7

El grupo de diez se formó para cabalgar de dos en dos tan pronto como hubieron abandonado el Castillo del Portal. Creyn y su capitán abrían la marcha, y los dos soldados seguían detrás del pequeño grupo de prisioneros. El sol acababa de ponerse y viajaron hacia el este en el ocaso, descendiendo la suave pendiente de la meseta hacia el penumbroso valle del Ródano-Saona.

Elizabeth permanecía sentada cómodamente en su silla, los ojos cerrados y las manos sujetando la perilla, mientras las riendas colgaban libres. Era una suerte que el chaliko no requiriera ser conducido por su jinete; porque Elizabeth estaba completamente ocupada en escuchar.

Escucha… pero prescinde de los sonidos hechos por las monturas golpeando con sus pies la suave tierra. No oigas los grillos, las ranas entonando sus coros en las húmedas charcas pantanosas esparcidas en los huecos de la altiplanicie. Sé sorda al canto de los pájaros, al distante aullar de los hiénidos saliendo para su caza nocturna, a los murmullos de las voces de sus compañeros de cabalgata. No escuches con los oídos sino con la recién recuperada facultad metapsíquica de oír a distancia.

Intenta alcanzar lejos, muy lejos. Busca otras mentes como la tuya, otros habladores, otras por-favor-Dios auténticaspersonas. (Avergüénzate por eso, arrogante tarada, pero sé perdonada por esta sola vez.)

¡Escucha, escucha! El ultrasentido que ha vuelto a nacer aún no es completamente operativo, y sin embargo hay cosas que oír. Aquí en el grupo: la protegida y exótica conciencia de Creyn en conversación con su capitán, Zdenko, el de mente lúgubre, ambos ocultos tras una pantalla generada por el torque pero que puede superarse fácilmente; aunque con cuidado, puesto que pueden darse cuenta de la penetración. Prescinde de Aiken y de los otros prisioneros que llevan el torque de plata, el hombre Raimo y la mujer Sukey, sus infantiles balbuceos mentales son tan chirriantes como los esfuerzos de los violinistas aficionados importunando los oídos de un virtuoso. Ignora a los guardias con los torques grises y al pobre e inconsciente Stein, y a Bryan con su cerebro aún no encadenado excepto por las cadenas forjadas por él mismo. Déjalos a todos y viaja más lejos.

Escucha hacia atrás hacia el castillo donde otra exótica voz está —sí— cantando. Notas menores plata y gris responden en un débil eco al tono dorado. Escucha hacia delante, cerca del gran río, a un complejo murmullo alienígena: exultación, impaciencia, anticipada y hosca alegría, crueldad. (Deja a un lado esa cosa horrible hasta más tarde.) Escucha más lejos hacia el este, hacia el norte, hacia el noroeste, y hacia el sur. Capta otras concentraciones, amorfos glóbulos dorados presagiando la presencia de más aún de las artificialmente realzadas mentes exóticas, con sus pensamientos demasiado numerosos y desenfocados para que tu aún convaleciente mente pueda individualizarlos, con sus armonías y ocasionales crestas de poder, tan extrañas y sin embargo tan dolorosamente familiares en su parecido a las redes metapsíquicas del querido y perdido Medio.

¡Escucha las anomalías! Débiles farfulleos y arranques pueriles. Otras mentes inhumanas… ¿no aumentadas por torques, quizá genuinamente operativas? ¿Qué? ¿Quién? ¿Dónde? Datos inconclusivos, pero tantos. Escucha los débiles rastros de los esquemas de miedo y los esquemas de dolor y los esquemas de resignación y pérdida procedentes de Dios sabe dónde o qué. Retrocede. Apresúrate a pasar esquivándolos y ve más allá, escuchando. Escuchando.

¡Eso! Un aleteante contacto del norte que parpadea y desaparece en un espasmo de aprensión tan pronto como tú lo tocas. ¿Un Tanu? ¿Un telépata humano mejorado? Lo llamas, pero no recibes respuesta. Proyectas amistad y necesidad, pero no recibes respuesta… Quizá después de todo lo imaginaste.

