La hermana Annamaria Roccaro conoció a Claude cuando éste llevó a su moribunda esposa al Hospicio de Oregon Cascade.
Los dos ancianos habían sido exopaleontólogos recuperadores… Claude Majewski especializado en macrofósiles y Genevieve Logan en micros. Se habían casado hacía más de noventa años y habían pasado por un rejuvenecimiento, y juntos habían estudiado las extintas formas de vida de más de una cuarentena de planetas colonizados por la humanidad. Pero Genevieve había empezado a declinar finalmente, y había rechazado una tercera vida, y Claude había estado de acuerdo con su decisión, puesto que habían pasado la mayor parte de su tiempo juntos. Siguieron activos durante tanto como les fue posible, luego pasaron unos cuantos años de declive en su casita de la costa del Pacífico en la Norteamérica del Viejo Mundo.
Claude nunca pensó en el inevitable fin hasta que estuvo sobre ellos. Tenía una vaga noción de que algún día iban a sumirse tranquilamente juntos en su sueño. La realidad, por supuesto, fue menos tranquila. El cuerpo de campesino polaco de Claude demostró al final tener mucha mayor resistencia que el de su afroamericana esposa. Llegó un momento en el que Genevieve tuvo que acudir al Hospicio, con Claude acompañándola. Fueron recibidos por la hermana Roccaro, una mujer alta y de rostro abierto, que se ocupó personalmente del consuelo físico y espiritual de la moribunda científica y su esposo.
Genevieve, aquejada de osteoporosis, parcialmente paralizada y embotada por una serie de pequeñas apoplejías, tardó mucho tiempo en morir. Quizá hubiera podido darse cuenta de los esfuerzos de su esposo por consolarla, pero su consciencia era escasa. Puesto que no sufría ningún dolor, pasaba los días bajo sedación, sumida en ensoñaciones o simplemente durmiendo. La hermana Roccaro descubrió que sus esfuerzos profesionales se dedicaban cada vez más y más a Claude, que se sentía frustrado y profundamente deprimido por el lento deslizarse de su esposa hacia el fin de la vida.
El anciano estaba aún físicamente fuerte a la edad de ciento treinta y tres años, de modo que la monja lo llevaba a menudo a pasear a las montañas. Vagabundeaban por los húmedos bosques siempre verdes de Cascade Range, y pescaban truchas en los arroyos que brotaban de los glaciares de Mount Hood. Catalogaban el canto de los pájaros y las flores silvestres a medida que llegaba el verano, trepaban las laderas del Hood, y pasaban las calurosas tardes sentados a la sombra de la montaña sin hablar, porque Majewski era incapaz o no quería poner en palabras su dolor.
Una mañana de primeros de julio de 2110, Genevieve Logan llegó rápidamente a su fase final. Ahora ella y Claude tan sólo podían tocarse, puesto que la mujer ya no podía ver ni oír ni hablar. Cuando el monitor de su habitación de enferma indicó que el cerebro de la anciana había dejado de funcionar, la hermana celebró la Misa de Partida y le administró los últimos sacramentos. Claude desconectó él mismo los aparatos y permaneció sentado al lado de la cama, sujetando la apergaminada y esquelética mano hasta que de ella hubo desaparecido todo calor.
La hermana Roccaro cerró suavemente los arrugados párpados color café sobre los hundidos ojos de la científica muerta.
—¿Quiere quedarse un poco junto a ella, Claude?
El anciano sonrió con aire ausente.
—Ella ya no está aquí, Amerie. ¿Le importaría pasear un rato conmigo si ninguna otra necesidad la reclama en estos momentos? Aún es temprano, creo que me iría bien caminar un poco.
De modo que se pusieron las botas y fueron de nuevo a la montaña, un viaje que vía huevo tomaba solamente unos cuantos minutos. Aparcaron en Cloud Cap, y ascendieron Cooper Spur por un camino fácil, y se detuvieron debajo del Tie-In Rock, en una cornisa a 2.800 metros por encima del nivel del mar. Hallaron un lugar confortable para sentarse, y sacaron la bebida y la comida. Justo debajo de ellos estaba el Glaciar de Hood’s Eliot. Al norte, más allá de la garganta del río Columbia, estaban el monte Adams y el más distante Rainier, ambos cubiertos de nieve como el Hood’s. El cono simétrico del St. Helens, al oeste, río abajo, enviaba al cielo una pluma gris de humo y vapor volcánico.
