9

Richard vio llamas.

Estaban avanzando hacia él o él estaba moviéndose hacia ellas, y eran de un color naranja vivo y olían a humo resinoso, alzándose en oscilantes lenguas en la oscuridad casi sin viento.

Vio que se trataba de un montón de matojos ardiendo del tamaño de una choza pequeña, crepitando y silbando pero sin arrojar chispas, pareciendo avanzar frente a él, rebasarlo por su lado y retroceder, desapareciendo al fin tras un bosquecillo de negros árboles que había llegado arrastrándose sin ser visto en la noche pero ahora se erguía iluminado desde atrás por el resplandor del fuego.

Le dolía el cuello al mirar atrás. Dejó que su cabeza colgara hacia delante. Había algo voluminoso frente a él que tenía pelo largo y se movía rítmicamente. ¡Era muy extraño! Él mismo estaba oscilando, firmemente apoyado en alguna especie de asiento que lo mantenía erguido. Sus piernas estaban colocadas hacia adelante y formando un ángulo, con las pantorrillas descansando sobre invisibles apoyos, los pies sobre amplias plataformas. Sus brazos, envueltos en las familiares mangas de un mono de capitán espaciano, permanecían sobre su regazo.

Un curioso tipo de astronave, rumió, con una consola de control peluda. Y el control de ambiente debía estar estropeado, puesto que la temperatura era casi de treinta grados y había polvo en el aire y un olor peculiar.

¿Árboles? ¿Y un fuego de acampada? Miró a su alrededor y vio estrellas… no las estrellas con el color adecuado que uno ve en el espacio profundo, sino pequeños puntos parpadeantes. Muy lejos, allá en la negrura debajo de la bóveda estrellada, había otro punto de exclamación de fuego.

—¿Richard? ¿Estás despierto? ¿Quieres un poco de agua?

¡Bien! ¿Quién dirías que estaba volando en el asiento de la derecha de su trasto? ¡Nada más ni nada menos que el viejo cazahuesos! Siempre hubiera dicho que estaba demasiado oxidado como para conseguir cualificarse. Pero al parecer no se necesitan muchas cualidades físicas para volar sobre el suelo…

—Richard, si te paso la cantimplora, ¿podrás sostenerla?

Olores de animales, vegetación pungente, cuero. Sonidos de crujir de arneses, pateos, resoplidos, algo aullando en la distancia, y la voz del persistente anciano a su lado.

—No quiero agua —gruñó Richard.

—Amerie dijo que la necesitarías cuando despertases. Estás deshidratado. Vamos, hijo.

Echó una mirada más detenida a Claude, por entre la oscuridad. La figura del anciano estaba iluminada por la luz de las estrellas; cabalgaba a horcajadas sobre una enorme criatura parecida a un caballo que trotaba con facilidad. ¡Maldita sea! ¡Él también estaba cabalgando una! Había unas riendas liadas en la perilla de la silla, directamente frente a él, debajo de la peluda consola de control —cuello— del viejo trasto. Y estaba trotando en línea recta y nivelado sin que nadie lo guiara.

Richard intentó alzar sus pies y descubrió que sus tobillos estaban sujetos de algún modo a los estribos. Y no llevaba sus botas de marino, y alguien había cambiado su traje operístico por el mono de espaciano con las cuatro barras en las mangas que había metido al fondo de su mochila, y tenía una Resaca Imperial Gran Campeón.

—Claude —gruñó—. ¿Tienes algo de alcohol?

—No puedes tomar alcohol, muchacho. No hasta que elimines el medicamento que te inyectó Amerie. Toma el agua.

Richard tuvo que inclinarse hacia un lado para alcanzar la cantimplora, y el cielo estrellado empezó a oscilar. Si sus tobillos no hubieran estado sujetos, lo más probable es que hubiera caído de la silla.

—Jesús, he sido masticado y escupido, Claude. ¿Dónde infiernos estamos? ¿Y qué es esta cosa que estoy cabalgando?

