Richard Voorhees había reconocido la desorientación psíquica del portal del tiempo como una variante de la experimentada por los seres humanos cada vez que las astronaves pasaban del universo normal al cuasidimensional subespacio gris durante el viaje superlumínico. De todos modos, el «restallar» de la traslación temporal se prolongaba mucho más tiempo que el del cruce del hiperespacio. Richard había notado también diferencias peculiares en la textura del limbo gris. Había una rotación débilmente percibida en torno a ejes consecutivos; una compresión (¿era todo, todos los átomos del universo, sutilmente más pequeño 6 millones de años en el pasado?); una cualidad del grisor que era menos fluida y más frangible (¿nadaba uno a través del espacio, y pateaba y agitaba los brazos y golpeaba a través del tiempo?); una sensación de las fuerzas de la vida disminuyendo a todo su alrededor que encajaba perfectamente con algunas nociones filosóficas de la esencia del Medio.
Cuando Richard cayó por el aire una corta distancia y aterrizó sobre la prominencia granítica del Exilio, tuvo control sobre sí mismo casi inmediatamente, del mismo modo que tenía que hacerlo el capitán de una nave tras cada traslación espacial. Apartando a un lado las ansiosas manos de un guardián, se retiró del campo tau por sus propios medios y lanzó una rápida mirada escrutadora, mientras el guardián murmuraba sandeces.
Tal como había prometido el consejero Mishima, el valle del Ródano del plioceno era mucho más estrecho, y el paisaje en su flanco occidental, allá donde un día se alzaría el albergue sobre una colina boscosa, era ahora mucho más llano y menos cruzado por cursos de agua. De hecho era una meseta, alzándose ligeramente hacia el sur. Divisó el castillo. En el cielo tras él, humeantes a la luz de primera hora de la mañana, había dos titánicos volcanes cubiertos de nieve. El del norte debía ser el Mont-Dore; el cono más grande, al sur, el Cantal.
Había hierba. Había unas criaturas parecidas a conejos, acuclilladas e inmóviles, pretendiendo ser rocas. En una hondonada algo más lejos había un bosquecillo de árboles. ¿Merodeaban los pequeños ramapitecos parecidos a monos por esos bosques?
Los guardianes estaban conduciendo a Bryan, Stein y Felice sendero arriba hacia el castillo. Otros hombres de blanco ayudaban al segundo grupo a salir de la zona de la puerta del tiempo. ¿Quién estaba a cargo del lugar? ¿Algún barón pliocénico? ¿Había aristocracia aquí? ¿Sería capaz él, Richard, de abrirse camino en este lugar, aunque fuera a codazos? Su mente fue formulando pregunta tras pregunta, chisporroteando con un entusiasmo juvenil que le sorprendía y le encantaba. Reconoció lo que estaba ocurriendo. Era una tardía repetición del mal favorito de los espacianos… la Ansiedad del Descenso. Cualquiera que viajara de un lado a otro de la galaxia y soportara el aburrimiento del gris subespacio estaba predispuesto (si no se sentía demasiado cansado) a sumergirse en la excitación anticipada del inminente aterrizaje en un mundo aún no visitado. ¿Olería bien el aire? ¿Vitalizarían o agotarían los iones? ¿Serían la vegetación y los animales agradables u horribles a la vista? ¿Encajaría la comida local con tus papilas gustativas? ¿Habrían prosperado sus habitantes, o estarían abrumados por la dureza de las condiciones? ¿Se acostarían sus mujeres contigo si se lo pedías?
Silbó unas cuantas notas de la vieja balada obscena entre sus dientes. Sólo entonces se dio cuenta de la ansiosa voz y de los tirones en su manga.
—Vamos, señor. Tus amigos han ido ya al Castillo del Portal. Nosotros tenemos que ir también. Desearás descansar y refrescarte un poco, y seguramente querrás hacer algunas preguntas.
El guardián era un hombre de pelo oscuro, un poco demasiado huesudo quizá, con la falsa juventud y los ojos demasiado listos de los recién rejuvenecidos. Richard reparó en el collar de metal oscuro y en la túnica blanca que probablemente era mucho más cómoda en aquel clima tropical que el grueso y pesado traje de terciopelo negro de Richard.
