Había bancos bajo los árboles del cerrado recinto, pero Claude Majewski prefirió sentarse en el suelo a la sombra de la partición con el corral de los animales, desde donde podía observar a los fósiles vivientes que eran éstos y meditar. Daba vueltas una y otra vez entre sus grandes manos a la tallada caja de Zakopane.
Un espléndido final para tu frivolidad, Viejo. ¡Vendido río abajo en tu ciento treinta y tres año! Y todo debido a un loco gesto caprichoso. ¡Oh, vosotros los polacos siempre habéis sido unos estúpidos románticos!
¿Es por eso por lo que me quisiste, Muchacha Negra?
El aspecto realmente humillante de todo aquello era que Claude hubiera necesitado tanto tiempo para darse cuenta de la realidad. ¿Acaso no había recibido alegremente el primer contacto amistoso, la atractiva habitación con la comida (y los servicios), todo magníficamente calculado para tranquilizar a la gente asustada después de las tensiones de la traslación? ¿No fue Tully genial e inofensivo, sonsacándole y halagándole y recitándole las maravillas de la gran vida de paz y felicidad que iban a gozar en el Exilio? (De acuerdo, Tully se había pasado ligeramente en aquello.) Y la primera visión de Epone lo había dejado estupefacto, la inesperada presencia de una exótica en la Tierra del plioceno entumeciendo su prudencia natural mientas lo medía, averiguaba lo que deseaba, y lo despedía.
Incluso cuando los guardianes armados lo condujeron educadamente cruzando el patio se había mostrado tan dócil como un cordero… hasta el último minuto, cuando le quitaron su mochila, abrieron la puerta, y lo empujaron al corral de la gente.
—Tómatelo con calma, viajero —había dicho un guardián—. Recibirás de vuelta tu mochila más tarde, si te comportas bien. Crea problemas, y tenemos medios para reducirte. Intenta escapar, y te unirás con los perros-osos a la hora de su comida.
Claude se había quedado allí con la boca muy abierta hasta que un compañero prisionero de aspecto saludable con un traje alpino de escalada acudió a su lado y lo condujo a la sombra. Al cabo de una hora o así, a Claude le fue devuelta la mochila por un guardián. Todo el equipo que hubiera podido ayudarle a escapar había sido retirado. Le dijeron que las herramientas en vitredur para trabajar la madera le serían devueltas cuando estuviera «a salvo» en Finiah.
Una vez pasada la primera impresión, Claude exploró el corral de la gente. En realidad era un amplio y sombreado patio con paredes ornamentales de agujereada piedra caliza de más de tres metros de alto, patrullado por guardias. Una extensión a cubierto conducía a un confortable dormitorio y a unos servicios. El complejo contenía a ocho mujeres y treinta y tres hombres. Claude reconoció a la mayoría de ellos por haberlos observado marchar a primera hora de la mañana cruzando los jardines del albergue hasta el pabellón Guderian. Representaban aproximadamente el botín de una semana de viajeros temporales, y cabía suponer que los que faltaban habían sido elegidos por el test de Epone para algún otro destino alternativo.
Claude descubrió pronto que el único otro de sus camaradas del Grupo Verde en el corral era Richard. Permanecía sumido en un ominoso sueño en uno de los camastros del dormitorio. No se despertó cuando el anciano lo sacudió por el hombro.
—Tenemos algunos otros como él —dijo el alpinista. Su rostro era largo, curtido por la intemperie, y finamente surcado por las arrugas que le daban la indeterminada apariencia madura de los rejuvenecidos que empezaban a declinar de nuevo. Tenía unos alegres ojos grises y un pelo color ceniza bajo su sombrero tirolés—. Alguna gente simplemente parece desmoronarse, pobres diablos. De todos modos, es mejor esto que el tipo que se ahorcó anteayer. Vuestro lote de hoy es el último del cargamento de la semana. Esta noche nos trasladaremos. Alégrate de no haber tenido que pasar aquí seis días como algunos de nosotros.
—¿Alguno ha intentado escapar? —preguntó Claude.