—Es hermoso aquí arriba, ¿verdad? —dijo Majewski—. Cuando Gen y yo éramos niños, el St. Helens estaba frío. Aún seguían talando los bosques. Los diques bloqueaban el Columbia, de modo que el salmón tenía que subir corriente arriba por las rampas construidas especialmente para él. Port Oregon Metro se llamaba aún Portlad y Fort Vancouver. Y había un poco de smog, y mucha acumulación de gente, si uno quería vivir donde se hallaban los trabajos. Pero en su conjunto la vida era buena ahí afuera, incluso en los malos días cuando el St. Helens entró en erupción. No fue hasta el final, poco antes de la Intervención, cuando el mundo estaba agotando su energía y la tecnoeconomía se colapsaba, que este país al noroeste del Pacífico empezó a compartir algunas de las dificultades del resto del mundo.
Señaló hacia el este, hacia los secos cañones y los matorrales propios del desierto de la vieja meseta de lava más allá de las cascadas.
—Ahí están los lechos de fósiles de John Day. Gen y yo efectuamos nuestra primera recolección ahí, cuando éramos estudiantes. Hará quizá unos treinta o cuarenta millones de años, ese desierto era una lujuriante pradera con colinas boscosas. Poseía una gran población de mamíferos… rinocerontes, caballos, camellos, oreodontes, e incluso perros gigantes y felinos dientes de sable. Luego, un día, los volcanes empezaron a entrar en erupción. Dispersaron un intenso manto de cenizas y restos por todas esas llanuras orientales. Las plantas quedaron enterradas, y los arroyos y lagos resultaron envenenados. Hubo inundaciones piroclásticas… una especie de terribles nubes hechas de gases y cenizas y fragmentos de lava, recorriendo el lugar a más de ciento cincuenta kilómetros por hora.
Desenvolvió lentamente un bocadillo, mordió, y masticó. La monja no dijo nada. Se quitó el pañuelo de la cabeza y con él se secó el sudor de su amplia frente.
—No importaba lo rápido o lo lejos que corrieran esos pobres animales, no podían escapar. Quedaron enterrados en las capas de lava. Y luego el vulcanismo se detuvo. La lluvia lavó los venenos, y las plantas regresaron. Al cabo de un tiempo los animales regresaron también, y repoblaron la región. Pero la buena vida no duró. Los volcanes entraron de nuevo en erupción, y hubo nuevas lluvias de cenizas. Ocurrió una y otra y otra vez a lo largo de los siguientes quince millones de años o así. La muerte y la repoblación, la lluvia mortal y el regreso de la vida. Capa tras capa de fósiles cenizas fueron acumulándose en este lugar. La formación de John Day tiene más de medio kilómetro de espesor… y hay formaciones similares encima y debajo de ella.
Mientras el anciano hablaba, la monja permanecía sentada contemplando la meseta al este. Un par de gigantescos cóndores trazaban lentos círculos en medio de una corriente térmica. Bajo ellos, una densa formación de nueve aparatos voladores en forma de huevo derivaban lentamente siguiendo el curso de un invisible cañón.
—Los lechos de ceniza fueron cubiertos por una densa lava. Luego, tras más millones de años, los ríos empezaron erosionar la roca y también las capas de cenizas que había debajo. Gen y yo encontramos fósiles a lo largo de los cursos de agua… no solamente huesos y dientes, sino incluso huellas de hojas y flores enteras prensadas en las más finas capas de cenizas. Las grabaciones de toda una serie de mundos desaparecidos. Muy conmovedor. Por la noche, ella y yo hacíamos el amor bajo las estrellas del desierto y contemplábamos la Vía Láctea por la parte de Sagitario. Nos preguntábamos qué aspecto tendrían las constelaciones para aquellos animales extintos. Y durante cuánto tiempo más sobreviviría la pobre vieja Humanidad antes de ser enterrada por su propio lecho de cenizas, aguardando a que los paleontólogos de Sagitario acudieran a cavarnos tras otro treinta millones de años.
Se echó a reír.