Escucha más, más lejos. Sondea todo el mundo del Exilio. ¿Hay alguno de los tuyos aquí, hermanas y hermanos de la mente? ¿Puede alguien captar a distancia, en el modo único humano que los exóticos no pueden conocer? ¡Responded a la telépata redactora buscadora suplicante esperanzada Elizabeth Orme! Responded…

Una aureola planetaria. Emanaciones de formas de vida inferiores. Susurros mentales de la humanidad normal. El parloteo de los Tanu y sus esbirros con sus torques. Un ambiguo murmullo del otro lado del mundo, evanescente como un sueño recordado. ¿Es real o una reverberación? ¿Imaginación o realidad? Lo rastreas, lo pierdes. Flotas desanimadamente y sabes que nunca existió. La Tierra está muda.

Sal más allá del halo del mundo y percibe el diapasón del rugido de fondo del oculto sol y los arpegios menores de las estrellas cercanas y distantes, tintineando con sus propios planetas y vida. ¿Ninguna humanidad metapsíquica? Entonces apela a la en nuestros días antigua raza lylmik, frágiles artesanos de prodigios mentales… pero no existen todavía. Llama a los krondaku, hermanos mentales pese a sus temibles cuerpos… pero ellos también son una raza aún en embrión, como lo son los gi, los poltroyanos, y los rudos simbiari. El universo viviente aún no está unido, la mente sigue todavía encadenada a la materia. El Medio se halla en su infancia, y la Bendita Máscara Diamantina aún no ha nacido. No hay nadie para responder.

Elizabeth se estremeció.

Sus ojos contemplaron sus propias manos, el simbólico anillo diamantino de su profesión, débilmente luminoso, burlón. Banales imágenes mentales la rozaron y la salpicaron. La enormemente abierta subvocalización del soldado Billy, pensando en los ya un poco viejos pero disponibles encantos de una mujer en una taberna de un lugar llamado Roniah. El otro guardia, Seung Kyu, preocupado por una apuesta que planea hacer acerca de algún desafío, cuyo resultado puede ser modificado ahora con la participación de Stein. El capitán irradiando oleadas de dolor de un furúnculo en su sobaco agravado por el peto de bronce de su ligera armadura. Stein aparentemente dormido, calmado por su torque gris. Aiken y la mujer llamada Sukey tejiendo una burda pero efectiva pantalla sobre algunas jugarretas mentales. Creyn sumido ahora en una conversación verbal con el antropólogo, discutiendo la evolución de la sociedad Tanu desde la apertura del portal del tiempo.

Elizabeth tejió un escudo tras el cual poder meditar, impenetrable como el diamante de su futuro santo patrón. Y cuando lo hubo terminado dejó que la amarga tristeza y la rabia llamearan. Lloró por la ironía de haber huido de la soledad y la aflicción, solamente para encontrarse transformada y fresca. Envuelta en el capullo ígneo de su pérdida, se dejó derivar. Su rostro era tan tranquilo como el de una estatua a la luz de las estrellas del plioceno, y su mente tan inaccesible como ellas.

—… la Nave no tenía forma de saber que este Sol estaba a punto de entrar en un prolongado período de inestabilidad, desencadenado por una cercana supernova. Un centenar de años después de nuestra llegada, tan sólo uno de cada treinta concebidos llegaba a buen término. De aquellos que nacían, solamente la mitad eran normales. Vivimos mucho tiempo, según los estándares normales, pero nos enfrentamos a la extinción a menos que el desastre pueda ser evitado de alguna forma.

—¿Y no podéis simplemente hacer las maletas e iros?