—Unos pocos después de que yo llegara. Un cosaco llamado Prischchepa de mi grupo. Tres polinesios ayer. Los perros-osos se comieron incluso sus capas de plumas. Fue una verdadera lástima. ¿Te gusta la música? Tengo ganas de tocar un poco de Purcell. Por cierto, me llamo Basil Wimborne.
Se sentó en un camastro vacío, sacó una flauta de madera, y empezó a tocar una melancólica melodía. El anciano recordó que Bryan había silbado a menudo fragmentos de ella. Claude escuchó durante unos minutos, luego volvió a salir fuera.
Otros viajeros temporales estaban reaccionando a su prisión de acuerdo con su psicología individual. Un artista de edad avanzada estaba inclinado sobre un bloc de dibujo. Sentados juntos bajo un árbol había una pareja vestida como pioneros yankis, acariciándose con una pasión que prescindía de todo lo demás. Cinco gitanos discutían como conspiradores y practicaban luchas cuerpo a cuerpo con invisibles cuchillos. Un sudoroso hombre de edad madura con una toga ribeteada con piel de conejo y un dominó de cabritilla no dejaba de exigir que los guardias le devolvieran sus libros de estudio. Dos guerreros japoneses, sin espadas pero ataviados con preciosas armaduras del siglo XIV, estaban jugando al gobn con un tablero de decamolec. Una encantadora mujer cubierta con un velo de gasa color arco-iris resolvía sus tensiones a través de la danza; los guardias del exterior tenían que desanimarla constantemente de que trepara por las paredes y saltara al espacio como una ondulante mariposa, gritando: «¡Paris… adieu!» En un lugar sombreado había sentado un negro australoide con una camisa rizada blanca, pantalones de montar, y unas botas de lados elásticos; los cuatro pequeños altavoces de su biblioteca musical habían sido colocados a su alrededor, alternando interminablemente Der Erlkönig con una antigua versión del Celery Stalks at Midnight de Will Bradley. Un tipo vestido de bufón hacía equilibrios con tres bolas plateadas con una persistente falta de habilidad ante un público de una mujer anciana y sus tres cachorrillos shih-tzu, que nunca se cansaban de recoger las bolas. Quizá el más patético de los prisioneros fuera un hombre alto y robusto con una barba color jengibre y unos ojos hundidos, maravillosamente ataviado con una imitación de cota de malla y un vestido de seda de caballero medieval con un león dorado como blasón. Caminaba arriba y abajo por el recinto en un agitado frenesí, atisbando a través de los agujeros de la pared y exclamando:
—¡Aslan! ¡Aslan! ¿Dónde estás ahora que te necesitamos? Sálvanos de la belle dame sans merci!
Claude decidió que era una situación malditamente apurada. Por alguna perversa razón, casi se sintió complacido consigo mismo.
Recogió una ramilla caída llena de hojas y la introdujo por una de las aberturas ornamentales al corral adyacente de los animales.
—Aquí, chico. Aquí, chico.
Una de las criaturas del otro lado de la pared alzó sus empenachadas orejas, parecidas a las de un caballo, y avanzó lentamente para probar el bocado que se le ofrecía. Claude observó alegremente como primero mordisqueaba hojas con unos pequeños dientes afilados, luego roía las partes de madera con sus fuertes molares. Cuando hubo engullido el bocado, el animal le lanzó una mirada que reprochaba tristemente su falta de generosidad, así que fue en busca de más hojas.