—Estamos a unas cuatro horas de camino del castillo, dirigiéndonos al norte y siguiendo paralelos al río Saona. Por todo lo que puedo juzgar, estás cabalgando un hermoso espécimen grande de Chalicotherium goldfussi, que los del lugar llaman un chaliko, no un calico. Los animales avanzan a una respetable velocidad aquí en la meseta, quizá a unos quince o dieciséis kilómetros por hora. Pero hemos perdido tiempo vadeando arroyos y rodeando un pequeño pantano, de modo que supongo que debemos estar a unos treinta kilómetros más arriba de Lyon. Si es que hubo un Lyon.

Richard maldijo.

—¿Pero dirigiéndonos a dónde, por el amor de Dios?

—A una metrópoli del plioceno llamada Finiah. Por lo que nos han dicho, se halla en el proto-Rhin, aproximadamente en la posición de Friburgo. Llegaremos allí en seis días.

Richard bebió un poco de agua y descubrió que estaba realmente sediento. No podía recordar nada más allá de la sonrisa de bienvenida en el rostro de Epone cuando la siguió a la deslumbrante cámara interior del castillo. Intentó controlar su memoria, pero todo lo que acudió a él fueron jirones de sueños en los cuales su hermano y hermana parecían urgirle para que se levantara o llegaría tarde al colegio. Y la pena por ello sería cruzar eternamente el limbo gris, buscando un planeta perdido donde estaba aguardando Epone.

Al cabo de un rato preguntó:

—¿Qué me ocurrió?

—No estamos seguros —temporizó Claude—. ¿Sabes que había exóticos en el castillo?

—Recuerdo a una mujer muy alta —murmuró Richard—. Creo que me hizo algo.

—Fuera lo que fuese, estuviste out durante horas. Amerie consiguió devolverte a una semiconsciencia de modo que pudieras viajar con el resto de nosotros en la caravana. Pensamos que preferirías esto a ser dejado solo atrás.

—Cristo, sí. —Richard tomó unos cuantos sorbos cortos de agua, se reclinó, y contempló el cielo durante largo rato. Había un endiablado montón de estrellas, y perlinas franjas de nubes luminiscentes hacia el cenit. Cuando la caravana empezó a descender una larga pendiente, pudo ver que él y el anciano estaban casi en la cola de una larga doble hilera de jinetes. Ahora que sus ojos estaban funcionando bien de nuevo, captó otras figuras oscuras corriendo a lo largo de ambos lados de la columna con extraños saltos arriba y abajo.

—¿Qué demonios son esas cosas de ahí fuera?

—Anficiones manteniéndonos juntos como si fuéramos ganado. También tenemos una guardia de cinco soldados, pero ni siquiera se preocupan de comprobar nuestra marcha. Tenemos a dos cabalgando detrás y tres al frente, con la Exaltada Lady.

—¿La qué?

—Epone en persona. Viene de Finiah. Esos exóticos… se llaman a sí mismo los Tanu, por si no lo sabías… parecen disponer de asentamientos muy dispersos, cada uno de ellos con una zona urbana central y plantaciones satélite de apoyo. Supongo que los humanos funcionan como esclavos o siervos, con algunos tipos gozando excepcionalmente de privilegios especiales. Evidentemente, las ciudades Tanu siguen un turno en recoger el cargamento semanal de los viajeros del tiempo en el Castillo del Portal, menos los especiales que son enviados a la capital, y los desafortunados que resultan muertos intentando escapar.

—Apuesto a que nosotros no somos especiales.

—Formamos parte de los soldados rasos. Amerie y Felice están en la caravana también. Pero los otros cuatro Verdes fueron separados y enviados al sur. El Grupo Verde parece haber sido especial al tener a tantos elegidos. Sólo hubo otras dos personas enviadas a la capital del resto del contingente de la semana.

Mientras seguían cabalgando, el anciano le contó a Richard todo lo que sabía acerca de los acontecimientos del día y del presunto destino de Aiken, Elizabeth, Bryan y Stein. También le resumió el pequeño discurso de Waldemar, y le habló reluctantemente del futuro que les esperaba a las mujeres del grupo.

El ex espaciano hizo algunas preguntas, luego guardó silencio. Mala suerte que la monja tuviera que ir a parar a un exótico harén. Se había portado decentemente con él. Por otra parte, esa orgullosa Reina de Hielo de Elizabeth necesitaba un buen meneo. Y Felice, aquella pequeña zorra taimada… Richard le había hecho una pequeña e inocente proposición allá en el albergue, y ella lo había enviado con cajas destempladas como si fuera un cohete de feria. ¡Maldita tipa incitadora! Esperaba que los exóticos tuvieran miembros como bates de béisbol. Le irían muy bien. Tal vez incluso hicieran de ella una auténtica mujer.

