Fue el inesperado recuerdo del viejo dolor lo que finalmente le dio a Amerie su penetración.
Los hinchados tobillos encadenados inmóviles a los altos estribos, los tensos músculos de la parte interior de sus muslos, la horda de diablillos que parecía estar trepando por sus ganglios espinales de la parte inferior de su espalda, los calambres en pantorrillas y rodillas… los recordó todos. Había sido exactamente igual hacía veintiséis años.
Su padre había dicho a la familia que descender al Gran Cañón del Colorado en mula sería una maravillosa aventura, un viaje por un camino abierto a través de las distintas capas de la historia planetaria que todos podrían contemplar y saborear hasta llegar al lejano Multnomah. Y todo había empezado bien. En el sendero de bajada, Amerie la niña había disfrutado siguiendo los estratos de roca coloreada que se iban haciendo más y más viejos, hasta que en el fondo había recogido un fragmento de dos mil millones de años de antigüedad de negro y resplandeciente esquisto y lo había estudiado con la correspondiente maravilla.
Pero luego había empezado el viaje de regreso al borde superior del Cañón. Y el dolor. Aquel interminable viaje, con unas doloridas piernas que finalmente se vieron dominadas por los espasmos mientas ella intentaba subconscientemente ayudar a la mula en su trepar. Sus padres eran jinetes experimentados y sabían cómo enfrentarse a la ascensión. Sus hermanos pequeños, con su resistencia de cable y plástico, se sentían felices de dejar que sus monturas hicieran el trabajo. Pero ella, la consciente, había sabido el terrible trabajo que la mula estaba efectuando y sin pensar en ello había intentado compartirlo. Hacia el final estaba agarrotada y llorosa, y los demás mostraron su simpatía hacia la pobre pequeña Annamaria, pero por supuesto era mejor seguir cabalgando y alcanzar la cima de modo que todo terminara, antes que detenerse en el camino y retrasar a todo el grupo. Y papá la había animado a ser su valiente chica grande, y mamá había sonreído compasivamente, y sus dos hermanos pequeños la habían mirado con aire de superioridad. De vuelta al Borde Sur, papá la había tomado en sus brazos y la había llevado hasta su habitación y la había metido en la cama. Había dormido dieciocho horas, y sus hermanos se habían burlado de ella por perderse el viaje en huevo hasta el Desierto Pintado, y ella se había sentido culpable. Aquello lo había iniciado todo.
Mamá y papá y los chicos habían desaparecido ahora. Pero la chica grande aún intentaba acarrear su peso no importaba lo mucho que le doliera. Aquí también. Ahora empiezas a comprender por qué has venido aquí y todo lo demás. Este dolor y el viejo dolor recordado desencadenan la realización. ¡Y ahora, del mismo modo que rascar las pústulas o arrancar un diente o entablillar un hueso pueden ayudar a alguien a curarse, tú también puedes recobrarte! Pero Dios mío, que estúpida has sido. Y ahora estás aquí, y la realización ha llegado demasiado tarde.
Amerie siguió cabalgando su chaliko en el amanecer del plioceno. Felice estaba dormida en la montura de su izquierda, tras haberle dicho a la monja que cabalgar en esos animales era un placer tras los semidomesticados verruls de Acadia. A todo alrededor de los abotagados jinetes, los pájaros de la meseta clamoreaban en el coro del amanecer. ¿Debía cantar ella también su propia canción de alabanza pese a todo? Las frases latinas aprendidas en el sueño surgieron por sí mismas. Había olvidado los maitines a medianoche, de modo que era mejor que empezara por éstos antes que por los laudos, que correspondían propiamente al amanecer.
Cantó suavemente mientras el cielo oriental cambiaba de un gris púrpura a un amarillo con jirones de cirros como desgarrada gasa bermellón.
Cor meum conturbatum est in me:
et fornido mortis cecidit super me.
Timor et tremor venerunt super me:
et contexerunt me tenebrae.
Et dixit: ¡Quis dabit mihi pennas sicut columbae,
et volabo, et requiescam!
