todo.

El anciano no dijo nada.

—Creo que tú también lo viste, Claude. Hace ya tiempo.

—Bien… sí —admitió el hombre—. Cuando hablamos acerca de tu infancia aquel día en la montaña. Pero era algo que tenías que descubrir por ti misma.

—La primera hija convertida en la Pequeña Mamá de la cálida familia italiana —dijo Amerie suavemente—. Los padres, muy atareados con su trabajo, dependiendo de ella para cuidar de los listos hermanitos pequeños. Ella adorando hacerlo, sintiéndose henchida por la responsabilidad. Luego la familia se prepara para emigrar a un nuevo mundo… ¡Excitante! Pero la hija lo complica todo distendiéndose algunos músculos y luego rompiéndose una pierna en una caída.

… Sólo es pasar una corta semana en el tanque, querida, y podrás venir en la siguiente nave. Apresúrate y ponte bien, Annamaria. ¡Vamos a necesitar tu ayuda más que nunca en Multnomah, chica grande!

Y tú te apresuras. Pero cuando estás de nuevo bien ellos están todos muertos… víctimas de un fallo translacional de su astronave. De modo que ¿qué puedes hacer tú salvo expiarlo? Intentar a lo largo de todos estos años demostrarles a todos lo que lamentas el no haber muerto con ellos. Dedicarte a facilitar el tránsito de otros ya que no fuiste capaz de hacerlo con los tuyos…

—Pero luchando contra ello al mismo tiempo, Claude. Ahora me doy cuenta de todo. Yo no era en realidad una persona mórbida, y me sentía contenta de estar viva y no muerta. Pero esa vieja culpabilidad nunca me dejó libre, y me sentía tan sublimada en mi vocación que no me daba cuenta de lo que me estaba minando. Seguí adelante durante años y años haciendo un trabajo muy duro y negándome a tomar unas vacaciones o algún año sabático como hacían las otras. Siempre había un caso que necesitaba de mi ayuda especial, y siempre me sentía lo suficientemente fuerte como para ofrecer esa ayuda. Pero al final todo se convirtió en una vergüenza. Los demonios ya no fueron exorcizados. La fatiga emocional del trabajo y la enterrada culpabilidad se mezclaron y se convirtieron en algo insoportable.

La voz del anciano era compasiva.

—De modo que cuando las órdenes contemplativas te rechazaron justificadamente, buscaste desesperada a tu alrededor y encontraste lo que parecía ser una forma aún mejor de expiación… ¿No puedes darte cuenta de que nunca te has querido lo suficiente a ti misma, Amerie? Esta idea de la ermita-en-el-Exilio era la silla definitiva en una esquina frente a una pared.

Ella desvió la cabeza de tal modo que la ancha ala de su sombrero ocultó su rostro.

—Así que el anacoreta del Exilio resulta ser solamente un fraude tan grande como la monja que cuidaba a los moribundos en el hospicio —dijo.

—¡Eso último no es cierto! —restalló Claude—. Gen no opinaba así, y yo tampoco. Y tampoco opinaron así los centenares de personas sufrientes a las que ayudaste. ¡Por el amor de Dios, Amerie, intenta mantener una perspectiva! Cada ser humano posee motivaciones profundas al mismo tiempo que superficiales. Pero las motivaciones no invalidan el bien objetivo que hagamos.

—Tú deseas que siga adelante con mi vida y deje de hurgarme las heridas. Pero Claude… no puedo volver atrás, aunque ahora sepa que mi elección fue equivocada. Ya no me queda nada.

—Si aún queda algo de fe en tu interior, ¿por qué no crees que estás aquí por alguna razón?

Ella le dedicó una torcida sonrisa.

—Es una idea interesante. ¿Qué te parece si paso el resto de la noche meditando sobre ella?

—Buena chica. Tengo la sensación de que no vas a tener mucho tiempo para meditaciones en adelante, si el plan de Felice funciona… Te diré lo que vamos a hacer. Tú meditas y yo echo una cabezada, y a los dos nos irá bien hacerlo. Despiértame tan pronto como Basil empiece a tocar la señal. Será justo antes del amanecer.