La caravana avanzaba firmemente ladera abajo, desviándose un poco hacia el este y acercándose al río. El fuego baliza era su guía. Claude le había dicho que había fuegos similares espaciados aproximadamente cada dos kilómetros a todo lo largo del camino desde el castillo. Un grupo explorador debía avanzar por delante de la caravana a lo largo del sendero, encendiendo los montones de matorrales preparados para tal fin si todo iba bien.

—Creo ver un edificio ahí abajo —dijo Claude—. Quizá se trate del lugar donde nos paremos a descansar.

Richard esperaba que así fuera. Había bebido demasiada agua.

Las plateadas notas de un cuerno lanzaron una llamada en tres tonos desde la cabeza de la caravana. Un eco resonó en la lejanía. Transcurridos algunos minutos, una docena o así de puntos de fuego emergieron de las proximidades de la ladera y se acercaron a la caravana en una línea sinuosa: jinetes llevando antorchas, acudidos para escoltarles.

Cuando los dos grupos convergieron, Claude y Richard pudieron ver que el último fuego baliza ardía fuera de un recinto vallado parecido a un antiguo fuerte de las llanuras americanas. Se alzaba en un farallón encima de un curso de agua atestado de árboles y que debía desembocar en el Saona. La caravana efectuó un momentáneo alto, y Lady Epone y Waldemar se destacaron para recibir al grupo de escolta. A la luz de las antorchas, Richard admiró a la majestuosa mujer Tanu, que cabalgaba en un chalicotérido blanco de excepcional tamaño y llevaba una capa azul oscuro con capucha que ondeaba tras ella.

Tras unos momentos de conferencia, dos de los soldados del fuerte se apartaron a un lado y de alguna forma llamaron a la jauría de anficiones. Los perros-oso fueron conducidos hacia un sendero lateral mientras el resto de la escolta se situaba a ambos lados de la caravana para el último trecho del viaje. Se abrió una puerta en la empalizada y penetraron, dos a dos. Luego, en lo que se había convertido en un procedimiento familiar, los prisioneros ataron sus monturas a unos postes frente a unos dobles orificios con comida y agua. A la izquierda de cada chaliko había un bloque de desmonta. Después de que los soldados abrieran sus cadenas, los entumecidos viajeros descendieron y se reunieron en un confuso grupo mientras Waldemar se dirigía de nuevo a ellos.

—¡A todos vosotros, viajeros! Descansaremos aquí una hora, luego proseguiremos hasta primera hora de la mañana, otras ocho horas. —Todo el mundo gruñó—. Hay letrinas en el edificio pequeño detrás de vosotros, recoged vuestra comida y vuestra bebida en el edificio más grande al lado. Si alguien se encuentra mal o tiene alguna queja que formular, que venga a verme. Estad preparados para volver a montar cuando oigáis el cuerno. Nadie puede pasar a la zona más allá de la barra donde están atadas las monturas. Eso es todo.

Epone, que estaba aún montada en su chaliko, condujo delicadamente al animal por entre la gente y se inclinó hacia Richard.

—Me alegra ver que te estás recuperando.

El hombre le lanzó una mirada burlona.

—No puedo quejarme. Y es encantador descubrir que eres una dama que se preocupa por la salud de su ganado.

Ella echó la cabeza hacia atrás y se rió, cascadas de sonido como el profundo pulsar de un arpa. Su pelo parcialmente oculto resplandecía a la luz de las antorchas.

—Realmente es una lástima —dijo—. Tienes mucho más espíritu que ese tonto medievalista.

Apartó a su animal, lo condujo hasta el lado opuesto del recinto, y fue ayudada a bajar de la silla por obsequiosos hombres vestidos con túnicas blancas.

—¿A qué venía todo eso? —preguntó Amerie, que se había acercado con Felice. Richard la miró ceñudo.

—¿Cómo demonios quieres que lo sepa? —Se alejó tambaleante hacia las letrinas.

