8

La viuda del profesor Théo Guderian se asombró cuando el primer viajero temporal apareció ante la puerta de su casa en la ladera de los montes lioneses.

Ocurrió el año 2041, a primeros de junio. Ella estaba trabajando en sus rosales, cortando las flores secas y pensando en cómo iba a poder pagar el impuesto de sucesiones, cuando un robusto excursionista con un perro dachshund apareció subiendo a buen paso el polvoriento camino de Saint-Antoine-des-Vignes. El hombre sabía dónde iba. Se detuvo exactamente delante de la puerta del jardín y aguardó a que ella se le acercara. El pequeño perro se sentó en un peldaño tras el talón izquierdo de su dueño.

—Buenas tardes, Monsieur —dijo la mujer en inglés estándar, doblando sus tijeras de podar y metiéndoselas en el bolsillo de su mono de trabajo negro.

—¿La ciudadana Angélique Montmagny?

—Prefiero la antigua fórmula. Pero sí, soy yo.

El hombre hizo una formal inclinación.

—¡Madame Guderian! Permítame presentarme. Richter, Karl Josef. Soy poeta de profesión, y mi hogar ha estado hasta ahora en Frankfurt. Estoy aquí, querida Madame, para discutir con usted una proposición de negocios relativa al aparato experimental de su difunto esposo.

—Lo lamento, pero soy incapaz de seguir haciendo demostraciones del dispositivo. —Madame frunció los labios. La delgada línea de su aquilina nariz se alzó orgullosamente. Sus pequeños ojos negros brillaron con lágrimas no afloradas—. De hecho, dentro de poco voy a verme obligada a desmantelarlo a fin de poder vender sus componentes más valiosos.

—¡No debe hacerlo! —exclamó Richter, aferrándose a la puerta del jardín—. ¡No debe hacerlo en absoluto!

Madame retrocedió un paso y se lo quedó mirando desconcertada. El hombre tenía un rostro de luna llena, con unos ojos pálidos y protuberantes y unas densas cejas rojizas, ahora colgando desanimadas. Elegantemente vestido para un paseo a pie por caminos polvorientos, llevaba al hombro una abultada mochila. De ella colgaba el estuche de un violín, un tirachinas de duraluminio, y una sombrilla de golfista. El imperturbable dachshund custodiaba un enorme paquete de libros, cuidadosamente envueltos en plástico y provistos de una correa y un asa.

Recuperando el control de sus emociones, Richter dijo:

—Discúlpeme, Madame. Pero no debe destruir usted este maravilloso logro de su difunto esposo. Sería un sacrilegio.

—De todos modos, tengo que pagar el impuesto de sucesiones —dijo Madame—. Ha hablado usted de negocios, Monsieur. Pero tiene que saber usted que muchos periodistas han escrito ya acerca del trabajo de mi esposo…

—Yo no soy periodista —dijo Richter con una débil mueca de desprecio—. ¡Soy poeta! Y espero que tome usted muy seriamente en consideración mi propuesta. —Abrió la cremallera de un compartimiento lateral de la mochila y extrajo una cajita de cuero para tarjetas, de la que sacó un pequeño rectángulo azul. Se lo tendió a Madame—. La evidencia de mi bona fides.

La tarjeta azul era un documento a la vista del Banco de Lyon autorizando al portador a retirar una extraordinaria suma de dinero.

Madame Guderian soltó el pestillo de la puerta del jardín.

—Por favor, entre, Monsieur Richter. Espero que el perro esté bien educado.

Richter tomó su voluminoso fardo de libros y sonrió ligeramente.

—Schatzi es más civilizado que la mayoría de los humanos.

Se sentaron en un banco de piedra debajo de un arco de Soleil d’Or zumbante de abejas, y Richter explicó a la viuda por qué había venido. Había sabido de la puerta temporal de Guderian en el cóctel de un editor en Frankfurt, y decidido aquella misma noche vender todo lo que poseía y partir apresuradamente hacia Lyon.

—Es muy sencillo, Madame. Deseo cruzar ese portal y vivir permanentemente entre la simplicidad prehistórica del plioceno. ¡El apacible reino! ¡Locus amoenus! ¡El bosque de Arden! ¡El santuario de la inocencia! ¡La tierra del martín pescador, no bañada por las lágrimas humanas! —Hizo una pausa, y dio unos golpecitos a la tarjeta azul aún en su mano—. Y estoy dispuesto a pagar espléndidamente por mi pasaje.