—Cuando es más oscuro —suspiró la monja—. Duerme, Claude. Felices sueños.

No hubo más dobles balizas, que parecía haber sido la advertencia del grupo explorador de la presencia de Firvulag en los alrededores. La caravana había descendido ahora de la meseta y atravesaba unas abiertas laderas boscosas, cortadas por pequeños arroyos que espumeaban blancos por entre peñascos, invitando a los chalikos a dar un paso en falso mientras se abrían camino a la luz de las estrellas. El paisaje parecía más escabroso, y había un olor a resina de coníferas en el aire. A medida que avanzaba la noche fue alzándose la brisa, agitando las aguas del lago y haciendo que los fuegos baliza cerca de la orilla se retorcieran y parpadearan. Todo estaba muy tranquilo. Aparte los ruidos del avance de la caravana, solamente podía oírse el ulular de los búhos. No había luces de poblados o granjas, ningún signo en absoluto de que el lugar estuviera habitado. Mucho mejor así, si conseguían escapar…

Llegaron a una profunda garganta iluminada a ambos lados por fogatas, donde un solitario puesto de guardia custodiaba un puente colgante sobre un cascadeante arroyo. Tres hombres con antorchas y llevando armaduras de bronce se pusieron firmes cuando Epone y el capitán Waldemar cruzaron la bamboleante estructura. Luego los soldados fueron conduciendo a los prisioneros en pequeños grupos, vigilados por anficiones.

Cuando reanudaron su marcha, Richard le dijo a Felice:

—Son las cuatro pasadas. Estamos perdiendo tiempo vadeando los arroyos.

—Tendremos que aguardar hasta que estemos lo suficientemente lejos de ese maldito puesto de guardia. Yo no lo había planeado así. Hay más de tres soldados metidos en el asunto, teniendo en cuenta a ésos. Epone puede ser capaz de enviarles una petición telepática de ayuda, y tenemos que asegurarnos de que no tengan tiempo de llegar hasta nosotros. Quiero aguardar otra media hora como mínimo.

—No hiles demasiado fino, encanto. ¿Y si hay otro puesto? ¿Y qué me dices de los exploradores que van por delante encendiendo las fogatas?

—¡Oh, cállate! Estoy haciendo juegos malabares con los factores hasta marearme intentando optimizar el asunto. Tú preocúpate tan sólo de que estás preparado… ¿Lo tienes firmemente sujeto a tu antebrazo?

—Exactamente como dijiste.

—Basil —llamó Felice.

—Sí.

—¿Quieres tocar alguna cancioncilla para distraernos un poco?

Las notas de la flauta empezaron a sonar suavemente, relajando a los jinetes tras la breve ansiedad causada por el cruce del puente. La doble hilera de chalikos y los perros-oso que los flanqueaban avanzaban ahora por entre titánicos y negros troncos de coníferas. El sendero era blando con su alfombra de milenios de agujas, ahogando el rumor de sus pisadas e invitando incluso a los más incómodos jinetes a descabezar un sueño. El sendero ascendió gradualmente hasta hallarse a más de un centenar de metros por encima del Lac de Bresse, con ocasionales saltos de agua a la derecha de la caravana. Felice tuvo la impresión de que el cielo oriental empezaba a iluminarse demasiado pronto.

Suspiró y se bajó su casco de hoplita, luego se inclinó hacia adelante en la silla.

—Basil. Ahora.

El alpinista empezó a tocar All Through the Night.

Cuando la terminó y la empezó de nuevo, cuatro anficiones se lanzaron silenciosamente a la carga hacia la cabeza de la procesión y se lanzaron a los corvejones del chaliko de Epone, haciendo restallar simultáneamente sus dientes. La montura de la mujer exótica lanzó un chillido capaz de desgarrar el corazón al tiempo que se derrumbaba en medio de una confusión de cuerpos oscuros. Los perros-oso, con ladrantes rugidos, saltaron sobre la propia Epone. Los soldados y las primeras hileras de prisioneros lanzaron gritos horrorizados, pero la esclavista Tanu no emitió ningún sonido.