—Un melodrama. Una de las características de la búsqueda de fósiles es un entorno romántico. —Comió el resto de su bocadillo y bebió de su cantimplora. Luego dijo—: Genevieve —y guardó silencio durante largo rato.
—¿Les impresionó mucho la Intervención? —preguntó finalmente la hermana Roccaro—. Alguna de la gente mayor con la que he tratado pareció más bien decepcionada de que la humanidad fuera salvada de sus justos desiertos ecológicos.
—Yo era considerado como un partidario de Shadenfreude —admitió Majewski, sonriendo—. Ya sabe, esos que consideraban a la Humanidad como una especie de plaga que expoliaba lo que de otro modo hubiera podido ser un espléndido planeta. Pero los paleontólogos tienden a ver la vida desde una amplia perspectiva. Algunas criaturas sobreviven, otras se extinguen. Pero no importa lo grande que sea el desastre ecológico, la paradoja llamada vida sigue desafiando la entropía e intentando perfeccionarse a sí misma. Los tiempos difíciles parecen simplemente ayudar a la evolución. La era glacial del pleistoceno y las eras pluviales pudieron haber matado a todos los homínidos herbívoros. Pero en vez de ello, el duro clima y los cambios en la vegetación parecieron animar a algunos de nuestros antepasados a convertirse en carnívoros. Y si uno come carne, no tiene que pasar tanto tiempo persiguiendo la comida. Puedes sentarte y aprender a pensar.
—¿Hubo alguna vez en que el cazador fue mejor?
—Cazador no es lo mismo que asesino. No estoy de acuerdo con la imagen del hombre-mono totalmente depravado que postulan algunos etnólogos para los antepasados del hombre. Hubo bondad y altruismo en nuestros ascendientes homínidos, del mismo modo que hay bondad en la mayor parte de la gente de hoy.
—Pero el mal es algo real —dijo la monja—. Llámelo egocentrismo o agresión maligna o pecado original o lo que quiera. Está ahí. El Edén desapareció.
—¿Acaso no es el Edén bíblico un símbolo ambivalente? Tengo la impresión de que el mito simplemente nos muestra que la consciencia de sí mismo y la inteligencia son peligrosas. Y pueden ser mortales. Pero considere la alternativa del Árbol del Conocimiento. ¿Desearía alguien la inocencia a ese precio? Yo no, Amerie. Realmente no desearíamos escupir ese mordisco de manzana. Incluso nuestros instintos agresivos y nuestro terco orgullo nos ayudaron a convertirnos en los gobernantes de la Tierra.
—¿Y algún día… quizá de la Galaxia?
Claude lanzó una corta risa.
—Dios sabe que acostumbrábamos a discutir mucho acerca de este tema cuando los gi y los poltroyanos cooperaron con nosotros en las excavaciones de recuperación. El consenso parece establecerse en que pese a nuestra arrogancia y precipitación, nosotros los humanos poseemos un potencial increíble… que justificó la Intervención antes de que nuestras dificultades fueran excesivas. Por otra parte, los trastornos que causamos durante la conmoción metapsíquica allá por los ochenta nos hace preguntamos si no habremos simplemente transferido nuestro talento expoliador a un estadio cósmico en vez de un estadio sólo planetario.
Comieron algunas naranjas y, al cabo de un rato, Claude dijo:
—Ocurra lo que ocurra, me alegra haber vivido para alcanzar las estrellas, y me alegra que Gen y yo hayamos conocido y hayamos trabajado con otros seres pensantes de buena voluntad. Ahora ya ha terminado todo, pero fue una maravillosa aventura.
—¿Qué opinaba Genevieve de sus viajes?
—Ella estaba más fuertemente ligada a la Tierra, pese a que le gustaban los viajes a otros mundos. Insistía en mantener nuestra casa aquí en el Pacífico Noroeste, donde nos habíamos educado. Si hubiéramos podido tener hijos, es probable que ella nunca hubiera querido irse. Pero ella era una portadora de células calciformes, y la técnica para modificar el código genético no fue desarrollada hasta que Gen ya había pasado la edad óptima para tener hijos. Más tarde, cuando estuvimos listos para el rejuvenecimiento, nuestros instintos paternos ya estaban casi completamente atrofiados, y había mucho trabajo que hacer. Así que simplemente seguimos trabajando juntos. Durante noventa y cuatro años…
—Claude —dijo la hermana Roccaro, tendiendo su mano hacia él. Una ligera brisa agitó su corto pelo ensortijado—. ¿Se da cuenta de que está usted curado?
