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El claxon de alerta lanzó su estridente mugido por toda la habitación de guardia de la Estación de Altas Energías de Lisboa.

—Infiernos, de todos modos estaba perdiendo —observó la enorme Georgina. Tomó la unidad portátil de aire acondicionado de su armadura y se dirigió pesadamente hacia el equipo de perforación que aguardaba, con el casco bajo el brazo.

Stein Oleson dejó de un golpe sus cartas sobre la mesa. Su vaso de licor se volcó y empapó el magro montón de patatas fritas que había ante él.

—¡Y yo con una escalera al rey y la primera apuesta decente de todo el día! ¡Maldita afortunada trisómica mata-abuelas! —Se puso en pie de un salto, derribando hacia atrás la silla reforzada, y se inmovilizó allí balanceándose, dos metros y quince centímetros de asesina apostura. La enrojecida esclerótica de sus ojos contrastaba extrañamente con el brillante azul de sus iris. Oleson miró furiosamente a los otros jugadores y cerró sus puños servopropulsados.

Hubert lanzó una profunda risotada. Podía reír, si se tenía en cuenta su juego.

—¡Tranquilo, muchacho! Deja de hervir, Stein. El espumear de este modo no le va a ayudar en nada a tu juego.

—Te dije que te lo tomaras con calma, Steinie —terció el cuarto jugador—. ¡Mira ahora! Tenemos que ir abajo, y vuelves a estar de nuevo medio trompa.

Oleson le lanzó al hombre una mirada de asesino desprecio. Rodeó la mesa, subió a su propia perforadora, y empezó a acomodarse trabajosamente dentro.

—Será mejor que mantengas cerrada tu bocaza, Jango. Incluso completamente borracho puedo hacer un agujero mucho más limpio que cualquier portugués ensartador de sardinas.

—Oh, por el amor de Dios —dijo Hubert—. ¿Queréis callaros los dos?

—¡Esto me pasa por formar equipo con un maldito cabeza cuadrada! —dijo Jango. Frunció la nariz a la manera íbera, por encima del borde del cuello de su armadura, y cerró su casco.

Oleson se echó a reír.

—¡Y a mí me llamas patán!

La voz electrónica de Georgina, la jefa del equipo, les transmitió las malas noticias mientras revisaban los sistemas.

—Hemos perdido la línea principal Cabo da Roca-Azores a la altura del kilómetro 793, y el túnel de servicio también. Un deslizamiento Clase Tres, pero al menos la fístula se selló. Parece que va a ser un trabajo largo, muchachos.

Stein Oleson conectó el motor. Las 180 toneladas de su aparato se alzaron del muelle, se deslizaron fuera de su encajamiento, y resbalaron rampa abajo, agitando su cola como un dinosaurio de hierro ligeramente achispado.

Madre de deus —gruñó la voz de Jango. Su aparato siguió al de Stein, obedeciendo escrupulosamente las reglamentaciones—. Es una amenaza, Georgina. Que me condene si formo otra vez tándem perforador con él. Te lo digo, ¡antes abro la escotilla! ¿Te gustaría a ti tener a un estúpido borracho como la única cosa viva entre tú y una masa de basalto al rojo vivo?

La estruendosa risa de Oleson resonó en sus oídos.

—¡Sigue adelante y abre la escotilla, meón! Y luego búscate un trabajo que encaje con tus nervios. Como perforar agujeros en los quesos suizos con tu…

—¿Queréis callaros de una maldita vez? —dijo Georgina cansadamente—. Hubey, este turno tú harás pareja con Jango, y yo con Stein.

—Hey, espera un momento, Georgina —empezó Oleson.

—Está decidido, Stein. —Activó la compuerta—. Tú y Mamá Grande contra el mundo, Ojos Azules. Y encomienda tu alma a Jesús si no estás sobrio antes de que lleguemos al deslizamiento. Adelante, chicos.

Una enorme compuerta, de once metros de alto y casi el mismo grosor, se abrió para darles entrada al túnel de servicio que conducía hasta el fondo del mar. Georgina había alimentado las coordenadas del deslizamiento al autotimón de su perforadora, de modo que todo lo que tenían que hacer por un tiempo era relajarse, agitarse dentro de su armadura, y quizá esnifar un eufórico o dos mientras avanzaban a 500 kilómetros por hora hacia aquel amasijo de rocas en el fondo del océano Atlántico.

Stein Oleson elevó la presión parcial de su oxígeno y se administró un toque de aldetox y stimvim. Luego ordenó a la unidad de alimentación de la armadura que le sirviera un litro de huevo crudo y puré de arenque ahumado, junto con su favorito pelo de perro, el aquavit.

Hubo un leve murmullo en el receptor de su casco.

—Maldito cacáfago atávico. Debería llevar un par de cuernos de buey en su casco y envolverse su culo de acero con unos suspensorios de piel de oso.

Stein sonrió muy a pesar suyo. En sus fantasías favoritas se imaginaba a sí mismo como un vikingo. O, puesto que tenía a la vez genes noruegos y suecos, quizás un merodeador vanargiano abriéndose camino hacia el sur hasta la antigua Rusia. ¡Qué maravilloso sería responder a los insultos con un hacha o una espada, sin preocuparse por las estúpidas restricciones de la civilización! ¡Dejar que la roja ira fluyera tal como tenía que fluir, alimentando sus grandes músculos para la batalla! ¡Tomar a fuertes mujeres rubias que primero lucharían, y luego se abandonarían con dulce condescendencia! Había nacido para una vida como aquella.

