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El entrevistador vestido de azul apenas había tenido tiempo de abandonar la habitación, cuando Aiken Drum estaba probando ya la puerta de madera, descubriendo que estaba cerrada, y haciendo algo para remediarlo.

Utilizó la dura aguja vítrea de coser piel para tantear la ranura donde encajaba el pasador de cobre hasta que consiguió alzar el trinquete que impedía moverse a la barra. Abriendo cuidadosamente la puerta, estudió el dispositivo del otro lado que activaba el mecanismo de cierre. Una pequeña piedra recogida del suelo sirvió para inmovilizarlo.

Volvió a cerrar la puerta y avanzó cautelosamente por el pasillo, pasando por delante de las demás habitaciones cerradas donde suponía que estaban encarcelados sus camaradas del Grupo Verde. Todavía no iba a liberarlos; no hasta que hubiera echado un vistazo a las cosas para ver cómo podía tomar ventaja de su extraña situación. Había algo a la vez poderoso y peculiar actuando allí en el plioceno, y resultaba obvio que iban a ser necesarios planes más elaborados que los que podían maquinar las mentes simples de Stein y Richard para encargarse de los patanes del lugar.

¡…Cuidado!

Saltó hacia una de las gruesas, largas y estrechas ventanas a ras de suelo que daban al patio interior del castillo. Echándose encima su poncho camaleón, se acurrucó en las sombras e intentó fundirse discretamente con las piedras de su alrededor.

Cuatro robustos guardianes, conducidos por un hombre vestido de azul, avanzaron a la carrera por el corredor, siguiendo la dirección por la cual había venido Aiken. Ni siquiera miraron en su dirección, y al cabo de un momento la razón se hizo evidente.

Hubo un rugido de rabia en la distancia, y un estrépito ahogado. Empezaron a sonar pesados golpes contra el lado interior de una de las puertas de las habitaciones de recepción. Aiken atisbó desde su refugio a tiempo para ver al grupo de lacayos del castillo retroceder ante la primera puerta junto al arranque de las escaleras. Incluso desde su observatorio, a más de diez metros de distancia, Aiken pudo ver las planchas de recio roble temblar ante la fuerza de los rítmicos golpes.

El guardián de azul se detuvo delante de la puerta y sujetó con los dedos su torque en una agonía de aprensión. Los otros cuatro hombres abrieron mucho las bocas mientras su líder chillaba:

—¿Le dejasteis conservar el hacha de hierro? ¡Estúpidas boñigas!

—Pero, Maestro Tully, ¡pusimos en su cerveza soporífero suficiente como para atontar a un mastodonte!

—¡Pero no el suficiente como para debilitar siquiera a este vikingo maníaco, eso es obvio! —silbó Tully. La puerta vibró con un golpe particularmente poderoso, y la punta del hacha de Stein se asomó momentáneamente entre la madera partida antes de desaparecer de nuevo—. ¡Estará fuera de ahí en cuestión de minutos! Salim, corre a avisar a Lord Creyn. Necesitamos un torque gris muy grande. Alerta al Gobernador Pitkin y también a la escuadra de seguridad. Kelolo, trae más guardianes con una red. Y dile a Fritz que cierre el rastrillo por si acaso consigue bajar la escalera. ¡Apresuraos! ¡Si podemos echarle la red a ese bastardo en cuanto se asome tal vez podamos recuperar a ese trozo de mierda!

Los dos guardianes echaron a correr en direcciones opuestas. Aiken se hundió en las sombras. El buen viejo Steinie. De alguna forma había visto más allá de la fachada de falsa buena voluntad y había decidido emprender una acción directa. ¡Cerveza drogada! Buen Dios… ¿y si el café estaba drogado también? No había tomado más que media taza, sin embargo. Y había intentado seguir el juego a su manera cuando Tully lo entrevistó. Estaba seguro de que había quedado a los ojos del otro como un potencialmente útil pero inofensivo payaso con un cierto número de habilidades. Quizá solamente habían drogado a los tipos fuertes y de aspecto peligroso.

