Aunque había sido parcialmente advertido por Creyn de lo que debía esperar, Bryan encontró la realidad de la ciudad a orillas del río, Roniah, casi abrumadora. El grupo de jinetes llegó bruscamente al lugar tras doblar un recodo del camino en un oscuro cañón donde las antorchas de los guardias apenas iluminaban un estrecho sendero cortado en la amarillenta piedra caliza. La caravana emergió a una loma dominando la confluencia del Saona y el Ródano, y vio la ciudad abajo en la orilla oeste, justo al sur de la embocadura del boscoso despeñadero donde se unían los dos grandes ríos.
Roniah estaba edificada sobre una prominencia contigua al agua. Retorciéndose rodeando la base de la colina había un baluarte de tierra coronado por un grueso muro fortificado. A todo lo largo de su parte superior, brillando como espectaculares hileras de cuentas naranja, había una sucesión de pequeños fuegos muy juntos. Altas torres cuadradas de vigilancia brotaban del muro cada cien metros o así, y ésas también estaban silueteadas por chispas de fuego a todo lo largo de sus almenados perímetros, rodeando sus ventanas, e incluso arriba y abajo de las esquinas y ángulos de las paredes. La masiva puerta de la ciudad tenía casi todos los detalles de su arquitectura remarcados por pequeñas lámparas. Conduciendo a la puerta había una avenida de medio kilómetro de largo flanqueada por columnas, y cada columna estaba rematada por una enorme antorcha llameante. La avenida central estaba flanqueada por brillantes esquemas geométricos que podían ser tanto extensiones de césped flanqueadas por luces como macizos de flores formando dibujos.
Desde el ventajoso punto de observación de la caravana encima de la ciudad, Bryan pudo ver que Roniah no estaba muy apelotonada, y que sus casas, en su mayor parte pequeñas, se extendían a lo largo de amplias y serpenteantes calles. Puesto que era bien pasada la medianoche, la mayor parte de las viviendas no mostraban luz en sus ventanas; pero a lo largo de los bordes de los tejados había pequeños puntos de fuego; y los parapetos que daban frente a las casas estaban también iluminados por miles de las regularmente espaciadas lámparas. Cerca de la orilla del río había un cierto número de estructuras más grandes que mostraban esbeltas torres de diversas alturas. Las paredes y los rasgos más sobresalientes de esos edificios estaban silueteados con luces de una forma tan elaborada como la puerta de la ciudad… pero en vez del naranja de la lámpara de aceite, las fachadas relucían de color azul, verde brillante, aguamarina y ámbar. Muchas de las torres mostraban sus ventanas iluminadas.
—Es como un país de hadas —jadeó Sukey—. ¡Todas esas luces chisporroteantes!
—Cada habitante está obligado a contribuir a la iluminación urbana manteniendo las lámparas de su propia casa —dijo Creyn—. El combustible más habitual es el aceite de oliva, que es extremadamente abundante. Las moradas más altas, las de los Tanu, está iluminadas con lámparas más sofisticadas energizadas por la acumulación de los excedentes de las emanaciones metapsíquicas.
Empezaron a descender, siguiendo el sendero hasta que desembocó en una carretera pavimentada con losas de granito que se ensanchó hasta casi los ochenta metros a medida que se acercaban a la avenida de columnas rematadas con fuego. Entre los grandes pilares se erguían precisos entramados de bambú formando alas laterales, separados por oscuros matorrales y grupos de palmeras. Creyn explicó que en aquel jardín exterior se instalaban cada mes tenderetes para el mercado, donde se vendían tanto las obras de los artesanos locales como productos de lujo de todas clases traídos por las caravanas. Una vez al año se celebraba también una Gran Feria, que atraía a gente de toda la Europa occidental.
—Entonces, ¿no tenéis mercado diario para la comida? —preguntó Bryan.