—Déjame echar una mirada a mi alrededor, amigo —dijo Richard, pero el hombre siguió tirando de él. Para evitar discusiones, Richard empezó a caminar por el sendero que conducía al castillo.
—Es una hermosa posición de mando la que tenéis ahí, amigo. ¿Es artificial este montículo? ¿Cómo os las arregláis para llevar el agua hasta ahí arriba? ¿Está muy lejos la ciudad más próxima?
—¡Tranquilo, viajero! Simplemente ven conmigo. El entrevistador del comité responderá a todas tus pregunta mucho mejor que yo.
—Bueno, al menos cuéntame las perspectivas de diversión que hay aquí. Quiero decir… allá en el presente… o en el futuro, o como infiernos lo llaméis aquí… allá se nos dijo que la relación hombres/mujeres era de unos cuatro a una. ¡Te diré que esto casi me hizo desistir de venir! De no ser por algunas circunstancias apremiantes, es posible que no hubiera venido al Exilio. Así que, ¿cómo están realmente las cosas? ¿Tenéis mujeres ahí arriba en el castillo?
—Alojamos a un cierto número de viajeras femeninas, y Lady Epone reside temporalmente en él —respondió austeramente el hombre—. Ninguna mujer vive de forma permanente en el Castillo del Portal.
—Entonces, ¿dónde vais a buscarlas vosotros? ¿Hay algún pueblo o ciudad para pasar los fines de semana o lo que sea?
Como quien constata un hecho científico, el hombre dijo:
—Buena parte del personal de castillo es homófilo o autoerótico. El resto recibe los servicios de entretenedoras itinerantes de Roniah o Burask. No hay poblados pequeños por esta zona, tan sólo ciudades muy separadas entre sí y plantaciones. Aquellos de nosotros que servimos en el castillo nos sentimos felices de permanecer en él. Somos bien recompensados por nuestro trabajo. —Pasó un dedo por su collar con una ligera sonrisa, luego redobló sus esfuerzos por llevar al recién llegado al castillo.
—Suena como algo realmente organizado —dijo Richard, con un tono de duda.
—Has llegado a un mundo maravilloso. Vas a ser muy feliz aquí, una vez hayas aprendido un poco sobre nuestras costumbres… No te preocupes de los perros-osos. Los tenemos por seguridad. No pueden alcanzarnos.
Se apresuraron cruzando el patio exterior y la barbacana, donde el guardián intentó llevar a Richard escaleras arriba. Pero el ex espaciano dio un tirón y exclamó:
—¡Espera un momento! ¡Déjame echarle un vistazo a este fascinante lugar!
—Pero no puedes… —exclamó el guardián.
Sin embargo, lo hizo. Sujetando su emplumado sombrero, Richard emprendió una carrera que solamente se veía ligeramente frenada por el peso de su mochila. Sus pies resonaron sobre las losas del suelo mientras se metía profundamente en el castillo, doblando esquinas al azar, hasta que emergió al gran patio interior. A aquella temprana hora de la mañana, la zona estaba profundamente sumida en las sombras, rodeada en sus cuatro lados por la pared interior de dos pisos de altura con sus torres en las esquinas y sus almenas. El patio tendría unos ocho metros de lado. En su centro había una fuente con árboles plantados a su alrededor en macetas de piedra. Más árboles crecían a intervalos regulares en torno al perímetro. Todo un lado del patio estaba ocupado por un amplio corral doble con paredes de piedra perforada. La mitad de él contenía varias docenas de grandes animales cuadrúpedos de un tipo que Richard no había visto nunca antes. La otra mitad del corral parecía estar vacía.
Al oír las voces de sus perseguidores, Richard se metió en una especie de claustro que recorría los otros tres lados de la pared interna del castillo. Corrió durante un corto trecho, luego giró a un corredor lateral. No tenía salida al otro extremo. Pero a ambos lados había puertas que conducían a apartamentos dentro de la edificación.
Abrió la primera puerta de su derecha, se deslizó dentro, y cerró la puerta tras él.