Se trataba de un chalicotérido, un miembro de una las más peculiares y fascinantes familias de mamíferos del cenozoico. Su cuerpo era robusto y de profundo pecho, con casi tres metros de largo y un cuello como de caballo y una cabeza que atestiguaba sus afinidades con los perisodáctilos. Sus patas delanteras eran algo más largas que las traseras y al menos dos veces más robustas que las de un caballo de tiro. En vez de terminados en cascos, sus pies terminaban en tres dedos rematados por enormes uñas retráctiles. Las interiores de las patas delanteras tenían casi el tamaño de una mano humana, mientras que las otras tenían tan sólo la mitad de su envergadura. El cuerpo del chalicotérido estaba recubierto por un corto pelaje hirsuto de un color gris azulado, salpicado de manchas blancas en la cruz, los flancos y los cuartos traseros. Su cola era rudimentaria, pero el animal alardeaba de una fina crin de largo pelo negro, una cinta negra que recorría toda su espina dorsal, y unos ostentosos mechones negros en sus espolones. Los inteligentes ojos estaban situados un poco más hacia adelante en el cráneo que los de un caballo y estaban enmarcados por gruesas y largas pestañas negras que el animal movía encantadoramente. Llevaba unas bridas de cuero y estaba completamente domesticado. El corral contenía al menos una sesentena de animales, la mayoría de ellos grises moteados, con algunos ejemplares ocasionales blancos o alazanes.
El sol del plioceno ascendió sobre la barbacana y finalmente brilló directamente sobre el patio, empujando a todos los prisioneros menos los más endurecidos al relativo frescor del dormitorio de piedra. Al mediodía sirvieron una comida sorprendentemente decente, un guiso de carne sazonado con laurel, fruta, y un ponche de vino. Claude intentó de nuevo despertar en vano a Richard, y finalmente guardó la comida del pirata bajo su camastro. Tras la comida, la mayor parte de los prisioneros se retiraron para una siesta, pero Claude volvió a salir para hacer la digestión paseando y rumiar sobre su destino.
Un par de horas más tarde, un grupo de cuidadores vestidos de gris empezaron a traer grandes cestos de retorcidos tubérculos y carnosas raíces parecidas a remolacha forrajera. Los echaron en los comederos de los animales. Mientras los chalicotéridos se alimentaban, los hombres limpiaron el corral con enormes escobas de ramas y palas de madera, echaron el estiércol en carretas con ruedas, y llevaron éstas hacia el corredor que conducía a la puerta trasera del castillo. Dos de los cuidadores se quedaron detrás con una especie de bomba portátil, que sumergieron en la fuente central. Mientras un hombre bombeaba, el otro desenrolló una rígida manguera de lona con la que limpió el suelo del corral, con el exceso de agua eliminándose por los desagües. Cuando el suelo estuvo limpio, dirigió el chorro a los animales que estaban comiendo. Lanzaron gritos y relinchos de placer.
El viejo paleontólogo asintió con satisfacción. Amantes del agua. Comedores de raíces. De modo que los chalicotéridos eran habitantes de los húmedos bosques semitropicales o lodosos lechos de los ríos. Y utilizaban sus uñas para cavar en busca de raíces. Un misterio menor de la paleobiología quedaba resuelto… para él, al menos. ¿Pero iban a tener que viajar realmente los prisioneros en tales arcaicas monturas? Los animales no podían ser tan rápidos como los caballos, pero parecían mucho más resistentes. ¡Y su andadura…! Claude retrocedió. Si uno de aquellos animales emprendía un galope con él encima, sus viejas rodillas y las articulaciones de sus caderas se desmontarían como antiguos adornos de árbol de Navidad.
Un sonido en las sombras del claustro llamó su atención. Los soldados estaban conduciendo a dos nuevos prisioneros hacia la puerta posterior del recinto, que se abría al dormitorio. Claude vio una oscilante pluma verde y un atisbo de blanco y negro. ¡Felice y Amerie!
Se apresuró dentro, y estaba de pie allí cuando las dos mujeres fueron introducidas en la prisión. Un guardián depositó en el suelo sus mochilas, que había llevado hasta allí, y dijo de forma amistosa:
—Ya no tendréis que esperar mucho. Será mejor que comáis algo de lo que queda ahí encima de la mesa.
El caballero errante avanzó corriendo hacia ellos con una trágica expresión.
—¿Está ya Aslan de camino? ¿Lo has visto, buena Hermana? ¡Quizá este soldado pertenezca a su séquito! ¡Aslan tiene que venir, o estamos perdidos!
—Oh, lárgate —murmuró Felice.