Su cabeza se hundió sobre su pecho, y las lágrimas cayeron sobre la tela blanca de su hábito. Procedente del jinete más próximo delante de ella le llegó una suave risa.
—Interesante que reces en una lengua muerta. De todos modos, me atrevería a decir que podría funcionar igual con un poco del salmo Cincuenta y Cinco.
Amerie alzó la vista. Era un hombre con un sombrero tirolés, girado a medias en su silla y sonriéndole. Recitó:
—«¡Mi corazón se agita en mi interior! Y espantos de muerte me asaltan. Temor y temblor me invaden, y el pavor me envuelve. Y digo: ¡Quién me diera plumaje cual el de la paloma! He aquí que me alejaría huyendo…» ¿Qué sigue a continuación?
Con aire miserable, Amerie dijo:
—Ecce elongavi fugiens: et mansi in solitudine.
—Oh, sí. «He aquí que me alejaría huyendo, moraría en el desierto.» —Agitó una mano hacia el paisaje que iba surgiendo a su alrededor—. ¡Y aquí estamos! Magnífico. Simplemente mira a esas montañas al este. Son el Jura. Sorprendente la diferencia que causan seis millones de años en ellas. Algunas de estas cumbres deben tener los tres mil metros… quizá dos veces más altas que el Jura de nuestro tiempo.
Amerie se secó los ojos con su escapulario.
—¿Las conocías?
—Oh, sí. Era muy aficionado a ellas. He trepado montañas por toda la Tierra, pero las que más me gustaban eran los Alpes. Había planeado escalarlos de nuevo en su aspecto juvenil. Mi razón para venir al Exilio, ¿sabes?, fue ésta. En mi último rejuv, hice aumentar la capacidad de mis pulmones en un veinte por ciento. También hice que me fortalecieran los músculos largos y el corazón. Y me traje conmigo todo tipo de utensilios de escalada. ¿Sabes que partes de los Alpes del plioceno parecen ser más altos que el Himalaya que conocíamos? Nuestros Alpes resultaron muy erosionados por la Era Glacial que se producirá dentro de unos pocos millones de años. Las tierras realmente altas estarán más al sur, en torno al Monte Rosa en la antigua frontera suizo-italiana, o al sudoeste, en la Provenza, donde el Dent Blanche supera al Rosa. Puede haber pliegues allí que superen los nueve mil metros. ¡Puede que haya una montaña más alta que el Everest! Esperaba pasar el resto de mi vida trepando a esas montañas pliocénicas. Incluso al Everest alpino, si conseguía hallar algunas almas afines que me acompañaran.
—Quizá aún puedas. —La monja intentó forzar una sonrisa.
—No es muy probable —respondió alegremente el hombre—. Esos exóticos y sus lacayos van a ponerme a trabajar hacheando madera o acarreando agua cuando descubran que mis únicos talentos son subir y bajar montañas. Si tengo suerte y dispongo de un poco de tiempo libre tras la esclavitud, cantaré canciones para los bebedores en el equivalente local del pub del pueblo.
Se disculpó por haber interrumpido sus plegarias, y se volvió de nuevo hacia delante. Al cabo de breves instantes, Amerie oyó los suaves sonidos de su flauta mezclándose con el canto de los pájaros.
Reanudó su propio y suave canto.
La caravana estaba descendiendo de nuevo la ladera de una colina, viajando aún hacia el norte, paralela al Saona. El gran río era invisible, pero su curso quedaba señalado por una amplia franja de brumoso bosque allá a lo lejos en el valle. El terreno más allá del bosque en la orilla opuesta era mucho más llano, una pradera salpicada de árboles que gradualmente se mezclaba con una llanura pantanosa con muchas pequeñas lagunas y cenagales que brillaban a medida que ascendía el sol. Cursos tributarios de agua serpenteaban por entre esos pantanos orientales; pero la orilla occidental del Saona, por la que viajaban, estaba varios cientos de metros más alta, cortada solamente por muy separados arroyos y barrancos, que los pacientes chalikos cruzaban laboriosamente sin apenas perder el paso.