—La carne es el producto principal de la dieta —respondió Creyn—. Cazadores profesionales, todos ellos humanos, la traen en grandes cantidades a las plantaciones en la parte más septentrional tanto del Saona como del Ródano, de donde es bajada diariamente hasta los abastecedores de la ciudad en barcazas, junto con cereales, frutas y otros productos de las granjas, como el aceite de oliva y el vino. La mayor parte de la transformación de los alimentos se efectúa en las plantaciones por trabajadores ramas. Hace años, nuestra propia gente supervisaba las plantaciones. Ahora casi todas ellas son controladas por humanos.
—¿Y no veis un peligro potencial en esta disposición? —preguntó Bryan.
Creyn sonrió, y las parpadeantes luces hicieron brillar chispas en sus profundos ojos.
—Ningún peligro en absoluto. Los humanos que se encargan de las ocupaciones clave llevan todos el torque. Pero intenta comprender que la coerción es raras veces necesaria. Para todos, excepto para los más desequilibrados de los tuyos, el mundo el Exilio es un mundo feliz.
—¿Incluso para las mujeres? —inquirió Elizabeth.
—Incluso las más bajas mujeres no meta de la comunidad se hallan libres de trabajos fatigosos —respondió el imperturbable Tanu—. Pueden dedicarse a la ocupación que más les plazca o vivir en la indolencia. Pueden incluso buscar el placer de la mejor manera que quieran con amantes humanos. La única restricción es que sus hijos tienen que ser nuestros. Los humanos más afortunados que poseen tendencias genéticas hacia las metafunciones gozan de una posición privilegiada. Son recibidos en nuestra sociedad como iguales a prueba. Al completar el tiempo, aquellos que han probado su lealtad a los Tanu pueden cambiar sus torques de plata por otros de oro.
—¿Hombres y mujeres? —preguntó Aiken, frunciendo los labios.
—Hombres y mujeres. Estoy seguro de que podéis apreciar nuestra estrategia reproductiva. No solamente fortalecemos nuestra línea contra los efectos de la radiación local, sino que también incorporamos vuestros genes para metahabilidad latente y operante. Al final, esperamos poder evolucionar metafísicos completamente operativos —hizo un gesto con la cabeza hacia Elizabeth— como haréis seis millones de años en el futuro. Entonces quedaremos libres de la limitación de los torques de oro.
—Un gran proyecto —dijo Elizabeth—. ¿Cómo lo reconciliáis con la realidad de este futuro del planeta… sin Tanu?
Creyn sonrió.
—La Diosa actúa según su voluntad. Seis millones de años son mucho tiempo. Creo que nosotros los Tanu nos sentiremos agradecidos si podemos establecer que una pequeña porción de todo ello pueda calificarse como nuestra.
Se estaban acercando a la gran puerta, que tenía doce o trece metros de ancho y casi dos veces esa altura, construida por titánicos maderos reforzados con pesadas placas de bronce.
—No hay mucha actividad fuera por la noche, ¿verdad? —comentó Aiken.
—Hay animales salvajes y otros peligros —dijo Creyn—. La noche no es tiempo para que los humanos estén fuera a menos que estén dedicados a asuntos de los Tanu.
—Interesante —dijo Bryan—. Estos muros de la ciudad y los baluartes deben ser efectivos casi contra cualquier tipo de merodeadores nocturnos. Son realmente superelaborados como protección ante amenazas de animales. O incluso agresiones de humanos fuera de la ley… y tengo entendido que hay algunos de ellos aquí y allá.
—Oh, sí —admitió Creyn, con un gesto de su mano como quitándole importancia—. Son poco menos que una molestia menor.
—Entonces, ¿para qué sirven realmente las fortificaciones?
—Siempre —dijo Creyn— están los Firvulag.
Se detuvieron delante de la puerta. Sobre su arco había la misma máscara dorada que había adornado la entrada al Castillo del Portal. El capitán Zdenek, acompañado por un soldado llevando una antorcha, cabalgó hasta un oscuro nicho y desprendió una recia cadena que colgaba del sofito del resalte del arco. La cadena tenía al extremo una bola de piedra embutida en metal que medía un buen medio metro de diámetro. Zdenek se distanció un poco sujetando la bola y luego se volvió, tomó puntería, y la hizo oscilar de vuelta contra la puerta en un arco de péndulo. Golpeó contra una ennegrecida lente de bronce encajada en la madera y se produjo un profundo booom, como el de una enorme campana de iglesia del Viejo Mundo. Cuando el soldado estaba recogiendo aún la bola y devolviéndola a su nicho, la enorme puerta empezó a abrirse.