Claude tomó al caballero por un codo recubierto de cota de malla y lo condujo a un camastro cerca de la otra puerta.
—Quédate aquí y espera a Aslan. —El hombre asintió solemnemente y se sentó. En algún lugar en la penumbra, otro prisionero estaba sollozando. El alpinista estaba tocando Greensleves en su flauta.
Cuando Claude regresó junto a sus amigas, encontró a Felice rebuscando en su mochila y maldiciendo.
—¡Todo ha desaparecido! La ballesta, mis cuchillos de desollar, las cuerdas… ¡exactamente todas las malditas cosas que hubiera podido utilizar para sacarnos de aquí!
—Será mejor que lo olvides —le dijo Claude—. Si recurres a la violencia, te pondrán un collar. Ese tipo que está tocando la flauta me contó de un prisionero que se volvió loco y atacó a uno de los camareros. Los soldados le dieron con las mazas y luego le pusieron uno de esos collares de metal gris. Cuando dejó de gritar y recobró los sentidos, estaba tan suave como la leche. No podía quitarse el collar tampoco.
Felice maldijo con mayor elocuencia.
—Entonces, ¿están planeando ponernos el collar a todos?
Claude miró a su alrededor, pero nadie les estaba prestando la menor atención.
—Evidentemente no. Por todo lo que puedo juzgar, los collares grises son un tipo simple de psicorregulador, probablemente conectado a los dorados que llevan Lady Epone y otros exóticos. No todo el personal del castillo lleva collares. Los soldados y los guardianes sí, y los tipos importantes como Tully. Pero los cuidadores de los establos no los llevan, y ninguno de los camareros.
—¿Ni siquiera en posiciones relativamente importantes? —sugirió la monja.
—O quizá anden cortos de material —dijo Claude.
Felice frunció el ceño.
—Podría ser. Se necesita una tecnología sofisticada para manufacturar cosas como ésas. Y hasta ahora, todo este asunto se parece condenadamente al Ratón Mickey. ¿Habéis visto ese calibrador mental saliéndose siempre de tono? ¿Y que no hay agua corriente en las habitaciones de recepción?
—No se molestaron en tomar ninguno de mis productos farmacéuticos —dijo Amerie—. Los collares deben proteger a los guardias de cualquier droga que nos sintamos tentados a probar. Unos artilugios fáciles de manejar. Ningún capataz de esclavos debe andar sin unos cuantos de ellos en el bolsillo.
—Puede que no necesiten poner collares a la gente para mantenerla sometida —dijo Claude, hosco. Hizo un gesto hacia los apáticos ocupantes del dormitorio—. ¡Simplemente miradlos! Unos cuantos más activos intentaron escapar, y fueron dados como comida a los perros-osos. Creo que la mayor parte de la gente que caiga en una pesadilla como ésta queda tan traumatizada que simplemente flota durante un tiempo y tan sólo espera que las cosas no se pongan peor. Los guardias son alegres y no dejan de hablar de la buena vida que nos aguarda. La comida no es mala. ¿No te lo tomarías tú con tranquilidad y verías qué es lo que sale de todo esto, en vez de luchar contra ello?
—No —dijo Felice.
—Las expectativas de las mujeres no son tan rosadas, Claude —añadió Amerie. Le contó brevemente su entrevista con Epone, y los orígenes y los apuros reproductores de la exótica raza—. Así que mientras vosotros puede que seáis capaces de vivir pacíficamente construyendo cabinas de troncos, Claude, Felice y yo vamos a vernos convertidas en yeguas de cría.
—¡Malditos sean! —murmuró el anciano—. ¡Malditos sean! —Contempló sus enormes manos, aún fuertes, pero salpicadas de manchas oscuras y con azuladas venas sobresalientes—. Serviría menos que un pedo en una taza de té en cualquier auténtica pelea. A quien necesitamos realmente es a Stein.
—Lo cogieron —dijo Amerie, y explicó lo que le contó Tully acerca de que el vikingo había sido «tratado» para impedir más problemas. Todos sabían lo que significaba aquello.