Ahora que estaban a plena luz, Amerie pudo ver a la otra gente en la fila… los soldados y Epone cabalgando tres o cuatro puestos más adelante, las parejas de prisioneros siguiéndoles detrás a intervalos regulares. Richard y Claude estaban cerca de los animales que transportaban el equipaje y la guardia posterior. Los anficiones correteaban estoicamente a cada lado, a veces acercándose, de modo que podía ver sus malignos ojos amarillos y oler el hedor a carroña de sus cuerpos. Los chalikos tenían su propio olor distintivo, extraño y sulfuroso, como un flato de nabos. Debía ser a causa de las raíces que comían, pensó desmayadamente. Toda esa comida que los hacía tan grandes y fuertes y anchos.
Gruñó e intentó relajar sus atormentados músculos. Nada ayudó, ni siquiera la plegaria. Fac me tecum pie flere, Crucifixo condolere, donec ego vexero. Oh, maldita sea, Señor. Esto no va a funcionar.
—¡Mira, Amerie! ¡Antílopes!
Felice estaba despierta, señalando hacia la sabana a su izquierda, donde una dorada prominencia parecía haber crecido extrañamente con tallos oscuros que ondulaban en todas direcciones. Entonces Amerie se dio cuenta de que los tallos eran cuernos y que toda la ladera de la colina estaba repleta de cuerpos rojizos tostados. Miles y miles de gacelas estaban pastando la seca hierba. No se inmutaron ante el paso de la caravana, y alzaron plácidos rostros blancos y negros, pareciendo apuntar sus cuernos en forma de lira hacia los anficiones, que los ignoraron.
—¿No son hermosos? —exclamó Felice—. ¡Y mira ahí! ¡Esos pequeños caballos!
Los hippariones eran aún más numerosos que las gacelas, rumiando en las tierras altas en enormes hordas dispersas que a veces parecían cubrir todo un kilómetro cuadrado. A medida que el grupo de viajeros fue descendiendo a tierras donde la vegetación era más lujuriante, vieron a otros animales pastando… Tragocerus con aspecto de cabras y pelaje color caoba, antílopes de cornamentas más largas que tenían estrechas listas blancas en sus costados, y en una ocasión, en un pequeño bosquecillo de acacias, un tipo más grande, parecido al antílope africano, de color gris amarronado y con enormes cuernos en espiral… y los toros, con sus colgantes papadas y una envergadura de unos dos metros hasta sus hombros.
—Tanta carne en pie y viva —se maravilló Felice—. Y tan sólo unos cuantos felinos grandes y hienas y perros-oso como enemigos naturales. Un cazador nunca se moriría de hambre en este mundo.
—El problema no parece ser morirse de hambre precisamente —dijo la monja con tono adusto. Se alzó la falda y empezó a masajearse las pantorrillas dándose golpecitos con el canto de las manos.
—Pobre Amerie. Por supuesto, sé cuál es el problema. He estado trabajando en él. Observa esto.
Mientras la monja la miraba, sorprendida, el chalicotérido de Felice se desvió casualmente hacia el suyo hasta que los flancos de los dos animales se rozaron ligeramente. Luego la montura de Felice volvió a apartarse, manteniendo su paso regular mientras trotaba a la distancia de una longitud de brazo a la izquierda de su correcta posición en la fila. Tras medio minuto de este anómalo movimiento, el animal se deslizó de nuevo a su lugar normal en la caravana. Avanzó tranquilamente durante unos cuantos minutos, luego quebró el ritmo de su paso de tal modo que disminuyó la distancia entre él y el animal que tenía delante en un metro y medio. El chaliko siguió en aquella posición mientras Amerie empezaba a comprender lo que estaba ocurriendo. Regresó a su posición habitual en el momento en que un suspicaz perro-oso lanzaba un ladrido.