Felice contempló su marcha.

—¿Son todos tus pacientes tan agradecidos?

La monja se echó a reír.

—Se está desenvolviendo muy bien. Sabes que un paciente está mejorando cuando te arranca la cabeza a mordiscos.

—No es más que un estúpido apocado.

—Creo que estás equivocada sobre eso —dijo Amerie. Pero Felice se limitó a lanzar un bufido y se alejó hacia donde estaba la comida. Más tarde, mientras las dos mujeres y Claude estaban comiendo queso y carne fría y pan de maíz, Richard apareció y se disculpó.

—No te preocupes por ello —dijo la monja—. Siéntate con nosotros. Tenemos algo que hablar contigo.

Richard entrecerró los ojos.

—¿Oh?

—Felice tiene un plan para escapar —dijo Claude suavemente—. Pero hay problemas.

—¡No me digas! —El pirata estalló en una carcajada.

La pequeña jugadora de anillo-hockey tomó la mano de Richard y apretó. Los ojos del hombre se desorbitaron y apretó fuertemente los labios.

—Menos ruido —dijo Felice—. El problema no es el escapar en sí, sino el luego. Nos han quitado nuestros mapas y brújulas. Claude posee un conocimiento general de esta parte de Europa de sus estudios en paleontología hace más de cien años, pero eso no va a ayudarnos si no podemos orientarnos mientras escapamos. ¿Puedes ayudarnos? ¿Estudiaste el mapa a gran escala de la Francia del plioceno cuando estábamos en el albergue?

Soltó su mano, y Richard contempló su blanquecina carne, luego le lanzó a la mujer una mirada de puro veneno.

—Infiernos, no. Imaginé que iba a tener montones de tiempo para ello cuando llegáramos aquí. Compré una brújula autocompensada, un sextante computerizado, y todos los mapas que necesitaba. Pero supongo que todo resultó confiscado. La única ruta que examiné fue la del oeste hacia el Atlántico… hasta Burdeos.

Felice gruñó disgustada. Claude insistió, en un tono pacífico:

—Sabemos que tienes experiencia en navegación, hijo. Debe de haber alguna forma en que podamos orientarnos. ¿Puedes localizar por nosotros la estrella polar del plioceno? Eso podría ayudar mucho.

—También ayudaría una fragata de la flota del Ejército del Aire —gruñó Richard—. O Robin Hood y sus alegres muchachos.

Felice tendió de nuevo la mano hacia él, y Richard se apartó apresuradamente.

—¿Puedes hacerlo, Richard? —preguntó la mujer—. ¿O esas barras en tus mangas te las dieron por buena conducta?

—¡Éste no es mi planeta natal, muñeca! Y las nubes noctilucentes no hacen el trabajo más fácil precisamente.

—Hay mucho vulcanismo —dijo Claude—. Polvo en la atmósfera superior. Pero la luna se ha puesto y no hay nubes normales. ¿No crees que puedes ser capaz de hacerte una idea mientras las manchas luminosas vienen y se van?

—Podría —murmuró Richard—. ¿Pero por qué demonios debería preocuparme…? Lo que me gustaría saber es lo que le ocurrió a mi traje de pirata. ¿Quién me puso este mono?

—Estaba en tu mochila —dijo Felice muy dulcemente—, y lo necesitabas. Así que nos vimos obligadas a ponértelo. Todo con tal de ayudar a un amigo.

—Te ensuciaste terriblemente en alguna lucha que debiste sostener allá en el castillo —se apresuró a decir Claude—. Simplemente te limpié un poco y lavé tus otras ropas. Están colgadas en la parte de atrás de tu silla. Ahora ya deben estar secas.

Richard miró suspicazmente a la sonriente Felice, luego le dio las gracias al anciano. ¿Pero una lucha? ¿Había habido una lucha? ¿Y quién se había estado riendo de él con altivo desdén? Una mujer con unos ojos tan profundos que parecía que uno se ahogara en ellos. Pero no Felice…

—Por favor, intenta localizar la estrella polar si te sientes lo suficientemente bien como para hacerlo —dijo Amerie—. Sólo nos queda otra noche de viaje en este camino directo hacia el norte. Luego empezaremos a serpentear y a viajar de día. Richard, es importante.