—¿Hay alguno de los otros aquí? —preguntó Felice.
—Sólo Richard —dijo el anciano—. Pero ha permanecido durmiendo desde que me trajeron aquí esta mañana. No he conseguido despertarlo. Quizá debieras echarle una mirada, Amerie.
La monja tomó su mochila y siguió a Claude hasta el camastro de Richard. Estaba rodeado de camas vacías por una razón que se hizo pronto evidente. El hombre dormido se había ensuciado en su sueño. Tenía los brazos apretadamente doblados sobre su pecho, y las rodillas casi tocaban su mentón.
Amerie alzó uno de sus párpados, luego comprobó su pulso.
—Jesús, está cerca de la catatonia. ¿Qué pueden haberle hecho?
Rebuscó en su mochila y extrajo un minidosificador, que apretó con fuerza contra la sien de Richard. Cuando el inyector actuó y el potente medicamento penetró en la corriente sanguínea del inconsciente hombre, Richard lanzó un débil gemido.
—Hay una posibilidad de que esto le haga reaccionar si la cosa no ha ido demasiado lejos —dijo la monja—. Mientras tanto, ¿queréis ayudarme a limpiarlo un poco?
—De acuerdo —dijo Felice, empezando a quitarse su armadura—. Su mochila está aquí. Supongo que debe llevar otras ropas.
—Traeré agua —dijo Claude. Se dirigió a los servicios, donde había una pileta de piedra a la que llegaba el agua a través de una conducción desde la fuente. Llenó un cubo de madera, y tomó también jabón y unas cuantas toallas ásperas. Mientras avanzaba entre los camastros, uno de los gitanos lo miró.
—Estás ayudando a tu amigo, viejo. Pero quizá fuera mejor que se quedara como está. ¡Así no les resulta útil!
Una mujer con la cabeza completamente desprovista de pelo se aferró a él. Llevaba unas arrugadas ropas amarillas y su rostro oriental estaba surcado de cicatrices, una visión inusual. Quizá formaran parte de su devoción religiosa.
—Deseábamos ser libres —graznó—. Pero esos monstruos de otra galaxia nos esclavizarán. Y lo peor de todo es que parecen humanos.
Claude se apartó de ella con un tirón. Intentando ignorar otros gritos y susurros, regresó junto a la cama de Richard.
—Le he dado otra inyección —dijo Amerie lúgubremente—. O lo hará recuperarse, o lo matará. Maldita sea… si pudiéramos administrarle algo de suero.
El caballero lanzó un grito.
—¡Están empezando a ensillar nuestras fantásticas monturas! ¡Pronto estaremos de camino a Narnia!
—Ve a ver lo que ocurre, Claude —ordenó Felice.
Se abrió camino entre los demás que se apresuraban hacia el exterior, y consiguió acercarse a la pared perforada que daba al patio central. Los cuidadores estaban conduciendo parejas de chalicotéridos desde el corral a unos amarraderos al otro lado del patio. Más servidores traían fardos y empezaban a asegurarlos a lomos de los animales. A un lado, ocho de los chalicotéridos fueron apartados de los demás para un tratamiento especial; sus arreos con tachuelas de bronce embutidas y el resto del equipo que llevaban los identificaba como monturas de los soldados.
Una voz divertida dijo junto al hombro de Claude:
—No parecen creer que necesitemos muchos guardias para el viaje, ¿no crees? —Era Basil, el excursionista montañero, observando con interés los preparativos—. ¡Ah! Aquí está la explicación. ¿Observas la hábil modificación de los estribos?
Unas cadenas de bronce colgaban de ellos. Estaban protegidas con estrechas tiras de cuero y probablemente debían colgar lo bastante sueltas en torno a los tobillos como para causar solamente una incomodidad mínima cuando eran colocadas.