—Nuestra Nave era un organismo vivo. Murió heroicamente cuando nos trajo a la Tierra, efectuando un salto intergaláctico sin precedentes en la historia de nuestra raza… No, no podemos irnos. Tenemos que hallar otra solución. La Nave y su Esposa eligieron la Tierra para nosotros debido a una compatibilidad básica entre nuestro plasma y el de la forma de vida nativa más desarrollada, los ramapitecos. Esto nos permitió dominarlos con nuestra tecnología tórquica…

—¿Para esclavizarlos, quieres decir?

—¿Por qué utilizar un término tan despectivo, Bryan? ¿Habla tu gente de esclavizar a los chimpancés o a las ballenas? Los ramas son escasamente más sentientes. ¿O tal vez hubiéramos debido vivir en una cultura de la Edad de Piedra? Vinimos aquí voluntariamente a fin de seguir un antiguo estilo de vida que ya no era permitido en los mundos de nuestra galaxia. Pero no deseábamos subsistir de raíces y bayas ni vivir en cuevas.

—Dios no lo permita. Así que convertisteis a los ramas en vuestros sirvientes y vivisteis alegremente hasta que el Sol empezó con sus alteraciones. Y entonces vuestros ingenieros genéticos hallaron un nuevo uso para los ramas, supongo.

—No equipares nuestra tecnología con la vuestra, Bryan. En este estadio avanzado de nuestra vida racial somos unos ingenieros muy mediocres… genéticos o de otro tipo. Todo lo que éramos capaces de hacer era utilizar las hembras rama para implantar en ellas nuestros óvulos fertilizados. Esto incrementó nuestro índice reproductivo tan sólo ligeramente, y en el mejor de los casos fue un recurso insatisfactorio. Puedes comprender cómo la llegada de los viajeros temporales humanos… compatibles genéticamente y virtualmente inmunes a los efectos de la radiación… nos pareció algo providencial.

—Oh, claro. De todos modos, tienes que admitir que las ventajas se decantan principalmente hacia un lado.

—¿Estás seguro de ello? Recuerda el tipo de inadaptados humanos que toman la decisión de venir al Exilio. Nosotros los Tanu tenemos muchas cosas que ofrecerles. Cosas mejores de las que nunca soñaron que fueran posibles, si poseen metafunciones latentes. Y realmente pedimos tan poco a cambio.

Algo empezó a mordisquear la mente de Elizabeth. Ñac.

Para eso.

Ñacñacñac.

Lárgate.

Ñac. Ñacñac. Ven ayuda yo solo no puedo.

Deja de pellizcarme la mente como una criatura Aiken.

¡ÑAC!

¡Eres un maldito insecto inoportuno Aiken! Vete a molestar a otro.

ÑacplafBANG. Maldita sea Elizabeth ella está haciéndose jalea con STEIN.

Lentamente, Elizabeth se volvió en su silla y miró al jinete inmediatamente detrás de ella. La mente de Aiken quedó arrinconada a un lado mientras ella enfocaba la suya a una forma femenina de oscuras y flotantes ropas. Sukey. Un rostro tenso de mejillas encendidas y una nariz respingona. Unos ojos índigo demasiado juntos para ser hermosos, velados por el pánico.

Elizabeth penetró en ella sin ser invitada y en un instante captó la situación, dejando a Aiken y al recién llegado Creyn mirando desde fuera en una absoluta impotencia. Sukey se hallaba aferrada por la furiosa mente de Stein, su cordura estaba a punto de verse abrumada por el poder mental del hombre herido. Estaba claro lo que había sucedido. Sukey era una redactora latente potencialmente fuerte, y su torque de plata había hecho su función operante. Incitada por Aiken, había probado su habilidad sondeando a Stein, intrigada por la aparente indefensión del dormido gigante. La joven se había deslizado debajo del baño neural de bajo nivel generado por el torque gris, que Creyn le había puesto para amansar su violencia y bloquear el dolor residual de sus heridas en proceso de curación. Bajo esta capa, Sukey se había encontrado con el lamentable estado de la mente subconsciente de Stein… las antiguas ulceraciones psíquicas, los más recientes desgarros en su autoestima, todo ello girando en un maelstrom de reprimida violencia.

