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La hermana Annamaria Roccaro había hecho bastante camping, pero el nuevo y caro equipo en decamolec contenido en la Unidad A-6* resultó para ella una delicia y un revelación.

Ella y los demás miembros del Grupo Verde fueron primero a clase, donde una agradable instructora les dio los preliminares; luego salieron y descendieron hasta una cueva excavada en la roca viva a unos 200 metros más abajo de las bodegas del albergue. Fueron dejados dentro en una soleada pradera con un serpenteante riachuelo, y les dijeron que fueran familiarizándose con su equipo de supervivencia.

El sol artificial era muy caliente, pese a que los termostatos naturales de su cuerpo intentaban adaptarse a él. Después de que ella y Felice caminaran una cierta distancia, Amerie decidió que iba a desechar las sandalias que había escogido para llevar al plioceno. Eran convenientemente monásticas y aireadas, pero dejaban entrar también todo tipo de ramitas y piedrecillas. Unos borceguíes o incluso unas botas modernas serían mejores para caminar por pleno campo. Decidió también que el traje de ante blanco era demasiado caluroso, incluso con sus mangas desprendibles. Un vestido más sencillo sería mejor. Un traje escapular de ante, con cogulla, y una capa para resguardarse de las inclemencias.

—¿No tienes calor con estas ropas, Felice? —preguntó a su compañera. Landry llevaba su uniforme de hockey verde y blanco, que evidentemente era su elección para el plioceno.

—Va conmigo —dijo la muchacha—. Estoy acostumbrada a moverme con él, y mi planeta era mucho más caluroso que la Tierra. Ése ante luce mucho como de alta sacerdotisa, Amerie. Me gusta.

La monja se sintió extrañamente confusa. Felice parecía tan incongruente en su coraza de guerrero y sus espinilleras y aquel casco griego con sus enhiestas plumas verdes perchadas en la parte de atrás de su cabeza. Stein y Richard habían empezado a meterse con ella cuando apareció con aquel atuendo aquella misma mañana, pero por alguna razón dejaron de hacerlo casi inmediatamente.

—¿Acampamos aquí? —sugirió la monja. Un enorme alcornoque crecía junto al arroyo, dando sombra a una superficie plana que parecía un buen lugar para erigir la cabaña. Las dos mujeres se desprendieron de sus mochilas, y Amerie extrajo el hinchador del tamaño de un puño y lo estudió. Su instructora había dicho que la fuente sellada de energía duraría al menos veinte años.

—Hay dos boquillas; una de ellas hincha las cosas, y la otra las deshincha. Observen que dice: IMPRESCINDIBLE SELLAR LA BOQUILLA QUE NO SE UTILICE.

—Probemos mi cabaña. —Felice le tendió un paquete de aproximadamente las dimensiones de un bocadillo—. No puedo creer que crezca hasta el tamaño de una casa de cuatro por cuatro.

La hermana Roccaro fijó el colgante tubo plano del paquete al hinchador, luego pulsó el botón activador. El aire comprimido empezó a soplar dentro del paquete, convirtiéndolo en un gran cuadrado plateado. Las dos mujeres situaron convenientemente la cabaña, luego la contemplaron crecer. El suelo se espesó hasta casi unos nueve centímetros y se puso completamente rígido a medida que el aire llenaba la compleja estructura micropórica entre las capas de película. Las paredes, un poco más gruesas para aislamiento, crecieron también, completas con ventanas a cremallera y cortinas-pantalla interiores. Un inclinado techo de dos aguas que colgaba por encima de la entrada fue lo último en hincharse.

Felice observó el interior de la entrada sin puerta.

—Mira, el suelo ha escupido muebles fijos.

Había literas para dos con almohadas semidesprendidas, una mesa, estantes, y en la parte de atrás una caja plateada con un tubo que conducía al techo. Felice leyó en voz alta:

—LASTRE LA ESTUFA CON ARENA O LA UNIDAD SE COMPRIMIRÁ UNA VEZ SE ENFRÍE… ¡Este material debe ser casi imposible de destruir! —Rebuscó en la parte de atrás de su espinillera y extrajo una pequeña y resplandeciente daga de mango dorado—. Tampoco puede pincharse.