—¡Apresuraos, apresuraos, apresuraos, malditos imbéciles! —aullaba Tully—. ¡Está rompiendo la puerta!

Esta vez Aiken no se atrevió a mirar. Pero oyó un aullido de triunfo y un crujido de madera astillándose.

—¡Ya os enseñaré a encerrarme! —resonó la voz de Stein—. ¡Esperad a que ponga mis manos encima de ese pequeño lechugino que le echó algo a mi cerveza! ¡Yah! ¡Yah! ¡Yah!

Una figura muy alta vestida de blanco y escarlata cruzó a largas zancadas por delante del refugio de Aiken, seguida por una desordenada cohorte de guerreros, todos ellos humanos, llevando cascos en forma de domo y pesados petos de amarillentas escamas metálicas.

—¡Lord Creyn! —le llegó la voz de Tully—. He enviado a por la red y más hombres… ¡Oh, gracias a Tana! ¡Aquí están!

Tendiéndose en el suelo bajo el poncho, Aiken se arrastró como un gusano por las piedras hasta conseguir una buena vista del extremo del corredor. Stein, aullando con cada golpe de hacha, había ampliado el agujero de la puerta hasta que era ya casi lo suficientemente grande como para permitirle escapar. La gente del castillo había recobrado su disciplina con la llegada de Creyn y aguardaba, inmóvil.

Seis hombres vestidos con armaduras habían desplegado una red en el suelo. Otros dos soldados estaban apostados a cada lado de la puerta en desintegración con mazas tan gruesas como el brazo de un hombre claveteadas con redondas prominencias de metal. Los guardianes desarmados formaban una barrera protectora ante la alta figura de Creyn.

—¡Hiii-yah! —gritó Stein, pateando los últimos fragmentos obstructores de madera de la abertura. Su casco de vikingo provisto de cuernos se asomó por unos instantes, y luego retrocedió para la carga.

Emergió con un salto que lo llevó casi hasta el lado opuesto del amplio corredor, más allá del alcance de la red y en mitad de los guardianes reunidos delante de su impresionante maestro. Los hombres de blanco se arrojaron contra el loco furioso lanzando gritos desesperados. Stein los atacó, manejando el hacha de batalla con las dos manos en cortos arcos violentos que sajaron carne y huesos y arrojaron patéticos miembros seccionados que rebotaron contra paredes y suelo, derramando violentos chorros carmesíes mientras rodaban. Los soldados con armadura se lanzaron en tromba contra él, mazas en ristre, sin conseguir nada, e intentaron sujetar sus brazos mientras él seguía tasajeando la barrera de hombres vivos y muertos que lo separaban de Creyn. De alguna manera, Stein sabía muy bien cuál era su principal enemigo.

—¡Te alcanzaré! —retumbó el vikingo.

Las ropas de Creyn eran ahora cualquier cosa menos blancas. Permanecía impasible contra la pared, aferrando con sus dedos el anillo de oro que rodeaba su garganta. Un soldado consiguió finalmente arrancar el cornudo casco de la cabeza de Stein, mientras otro agitaba una maza, alcanzando al gigante en la nuca con una fuerza tal que hubiera aplastado los huesos de una columna vertebral menos heroica. Durante tres largos segundos, el vikingo se inmovilizó como una grotesca estatua, con el hacha alzada a la distancia de un golpe de la cabeza de Creyn. Luego, los dedos de Stein se aflojaron. El arma cayó y rebotó a sus espaldas. Sus rodillas se doblaron lentamente, y su cabeza cayó sobre su pecho mientas la red era arrojada tardíamente sobre él.

Uno de los guerreros extrajo una corta espada de bronce y se lanzó hacia adelante, con unos ojos que brillaban asesinos. Antes de que pudiera golpear, sin embargo, se inmovilizó, como paralizado repentinamente. Otro soldado le quitó el arma de la mano.