—Mamma mia —murmuró la monja—. ¿Pueden decir los soldados lo que estás haciendo?
—Nadie que pueda sobreponerse a mi control. Probablemente no hay ninguna realimentación, sólo la orden original para toda la fila de que siga avanzando a esta velocidad y manteniendo estos intervalos determinados. ¿Recuerdas ayer por la noche, cuando esas perdices azules asustaron a los chalikos? Acudieron los guardias para ver que volvieran a alinearse convenientemente. No hubieran tenido que hacerlo si dispusieran de realimentación sobre nuestras monturas.
—Cierto. Pero…
—Agárrate a tu toca. Ahora es tu turno.
El dolor y la desazón espiritual fueron barridos por una repentina ráfaga de esperanza… porque su propio chalicotérido estaba duplicando ahora los movimientos anteriores del animal de Felice. Cuando el extraño solo de danza quedó completado, ambas bestias realizaron idénticas maniobras conjuntamente.
—Te deum laudamus —susurró Amerie—. Ya puedes dejarlo, niña. Pero, ¿puedes llegar hasta ellos? —señaló con la cabeza en dirección a los anficiones.
—Va a ser difícil. Más difícil que ninguna otra cosa que haya hecho nunca en la arena de Acadia. Pero ahora soy más adulta. —Al menos cuatro meses más adulta. Y ya no es una estupidez por mi parte el esperar que ellos aprendan a cuidar de sí mismos en vez de tener simplemente miedo. Aquí está ella ahora, confiando en sí misma, e incluso los otros lo harían también si lo supieran. Confiarían y se admirarían. ¿Pero cómo comprobarlo? No debemos divulgarlo todavía. Es tan complicado. ¿Qué forma de actuar es la mejor?
El perro-oso que corría a veinte metros a la izquierda del flanco donde estaba Felice fue acercándose lentamente, con su colgante lengua goteando saliva. El bruto estaba casi exhausto tras el largo viaje. Sus reacciones eran más lentas y su fuerza de voluntad estaba disminuida. El aguijoneo dentro de su mente que lo hacía seguir adelante y lo mantenía alerta había ido encalleciéndose con el cansancio y el hambre. La llamada del deber era ahora más débil en comparación con la promesa de una abundante comida en la pausa y un lecho de mullida hierba bajo una sombra.
El anfición fue acercándose más y más al chaliko de Felice. Gimoteó y bufó cuando se dio cuenta de que había perdido el control de sí mismo, y agitó su fea cabeza como intentando ahuyentar unos molestos insectos. Sus potentes mandíbulas chasquearon, esparciendo baba; pero siguió acercándose, ajustando su paso al del chaliko en la nube de polvo que torbellineaba en torno a las patas de la montura. El anfición miró con impotente rabia al pequeño ser humano sentado allá arriba encima de la bestia… el humano que estaba dominándole, forzándole, obligándole. Gruñó su furia, retorciendo los labios en un gesto feroz y exhibiendo sus descoloridos dientes, casi del tamaño de los dedos de Felice.
Lo dejó ir.
El esfuerzo había enturbiado su visión, y la cabeza le dolía abominablemente a causa de la resistencia de la testaruda mente del carnívoro. ¡Pero…!
—Lo conseguiste, ¿verdad? —preguntó Amerie.
Felice asintió.
—Fue muy duro, sin embargo. Esas cosas no se hallan en piloto automático, como los chalikos. Estuvo luchando contra mí a cada minuto. Los perros-oso deben actuar con un condicionamiento implantado a través de un entrenamiento concienzudo. Esto resulta mucho más difícil de romper debido a que se halla muy bien instalado en la mente subconsciente. Pero creo que puedo conseguirlo. Mejor intentarlo cuando estén completamente agotados, al final de la etapa del día. Si consigo dominar a dos, o incluso a más…
Amerie hizo un gesto de impotencia. Aquello, aquel impacto directo de mente sobre mente, aquella operatividad de un poder que se hallaba más allá de su propia capacidad mental, era algo incomprensible para la monja. ¿Qué debía significar el ser una metapsíquica… incluso tan imperfecta como Felice? ¿Manipular otras mentes vivientes? ¿Mover y transformar la materia inanimada? ¿Qué debía significar el crear realmente… no tan sólo el fantasma de una bota pateando, como había hecho ella con la ayuda del dispositivo de Epone, sino una ilusión sustancial, o incluso la propia materia y energía? ¿Qué debía significar el conseguir la Unidad con otras mentes? ¿Sondear cerebros? ¿Gozar de poderes angélicos?