¡Un loco! Madame palpó las tijeras de podar en su bolsillo.

—La puerta del tiempo —dijo con cuidado— se abre solamente en una dirección. No hay regreso. Y no poseemos un conocimiento detallado de lo que hay al otro lado en las tierras del plioceno. Nunca fue posible circumstransportar cámaras tridi ni otros tipos de material de grabación.

—La fauna de la época es bien conocida, Madame, así como su clima. Una persona prudente no tiene nada que temer. Y usted, gnädige Frau, no tiene por qué sufrir remordimientos de conciencia al permitirme utilizar el portal. Soy autosuficiente y capaz de cuidar de mí mismo en un lugar salvaje. He seleccionado con cuidado mi equipo, y como compañero tengo a mi fiel Schatzi. ¡No dude, se lo ruego! Déjeme cruzar el portal esta noche. ¡Ahora!

Un loco, desde luego, ¡pero quizá un loco enviado por la Providencia!

Discutió con él durante un cierto tiempo, mientras el cielo se oscurecía y adquiría una tonalidad índigo y los ruiseñores empezaban a cantar. Richter paró todas sus objeciones. No tenía ninguna familia que fuera a echarle en falta. No le había dicho a nadie sus intenciones, así que no habría ninguna investigación cerca de ella. Nadie le había visto caminando por la solitaria carretera que conducía hasta allí desde el pueblo. Si aceptaba, ella le concedería una bendición, permitiéndole cumplir con lo que durante mucho tiempo había sido el sueño de una Arcadia imposible. No estaba suicidándose, estaba simplemente penetrando en una nueva y más tranquila vida. Pero si ella le negaba aquello, su Seelenqual tan sólo le dejaría la peor de las alternativas. Y ahí estaba el dinero…

C’est entendu —dijo finalmente Madame—. Por favor, acompáñeme.

Lo condujo al sótano y encendió las luces. Allí estaba el mirador con sus cables, exactamente tal como el pobre Théo lo había dejado. El poeta lanzó una alegre exclamación y corrió hacia el aparato, con las lágrimas resbalando por sus redondas mejillas.

—¡Al fin!

El dachshund trotó tranquilamente detrás de su dueño. Madame tomó el paquete de libros y lo depositó dentro del espacio rodeado por la rejilla.

—¡Rápido, Madame! ¡Rápido! —palmeó Richter en un paroxismo de exaltación.

—Escúcheme —dijo ella secamente—. Cuando haya sido transportado, aléjese inmediatamente del punto de su llegada. Apártese tres o cuatro metros, y llévese al perro consigo. ¿Está claro? De otro modo, será arrastrado de vuelta al presente como un hombre muerto y un puñado de polvo.

—¡Entendido! ¡Aprisa, Madame, aprisa! ¡No pierda tiempo!

Temblando, ella se dirigió al sencillo panel de control y activó el portal del tiempo. Los espejeantes campos de fuerza brotaron a la existencia, y la voz del poeta quedó silenciada como cuando alguien corta una conexión videofónica. La vieja mujer se dejó caer de rodillas y recitó tres veces la Salutación Angélica, luego se puso en pie y cortó la energía.

Los espejos se desvanecieron. El mirador estaba vacío.

Madame Guderian dejó que un enorme suspiro escapara de entre sus labios. Luego apagó las luces del sótano y subió con ligereza las escaleras, palpando con sus dedos el pequeño rectángulo de plástico azul bien metido en su bolsillo.

Tras Karl Josef Richter hubo otros.

Aquella primera donación permitió a Madame pagar los derechos sucesorios y cancelar todas sus demás deudas. Algunos meses más tarde, después de haberse mentalizado completamente del potencial de negocio de la puerta del tiempo con la llegada de otros visitantes, hizo saber que iba a establecer un albergue tranquilo para excursionistas. Compró las tierras contiguas a su casa e hizo edificar una acogedora casa de huéspedes. Las rosaledas fueron ampliadas, y llamó a algunos miembros de su familia para que la ayudaran en las tareas domésticas. Ante la sorpresa de los escépticos vecinos, el albergue prosperó.

