11

Richard Voorhees tomó el Tubo Exprés de Unst a París a Lyon, luego alquiló un huevo Hertz para la última parte de su viaje. Su primitiva idea de comer y beber y fornicar a lo largo de toda Europa y luego saltar desde lo alto de los Alpes había sido modificada cuando oyó a uno de los pasajeros de la nave, procedente de Assawompset, mencionar el extraño fenómeno del Exilio que tenían en la Tierra.

Richard supo instantáneamente que ése era precisamente el tipo de alivio que necesitaba. Un nuevo comienzo en un mundo primitivo lleno de seres humanos sin reglas. Nada que molestara excepto los ocasionales monstruos prehistóricos. Nada de rezumantes tipos verdes, nada de enanos polliwogs, nada de obscenos gi, nada de krondaku de intensos ojos que te hacían sentir como si todas tus pesadillas hubieran vuelto de pronto realidad, y especialmente nada de lylmiks.

Empezó a tirar de los hilos tan pronto como hubo salido de la decon y consiguió hallar un videofono. La mayor parte de los candidatos al Exilio tenían que pasar meses consultando a sus psicoconsejeros y sometiéndose a todo tipo de tests antes siquiera de abandonar sus casas. Pero Voorhees, el viejo marrullero, sabía que tenía que haber alguna forma de activar el asunto. La llave maestra mágica vino a través de una gran corporación terrestre para la que había realizado un delicado trabajo hacía menos de un año. Le convenía tanto a la corporación como al ex espaciano resolver el asunto tan pronto como fuera posible, de modo que apenas tuvo que chasquear los dedos para que el departamento operativo de la corporación aceptara utilizar sus buenos oficios para convencer a la gente del albergue de que sometieran a Richard a unos tests abreviados allí mismo en el astropuerto, y luego procedieran directamente a Enviarle.

Aquella tarde, sin embargo, mientras se deslizaba por el valle del Ródano en dirección a los montes lioneses, aún sentía algunos remordimientos de conciencia. Aterrizó en Saint-Antoine-des-Vignes, a unos pocos kilómetros del albergue, y decidió concederse una última comida a su aire. El sol de agosto se había hundido ya detrás del Col de la Luère, y el a todas luces pintoresco pueblo permanecía adormecido en el calor sobrante. El café era pequeño pero también penumbroso y fresco y no, gracias a Dios, cuidadosamente pensado para dar una atmósfera de confort. Apenas entrar observó aprobadoramente que la tridi estaba apagada, la máquina de discos emitía una suave música discordante, y el olor de la comida era increíblemente incitante.

Una pareja joven y dos hombres viejos, del lugar a juzgar por su apariencia agrícola, se sentaban en sendas mesas junto a las ventanas comiendo grandes bandejas de salchichas y bols de ensalada. En un taburete del bar había un enorme hombre rubio con un lustroso traje de nebulina color medianoche. Estaba comiendo un pollo entero preparado con una salsa rosada y regándolo con cerveza que bebía de una jarra de dos litros de capacidad. Tras dudar un momento, Richard se dirigió a la barra y ocupó otro taburete.

El tipo grande hizo una inclinación de cabeza, lanzó un gruñido, y siguió comiendo. El propietario salió de la cocina. Era un hombre con forma de barril, con una heroica nariz aquilina. Retumbó un saludo de bienvenida a Voorhees, identificándolo inmediatamente como alguien venido de otros mundos.

—He oído que en esta parte de la Tierra nunca preparan la comida con sintéticos —dijo Richard cautelosamente.

—Antes preferimos una gastrectomía que insultar nuestras barrigas con algiprotes o biocakes o cualquiera de esas otras mierdas. Pida mejor otra cosa.

—¡Dilo de nuevo, Louie! —cloqueó uno de los viejos junto a la ventana, agitando un goteante pedazo de salchicha al extremo de su tenedor.

El propietario se inclinó sobre la barra, con las manos apoyadas en ella, las palmas hacia abajo.

—Esta Francia nuestra ha visto un montón de cambios. Nuestra gente se ha esparcido por toda la galaxia. Nuestro idioma francés está muerto. Nuestro país es una colmena industrial metida bajo tierra, con una Disneylandia histórica plantada encima. Pero tres cosas no cambiarán nunca, seguirán siendo inmortales: nuestros quesos, nuestros vinos, y nuestra cocina. Puedo ver que viene usted de lejos. —El párpado izquierdo del hombre cayó en un poderoso guiño—. Como este otro comensal de aquí, quizá le quede aún mucho camino por recorrer. Si lo que busca es una comida realmente cósmica… bien, nuestra casa es modesta, pero nuestra cocina y nuestra bodega son de cuatro estrellas si puede usted pagarlas.