Richard dio un golpe con su pie libre contra el cuello de su montura y agarró fuertemente las riendas cuando el animal salió disparado hacia delante. Galopó hasta situarse en el centro del cuarteto de soldados que intentaban acudir en ayuda de Epone. Waldemar estaba gritando:

—¡Utilizad las lanzas, no los arcos! ¡Sacádselos de encima, estúpidos bastardos!

El chaliko de Richard retrocedió y golpeó contra el del capitán, arrojándolo fuera de su silla. Una figura con un hábito blanco y un velo negro saltó al suelo como con intención de ayudar al caído oficial. En el momento en que Waldemar lanzaba un jadeo de sorpresa al ver un bigote en el rostro de una monja, Richard hizo deslizar la pequeña daga de Felice de su pequeña vaina dorada y clavó la hoja de acero dos veces por debajo de los dos extremos de la mandíbula de Waldemar, justo encima del collar de metal gris. Con ambas arterias carótidas seccionadas, el capitán se derrumbó hacia la falsa monja con un burbujeante grito, exhibió una sonrisa peculiar, y murió.

Dos chalikos sin jinete estaban atacándose mutuamente en la semioscuridad, infligiéndose terribles heridas el uno al otro con sus enormes uñas. Devolviendo la daga a su vaina en su antebrazo, Richard agarró la espada de bronce del oficial muerto y dio unos pasos atrás, maldiciendo. Hubo confusos gritos y un largo aullido de dolor en la maraña de anficiones y hombres armados. Los dos soldados de la guardia posterior llegaron al galope para ayudar a sus camaradas. Uno de los hombres cargó lanza en ristre, ensartando a un pequeño perro-oso que surgió por uno de los lados y alzándolo en el aire como un trofeo. Luego otra forma corpulenta surgió como una flecha por entre los guardias montados, dando dentelladas a los talones de los agitados y chillantes chalikos.

Felice permanecía sentada en su montura, inmóvil, como si fuera una mera espectadora de la carnicería. Uno de los rōnin, tamborileando con sus talones los flancos de su montura, se lanzó hacia delante a toda velocidad y en el último momento dio un terrible tirón a sus riendas. El chaliko se encabritó, y dejó caer sus afiladas uñas sobre la grupa del animal de uno de los soldados. El guerrero japonés, lanzando un antiguo grito de batalla, obligó a su montura a golpear una y otra vez con terribles embestidas que aplastaron al soldado y a su chaliko contra la confusa masa que había ya en el suelo. El segundo rōnin llegó a pie y aferró una lanza de su funda en la silla del caído hombre.

—¡Un perro-oso! ¡Detrás tuyo, Tat! —aulló Richard.

El guerrero giró en redondo y bajó la lanza hacia el suelo en el momento en que el anfición saltaba. Atravesado por el cuello, el cuerpo del animal siguió avanzando por propio impulso y aplastó al rōnin llamado Tat contra su enorme masa. Richard corrió hacia allá y traspasó al monstruo que aún se agitaba por el ojo que tenía más cerca, luego intentó liberar al guerrero. Pero alguien gritó:

—¡Ahí viene otro! —y Richard alzó los ojos, y vio una forma negra de brillantes ojos a menos de cuatro metros de distancia.

Felice contemplaba impasible la lucha, con el rostro casi oculto tras las aberturas de su casco en forma de T.

El anfición giró en plena carga y se alejó de Richard, corriendo hacia el borde del terraplén, lanzando un aullido en mitad del aire y golpeando el agua con un tremendo chapoteo. Basil y el caballero Dougal cabalgaban impotentes en sus monturas en torno a la confusión de ruido, vacilando ante las agitantes y ensangrentadas uñas de los chalikos y las formas que se debatían. Arrancándose los molestos velo y toca, Richard tomó otra lanza y se la lanzó a Basil. El alpinista, en vez de atacar con ella, la cogió como si fuera una jabalina, la lanzó, y alcanzó a uno de los soldados en plena nuca, justo encima del borde de su armadura. La punta del arma penetró por debajo de su casco, destrozándole la base del cráneo. Cayó como un saco de arena.

Felice observaba.