—Sabía que ocurriría. Después de que Gen muriera. Era ella muriéndose lo que lo hacía todo tan malo. Entienda, hablamos de ello hace meses, cuando ella controlaba todavía sus facultades, y nos condolimos mucho y lo aceptamos y nos purgamos emocionalmente. Pero ella aún tenía que pasar por el trance, y yo tenía que mirar y esperar mientras la persona a la que amaba más que a mi propia vida se deslizaba lentamente cada vez más lejos de mí pero sin terminar de abandonarme. Ahora que está muerta, me siento de nuevo funcional. Simplemente me pregunto: ¿qué es lo que voy a hacer ahora?
—Yo he tenido que responder a la misma pregunta —dijo la monja muy cuidadosamente.
Majewski se sobresaltó, luego estudió el rostro de ella como si nunca antes lo hubiera visto.
—Amerie, chiquilla. Ha pasado usted su vida consolando a gente necesitada, sirviendo a los moribundos y a los que los lloraban. ¿Y sin embargo tuvo que formularse una pregunta como ésa?
—No soy una chiquilla, Claude. Soy una mujer de treinta y siete años, y he trabajado en el Hospicio durante quince de esos años. El trabajo… no ha sido fácil. Estoy agotada. He decidido que usted y Genevieve serían mis últimos clientes. Mis superiores han estado de acuerdo con mi decisión de abandonar la orden.
Impresionado más allá de cualquier palabra, el anciano se la quedó mirando. Ella prosiguió:
—Me he descubierto aislándome cada vez más, consumiéndome en las emociones de la gente a la que estaba intentando ayudar. También ha habido un tambaleo de mi fe, Claude. —Se alzó ligeramente de hombros—. Es algo que le ocurre normalmente a la gente dedicada a la vida religiosa. Alguien de tipo científico sensible como usted se echará probablemente a reír…
—Yo nunca me reiría de usted, Amerie, se lo aseguro. Y si piensa usted realmente que soy sensible, quizá pueda ayudarla.
Ella se levantó y se sacudió las motas de polvo y roca que habían quedado prendidas en sus tejanos.
—Ya es hora de que nos marchemos de esta montaña. Vamos a necesitar dos horas para volver caminando hasta el huevo.
—Y por el camino —insistió él— me contará usted su problema y sus planes para el futuro.
Annamaria Roccaro contempló al anciano con una divertida exasperación.
—Doctor Majewski, usted es un excavapiedras retirado… no un consejero espiritual.
—Me lo va a contar de todos modos. En caso de que usted no lo sepa, no hay nada más testarudo en el Medio Galáctico que un polaco que ha clavado su mente en algo. Y yo soy mucho más testarudo que los demás polacos debido a que he tenido más tiempo para practicar. Y además —añadió astutamente—, usted nunca hubiera mencionado su problema si yo no hubiera empezado hablando de mí. Vamos. Regresemos al huevo.
Echó a andar lentamente sendero abajo, y ella le siguió. Caminaron en silencio durante al menos diez minutos antes de que la monja empezara a hablar.
—Cuando pequeña, mis héroes religiosos no eran los santos de la Era Galáctica. Nunca pude identificarme con el Padre Teilhard o San Jack el Incorpóreo o la Máscara Diamantina. Me gustaban los místicos realmente antiguos: Simeón el Estilita, Antonio el Ermitaño, Dama Julian de Norwich. Pero hoy, ese tipo de entrega solitaria a la penitencia es contrario a la nueva visión de la energía humana de la Iglesia. Se supone que debemos efectuar nuestro viaje individual hacia la perfección dentro de una unidad con los humanos y el amor divino.
Claude le dirigió una mueca por encima del hombro.
—Me he perdido, chiquilla.
—Desprovisto de toda la jerga, eso quiere decir que lo que está de moda es la actividad caritativa; el misticismo solitario está caduco. Nuestra Era Galáctica es demasiado activa para anacoretas o ermitaños. Se supone que ese tipo de vida es egoísta, escapista, masoquista, y contrario a la evolución social de la Iglesia.