El ensillado tomó algún tiempo, y el sol se ocultó por el oeste detrás del castillo. Resultaba obvio que la intención era efectuar una marcha nocturna a fin de evitar el calor del día en la sabana. Un grupo de cuatro soldados mandados por un oficial que llevaba una corta capa azul avanzó a paso marcial hasta la puerta del recinto y la abrió. Los soldados llevaban ligeros cascos y petos de bronce, ajustados sobre camisas y pantalones cortos. Iban armados con arcos, cortas espadas de bronce, y lanzas de vitredur. Cuando los soldados entraron en el corral, los prisioneros retrocedieron. El oficial se dirigió a ellos con una voz desapasionada:
—¡Vosotros, viajeros! Ha llegado el momento de salir de aquí. Soy el jefe de vuestra caravana, el capitán Waldemar. Vamos a conocernos muy bien los unos a los otros en la próxima semana. Sé que habéis pasado por momentos difíciles, algunos de vosotros, aquí en este tórrido recinto mientras aguardabais a que se completara el contingente. Pero las cosas serán mejores muy pronto. Vamos a ir al norte a la ciudad de Finiah, donde encontraréis vuestro hogar. Es un buen lugar. Mucho menos caluroso que aquí. El viaje es de unos cuatrocientos kilómetros, y nos tomará unos seis días. Viajaremos de noche durante dos días aquí en las tierras cálidas, luego empezaremos a viajar de día cuando alcancemos el bosque herciniano.
»¡Ahora, viajeros, escuchadme! No me causéis ningún problema, y recibiréis buena comida en las paradas a lo largo de todo el viaje. Incordiad, y se os reducirán las raciones. Irritadme realmente, y no comeréis nada en absoluto. Cualquiera de vosotros que crea que puede escapar, piense solamente en el zoo fósil que se halla aguardando con ojos brillantes y colas agitadas a los rezagados a pie. Tenemos gatitos dientes de sable del tamaño de superleones y hienas del tamaño de osos grises. Tenemos jabalíes salvajes más grandes que bueyes capaces de arrancar una pierna humana de una sola dentellada. Tenemos rinocerontes y mastodontes que os pisotearán hasta reduciros a pulpa apenas os vean. Y los deinotheriums, los elefantes colmilludos, disfrutan utilizando a la gente para lanzársela de unos a otros ensartándola con sus defensas, ¡y luego bailan sobre los pedazos! Incidentalmente, sólo miden cuatro o cinco metros hasta los hombros. Y si conseguís escapar de los grandes, están aún los pequeños. Todas las hendiduras están llenas de pitones y otros seres colmilludos. Los bosques pululan de arañas venenosas con cuerpos como melocotones y colmillos como los de las víboras. Y si escapáis de los animales, el Firvulag seguirá vuestro rastro e interpretará diabólicas melodías en vuestras mentes, hasta que os volváis locos o muráis de los horrores.
»¡Es malo ahí afuera, viajeros! No es el hermoso Edén del que os hablaron allá en el año 2110. Pero nadie tiene que preocuparse si no se aparta de la caravana. Vais a ir montados en esos bichos que habéis visto en el corral contiguo. Son chalicotéridos, una raza pariente lejana del caballo, y nosotros los llamamos chalikos. Son listos y les gusta la gente, y con esas uñas que tienen, nadie les importuna demasiado. Portaos bien con vuestros chalikos. Son vehículo y protección a la vez…
»Ahora, en caso de que algunos de vosotros, viajeros, penséis en escapar montados en esos animales… olvidadlo. Esos torques, esos collares que llevan nuestros soldados, nos dan un control absoluto sobre los chalikos. Dejad que nosotros nos encarguemos de conducirlos. Y también tenemos anficiones entrenados que irán flanqueando la caravana. Esos perros-oso saben que cualquier jinete que intente alejarse es carne gratis. Así que tomáoslo con calma y tendremos un buen viaje.