El tentador le había susurrado a Sukey, y su innata compasión había respondido. Había iniciado una imposible e incompetente operación de redacción en Stein, confiada de poder ayudarle; pero el bruto que anidaba en el alma llena de dolor del vikingo había brotado y la había atacado por su intromisión. Ahora tanto Sukey como Stein estaban atrapados en un terrible conflicto de psicoenergías. Si el antagonismo no era resuelto pronto, el resultado podía ser la disyunción total de la personalidad para Stein y la imbecilidad para la mujer.

Elizabeth lanzó un llameante pensamiento a Creyn. Se zambulló y dobló las grandes alas de su propia redactabilidad en torno al frenético par. La joven mente de la mujer fue arrojada fuera sin ceremonias, para ser encapsulada por Creyn, que volvió a soltarla en seguida para luego observar con un respeto teñido por algunas otras emociones cómo era reparado el mal.

Elizabeth tejió restricciones, detuvo el torbellino psíquico, calmó el bullente pozo de furia. Apartó a un lado la mal construida estructura de alteración mental confeccionada por Sukey, con sus ingenuos y atrevidos canales de drenaje que eran demasiado débiles para una auténtica catarsis. Hizo ascender el dañado ego de Stein con una fuerza amorosa, mientras fundía los bordes de las heridas y presionaba sobre las partes desgarradas a fin de que pudiera iniciarse la curación. Incluso los más antiguos abscesos psíquicos se hincharon y reventaron y arrojaron parte de su veneno sobre ella. La humillación y el rechazo disminuyeron. El padre-monstruo se encogió hacia una patética humanidad, y la madre-amante perdió parte de su atuendo de fantasía. El Stein-Despierto miró al espejo de curación de Elizabeth y gritó. Descansó.

Elizabeth emergió.

El grupo de jinetes se había detenido, apiñándose prietamente en torno a Elizabeth y su montura. La mujer se estremeció en el sofocante aire del anochecer. Creyn tomó su propia capa escarlata y blanca y se la echó por encima de los hombros.

—Fue magnífico, Elizabeth. Ninguno de nosotros… ni siquiera Lord Dionket, el más grande… hubiera podido hacerlo mejor. Los dos están a salvo.

—Aún no está todo completado —se obligó a decir—. No puedo finalizarle a él. Su voluntad es muy fuerte y se resiste. Empleé… todo lo que tengo a mi disposición ahora.

Creyn tocó el círculo de oro en torno a su cuello.

—Puedo hacer más profunda la envoltura neural generada por su torque gris. Esta noche, cuando lleguemos a Roniah, podremos hacer más por él. Se recuperará en pocos días.

Stein, que no se había movido ni una sola vez durante el embrollo metapsíquico, lanzó un enorme suspiro. Los dos soldados desmontaron y ajustaron el arzón de su silla de modo que dispusiera de un respaldo más cómodo y seguro.

—Ahora no hay peligro de que caiga —dijo Creyn—. Más tarde dispondremos las cosas de modo que vaya más confortable. Ahora será mejor que sigamos nuestra cabalgada.

—¿Puede decirme alguien qué infiernos está ocurriendo? —preguntó Bryan. Carente de un torque, se había perdido la mayor parte de la escena, que había sido telepática.

Un hombre robusto con el pelo color estopa y un aspecto vagamente oriental en sus rasgos señaló con un dedo a Aiken Drum.

—Pregúntaselo a ése. Él lo empezó todo.

Aiken sonrió e hizo girar su torque de plata. Varias polillas blancas aparecieron repentinamente de la oscuridad y empezaron a orbitar en torno a la cabeza de Sukey, formando como un loco halo.

—¡Sólo un pequeño intento de ayudar a mis semejantes que salió mal!

—Ya basta con esto —ordenó Creyn. Las polillas desaparecieron. El alto Tanu se dirigió a Aiken en un tono de velada amenaza—. Sukey fue el agente, pero es obvio que eres el instigador. Te divertiste poniendo a tu amigo y a esta mujer inexperta en un peligro mortal.