Richard suspiró.

—Le creo. Adelante.

—Entonces, primero un apéritif, que tenemos ya bien helado y a punto. Un Dom Pérignon del 2100. Saboréelo mientras le traigo una selección de exquisiteces para abrirle el apetito.

—¿Eso es champán? —preguntó el devorapollo—. ¿En esa botella tan pequeña?

Richard asintió.

—Allá de donde vengo, una ínfima fracción de esto le costaría a usted tres centibux.

—No me diga. ¿De dónde viene usted, amigo?

—De Assawompset. El viejo agujero del culo, lo llamamos nosotros. Pero usted mejor no lo diga.

Stein rió entre dientes, con una brizna de pollo asomando de su boca.

—Nunca me peleo con ningún tipo hasta que hemos sido presentados formalmente.

El propietario trajo una servilleta con dos pequeñas pastas y un plato pequeño de plata lleno con pequeñas cosas humeantes.

Brioche de foie gras, croustade de ris de veau à la financière, y quenelles de brochet au beurre d’écrevisses. ¡Coma! ¡Disfrútelo! —Se marchó a toda prisa.

—A la financiera, ¿eh? —murmuró Richard—. Es un buen epitafio. —Comió las pastas. Una era como un bollo de crema relleno de hígado deliciosamente especiado. La otra parecía como una aflautada tarta de hojaldre conteniendo trozos de carne, setas, y cosas inidentificables bañadas en salsa al Madeira. El plato con una salsa blanca contenía delicados bocaditos de pescado.

—Es delicioso, pero… ¿qué estoy comiendo? —preguntó al propietario, que había salido para tomar las tarjetas de crédito de los comensales del lugar.

—El brioche está relleno con paté de foie gras auténtico. La tarta contiene una loncha de trufa, mollejas de ternera braseadas, y como adorno trocitos pequeños de pollo, cresta de gallo, y riñones al jerez. El plato de lucio está hecho con crema de langostinos.

—Buen Dios —dijo Richard.

—Tengo preparado un vino de una cosecha especial para el plato fuerte. Pero primero, filete de cordero lechal con verduras, y para ayudarlo a pasar, un espléndido Fumé joven del Château du Nozet.

Richard comió y bebió, bebió y comió. Finalmente el propietario regresó con un pollo pequeño como el que Stein acababa de devorar.

—La especialidad de la casa… ¡Poularde Diva! El más adolescente de nuestros pollos jóvenes, relleno con arroz, trufas y foie gras, cocido a fuego lento y espolvoreado con salsa de pimentón picante suprême. Y para acompañarlo, un magnífico Château Grillet.

—¡Está usted bromeando! —exclamó Richard, sin poder creer lo que oía.

—Es un vino que nunca abandona el planeta Tierra —le aseguró el propietario solemnemente—, y raras veces Francia. Sitúelo directamente bajo su úvula, amigo, y su estómago pensará que está muerto y ha llegado al cielo. —Se volvió de nuevo.

Stein permanecía con la boca abierta.

—Mi pollo estaba bueno —aventuró—. Pero yo me lo tomé con una Tuborg.

—A cada cual lo suyo —dijo Richard. Tras una larga pausa dedicada a sus asuntos, se secó la rosada salsa de su bigote y le preguntó—: ¿Cree que alguien al otro lado de la puerta sabrá cómo destilar un buen alcohol?

Stein entrecerró los ojos.

—¿Cómo sabe que voy ahí?

—Porque no podría parecerse usted menos a un tipo colonial visitando el Viejo País. ¿Ha pensado en algún momento de dónde va a sacar su próxima jarra de cerveza en el plioceno?

—¡Cristo! —exclamó Stein.

—Yo, por mi parte, soy un obseso de los vinos. Todo lo que he podido serlo arrastrando mi culo de un lado a otro de Vía Láctea. Era un espaciano. Me echaron a patadas. No quiero hablar de ello. Puede llamarme Richard. No Rick. No Dick. Richard.