Un brillante planeta resplandecía al este, cerca del naciente sol. Venus… no, llámalo por su otro y más antiguo nombre: Lucifer, el brillante ángel matutino. Amerie sintió un ligero estremecimiento de temor.
No la conduzcas a la tentación, más líbranos de mal mientas nos calentamos al fuego de Felice, aunque queme…
La caravana descendía a las tierras bajas, abandonando la meseta y penetrando en otro valle fluvial que se abría hacia el oeste por entre los Monts du Charolais. Los dispersos palmitos enanos, los pinos y las acacias de las alturas daban paso a arces y álamos, nogales y robles, y finalmente a un denso y húmedo bosque con cipreses, grandes grupos de bambúes, y viejos y enormes tulíperos de más de cuatro metros de diámetro. Abundaban los enormes matorrales, haciendo que el paisaje tuviera todo el aspecto de una jungla primigenia. Amerie esperaba aún la aparición de dinosaurios o de reptiles alados, sabiendo al mismo tiempo que el pensamiento era estúpido. La fauna del plioceno, cuando una pensaba detenidamente en ello, era muy similar a la de la atestada Tierra de seis millones de años en el futuro.
Los jinetes captaron atisbos de pequeños venados con bifurcada cornamenta, un puercoespín, y una gigantesca marrana seguida por toda una retahíla de listados cochinillos. Un tropel de monos de tamaño mediano empezaron a saltar de rama en rama en las copas de los árboles cercanos, siguiendo a la caravana y lanzando chillidos pero sin acercarse nunca lo suficiente como para poder verlos con claridad. En algunos lugares, los matorrales y árboles pequeños habían sido arrancados de raíz y despojados de todas sus hojas. Montones de excrementos oliendo a elefante los identificaban como obra de mastodontes. Un rugido de felino de extrañas cualidades hizo que los perros-oso empezaran a ladrar desafiadoramente. ¿Era un machairodus, uno de los leoninos felinos dientes de sable que eran los predadores más abundantes del plioceno?
Tras el entorno de prisión del castillo y la entumecedora transición del viaje nocturno, los viajeros temporales fueron conscientes ahora de una nueva sensación que se sobrepuso incluso a su cansancio y a sus dolores y a los recuerdos de sus esperanzas rotas. Este bosque, atravesado por los sesgados rayos del sol matutino, era inconfundiblemente otro mundo, otra Tierra. Aquí, en una vívida realidad, se hallaba el no expoliado salvajismo con el que siempre habían soñado. Si prescindían de los soldados y las cadenas y la exótica ama de esclavos… aquel bosque del plioceno podía ser considerado como un paraíso.