—Qué lástima que la hayan construido de modo que se degrade a los veinte años. De todos modos, supongo que ya nos habremos adaptado a nuestro entorno por aquel entonces.

Unos grandes huecos en forma de cubo a cada rincón de la cabaña tenían que ser lastrados con piedras, tierra, agua, o cualquier otra cosa que hubiera a mano. Una especie de bolsillo muy pequeño cerca de la puerta contenía todo un puñado de paquetitos que tenían que ser hinchados separadamente, y luego lastrados con arena o con agua. Esta última podía ser inyectada en la zona intersticial mediante un sencillo bulbo sifón colapsable. Los paquetitos crecieron hasta convertirse en la puerta de la cabaña, sillas, una cocina (con la nota de que debía ser lastrada con arena), filamentosas alfombras y mantas, y otros artículos varios. Menos de diez minutos después de que empezaran a montar el campamento, las dos mujeres se relajaban en el interior de una cabaña completamente equipada.

—Apenas puedo creerlo —se maravilló la hermana Roccaro, rascando las paredes—. Parece completamente sólido. Pero si hubiera un poco de viento, toda la cabaña sería arrastrada como una burbuja a menos que la hubieras lastrado convenientemente.

—Incluso la madera es en su mayor parte aire y agua —dijo Felice alzándose de hombros—. Este decamolec simplemente parece que reproduce el cascarón estructural reforzado de una cosa, y luego deja que tú le añadas la masa. Me pregunto cómo compensa el material los cambios de temperatura y presión. Alguna especie de válvulas, supongo. Obviamente habrá que poner tensores que sujeten firmemente la casa contra los vientos fuertes, aunque llenes la mayor parte de los huecos de las paredes con agua o tierra. Pero le gana con mucho a cualquier tienda. ¡Incluso tiene ventiladores!

—¿Debemos hinchar el bote o el minirrefugio o las secciones del puente?

—Eran opcionales. Ahora que ya hemos visto cómo funciona el decamolec, me creo todo lo que se dice del resto del equipo basándome en la pura fe. —Felice cruzó las piernas y se sacó lentamente los guanteletes. Estaba sentada ante la mesita—. Fe. Esto es lo tuyo, ¿no?

La monja se sentó.

—En un cierto sentido. Técnicamente, tengo intención de convertirme en una anacoreta, una especie de ermitaña religiosa. Es una vocación que se halla completamente obsoleta en el Medio, pero acostumbraba a tener sus fans en las Edades Oscuras.

—¿Y qué demonios vas a hacer? ¿Simplemente rezar durante todo el día?

Amerie se echó a reír.

—Y parte de la noche también. Tengo intención de traer de vuelta el Divino Oficio Latino. Son un antiguo ciclo de plegarias diarias. Los maitines empiezan a medianoche. Luego están los laudes al amanecer. Durante el día hay plegarias en las antiguas horas prima, tercia, sexta y nona. Luego las vísperas a la puesta del sol, y las completas antes de irse a la cama. El Oficio es una colección de salmos y lectura de las escrituras e himnos y plegarias especiales que reflejan siglos de tradición religiosa. Creo que es una terrible lástima que nadie rece ya de la forma primitiva.

—¿Y piensas pasarte simplemente diciendo este Oficio todo el tiempo?

—Buen Dios, no. Las horas individuales no son tan largas. También celebraré la misa y haré penitencia y meditación profunda con un poco de Zen. Y cuando esté cavando los campos o haciendo otras tareas siempre está el rosario. Es casi como un mantra si lo haces a la antigua manera. Muy relajante.

Felice se la quedó mirando con unos ojos profundos como pozos.

—Suena muy extraño. Y solitario también. ¿No te asusta el planear vivir completamente sola, sin nadie excepto tu Dios?

—El viejo y querido Claude dice que él me mantendrá en forma, pero no estoy demasiado segura de poder tomarlo en serio. Si él me proporciona algo de comida, yo puedo fabricar algunos artículos en mi tiempo libre que podamos cambalachear.

—¡Claude! —Landry se mostró despectiva—. Ha corrido mundo, ese viejo. No es un caso perdido como esos dos machos vestidos de carnaval, pero le he sorprendido alguna que otra vez mirándome con ojos tiernos.

—No puedes culpar a la gente porque te mire. Eres muy hermosa. He oído decir que eras una gran estrella del deporte en tu mundo natal.