El grotesco rostro de Aiken se mostró impenitente.

—Oh. Parecía bastante fuerte. Nadie la obligó a mezclarse con él.

—Yo sólo intentaba ayudar —dijo Sukey. Su voz tenía un aura de testaruda convicción en que había obrado bien—. ¡Estaba tan desesperadamente necesitado! ¡Y a nadie de los demás parecía importarle!

—Éste no era ni el momento ni el lugar de emprender una difícil redacción —dijo ásperamente Creyn—. Stein hubiera sido tratado a su debido tiempo.

—Dejad que yo lo diga con claridad —intervino Bryan—. ¿Ella intentó alterar su mente?

—Intentó curarle —dijo Elizabeth—. Supongo que Aiken la animó a que probara sus nuevas metahabilidades, del mismo modo que ha estado probando las suyas propias. Pero ella no pudo controlarlas.

—¡Dejad de hablar de mí como si fuera una niña! —exclamó Sukey—. Mordí más de lo que podía masticar. ¡Pero mis intenciones eran buenas!

Una seca risotada brotó del pelirrubio, cuyo torque de plata estaba casi oculto por una camisa de franela a cuadros escoceses. Llevaba unos recios pantalones de sarga y unas botas de leñador de gruesas suelas.

—¡Tus intenciones eran buenas! ¡Algún día, ése será el epitafio de la humanidad! Incluso esa maldita Madame Guderian tenía buenas intenciones cuando empezó a dejar que la gente pasara a este mundo del infierno.

—Será un infierno para ti tan sólo si tú lo quieres, Raimo —dijo Creyn—. Ahora tenemos que continuar. Elizabeth… si te sientes capaz, ¿quieres ayudar a Sukey a comprender algo de su nuevo poder? Al menos aconséjale sobre las limitaciones que debe aceptar por ahora.

—Supongo que me equivoqué —dijo Sukey.

Aiken hizo avanzar su montura hacia la ceñuda muchacha y le dio unas palmadas en el hombro de una manera fraternal.

—Vamos, vamos, chiquita. La antigua amante de un doblamentes te dará un curso acelerado, y luego podrás practicar conmigo. Te garantizo que no voy a devorarte viva. ¡No veas lo que nos vamos a divertir mientras enderezas todas las cosas que tengo retorcidas en mi pobre y pequeña alma malvada!

Elizabeth lanzó su mente hacia adelante y le dio a Aiken un pellizco que le hizo lanzar un aullido.

—Ya basta de esto, chico. Ve a hacer prácticas con un murciélago o un puerco espín o lo que quieras.

—A ti te voy a dar murciélagos —prometió hoscamente Aiken. Espoleó a su montura para que avanzara por el amplio camino, y la caravana siguió adelante.

Elizabeth se abrió a Sukey, apaciguando el miedo y la desconfianza de la mujer.

Quiero ayudarte pequeña hermana mental. Tranquilízate. ¿Sí?

(Tenaz terquedad dolor vergüenza fundiéndose lentamente.) Oh por qué no. Organicé un lío terrible con todo esto.

Ahora ya ha pasado. Relájate. Dime tu…

Sue-Gwen Davies, veintisiete años, nacida y educada en la última de las colonias orbitales del Viejo Mundo. Una antigua oficiala juvenil llena de firme empatía y preocupación maternal hacia sus desdichados clientes jóvenes. Los adolescentes del satélite habían montado una insurrección, rebelándose contra la vida no natural elegida para ellos por sus abuelos tecnócratas idealistas, y el Medio había dictaminado con retraso que la colonia tenía que ser desmantelada. Sukey Davies se había alegrado pese a que con ello su trabajo se volvía redundante. No sentía ninguna lealtad hacia el satélite, ninguna atadura filosófica al experimento que se había convertido en obsoleto en el momento mismo en que se inició la Gran Intervención. Todas las horas de trabajo de Sukey habían transcurrido intentando conseguir algo de unos niños que se resistían testarudamente a someterse al condicionamiento necesario para vivir en una colmena orbital.