Creyn cabalgó solo hacia ella, alzándose de tal modo por encima de la silla con toda su estatura que sus ropas blancas y escarlatas se agitaron con la brisa que surgió de la cada vez más amplia abertura. Gritó en voz alta tres palabras en una exótica lengua, transmitiendo simultáneamente una compleja imagen mental que los humanos que llevaban un torque y Elizabeth fueron incapaces de descifrar.
Dos pelotones de soldados humanos con cascos crestados se pusieron firmes a cada lado de la abierta entrada. Las grabadas placas y escamas de su armadura ceremonial de bronce resplandecieron como oro a la luz de incontables lámparas llameantes. Más allá de la puerta, alineados en la por lo demás desierta calle a lo largo de una entera manzana y a ambos lados, estaban los ramas. Cada pequeño antropoide llevaba un collar de metal y un tabardo azul y oro. Cada uno de ellos llevaba también una varilla de algún metal vítreo rematada con una luz azul o ámbar.
Creyn y su comitiva pasaron entre las dos hileras de ramapitecos, y los pequeños animales se volvieron y corrieron ligeros al paso de los chalikos, escoltando a los jinetes a lo largo de las calles de la durmiente ciudad. En una plaza, donde el agua de una gran fuente chapoteaba sobre flotantes linternas, el capitán Zdenek saludó a Creyn y cabalgó hacia unos barracones con los soldados Billy y Seung Kyu, terminado su trabajo nocturno. Los viajeros temporales contemplaron con la boca abierta las casas, oscuras excepto las miríadas de parpadeantes lámparas de aceite a lo largo de la orilla de todos los techos, vallas de jardines y balaustradas. La arquitectura del Exilio en el barrio humano era una mezcla de piedra unida con mortero, vigas de madera, y barro casi bíblico, con gruesas paredes para mantener los interiores frescos, techos de tejas, pórticos adornados con colgantes enredaderas sumidos en las sombras, y pequeños patios plantados con palmeras, laureles y aromáticos canelos.
—Munchkin Tudor —decidió Bryan. La humanidad había retenido su sentido del humor pese a los seis millones de años de alejamiento.
No vieron a nadie en absoluto; pero aquí y allá otros ramas del tamaño de niños, llevando tabardos de distintos colores, se dedicaban a misteriosas comisiones, empujando pequeños carretones cubiertos. En un momento determinado, en un incidente extrañamente tranquilizador, un inconfundible gato siamés cruzó a toda velocidad la avenida principal y desapareció en la ventana abierta de una casa.
Los jinetes a lomos de los chalikos llegaron a un complejo de grandes edificios cerca del río. Estaban construidos con un material parecido al mármol blanco y separados del resto de la ciudad por una pared ornamentada interrumpida a intervalos por amplias escalinatas. El parapeto estaba decorado en su parte superior por jardineras llenas de flores. En vez de las lámparas de las otras casas de la ciudad, de cerámica o de metal calado, antorchas como grandes candelabros de plata iluminaban el barrio de los Tanu. Las moradas estaban circundadas por cadenas de linternas de cristal facetado, y sus luces azul y verde y ámbar ponían un contraste irreal con la amistosa calidez de las lámparas de aceite de las calles de la ciudad exterior. Había unos cuantos toques familiares: lirios de agua en estanques de cerámica, rosales trepadores amarillos sujetos a delicados entramados de filigrana de mármol, un ruiseñor, despertado por el sonido de su paso, que lanzó unas cuantas notas soñolientas.
Penetraron en un patio delimitado por adornados y fríos edificios. Allí, una enorme puerta se abrió de pronto y una luminosidad amarilla bañó el exterior, tomándoles por sorpresa. Mientras los ramas permanecían solemnemente a un lado, los servidores humanos salieron a toda prisa para tomar las bridas de los chalikos, soltar las cadenas de los tobillos de los prisioneros, y ayudarles a desmontar.