»¡Está bien! Ahora quiero que cada uno coja sus cosas. Podéis o bien trasladarlas de vuestras mochilas a las bolsas de las sillas de montar, o simplemente atarlas al arzón de la silla. Tengo entendido que dos de vosotros lleváis animales de compañía. Tenemos cestos de mimbre donde pueden viajar. El tipo que trajo la cabra preñada… tu animal tendrá que quedarse aquí hasta que llegue la caravana de intercambios y provisiones. La mayor parte de vuestras herramientas proscritas y armas y el equipaje de más bulto que se os retiró cuando llegasteis será transportado en nuestros animales de carga. Finalmente os serán devueltas la mayor parte de las cosas, si os comportáis bien.
»¿Ha quedado todo claro? ¡Correcto! Ahora quiero que todos estéis alineados aquí, de dos en dos y listos para montar, dentro de media hora. Cuando oigáis sonar una campana grande, sabréis que os quedan cinco minutos para alinearos o vais a empezar a recibir patadas en el culo. ¡Esto es todo!
Giró sobre sus talones y se marchó, con sus hombres siguiéndole. Ni siquiera se molestaron en atrancar la puerta.
Murmurando, los prisioneros empezaron a volver dentro arrastrando los pies para reunir sus cosas. Claude reflexionó que aquel viajar de noche era otro factor de desmoralización calculado para desalentar las ideas de huir, del mismo modo que lo era la exagerada descripción de la fauna del plioceno. ¡Arañas tan grandes como melocotones, vaya! ¡La siguiente cosa iba a ser la Rata Gigante de Sumatra! Por otra parte, los anficiones eran una amenaza verdaderamente real. Se preguntó lo rápido que podían correr sobre aquellos primitivos pies digitígrados. ¿Y qué infiernos podían ser los horrendos Firvulag?
Otro grupo bajo guardia estaba emergiendo del edificio al otro lado del patio. Los cuidadores separaron seis animales del grupo principal y los condujeron a una plataforma de monta. Claude vio una delgada figura vestida en lamé de oro siendo ayudada a subir a un chaliko ensillado, y había otra de pie a su lado con un mono escarlata, y una tercera…
—¡Aiken! —gritó el anciano—. ¡Elizabeth! ¡Soy yo! ¡Claude!
La figura de rojo empezó a discutir con otro capitán la guardia con una capa azul. La discusión se hizo más fuerte, y finalmente Elizabeth dio una patada contra el suelo y el hombre se alzó de hombros. La mujer se apartó del grupo y echó a correr cruzando el patio, con el oficial siguiéndola a paso tranquilo. Abrió la puerta del corral de la gente y se arrojó en los brazos del canoso paleontólogo.
—Bésame —murmuró, sin aliento—. Se supone que eres mi amante.
Él la apretó fuertemente contra su pecho, mientras el soldado los contemplaba con una interesada especulación. Elizabeth dijo:
—Van a llevarnos a la capital, Muriah. ¡Mis metafunciones están volviendo, Claude! Voy a hacer todo lo que pueda por escaparme. Si lo consigo, intentaré ayudaros a todos, de alguna forma.
—Ya basta, Lady —dijo el soldado—. No me importa lo que Lord Creyn te dijera. Tienes que prepararte para la marcha.
—Adiós, Claude. —Le dio un auténtico beso, de lleno en los labios, antes de apresurarse de vuelta a través del patio hasta su montura. Uno de los soldados aseguró las cadenas en torno a sus tobillos.
Claude alzó una mano.
—Adiós, Elizabeth.
De una zona cubierta más allá del corral de los animales surgió una figura mayestática cabalgando un chaliko blanco como la nieve enjaezado en escarlata y plata. El capitán saludó. Luego él y dos soldados saltaron a sus sillas. Se oyó una orden.
—¡Todo listo! ¡Rastrillo arriba!
La hilera de diez jinetes avanzó lentamente hacia el paso formando arco de la barbacana. Hubo un distante y excitado aullar de los perros-oso. El último prisionero de la hilera se volvió para agitar una mano hacia Claude antes de desaparecer en la oscura abertura.
Y adiós a ti, Bryan, pensó el anciano. Espero que encuentres a tu Mercy. De una u otra forma.
Regresó al dormitorio para ayudar con Richard, sintiéndose viejo y cansado y en absoluto complacido consigo mismo.