La habitación estaba a oscuras. Permaneció completamente inmóvil, conteniendo la respiración, alegrándose al oír cómo el ruido de pies se hacía más intenso al otro lado, luego desaparecía. Por el momento había escapado. Rebuscó en un bolsillo de su mochila en busca de una luz. Antes de que pudiera encenderla, oyó un débil sonido. Se inmovilizó. Una línea de claridad había surgido de pronto al otro lado de la oscura habitación. Alguien estaba abriendo otra puerta con infinita lentitud, y la iluminación de la estancia interior avanzaba hacia él en un rayo que se iba ampliando hasta que lo alcanzó.
Silueteada en el umbral había una mujer muy alta. Iba vestida con una diáfana bata sin mangas que parecía casi invisible. Richard no podía ver su rostro, pero supo que tenía que ser hermosa.
—Lady Epone —dijo, sin saber por qué.
—Puedes entrar.
Nunca había oído una voz así. Su dulzura musical implicaba una inconfundible promesa que le hizo arder. Dejó caer su mochila y avanzó hacia ella, una figura vestida completamente de negro atraída por el brillante foco de su presencia. Ella regresó lentamente a la habitación interior, y él la siguió. Docenas de lámparas colgaban del techo, reflejando los cortinajes de brillante oro y blanca gasa que rodeaban un enorme lecho.
La mujer tendió sus brazos. Su bata suelta era de un color azul pálido, sin cinturón, con largas cintas amarillas flotando desde los hombros como brumosas alas. Llevaba una especie de anillo de oro en tomo a su cuello, y una diadema dorada en su rubio pelo. El pelo caía en cascada casi hasta su cintura y oscilaba como un péndulo, y lo mismo hacían sus increíblemente bamboleantes pechos bajo la casi transparente tela.
Era casi medio metro más alta que él. Bajando sus casi inhumanamente brillantes ojos, le dijo:
—Acércate más.
Richard sintió que la habitación daba vueltas. Y los ojos resplandecieron más brillantes, y la suave piel lo acarició, hasta que se vio sumergido en un abismo de placer tan intenso que casi podía destruirle. Ella exclamó:
—¿Puedes? ¿Puedes?
Lo intentó. Y no pudo.
Entonces el suave aliento de luz se convirtió en un torbellino, chillando y maldiciendo y desgarrando, no a su cuerpo sino a algo que se agazapaba pidiendo perdón tras los ojos de él, algo inútil y que merecía ser castigado. Despedazada, expuesta al ridículo, arrojada y pisoteada, la cosa informe se encogió hasta convertirse en una masa cada vez más pequeña, hasta ser solamente un grumo de absoluta insignificancia, hasta desvanecerse finalmente en el blanco estallido del dolor.
Richard se despertó.
Un hombre con una túnica azul estaba arrodillado a sus pies, haciendo algo en sus tobillos. Richard estaba atado a una pesada silla, sentado en una pequeña estancia de paredes de desnudos bloques grises de piedra caliza. Lady Epone estaba de pie frente a él, sus ojos color jade inexpresivos, su boca curvada en una sonrisa de desprecio.
—Ya está listo, Lady.
—Gracias, Jean-Paul. El casco, por favor.
El hombre trajo una especie de casquete plateado con cinco protuberancias, y lo colocó sobre la cabeza de Richard. Epone se volvió hacia una estructura sobre una mesa al lado de la silla, que Richard había confundido con una especie de elaborada escultura metálica incrustada con joyas. El aparato resplandecía débilmente en sus partes cristalinas, y sus luces multicolores se mezclaban y se desvanecían en lo que evidentemente era un fallo. Epone sujetó el prisma más grande, una cosa rosada del tamaño de un puño, dándole un impaciente tirón con el índice y el pulgar.
—¡Oh, bah! ¿No hay nada que funcione en este maldito lugar? Bien. Vamos a empezar.
Cruzó los brazos e inclinó su mirada hacia Richard.
—¿Cuál es tu nombre de pila?
—Vete al diablo —murmuró él.
Un tremendo impacto agónico pareció alzar todo su cráneo.
—Por favor, habla tan sólo para responder a mis preguntas. Obedece mis órdenes inmediatamente. ¿Has comprendido?