Cuando la colonia satélite estuvo desmantelada, Sukey regresó a la Tierra… ese mundo que había visto a sus pies durante tantos dolorosos años. Allí abajo existían el paraíso y la paz. ¡Estaba segura de ello! La Tierra era el Edén. Pero no encontraría la auténtica tierra prometida en aquellos manicurados, laboriosos continentes de la Tierra.

Estaba dentro del planeta.

Elizabeth lo comprendió con rapidez. La mente de Sukey era moderadamente inteligente, firme de voluntad, bondadosa, con una alta redactabilidad latente y una moderada captación a distancia. ¡Pero Sukey Davies estaba también firmemente convencida de que el planeta Tierra era hueco! Viejos libros en microfichas contrabandeados al satélite por excéntricos aburridos y cultistas la habían introducido en las ideas de Bender y Giannini y Palmer y Bernard y Souza. Sukey se había sentido subyugada por la noción de una Tierra hueca iluminada por un pequeño sol central, una tierra de tranquilidad e invencible buena voluntad, poblada por pequeños habitantes poseedores de toda la sabiduría del mundo. ¿No habían contado los antiguos relatos acerca de las subterráneas Asar, Avalón, los Campos Elíseos, Ratmansú, y Última Thule? Incluso la budista Agharta se suponía que estaba conectada mediante túneles a las lamaserías del Tibet. Esos sueños no le parecían en absoluto extravagantes a Sukey, la habitante de la superficie interna de un cilindro de veinte kilómetros de largo girando en el espacio. Era lógico que la Tierra fuera hueca también.

Así que Sukey volvió al Viejo Mundo, donde la gente se echó a reír cuando les explicó lo que estaba buscando. Unos cuantos la ayudaron incluso a aligerarla de su paga de cese mientras proseguía su búsqueda. No había, descubrió tras una costosa inspección personal, ninguna abertura polar protegida por espejismos que condujera al interior del planeta, como proclamaban algunos de los viejos escritores; como tampoco fue capaz de lograr la entrada al submundo vía las supuestas cuevas en Xizang. Finalmente fue al Brasil, donde un autor decía que existía un túnel a Agharta localizado en la remota Sierra do Roncador. Un viejo indio murcego, captando la posibilidad de una recompensa adicional, le dijo que el túnel había existido realmente, pero que desgraciadamente había quedado cegado por un terremoto «muchos miles» de años en el pasado.

Sukey había meditado en esta afirmación durante tres lacrimógenas semanas antes de llegar a la conclusión de que seguramente sería capaz de hallar el camino a la Tierra hueca viajando hacia atrás en el tiempo. Se vistió con ropas que reflejaran su herencia galesa y se dirigió ansiosamente al plioceno, donde…

¡Creyn dice que su gente fundó el paraíso!

Oh Sukey.

¡Sísí! ¡Y yo puedo ser unapoderosacuradora! ¡Creyn lo ha prometido!

Calma. Puedes convertirse en una metapracticante de altura. Pero no instantáneamente. Tienes que aprender antes mucho mucho querida. Primero practica bien y luego actúa.

Quiero/necesito hacerlo. ¡Pobre Stein! Hay otros más pobres aún a los que puedo ayudar. ¿Tú también los sientes a todo nuestro alrededor…?

Elizabeth se retiró de la agitada inmadurez de la mente de Sukey y buscó por todas partes. Había algo. Algo completamente extraño a su experiencia que apenas había entrevisto en los límites de su percepción, aquella misma tarde, hacía poco. ¿Qué era? El enigma no se definía en una imagen mental que pudiera identificar. Aún no. Y así Elizabeth colocó el problema a un lado y regresó a la tarea de instruir a Sukey. El trabajo era difícil, e iba a mantenerla ocupada un cierto tiempo, de lo cual dio gracias a Dios.