No todos los huéspedes que entraban en chez Guderian eran vistos marcharse. Pero eso no importaba, puesto que Madame requería invariablemente el pago por adelantado.

Pasaron algunos años. Madame pasó por el proceso de rejuvenecimiento y desplegó un austero chic en su segunda vida. En el valle debajo del albergue, el más antiguo centro urbano de Francia pasó también por una graciosa transición, como lo hicieron todos los centros metropolitanos de la Vieja Tierra en aquellos tranquilos años del siglo XXI. Todo rastro de la fea y ecológicamente destructiva tecnología fue borrado gradualmente de la gran ciudad en la confluencia del Ródano y del Saona. Las factorías manufacturadoras imprescindibles, y los sistemas de servicios y tránsito, fueron trasladados a estructuras subterráneas. A medida que el excedente de población de Lyon era enviado a los nuevos planetas, los miserables barrios bajos y suburbios, vacíos ahora, desaparecieron para convertirse en praderas y reservas forestales, salpicadas aquí y allá por ciudades jardín o eficientes complejos de hábitat. Las estructuras históricas de Lyon, representando cada siglo de sus más de 2.000 años de vida, fueron desmanteladas y reconstruidas para ser exhibidas como joyas en unos asentamientos naturales apropiados. Laboratorios, oficinas, hoteles y empresas comerciales fueron instalados en edificios reciclados o disimulados para encajar con el ambiente de los cercanos monumentos. Avenidas y paseos reemplazaron a las horribles autopistas de cemento. Lugares de diversión, pintorescas calles de pequeñas tiendas y fundaciones culturales, se multiplicaron a medida que los coloniales empezaban a regresar al Viejo Mundo de las lejanas estrellas, buscando su herencia étnica.

Otro tipo de buscadores llegaron también a Lyon. Todos ellos hallaron su camino al albergue de las colinas occidentales, llamado ahora l’Auberge du Portail, donde Madame Guderian les daba personalmente la bienvenida.

En aquellos primeros años, cuando ella aún seguía considerando el portal del tiempo como una aventura de negocio, Madame estableció un criterio muy simple para la selección de su clientela. Primero, los candidatos temporales tenían que pasar al menos dos días con ella en el albergue, mientras ella y su ordenador comprobaban su status civil y su perfil psicológico. No tenía intención de enviar por la puerta a nadie que fuera un fugitivo de la justicia, que estuviera seriamente perturbado, o que no hubiera alcanzado los veintiocho años de edad (puesto que el gran paso exigía una completa madurez). No permitía a nadie que llevara armas modernas o dispositivos coercitivos al plioceno. Tan sólo podían ser llevados los aparatos más simples, accionados por energía solar o por baterías herméticas. Las personas obviamente no preparadas para la supervivencia en un salvajismo primitivo eran rechazadas y se les pedía que volvieran cuando hubieran adquirido las habilidades necesarias.

Tras pensar profundamente en el asunto, Madame añadió otra condición para las candidatas femeninas. Tenían que renunciar a su fertilidad.

Attendez! —les decía a las sorprendidas candidatas, en su característica forma gala—. Tened en cuenta el inescapable destino de la mujer en un mundo primitivo. Su única misión es dar a luz niño tras niño hasta el agotamiento de su cuerpo, sometida enteramente al capricho de su señor macho. Es cierto que las mujeres modernas poseemos un control completo de nuestros cuerpos, así como la habilidad de defendernos de cualquier ultraje. ¿Pero y las hijas que puedan nacer de vosotras en la época antigua? Allí no poseeréis la tecnología para transferirles vuestra libertad reproductora. Y con el regreso de los viejos esquemas biológicos aparecerá también todo el cuadro de servilismos. Cuando vuestras hijas maduren, serán seguramente esclavizadas. ¿Estáis de acuerdo en entregar a vuestras queridas hijas a ese destino?

También estaba el asunto de las paradojas.

La idea de que los viajeros temporales podían alterar el mundo presente mezclándose con el pasado preocupó seriamente a Madame Guderian durante algunas semanas tras la partida de Karl Josef Richter. Finalmente llegó a la conclusión de que una paradoja así tenía que ser imposible, puesto que el pasado se halla manifiesto ya en el presente, con el continuum sostenido en las manos amorosas del bon dieu.