La muchacha frunció los labios en una hosca sonrisa.

—Acadia. Era la mejor jugadora de anillo-hockey de todos los tiempos. Pero me tenían miedo. Al final, los demás jugadores, los hombres, se negaban a ir contra mí. Causaban todo tipo de problemas. Finalmente, fui eliminada del juego cuando dos jugadores afirmaron que había intentado deliberadamente causarles serios daños.

—¿Lo hiciste?

Felice bajó la mirada. Estaba retorciendo los dedos de sus guantes, y enrojeció del cuello a las mejillas.

—Quizá. Creo que lo hice. Eran tan odiosos. —Alzó su puntiaguda barbilla con un aire de desafío. El casco de hoplita echado hacia atrás sobre su cabeza le daba el aspecto de una Palas Atenea en miniatura—. Nunca me quisieron como mujer, ¿sabes? Todo lo que querían era hacerme daño, despojarme. Estaban celosos de mi fuerza, y temerosos también. La gente siempre ha tenido miedo de mí, incluso cuando era solamente una niña. ¿Puedes imaginar lo que era eso?

—Oh, Felice. —Amerie dudó—. ¿Cómo… cómo empezaste a jugar a ese juego tan brutal?

—Era buena con los animales. Mis padres eran científicos especializados en el medio ambiente, y siempre estaban yendo de un lado para otro en expediciones de campo. Tierras recién abiertas, llenas aún de vida salvaje. Cuando los chicos del lugar empezaban a atosigarme, yo simplemente adoptaba a algunos animales como amigos. Pequeñas criaturas primero… luego mayores y más peligrosas. Y había algunas auténticas bellezas en Acadia, puedo asegurártelo. Finalmente, cuando tenía quince años, me hice amiga de un verrul. Es algo parecido a un rinoceronte de la Tierra, muy grande. Un tratante de animales del lugar quería comprarlo para entrenarlo para el anillo-hockey. Yo nunca había prestado mucha atención al juego hasta entonces, pero lo hice después de vender el animal. Me di cuenta de que había mucho dinero a ganar en aquello, y que el juego era perfecto para mis particulares talentos.

—Pero meterte en un deporte profesional cuando tan sólo eras una muchacha…

—Les dije a mis padres que quería convertirme en una aprendiza de entrenadora y cuidadora de verruls. A ellos no les importó. Yo siempre había sido un exceso de equipaje. Simplemente me obligaron a terminar la escuela y luego me dejaron ir. Me dijeron: «Diviértete, chica.»

Hizo una pausa y miró inexpresivamente a Amerie.

—Fui solamente cuidadora hasta que el entrenador del equipo vio la forma en que podía controlar a los animales. Ése es el secreto del juego, ¿entiendes? El verrul tiene que marcar los tantos y maniobrar para impedir que resultes aturdida por las armas de corto alcance que llevan los jugadores contrarios. Jugué en la pretemporada como una novedad, para dar a las finanzas de los Martillos Verdes una inyección. El equipo llevaba encallado tres años seguidos. Cuando vieron que yo era algo más que un truco publicitario me pusieron en primera fila en el partido de apertura de la temporada. Los payasos del otro equipo tuvieron tanto trabajo intentando neutralizarme que ganamos el maldito juego. Y todos los demás también… y el estandarte del título.

—¡Estupendo!

—Hubiera debido serlo. Pero no tenía amigos. Era demasiado distinta del resto de los jugadores. Demasiado… fenómeno. Y al segundo año… entonces fue cuando empezaron a odiarme realmente, y supe que terminarían obligándome a marcharme, y yo… yo…

Apretó ambos puños sobre la mesa, y su rostro de niña se crispó angustiado. Amerie aguardó a las lágrimas, pero no hubo ninguna; el breve dolor revelado quedó enmascarado casi tan rápidamente como había surgido. Sentada al otro lado de la mesa, Felice se relajó, sonriéndole.

—Voy a convertirme en una cazadora, ¿sabes? Por otra parte, puedo cuidar de ti mucho mejor que el viejo, Amerie.

La monja se levantó, sintiendo que la sangre bombeaba contra sus sienes. Se alejó de Felice y salió de la cabaña.

—Creo que nos necesitamos mutuamente —dijo a sus espaldas la muchacha.