Luego salieron los Tanu… veinte o treinta de ellos, riendo y saludando a Creyn en aquella exótica lengua y charlando con una animada exuberancia con los viajeros temporales en un musical inglés estándar. Los Tanu llevaban finas túnicas flotantes y ropajes de vívidos colores tropicales, junto con fantásticas joyas… amplios collares llenos de gemas y esmaltes, con cintas de brocado y joyas colgando por delante y por detrás. Las mujeres llevaban tocados de los que pendían piedras preciosas. Aquí y allá, entre los descollantes exóticos, había algunas figuras humanas más pequeñas; vestidas tan llamativamente como ellos, pero llevando torques de plata en vez del oro de los Tanu. Bryan estudió con interés a aquellos humanos privilegiados. Parecían estar socialmente integrados en la alta raza dominante y tan ansiosos como ellos por conocer a los maravillados prisioneros.
Entre los recién llegados, tan sólo Aiken se hallaba a sus anchas. Con su traje lleno de bolsillos resplandeciendo como metal líquido, iba de un lado para otro del patio, atendiendo burlonamente a las rientes damas Tanu, la mayor parte de las cuales eran un tercio más altas que él. Bryan permanecía un poco aparte de los demás y observaba. Los nobles Tanu se mostraban solícitos respecto al confort de los prisioneros, haciendo bromas sobre la incongruencia de la situación, consiguiendo de algún modo hacer que los exiliados recién conocidos se sintieran deseados y bienvenidos. Bryan no sentía la menor duda acerca de que el habla mental estaba desarrollándose casi tan fervientemente como la vocal. Se preguntó qué tipo de estimulante psíquico debía estar operando en los niveles inferiores de la consciencia para hacer que incluso el siempre hosco Raimo y la apartada Elizabeth fueran relajándose lentamente y uniéndose a la jovialidad.
—No deseamos que te sientas marginado, Bryan.
El antropólogo se volvió y vio a un esbelto exótico macho, vestido con una sencilla ropa azul, sonriéndole. Tenía un rostro agraciado pero de ojos hundidos, con arrugas en torno a su boca parecidas a las de Creyn. Bryan se preguntó si aquello sería un signo de extrema edad entre aquella gente de aspecto inhumanamente joven. El pelo del hombre era del marfil más pálido que podía imaginarse, y llevaba una estrecha guirnalda de un material parecido al metal azul.
—Permíteme que te dé la bienvenida. Soy tu anfitrión, Bormol, un estudiante de la cultura como tú. ¡Qué ansiosamente hemos aguardado la llegada de otro analista entrenado! El último antropólogo que vino a nosotros llegó hará unos treinta años, y desgraciadamente tenía una salud frágil. ¡Y necesitamos tan urgentemente vuestra perspicacia! Tenemos tanto que aprender acerca de la interacción de nuestras dos razas si queremos que esta sociedad del Exilio florezca para nuestra mutua ventaja. La ciencia de vuestro Medio Galáctico puede enseñarnos las cosas que debemos saber a fin de sobrevivir. Ven… tenemos buena comida y bebida aguardándoos dentro a ti y a tus amigos. Comparte con nosotros algunas de tus primeras impresiones de nuestra Tierra Multicolor. ¡Muéstranos tus reacciones iniciales!
Bryan consiguió esbozar una lastimosa sonrisa.
—Me halagas, Lord Bormol. Y me abrumas. Que me condene si puedo hacerme todavía cabeza o pies de vuestro mundo. Después de todo, recién acabo de llegar. Y disculpadme, pero estoy tan cansado tras este terrible día que puedo caerme redondo en cualquier momento.
—Discúlpame. Había olvidado completamente que no llevas torque. El alivio mental que nuestra gente ha estado derramando sobre tus compañeros no te ha afectado a ti. Si lo deseas, podemos…
—¡No, gracias!
Creyn se acercó y sonrió irónicamente ante la repentina alarma del antropólogo.