Por otra parte, no había que correr riesgos.

Los seres humanos, incluso la gente rejuvenecida y altamente educada de la Era Galáctica Unida, podían causar poco impacto en el plioceno o en cualquier período de tiempo sucesivo si se les impedía la reproducción. Dada la ventaja social con respecto a las viajeras, la decisión de exigirles la renuncia a la maternidad como una condición para el transporte se confirmó en la mente de Madame.

A las que protestaban les decía:

—Me doy cuenta de que es injusto, que sacrifica una porción de vuestra naturaleza femenina. ¿Acaso no lo comprendo? ¿Yo, cuyos dos queridos hijos murieron antes de llegar a adultos? Pero tenéis que aceptar que este mundo en el que queréis entrar no es un mundo de vida. Es un refugio de inadaptados, un sustituto de la muerte, un rechazo del destino normal humano. Ainsi, si pasáis a ese Exilio, las consecuencias de este acto deben limitarse a vosotras mismas. Si las fuerzas de la vida son aún tan imperiosas en vosotras, entonces debéis quedaros aquí. Tan sólo aquellos que se ven privados de toda alegría en nuestro mundo actual pueden refugiarse en las sombras del pasado.

Tras oír aquellas sombrías palabras, las mujeres candidatas se lo pensaban y finalmente aceptaban… o se marchaban del albergue para no volver nunca. Los viajeros masculinos llegaron a superar en número a los femeninos por cuatro a una. Madame no se sintió demasiado sorprendida.

La existencia de la puerta del tiempo empezó a llamar la atención de las autoridades locales unos tres años después de que el Auberge du Portail empezara sus operaciones, cuando se produjo un desafortunado incidente relativo a un candidato rechazado. Pero los influyentes abogados de Madame en Lyon consiguieron probar que su negocio no violaba ningún estatuto ni local ni galáctico: pagaba licencia como albergue público, compañía de transportes, servicio de consejeros psicosociales, y agencia de viajes. De tanto en tanto, a partir de entonces, algunas fuerzas públicas locales efectuaron intentos de supresión o regulación, que siempre terminaban en fracaso debido a que no había precedentes… y además, la puerta del tiempo era útil.

—Efectúo una obra de misericordia —dijo Madame Guderian a un equipo investigador—. Es un trabajo que hubiera resultado incomprensible hace escasamente cien años, pero ahora, en esta Era Galáctica, es una bendición. Basta tan sólo estudiar los dossiers de los patéticos que acuden aquí para comprobar que se hallan completamente fuera de lugar en el acelerado mundo moderno. Siempre han existido esas personas, anacronismos psicosociales, que no encajan en la era en que nacieron. Hasta la llegada del portal del tiempo, ninguno de ellos tenía esperanzas de alterar su destino.

—¿Tan segura está usted, Madame, de que este portal del tiempo conduce a un mundo mejor? —preguntó uno de los comisionados.

—Conduce a un mundo distinto y más sencillo en todos sus aspectos, ciudadano comisionado —respondió ella—. Eso parece suficiente para mis clientes.

El albergue mantenía un cuidadoso archivo de aquellos que habían cruzado la puerta al plioceno, y ese archivo se revelaría más tarde como un fascinante material de estudio para los estadísticos. Por ejemplo, los viajeros tendían a ser muy instruidos, inteligentes, no convencionales socialmente, y estéticamente sofisticados. Y sobre todo lo demás, eran románticos. En su mayor parte eran ciudadanos del Viejo Mundo antes que de los planetas coloniales. Muchos de los viajeros temporales se ganaban la vida en profesiones científicas, tecnológicas y otras disciplinas especializadas. Un ensayo étnico de los viajeros mostraba un número significativo de anglosajones, celtas, germanos, eslavos, latinos, americanos nativos, árabes, turcos y otros asiáticos centrales, y japoneses. Había pocos negros africanos pero un buen número de afroamericanos. Los pueblos esquimales y polinesios se sentían atraídos por el mundo del plioceno; los chinos y los indo-drávidas no. Menos agnósticos que creyentes elegían abandonar el presente; pero los viajeros temporales devotos eran a menudo fanáticos o conservadores desilusionados de las modernas tendencias religiosas, particularmente las disposiciones legales del Medio que prohibían el socialismo revolucionario, los jihads, o cualquier estilo de teocracia. Muchos judíos no religiosos, pero pocos ortodoxos, se sentían tentados a escapar al pasado; un número desproporcionado de musulmanes y católicos deseaban efectuar el viaje.