—Nadie va a hacerle daño a este hombre —dijo el señor Tanu. Avanzó entre el destrozo hasta que pudo contemplar de cerca el inconsciente cuerpo de Stein. Arrodillándose en el ensangrentado suelo, Creyn alzó una mano pidiendo la corta espada, y la utilizó para cortar la red que cubría la cabeza de Stein. Luego extrajo un torque de metal gris de un gran bolsillo en su cinturón, y lo colocó en torno al cuello del caído perforador—. Ahora ya es inofensivo. Podéis quitar la red. Llevadlo a otro cuarto de recepción y limpiadlo de modo que yo pueda curar sus heridas. Será bienvenido en la capital.

Alzándose, Creyn hizo un gesto para que un par de soldados lo acompañaran. Los tres dejaron sangrientas huellas de pisadas mientras se dirigían hacia el escondite de Aiken, reducían su marcha, y se detenían.

—Sal —dijo Creyn.

—Oh, está bien. —Aiken le obsequió con una sonrisa mientras se ponía en pie. Hizo un floreo con su sombrero, en un saludo burlón, y se inclinó sobre su cintura en una reverencia. Antes de que se diera cuenta de lo que estaba ocurriendo, Creyn se inclinó e hizo chasquear algo en torno a su cuello.

Oh, Cristo, pensó Aiken. ¡Yo también no!

Eres un tipo de gato completamente distinto, Aiken Drum, ligado a diversiones mucho más sofisticadas que las de tu musculoso amigo.

Aiken alzó la cabeza para mirar a los helados ojos muy por encima de él. El pelo del Tanu, tan liso y brillante hacía unos momentos, estaba sucio ahora con la sangre de los hombres que habían muerto defendiéndolo… muerto contra su voluntad, por el sonido de sus impotentes aullidos, liberados del símbolo y la fuente de su esclavitud tan sólo en el momento en que el hacha de Stein seccionaba sus cabezas de sus cuerpos.

—Supongo que puedes hacer lo que quieras con nosotros, una vez nos has puesto estos collares de perro —dijo amargamente Aiken, tocando la cosa que rodeaba ahora su cuello. Era cálida. Por una fracción de segundo sintió un ramalazo de placer nacido en sus ingles y recorriendo sus nervios como una sacudida eléctrica antes de excitar su cuerpo hasta los hormigueantes dedos de sus manos y pies.

¿Qué infiernos?

¿Te gusta eso? Es solamente una muestra de lo que podemos proporcionarte. Pero nuestro mayor don será la realización de tu propio potencial, liberándote por mucho que nos sirvas.

¿De la forma en que te sirvieron esos pobres estúpidos? ¿Troncos sin cabeza y miembros amontonados bañados en sangre?

Placer. Tu torque es plateado y no gris. Entre sus cualidades hace operante a un metapsíquico latente. Vas a gozar mucho del plioceno, muchacho.

—¡Bien, que me condene si no! —exclamó Aiken en voz alta. Placer. Placer. ¡PLACER!—. ¿En cuántas funciones soy fuerte?

Averígualo tú mismo.

Un mecanismo de control embutido en el collar, supongo.

¿Qué piensas tú al respecto?

Aiken sonrió retorcidamente.

—Mejor que gris, peor que dorado. Dime si me equivoco. ¡Lo pesqué! —Dobló cuidadosamente su poncho y lo guardó en su bolsillo lumbar—. ¿Y ahora qué, Jefe?

—Dejaremos que esperes en un nuevo cuarto de recepción, por ahora. Uno con una cerradura más efectiva. Dentro de pocas horas saldrás para nuestra capital, Muriah. No te sientas aprensivo. La vida aquí en el Exilio puede ser muy agradable.

¿Siempre que sepa quién es el jefe?

Afirmativo.

Los guardias empujaron a Aiken Drum para que cruzara la puerta. Por encima del hombro, dijo:

—Haz que uno de tus lacayos me traiga algo fuerte para beber, ¿quieres, Jefe? Todo esto despierta una sed terrible en un hombre.

Creyn se echó a reír.

—Haré que así sea. —Luego los guardias cerraron la puerta y la aseguraron.