—Yo soy Steinie. —El enorme perforador meditó durante un minuto—. Los papelotes que me enviaron acerca del Exilio dicen que te dejan que aprendas en sueños toda la tecnología sencilla que creas que puede serte útil en el otro mundo. No recuerdo si estaba en la lista, pero apuesto a que podría aprender a destilar… y se puede sacar alcohol casi de cualquier cosa. Lo único que necesitas es una columna de condensación, y puedes conseguir una de ésas de cobre decamolec y ocultarla en el hueco de tu muela postiza si no te dejan llevarla. Usted con su vino, en cambio, puede que tenga problemas. ¿No utilizan unas uvas y unos aparatos especiales?

—Es algo que habrá que estudiar —dijo Richard lúgubremente, mirando a través de su copa de Grillet—. Supongo que el suelo será también diferente allí. Pero es posible que se consiga algo medio decente. Ya veremos. Habrá que saber podar las vides, por supuesto, y cultivar levaduras, o el resultado será algo parecido a una meada de alce. Y habrá que saber hacer también algún tipo de botellas. ¿Qué era lo que utilizaban antes del cristal y el plástico?

—¿Pequeñas jarritas marrones? —sugirió Stein.

—Exacto. Cerámica. Y creo que se pueden hacer botellas de cuero si lo calientas y lo moldeas en agua… ¡Cristo! ¿Me está usted oyendo? Todo un espaciano pensando en una nueva carrera como fabricante ilegal de licores.

—¿Cree que podría conseguir usted una receta del aquavit? —Stein se sentía nostálgico—. Es simplemente alcohol con unas cuantas semillas de alcaravea. Compraría todo el que usted pudiera fabricar. —Pensó en lo que acababa de decir—. ¿Comprar? Quiero decir intercambiar, o lo que sea… Mierda. ¿Cree que habrá allí algo civilizado aguardándonos?

—Han tenido casi setenta años para trabajar en ello.

—Creo que todo depende —dijo Stein, vacilante.

Richard gruñó.

—Sé lo que está usted pensando. Todo depende de lo que el resto de los locos hayan estado haciendo durante todo este tiempo. ¿Han edificado un pequeño paraíso para pioneros, o pasado todo su tiempo rascándose las pulgas y destripándose los unos a los otros?

El dueño apareció con una sucia y vieja botella, que acunaba como si fuera un precioso niño.

—Y ahora… ¡el clímax! Pero esto va a costarle un montón. Un Château d’Yquem del 83, la famosa Cosecha Perdida del año de la Rebelión Metapsíquica.

El rostro de Richard, fruncido por un viejo dolor, se transformó de pronto. Estudió con reverencia la deteriorada etiqueta.

—¿Es posible que aún exista?

—Gracias a Dios —se alzó de hombros el dueño—. Cuatro coma cinco kilobux la botella.

A Stein se le cayó la mandíbula. Richard asintió, y el hombre empezó a descorchar la botella.

—Hey, Richard. ¿Puedo darle una chupadita? Pagaré lo le me corresponda si quiere. Pero nunca he probado nada que valga tanto dinero.

—¡Patrón… tres vasos! Brindaremos todos a mi salud.

El propietario olisqueó el tapón, exhibió una sonrisa beatífica, luego llenó tres medios vasos de un liquido marrón dorado que burbujeaba como el topacio a la luz de una linterna.

Richard alzó su vaso hacia los otros dos.

Un hombre puede dar un beso de adiós a su esposa.

Una rosa puede besar a una mariposa.

Un vino puede besar las paredes de su receptáculo.

¡Pero vosotros, amigos, podéis besarme a mí el culo!

El ex espaciano y el propietario del café cerraron los ojos y paladearon el vino. Stein lo tragó de un solo golpe, sonrió, y dijo:

—¡Hey! ¡Sabe a flores! Pero no es muy fuerte, ¿no creen?

Richard dio un respingo.

—Tráigale aquí al amigo una jarra de aguardiente. Le gustará, Steinie. Es una especie de aquavit sin las semillas… Usted y yo, patrón, seguiremos bendiciendo nuestras amígdalas con el Sauternes.