—Pero no creo que… ¿Se trata de eso, Amerie? ¿Desea usted alejarse y aislarse y contemplar el mundo desde algún lugar solitario y sufrir y alcanzar la iluminación?
—No se ría de mí, Claude. Intenté entrar en un monasterio… las Cirstercienses, las Hermanitas de los Pobres, las Carmelitas. Y echaron una mirada a mi perfil psicológico y me dijeron que lo olvidara. ¡Que me dedicara a consejera, me animaron! ¡Ni siquiera las Brigittinas-Zen me dieron una oportunidad! Pero finalmente descubrí que hay un sitio donde un místico solitario a la antigua usanza no se sentirá fuera de lugar. ¿Ha oído hablar usted alguna vez del Exilio?
—¿Qué paleobiólogo no ha oído hablar de él?
—Puede que sepa usted que hay una especie de ferrocarril clandestino a él desde hace muchos años. Pero quizá no sepa que la utilización del portal del tiempo ha sido sancionada de una manera oficial por el Medio hace cuatro años, en respuesta a una creciente demanda. Todo tipo de gente ha ido al Exilio tras pasar por un régimen de supervivencia. Gente con todo tipo de antecedentes culturales y profesiones imaginables, tanto de la Tierra como de las colonias humanas. Todos esos viajeros temporales tienen una cosa en común: desean seguir viviendo, pero no pueden seguir funcionando en este complejo y estructurado mundo de la civilización galáctica.
—¿Y es esto lo que usted ha elegido?
—Mi solicitud fue aceptada hace más de un mes.
Llegaron a una traicionera pendiente pedregosa, los restos de una antigua avalancha, y se concentraron en atravesarla con cuidado. Cuando llegaron al otro lado descansaron un momento. El sol era muy caliente. Los retroevolucionados cóndores habían desaparecido.
—Amerie —dijo el anciano—, sería muy interesante ver los huesos fósiles con carne encima de ellos.
Ella alzó una ceja.
—¿No es esto un poco impulsivo?
—Quizá no tenga nada mejor que hacer. Ver vivos a los animales del plioceno sería un interesante remate a una larga carrera en paleobiología. Y los aspectos de la supervivencia día a día no presentan ningún problema para mí. Si hay una cosa que aprendes en el campo, es extraer comodidades de la nada. Tal vez podría ayudarla a alzar su cabaña de ermitaño. Es decir… si no cree usted que eso sería una tentación demasiado grande para sus votos.
Ella se echó a reír a carcajadas, luego se puso en pie y dijo:
—¡Claude! Está usted preocupado por mí. Cree usted que voy a terminar devorada por un tigre dientes de sable o pisoteada por mastodontes.
—¡Maldita sea, Amerie! ¿No sabe usted dónde quiere ir a meterse? ¡Sólo porque sabe trepar a unas cuantas montañas domesticadas y atrapar unas cuantas truchas de vivero en Oregon cree que puede convertirse en un Francisco de Asís femenino en medio de una aullante soledad! —Apartó la mirada, con el ceño fruncido—. Dios sabe qué tipo de escoria humana hay vagando por allí. No deseo entorpecer sus intenciones, chiquilla. Pero me gusta mirar las cosas de frente. Llévese usted comida y cosas así. Incluso esos viejos místicos permitían que sus fieles les trajeran regalos, ya sabe. Amerie… ¿no comprende? No me gustaría que nada destruyera su sueño.
Bruscamente, ella le dio un fuerte abrazo, luego retrocedió sonriente, y por un instante él no la vio con tejanos, una sencilla blusa y un pañuelo en la cabeza, sino vestida con un sencillo hábito blanco con una cuerda anudada en torno a su cintura.
—Doctor Majewski, me sentiré honrada teniéndole como protector. Puede que sea usted una tentación, pero seré firme y resistiré sus seducciones, pese a lo mucho que le quiero.
—Entonces queda decidido. Será mejor que regresemos y dispongamos los funerales de Genevieve cuanto antes. Nos llevaremos sus cenizas con nosotros a Francia y las enterraremos en el plioceno. A Gen le hubiera encantado.