No aparecieron más perros-oso procedentes de más allá del perímetro. Todo lo que quedaba vivo se agitaba en torno a algo tendido junto al cuerpo de un chaliko blanco muerto. Un solo soldado permanecía de pie entre todo aquello, agitando torpemente la espada ante las abiertas fauces de los anficiones como un autómata recientemente pintado de rojo.

—Tienes que matarlo —dijo Felice.

Ya no podían conseguir más lanzas. Richard corrió hacia el montado caballero, le tendió su espada de bronce, y señaló.

—¡Encárgate de él, Dougal!

Como en un trance, el elegante medievalista agarró el arma y aguardó al momento adecuado antes de lanzar montura contra la masa de animales y hombres muertos agonizantes. Decapitó de un solo golpe a la fútil figura que aún seguía agitando su espada.

Quedaban todavía dos perros-oso vivos cuando el último soldado cayó. Richard encontró otra espada y se preparó para aguantar la embestida si se lanzaban contra él; pero las criaturas parecieron presas de una especie de acceso. Se apartaron reluctantes de sus presas, dando rienda suelta a una serie de agónicos aullidos, dieron media vuelta, y se lanzaron corriendo hacia su fatal destino por encima del borde del terraplén y a las aguas del lago.

El cielo empezaba a teñirse de rosa. Del compacto grupo de aturdidos prisioneros, que habían sido reunidos por Claude y Amerie apenas empezó el combate, surgían sonidos ahogados e histéricos sollozos. El anciano y la monja se acercaron lentamente para ver el resultado. Los gañidos de los agonizantes chalikos fueron cortados en seco cuando el rōnin superviviente se acercó a ellos y los remató con una espada. Las primeras notas matutinas de la canción de los ruiseñores, sencillas y solemnes como un canto gregoriano, resonaron entre los altivos troncos de las secoyas.

Felice se alzó en su silla, los brazos abiertos, los dedos agitándose como si quisieran aferrar algo, la cabeza ceñida en su emplumado casco echada hacia atrás; se estremeció, lanzó un grito, y luego se derrumbó hacia atrás, inerte, contra el alto arzón de su silla.

El japonés se acercó al ensangrentado cadáver del chaliko blanco. Gruñó e hizo una seña a Richard. Entumecido ahora, sintiendo solamente curiosidad, el antiguo capitán de astronave se acercó tambaleante al amasijo de carne, obstaculizado por su incongruente hábito de monja. En el suelo, entre los cuerpos, había un horriblemente semidevorado tronco sin miembros envuelto en sangrantes jirones. El rostro estaba desgarrado hasta el hueso por un lado, pero otro lado estaba incólume y era aún hermoso.

Un párpado se abrió. Un ojo verde jade miró a Richard. La mente de Epone se lanzó hacia él y empezó a arrastrarlo hacia abajo.

Richard gritó. Su espada de bronce pinchó y tasajeó hacia la cosa de ahí abajo, pero la inexorable presa lo mantenía firmemente sujeto. La luz del amanecer empezó a desvanecerse, y se vio arrastrado hacia un lugar del cual sabía no había regreso.

—¡Hierro! —gritó la aguda voz del caballero—. ¡Hierro! ¡Solamente el hierro puede hacer que perezca el hechizo!

La inútil espada cayó al suelo, y Richard rebuscó en su muñeca. Mientras seguía hundiéndose, aferró el instrumento de redención y clavó profundamente su acerada potencia… entre las descubiertas costillas blanco-escarlatas sin pechos hasta el jadeante corazón, parándolo definitivamente y soltando al espíritu residente en el cuerpo, que alzó el vuelo, liberándolo al tiempo que él era liberado.

Basil y el rōnin arrastraron a Richard fuera de allí tirando de sus brazos. Tenía los ojos desorbitados y seguía gritando, pero sujetaba fuertemente la daga de dorado mango. Ninguno de los tres prestó atención al demente Dougal, que saltó de su silla y empezó a patear algo bajo sus pies recubiertos de cota de malla.

Felice gritó una advertencia.

Ignorándola, el caballero recogió un anillo dorado manchado de sangre de en medio de aquel amasijo y lo lanzó con todas sus fuerzas al lago, donde se hundió sin dejar huella.