Tupidas y gigantescas telas de araña, increíbles masas de flores, frutos y bayas resplandeciendo como joyas barrocas en multitud de tonalidades de verde… farallones con graciosas cascadas derramándose en estanques frente a musgosas grutas… manadas de animales que no mostraban ningún miedo… ¡la belleza era real! Pese a sí mismos, los prisioneros descubrieron que estaban escrutando la jungla en busca de más maravillas tan ansiosamente como un grupo de curiosos turistas. El dolor de Amerie desapareció ante visiones de mariposas escarlatas y negras y espectaculares ranas arbóreas cantando como repiques de élficas campanas. Incluso en pleno agosto los pájaros cantaban sus cantos de apareamiento, porque en un mundo sin auténtico invierno no habían empezado aún a emigrar y podían tener más de una nidada al año. Una improbable ardilla con orejas peludas y manchas verdes y naranjas en su pelaje le increpó desde la rama baja de un árbol. Otro árbol estaba rodeado por una inmóvil pitón, con un cuerpo tan grueso como un barril de cerveza y tan espléndidamente coloreada como una alfombra persa. ¡Vieron un pequeño antílope sin cuernos, con patas como ramillas y un cuerpo no más grande que el de un conejo! ¡Asustaron a un pájaro que se alzó volando lanzándoles roncos gritos y desplegando unas plumas de un espléndido violeta y rosa y azul oscuro! Junto a un riachuelo había una enorme nutria, apoyada sobre sus patas traseras y que parecía sonreír amistosamente a los prisioneros que pasaban junto a ella. Al otro lado del curso de agua había chalicotéridos salvajes algo más pequeños y de pelaje más oscuro que sus primos domesticados, mordisqueando juncos para el desayuno y consiguiendo parecer dignos pese a los colgajos verdes que asomaban por sus bocas. En la corta hierba al lado del camino crecían montones de setas… coralinas, rojas con manchas blancas, azul cielo con láminas y tallos magenta. Arrastrándose entre ellas había numerosos milpiés del tamaño de salami, con el aspecto de haber sido recientemente barnizados en rojo sangre con franjas color crema…
El cuerno dejó oír sus tres notas.
Amerie suspiró. El eco de la respuesta alejó a todas las cosas salvajes del camino, de modo que la caravana se encontró con su escolta en medio de un resonar de voces animales y de pájaros. El bosque se hizo menos denso, y surgieron a una zona parecida a un parque junto a un río de lento curso, algún tributario occidental del Saona. El sendero se abrió a un prado junto a venerables cipreses y cruzó la puerta de un fuerte de alta empalizada casi idéntico al otro en el que se habían detenido durante la noche.
—¡Todos vosotros, viajeros! —gritó el capitán Waldemar, cuando el último miembro de la caravana hubo entrado por la puerta y las hojas de troncos fueron cerradas—. Ésta es nuestra parada para dormir. Descansaremos aquí hasta el anochecer. Sé que os sentís cansados. Pero seguid mi consejo y daros antes una buena ducha caliente en vuestro pabellón de baños antes de dejaros caer en los camastros. ¡Y comed, aunque penséis que estáis demasiado cansados como para tener hambre! Llevaos vuestras mochilas con vosotros cuando desmontéis. Cualquiera que se encuentre mal o tenga alguna queja, que venga a verme. Estad preparados para volver a montar esta tarde después de la cena, cuando oigáis el cuerno. Si seguís pensando en intentar escapar, recordad que los anficiones están fuera, y también están los dientes de sable y una salamandra naranja realmente peligrosa del tamaño de un perro pastor con un veneno como el de la cobra. Que tengáis felices sueños. Eso es todo.
Un palafrenero vestido de blanco ayudó a Amerie a bajar de su silla cuando ella se descubrió incapaz de bajar por sí misma.
—Será mejor que te des una buena ducha, Hermana —dijo el hombre solícitamente—. Es lo mejor del mundo para los dolores del viaje. Calentamos el agua en una instalación solar en el techo, así que hay toda la que quieras.
—Gracias —murmuró Amerie—. Lo haré.
—También puedes hacer algo por nosotros aquí en el fuerte, Hermana. Es decir, si no estás demasiado cansada. —Era un hombre bajito, de rostro color café, con un pelo canoso ensortijado y el aspecto preocupado de un burócrata menor.
Amerie tenía la impresión de que podía quedarse dormida de pie con tan sólo disponer de algo en lo que apoyarse. Pero se oyó a sí misma decir:
—Por supuesto, haré todo lo que pueda. —Sus envarados músculos sufrieron un espasmo de protesta.
—No vienen muy a menudo sacerdotes por aquí. Tan sólo uno que hace el circuito cada tres o cuatro meses… el viejo hermano Anatoli de Finiah, o la hermana Ruth de Goriah, allá al oeste. Y tenemos quizá unos quince católicos aquí. Apreciaríamos realmente que tú…
—Sí. Por supuesto. Supongo que preferiréis la misa votiva de San Juan el Amado Discípulo.