Así avanzó la tarde, y Voorhees y Oleson se contaron versiones resumidas de las tristes historias de sus vidas, mientras el propietario del café chasqueaba con simpatía la lengua contra el paladar y seguía llenándose su vaso. Fue traída una segunda botella de Yquem, y luego una tercera. Al cabo de un tiempo, Stein les dijo tímidamente cuál había sido el otro regalo de despedida que le había hecho Georgina. Sus nuevos amigos le pidieron que se lo enseñara; de modo que salió al aparcamiento de los huevos ya casi a oscuras, lo tomó del portamaletas, y regresó al café con un faldellín de piel de lobo, un ancho collar de cuero y un cinturón tachonado de oro y ámbar, un casco de bronce de viksø, y una enorme hacha de batalla con hoja de hierro.

Richard brindó por el vikingo con el resto del Château d’Yquem, que escurrió de la botella.

—Los cuernos del casco son en realidad ceremoniales, me dijo Georgina —hizo notar Stein—. Los vikingos no los llevan en la batalla. De modo que son desmontables.

Richard dejó escapar una risita.

—¡Luces perfecto, Steinie, viejo bribón! ¡Maravillosamente perfecto! Llévalo cuando presentes batalla a los mastodontes y a los dinosaurios, y con sólo verlo se mearán de miedo. —Su rostro cambió—. ¿Por qué yo no he traído ningún traje? Cualquiera que vuelva atrás en el tiempo necesita un traje. ¿Por qué no pensé en ello? Ahora tengo que cruzar la puerta del tiempo en asquerosa ropa de civil. Nunca tuviste ninguna clase, Voorhees, maldito tonto holandés. Ninguna clase, jamás.

—Oh, no te pongas triste, Richard —suplicó el propietario del café—. No querrás estropear la comida y este maravilloso vino. —Sus saltones ojos como cuentas se iluminaron con una expresión de ebria inspiración—. ¡Ya lo tengo! Hay un tipo en Lyon que es el encargado del atrezzo de la ópera. Viene a menudo aquí y come como un gorrino. Y se pone morado de vino, de modo que te daré toda una caja para que puedas sobornarle si no se deja convencer por otros medios. Tienen allí cualquier tipo de traje que pueda usarse en escenario. Merde alors, todavía no son las veinte horas, el tipo no puede haberse ido aún a la cama. ¿Qué dices?

Stein dio una palmada capaz de derribar a un oso en la espalda de su nuevo amigo, y Voorhees se aferró al borde de la barra.

—¡Vamos, Richard! ¡Hay que tener decisión!

De modo que acordaron ir, y finalmente Stein pilotó el huevo, con el semiinconsciente Richard y una caja de Château Mouton-Rothschild del 95, y aterrizó en la Cours Lafayette de una dormida Lyon, donde una furtiva figura los guió por el aparcamiento subterráneo y luego a través de un laberinto de retorcidas callejuelas hasta la parte de atrás de la ópera y el almacén de decorados y guardarropía.

—Éste —dijo finalmente Richard, señalando.

—¡Vaya! ¡Der fliegende Holländer! —dijo el hombre del teatro—. Nunca hubiera elegido éste para usted, amigo.

Ayudó a Richard a ponerse el traje del siglo XVII, que incluía un ricamente adornado jubón negro con mangas a cintas y un ancho cuello de encaje, unos calzones negros, botas estrechas con vuelta, una corta capa, y un sombrero de ala ancha con una pluma negra.

—¡Maldita sea, te viene que ni pintado! —Stein le dio una nueva palmada en la espalda a Richard—. Haces un pirata estupendo. ¿Qué es lo que te falta para estar completamente bien dentro de tus calzones? ¿Una barba negra?

—Un bigggote negro —dijo Voorhees. Y se derrumbó en redondo.

Stein pagó al hombre del teatro, volaron de vuelta al café, ahora a oscuras, para trasladar el equipaje de Richard de su huevo de alquiler, y luego se dirigieron al Auberge du Portail. Cuando llegaron allí, el ex espaciano había revivido.

—Tomemos otra copa —sugirió Stein—. Prueba mi aguarrrdiente.

Richard dio un sorbo a la áspera bebida.

—No tiene mucho bouquet… ¡perro sí una considerrrable autorridad!

Los dos ataviados juerguistas atravesaron cantando la rosaleda y golpearon la puerta de roble del albergue con el lado romo del hacha de batalla de Stein.

El personal del albergue se mostró imperturbado. Estaban acostumbrados a recibir la llegada de clientes en una condición más o menos ebria. Seis fornidos camareros se hicieron cargo del Vikingo y de Bigote Negro, y en un parpadeo estaban roncando ruidosamente entre sábanas que olían a lavanda.