—Bryan prefiere hacer su trabajo sin el consuelo del torque… de hecho, ha convertido esto en una condición para cooperar.
—No necesitáis obligarme —dijo Bryan testarudamente.
—¡No nos interpretes mal! —Bormol parecía apenado. Hizo un gesto hacia la alegre multitud, que ahora estaba conduciendo a los otros prisioneros al interior con grandes muestras de camaradería—. ¿Están siendo obligados tus compañeros? El torque no es un símbolo de servilismo sino de unión.
Bryan sintió que un asomo de rabia y de terrible debilidad brotaba en él. Consiguió que su voz siguiera calmada.
—Entiendo lo que quieres decir. Pero hay muchos humanos como yo, me atrevería a decir incluso la mayoría de nosotros en mi mundo del futuro, la mayor parte de los miembros normales de la humanidad, que antes preferirían morir que someterse a vuestro torque. Pese a todos sus alivios. Ahora debéis disculparme. Lamento decepcionaros, pero no estoy en condiciones de sostener ninguna discusión erudita en estos momentos. Todo lo que deseo es irme a la cama.
Bormol inclinó la cabeza. Uno de los sirvientes humanos apareció corriendo con la mochila de Bryan.
—Nos encontraremos de nuevo en la capital. Espero que entonces hayas modificado tu dura opinión de nosotros, Bryan… Éste es Joe-Don, que te llevará inmediatamente a una habitación reservada. Que descanses bien.
Bormol y Creyn se alejaron. Casi todos los demás habían abandonado ya el patio.
—Por aquí, señor —dijo Joe-Don, con la misma actitud que un botones en una elegante hostelería del Viejo Mundo—. Tenemos una hermosa habitación preparada para ti. Pero es una lástima que te pierdas la fiesta.
Penetraron en unos corredores decorados en azul y oro y blanco. Bryan tuvo un atisbo del inconsciente Stein siendo llevado en unas parihuelas por otros cuatro ayudantes humanos.
—Si hay un doctor en la casa, Joe-Don, valdría la pena que viera a ese hombre. El pobre tipo fue golpeado tanto física como mentalmente.
—No te preocupes, señor. Lady Damone, la dama de Bormol, es un médico mejor incluso que Creyn. Hemos tenido a muchos especímenes que han debido pasar por aquí, a causa del shock del portal del tiempo. Pero la mayor parte de los casos han quedado resueltos bien y en poco tiempo. Este grupo Tanu no tiene nada parecido al tanque de regeneración desarrollado por nosotros, pero se las arreglan bastante bien de todos modos. Pueden curar casi todas las heridas y enfermedades con la ayuda de los torques. Lady Damone le dará a tu compañero algún buen alimento para la sangre y arreglará su cabeza. Mañana estará como nuevo. Es un buen montón de músculos, ¿eh? Deben haberlo seleccionado para el Gran Combate.
—Y eso —preguntó suavemente Bryan—, ¿qué es?
Joe-Don parpadeó, luego sonrió.
—Una especie de acontecimiento deportivo que se celebra dentro de un par de meses, a finales de octubre. Es algo tradicional para ellos. Son muy aficionados a las tradiciones… Bien, aquí está tu habitación, señor.
Abrió la puerta a una espaciosa estancia con unos ostentosos cortinajes blancos ondulando ante una gran ventana. Una hilera vertical de linternas color zafiro colgaba al lado de una cama de aspecto refrescante. Unas cuantas lámparas más convencionales de aceite arrojaban un halo de luz amarillenta sobre una mesa donde había sido preparada una cena sencilla.
—Si necesitas algo, simplemente haz sonar este timbre al lado de la cama, y acudiremos en seguida. Supongo que no querrás alguna compañía consoladora. ¿No? Bien, felices sueños de todos modos.