—Primero vuestro baño y vuestra cena. —El hombre tomó su mochila, hizo que ella pasara un brazo en torno a sus hombros, y la ayudó a caminar.
Tan pronto como Felice hubo desmontado, se acercó a Richard y le preguntó:
—¿Y bien? ¿Lo has conseguido?
—Muy fácilmente. Y hay una hermosa estrella de segunda magnitud clavada directamente en el centro. —Bajó la vista hasta ella desde la alta silla de su chaliko—. Puesto que estás en tan buena forma, échame una mano para bajar de este maldito bruto.
—Nada más sencillo —dijo ella. Subiéndose al bloque de desmonta, pasó sus pequeños brazos por los sobacos de él, y lo extrajo de su silla con una absoluta facilidad, en un solo movimiento.
—¡Dios mío! —exclamó el pirata.
—A mí también me iría bien un poco de eso, Felice —le llegó la cascada voz de Claude. La jugadora de anillo-hockey se dirigió al siguiente chaliko y extrajo al anciano de la silla como si fuera un niño.
—¿Qué tipo de gravedad tenéis en Acadia, muchacha? —gruñó Richard.
Felice esbozó una sonrisa condescendiente.
—Cero coma ocho ocho la normal de la Tierra. No está mal, capitán Blood, pero nada de lo que regocijarse.
—No debes intentar nada temerario aquí, Felice. —Claude se mostró ansioso—. Creo que deben estar muy alertas en los lugares como éste.
—No te preocupes. Yo…
Richard silbó en tono bajo.
—Viene ella… ¡obsérvala! ¡Su Señoría!
El chaliko blanco que conducía a Epone avanzó majestuosamente por entre el grupo de agotados prisioneros y sus equipajes.
—Nada de polvo ni sudor en ella o en su montura —observó amargamente Felice, sacudiéndose las sucias mangas verdes de su uniforme de hockey—. Parece como si estuviera preparada para el jodido baile de bellas artes. La capa debe ser de tela ionizada.
Algunos de los viajeros se hallaban aún en sus monturas… entre ellos el corpulento hombre de barba color jengibre con el león blasonado sobre su atuendo de caballero. Tenía los dos codos apoyados sobre la perilla de su silla. Sus manos estaban cubriendo su rostro.
—¡Dougal! —La voz de Epone era a la vez persuasiva e imperiosa.
El caballero dio un respingo en su silla y la miró con ojos alocados.
—¡No! No de nuevo. Por favor.
Pero ella se limitó a indicar a los palafreneros que tomaran las bridas del chaliko del caballero.
—Oh toi belle dame sans merci —gimió el hombre—. Aslan. Aslan.
Epone cruzó el recinto del fuerte hacia una pequeña estructura con macetas de flores colgando del techo de su porche. Los palafreneros condujeron al alto Dougal tras ella.
Claude los observó alejarse y dijo:
—Bien, ahora ya lo sabes, Richard. Es bueno que tú te hayas salido de esto. Parece como un bocado duro de masticar.
El ex espaciano tragó dificultosamente la bilis que había ascendido hasta su garganta a medida que sus recuerdos regresaban lentamente.
—¿Quién… quién demonios es Aslan? —consiguió preguntar.
—Una especie de figura de Cristo de un antiguo cuento de hadas —respondió el anciano—. Un león mágico que salvaba a los niños de los enemigos sobrenaturales en un País de Nunca Jamás llamado Narnia.
Felice se echó a reír.
—No creo que sus poderes se extiendan hasta el plioceno. ¿Os importa a alguno de vosotros, caballeros, venir conmigo a la ducha?
Se encaminó decididamente hacia los baños, haciendo oscilar sobre sus hombros las polvorientas plumas de su casco, dejando que los otros dos cojearan penosamente tras sus pasos.