—Está bien, está bien —refunfuñó—. Supongo que ninguno de vosotros, gusanos de la Tierra, conocéis la latitud de Lyon.

—Unos cuarenta y cinco al norte, creo —dijo Claude—. Aproximadamente la misma que mi casa en Oregon cuando era niño, al menos, por la forma en que recuerdo el cielo sobre el albergue. Es una lástima que no tengamos a Stein. Él lo sabe.

—Una aproximación es suficiente —dijo Richard.

La monja alzó la cabeza. De la parte exterior del patio del fuerte les llegó el sonido de un cuerno.

—Bien, ahí vamos de nuevo, Grupo. Buena suerte, Richard.

—Megagracias, Hermana. Si seguimos cualquier plan de escape que esa chica haya podido pensar, vamos a necesitarla.

Cabalgaron durante toda la noche, viajando de baliza en baliza a lo largo del sendero de la meseta, con el valle del río a su derecha y los pequeños y dispersos volcanes del Limagne lanzando algún que otro ocasional destello rubí hacia el sudoeste. Las constelaciones, totalmente no familiares a los nativos de la Tierra del siglo XXII, atestaban el cielo del Exilio. Muchas de esas estrellas eran las mismas que serían visibles en el futuro del planeta; pero sus distintas órbitas galácticas habían retorcido los familiares esquemas estelares más allá de todo reconocimiento. Había estrellas en el cielo del plioceno que estaban destinadas a morir antes de la llegada del Medio Galáctico; otras que la gente del Medio iba a conocer estaban aún oscuras en el seno de sus nubes de polvo y gases.

Richard contempló los cielos del plioceno con indiferencia. Había visto una terrible cantidad de cielos distintos. Con mucho tiempo y una base fija de observación, hallar la estrella Polar local tenía que ser sencillo, incluso utilizando el ojo como único instrumento. Era el hecho de estarse moviendo a lomos de un animal, y la necesidad de una fijación rápida, lo que hacía la cosa un tanto peliaguda.

Bien. Si el rebuscafósiles tenía razón acerca de la latitud aproximada, y si estaban siguiendo un rumbo que se dirigía más o menos hacia el norte como Claude suponía que debían estar haciendo, dada la configuración del terreno, entonces la estrella polar debía hallarse a medio camino entre el horizonte y el cenit, en algún lugar de… ahí.

Había tomado un par de ramitas duras del suelo allá en el fuerte, y ahora las unió formando una cruz con una cerda de la crin de su montura. Cada ramita era dos veces tan larga como su mano. Esperaba que el campo no fuera excesivamente limitado.

Ajustando su posición en la silla para minimizar el efecto del bamboleante paso del chaliko, memorizó las constelaciones que tenían que ser aproximadamente circumpolares. Luego mantuvo la cruz de madera al extremo de su brazo tendido y alineó el eje vertical con el camino de delante (análogo: las dos orejas enhiestas del chaliko), y lo centró en una estrella probable que había seleccionado tentativamente. Anotó con cuidado las posiciones de otras cinco brillantes estrellas dentro del cuadrante de su rústico instrumento, y luego se relajó. Tres horas más tarde, cuando la rotación Planetaria hubiera hecho que esas seis estrellas parecieran haber cambiado ligeramente de posición, volvería a efectuar otra observación. Su memoria casi fotográfica efectuaría una comparación angular dentro del campo de la cruz, y con suerte sería capaz de localizar el imaginario eje en el cielo en torno al cual giraban todas aquellas estrellas. El eje sería el polo. Era posible que hubiera (o no hubiera) una estrella en él o cerca de él que pudiera ser denominada la estrella Polar del plioceno.

Centraría de nuevo su cruz sobre aquel punto del cielo e intentaría verificar la posición del polo antes del amanecer, con un margen de dos horas. Si aquello fracasaba, volvería a intentarlo la noche siguiente con un buen intervalo de tiempo para dar el máximo margen de rotación.

Richard dispuso la alarma de su cronómetro de pulsera para las 3:30, feliz de no haber seguido el impulso de arrojarlo a un lado en la rosaleda del jardín de Madame Guderian, aquella lluviosa mañana cuando había abandonado su universo…

Hacía menos de veinticuatro horas.