Se marchó rápidamente y cerró la puerta tras él. Bryan no se molestó en comprobar la cerradura. Lanzó un profundo suspiro y empezó a desabrocharse la camisa. De alguna manera, aunque no se había dado cuenta de que subieran ninguna escalera, se hallaba en el último piso de la mansión Tanu. La vista desde su ventana dominaba gran parte de la ciudad, y le ofrecía un distante atisbo de la puerta de la muralla. Roniah se extendía silenciosa y resplandeciente, una constelación atrapada al suelo, recordándole una tarjeta de Navidad que había visto hacía mucho tiempo en uno de los más extravagantes mundos de herencia hispana.
Se preguntó de una forma superficial qué tipo de exótica diversión estarían gozando en aquellos momentos sus compañeros abajo en la fiesta Tanu. Sin duda oiría hablar de ello mañana. Bostezando, dobló la camisa… y notó el pequeño bulto de las hojas de durofilm metidas en el bolsillo del pecho. Las sacó, y allí estaba su fotografía, resplandeciendo levemente con su propia luz.
Oh, Mercy.
¿Te han cogido y te han convertido en uno de los suyos, como están intentando hacer con mis amigos? ¡Mujercita triste de anhelantes ojos profundos como el mar y una sonrisa que me atrae más allá de toda razón! Nunca te he oído tocar el arpa y cantar; pero el oído de mi mente te crea:
Hay una dama dulce y amable,
Ningún rostro me complace tanto.
La vi solamente una vez de pasada,
Y sin embargo la amaré hasta la muerte.
Sus gestos, sus movimientos y su sonrisa,
Su ingenio y su voz mi corazón han seducido.
Han seducido mi corazón, no sé por qué.
Y sin embargo la amaré hasta la muerte.
Sonó una profunda nota broncínea, arrancándole de su ensoñación drogada por el cansancio. Era el gran gong de la puerta de la ciudad. El portal se abrió en respuesta, pareciendo admitir al naciente sol.
—¡Cristo! —susurró Bryan. Contempló, anonadado, cómo regresaba la Caza.
Un arcoiris se derramó por la avenida principal de la ciudad, tomando la misma ruta que su propio grupo había seguido no hacía mucho. Llameando y retorciéndose, la criatura de luz se definió en una procesión de espléndidamente montados Tanu saltando y cabrioleando con la misma antigua alegría del desfile de Mardi Gras en Novo Janeiro. Tanto chalikos como jinetes resplandecían con un resplandor interno que subía y bajaba constantemente a todo lo largo del espectro. La Caza se fue acercando más y más, y finalmente pasó casi por debajo de la ventana de Bryan. Este vio que los participantes, tanto hombres como mujeres, iban ataviados con extrañas armaduras, aparentemente de cristal incrustado con gemas, adornadas con púas y protuberancias y otras excrecencias decorativas que les daban un aspecto de crustáceos humanoides tallados en diamante. Los chalikos iban también parcialmente protegidos con armaduras del mismo material, y llevaban resplandecientes gemas en sus frentes. Tanto monturas como jinetes ondeaban tras ellos gallardetes de sutiles telas de brillantes colores que emitían destellos en sus cónicos extremos.
La Caza hacía un ruido triunfal. Los hombres golpeaban sus enjoyados escudos con resplandecientes espadas de cristal para producir un estruendo musical; algunas de las mujeres hacían sonar extrañamente retorcidos cuernos de cristal con campanillas reproduciendo cabezas de animales, y otros cantaban al límite de sus potentes voces. Cerca del final de la parada había seis jinetes luciendo un uniforme rojo neón, evidentemente los héroes de aquella caza en particular. Llevaban largas lanzas, en cuyos extremos estaban ensartados los trofeos de la noche.
Cabezas cortadas.
Cuatro de las cabezas habían pertenecido a monstruos… un barbudo y colmilludo horror que brillaba negro y húmedo, un reptil con orejas como alas de murciélago y una orla de tentáculos que aún se retorcían en sus mejillas, una cosa con dorados cuernos y el rostro de un ave de presa, una pesadilla simiesca con un pelaje blanco purísimo y aún parpadeantes ojos del tamaño de manzanas.
Las otras dos cabezas eran más pequeñas. Bryan las vio muy claramente mientras la procesión pasaba por su lado. Habían pertenecido a un hombrecillo y a una mujer de edad madura de lo más vulgares.