Forcejeando contra las ataduras de la silla, susurró:
—Sí.
—¿Cuál es tu nombre de pila?
—Richard.
—Cierra los ojos, Richard. Sin hablar. Quiero que envíes la palabra socorro.
¡Dulce Jesús, eso era fácil! ¡Socorro!
Una voz de hombre dijo:
—Distancia menos seis.
—Abre los ojos, Richard —ordenó Epone—. Ahora quiero que escuches atentamente. Aquí hay un puñal. —Extrajo un arma de plateada hoja de algún lugar y la tendió hacia él, apoyada sobre sus dos manos abiertas. Las palmas tenían tan sólo unas ligeras arrugas en su lechosa suavidad—. Oblígame a clavármelo en el corazón, Richard. Véngate de mí. Destrúyeme a través de mi propia mano. Mátame, Richard.
¡Lo intentó! Deseó la muerte de aquella monstruosa perra. Lo intentó.
—Coerción menos dos coma cinco —dijo el esbirro de pie tras la silla.
—Concéntrate en lo que voy a decirte, Richard —murmuró Epone—. Tu vida y tu futuro aquí en el Exilio dependen de lo que hagas en esta habitación. —Dejó el puñal sobre la mesa, a menos de un metro del atado brazo del hombre—. Haz que el puñal se eleve, Richard. ¡Lánzalo contra mí! ¡Clávalo en mis ojos! ¡Hazlo, Richard!
Esta vez había una terrible ansiedad en su tono, y él intentó desesperadamente obedecerla. Ahora sabía lo que estaba ocurriendo. Estaban sondeándole en busca de metafunciones… esta vez psicocinesis. Pero podían haberle dicho…
—PC menos siete.
La mujer se inclinó hacia él, fragante, enloquecedora.
—Hazme arder, Richard. Extrae llamas de tu mente y haz que ennegrezcan y chamusquen y reduzcan a cenizas este cuerpo que nunca conocerás porque no eres un hombre sino un pobre gusano sin sexo ni sensibilidad. ¡Hazme arder!
Pero era él quien ardía. Las lágrimas surcaron sus mejillas y se detuvieron en su bigote. Intentó escupirle, pero su boca estaba seca y su lengua hinchada. Giró su cabeza porque sus ojos se negaban a cerrarse para no ver la frialdad azul y amarilla de su crueldad.
—Creación más dos coma cinco.
—Interesante, pero no lo bastante bueno, por supuesto. Ahora descansa un momento, Richard. Piensa en tus compañeros de ahí arriba. Acudirán uno a uno a esta habitación, como muchos otros han acudido, y yo iré a su encuentro como he ido al tuyo. Y algunos servirán a los Tanu de esta forma y otros de esa otra, pero todos servirán, excepto unos cuantos bendecidos que descubrirán que la puerta al Exilio es la puerta al paraíso después de todo… Tienes una última oportunidad. Ven a mi mente. Pruébame. Sondéame. Hazme pedazos y recomponme en una imagen más condescendiente. —Se inclinó más y más cerca de él hasta que la perfecta piel de su rostro estuvo tan sólo a unos pocos milímetros del de él. No había poros ni arrugas en aquel rostro. Tan sólo unas pupilas como puntos en unos ojos color nefrita. ¡Y la belleza! Una belleza vil y provocadora de una increíble edad.
Richard se tensó contra las ataduras de su silla. Su mente gritó.
¡Te odio y te violo y te degrado y te cubro de excrementos! ¡Y te declaro muerta! ¡Y te proclamo podrida! Te conjuro a que te veas sometida a dolores eternos, atada al potro de los suplicios hasta que el universo exhale su último gemido y muera y el espacio se desmorone sobre sí mismo…
—Redacción menos uno.
Richard se derrumbó hacia delante. El casco cayó de su cabeza y golpeó las losas de piedra con un ruido de finalidad parecido al tañer de una campana.
—Has fallado de nuevo, Richard —dijo Epone con voz aburrida—. Haz un inventario de sus posesiones, Jean-Paul. Luego ponlo con los demás para la caravana septentrional a Finiah.