Los psicoperfiles de los viajeros mostraban que un porcentaje significativo de los candidatos era altamente agresivo. Ex convictos de condenas cortas eran clientes comunes, pero los mayores malhechores reformados preferían aparentemente la escena contemporánea. Había un pequeño pero persistente goteo de amantes con el corazón roto, tanto homófilos como heterosexuales. Como era de esperar, muchos de los candidatos eran narcisistas y adictos a la fantasía. Esas personas llegaban incluso a aparecer en el albergue vestidos de Tarzán o de Crusoe o de Pocahontas o de Rima, o de cualquier otro atavismo concebible de cualquier era y cultura del Viejo Mundo.

Algunos, como Richter, se preparaban para el viaje con un pragmatismo espartano. Otros deseaban llevarse consigo auténticos tesoros «para llevar a una isla desierta» tales como librerías completas de viejos libros impresos a la antigua usanza sobre papel, instrumentos musicales y grabaciones, elaborados armeros o guardarropas. Los más prácticos se llevaban consigo ganado, semillas, y herramientas para construirse una casa, al estilo de la familia Robinson suiza. Coleccionistas y naturalistas traían consigo toda su parafernalia. Los escritores aparecían equipados con plumas de ganso y frascos de tinta sepia… o los más modernos con vocoescritoras y resmas de hojas de durofilm y transcriptores para libros-placa. Los frívolos aparecían con sus exquisiteces alimenticias y bebidas y productos psicoactivos preferidos.

Madame hacía todo lo posible por acomodar toda esa impedimenta, dada la restricción física del volumen del mirador, que era escasamente de seis metros cúbicos. Animaba a los viajeros a que estudiaran la forma de reducir sus equipajes, y a veces lo conseguía. (Los gitanos, los amish, los viejos creyentes rusos y los esquimales eran particularmente perspicaces en este asunto.) Pero dada la naturaleza idiosincrática de los viajeros temporales, muchos preferían ser completamente independientes de sus semejantes humanos, mientras que otros ignoraban las cosas prácticas a favor de los románticos ideales o los preciosos fetiches.

Madame procuraba que cada persona llevara consigo un equipo mínimo de supervivencia, y una provisión extra de medicamentos era enviada regularmente a través de la puerta. Más allá de aquello, lo único que uno podía hacer era confiar en la providencia.

Durante cerca de sesenta y cinco años y a través de dos rejuvenecimientos, Angélique Guderian supervisó personalmente la evaluación psicosocial de sus clientes y su envío final al plioceno. A medida que la avidez monetaria de sus primeros años se fue viendo finalmente sumergida por la compasión hacia aquellos a quienes servía, las tarifas del viaje se fueron haciendo altamente negociables, y a menudo renunció a ellas. El número de viajeros prospectivos se incrementó persistentemente, y llegó a formarse una larga lista de espera. Al cambio del siglo, más de noventa mil fugitivos habían pasado a través del portal del tiempo hacia un destino desconocido.

En el año 2106, la propia Madame Guderian entró en el mundo del plioceno llamado el Exilio… sola, vestida con sus ropas de jardinera, llevando una simple mochila y un puñado de esquejes de sus rosas favoritas. Puesto que siempre había despreciado el inglés estándar del Medio como un insulto a su herencia francesa, la nota que dejó decía:

Plus qu’il n’en faut.

El Gobierno Humano del Concilio Galáctico no estaba dispuesto a aceptar este juicio de «más de la cuenta»; el portal del tiempo llenaba obviamente una necesidad como un agujero a la gloria para aberrantes inconvenientes. Organizado de una forma humana y algo más eficiente, se le permitió seguir operando. No había publicidad del servicio, y las referencias a él se efectuaban de una forma discretamente profesional.

El dilema ético de permitir que unas ciertas personas se exiliaran por voluntad propia al plioceno fue discutido. Los estudios confirmaron que no era posible ninguna paradoja temporal. En cuanto al destino de los viajeros, todos ellos estaban condenados, de una u otra forma.