Pero, desgraciadamente para Stein Oleson, el salvajismo cultural humano se había extinguido en la Era Galáctica, añorado tan sólo por unos cuantos etnólogos, y las sutilezas de los nuevos bárbaros mentales se hallaban más allá de su alcance. Este excitante y peligroso trabajo suyo le había sido concedido por un ordenador compasivo, pero las hambres de su alma seguían insatisfechas. Nunca había tomado en consideración el emigrar a las estrellas; en ninguna colonia humana en ningún lugar del Medio Galáctico había un Edén primitivo. El plasma germinal de la Humanidad era demasiado valioso para fragmentarlo en remansos neolíticos. Cada uno de los 783 nuevos mundos humanos estaba completamente civilizado, atado por la ética del Concilio, y obligado a contribuir a la poco a poco coalescente Unidad. La gente que anhelaba seguir sus simples raíces tenía que contentarse con visitar las penosas restauraciones de los antiguos emplazamientos culturales del Viejo Mundo, o con las exquisitamente orquestadas Representaciones Inmersivas —casi, pero no completamente, auténticas hasta el último detalle—, que permitían a una persona saborear activamente porciones seleccionadas de su herencia.

Stein, que había nacido en el Viejo Mundo, había acudido a la Saga de la Tierra de los Fiordos cuando apenas había salido de la adolescencia, viajando de Chicago Metro a Escandinavia con otros estudiantes de vacaciones. Fue expulsado de la Representación de la Lancha de los Invasores y multado después de dejarse llevar por los ardores de una batalla y arrancarle de cuajo un brazo a un noruego para «rescatar» a una doncella británica raptada y salvarla de la violación. (El actor herido se mostró filosófico acerca de los tres meses que tuvo que pasar en el tanque de regeneración. «Son gajes del oficio, muchacho», le dijo a su atacante presa de los remordimientos.)

Algunos años más tarde, después de que Stein hubiera madurado y hallado una cierta liberación en su trabajo, acudió de nuevo a las representaciones de la Saga. Esta vez le parecieron patéticas. Stein vio a los felices visitantes extraterrestres de Trøndelag y Thule y Finnmark y todos los demás planetas «escandinavos» como un hatajo de estúpidos ridículamente vestidos, vadeadores de aguas someras, cautelosos, masturbadores, patéticos perseguidores de una identidad perdida.

—¿Qué haréis cuando descubráis quiénes sois, tataranietos de un tubo de ensayo? —había gritado, luchando borracho en la Fiesta del Valhalla—. ¡Volved allá de dónde habéis venido… a los nuevos mundos que os han dado los monstruos! —Luego había trepado a la mesa de Aesir y se había meado en el bol de aguamiel.

Lo expulsaron y lo multaron de nuevo. Y esta vez su tarjeta de crédito fue intervenida de tal modo que a partir de entonces no fue admitido en ninguna otra oficina de representaciones…

Los veloces perforadores avanzaban a toda velocidad bajo la plataforma continental, con sus luces arrancando destellos rosas, verdes y blancos de las paredes de granito del túnel. Luego las máquinas penetraron en el oscuro basalto de la profundidad oceánica justo debajo de la gran Llanura Abisal de Tagus. A tan sólo tres kilómetros por encima de su túnel de servicio estaban las aguas del mar; diez kilómetros más abajo estaban las rocas fundidas.

Mientras avanzaban dos a dos por la litosfera, los miembros del equipo sentían la ilusión de estar descendiendo por una gigantesca rampa con bruscos cambios de rumbo a intervalos regulares. Los aparatos parecían volar en línea recta y nivelados, luego de pronto su morro se hundía bruscamente hacia un nuevo camino, sólo para repetir la maniobra unos momentos más tarde. El túnel de servicio seguía la curvatura de la Tierra en una serie de rectas cuerdas de arco; tenía que hacerlo así, debido al túnel de transmisión de energía al que servía, un túnel paralelo con el diámetro justo para admitir a un perforador cuando era necesario efectuar reparaciones de envergadura. En muchas partes del complejo sistema de transmisión submarina de energía, los túneles de conducción y de servicio estaban conectados por accesos cada diez kilómetros, permitiendo así a los equipos de mantenimiento un fácil acceso; pero si era necesario, los perforadores podían atravesar directamente las paredes de piedra sin pulir del túnel de servicio y abrirse camino hasta el otro túnel en cualquier ángulo.

Hasta el momento en que había sonado la alarma en Lisboa, la conducción principal entre la Europa continental y las extensas granjas marinas de las Azores había permanecido alimentada con el resplandor de un haz de fotones. Aquella respuesta definitiva a la antigua hambre de energía de la Tierra se había originado a aquella hora del día en la luz solar que llegaba al Centro de Captación Paralelo 39 de Serra da Estrela al noroeste de Lisboa Metro. Con sus centros hermanos de Jiuquan, la Plataforma de Akebono, y Cedar Bluffs KA, captaba y distribuía la energía solar para ser utilizada por los consumidores adyacentes al paralelo 39N a todo alrededor del globo. Un complejo en forma de tela de araña de estratotorres, protegidas contra las fuerzas de la gravedad y muy altas por encima de las turbulencias atmosféricas, reunían los rayos de luz de los cielos sin nubes, los apiñaban en un haz coherente, y los enviaban para ser distribuidos con toda seguridad bajo tierra vía una red de túneles transmisores generales y locales. Un fotón de la luz diurna portuguesa (o china, o del Pacífico, o de Kansas) podía ser dirigido de este modo a través de espejos de plasma operando dentro de los túneles, y llegar a la gente de las neblinosas granjas del Atlántico Norte en menos de un parpadeo. Los granjeros marinos utilizaban la energía para todo, desde las cosechadoras submarinas hasta las esterillas eléctricas. Pocos de sus consumidores se preocupaban sin embargo en pensar de dónde les venía la energía.

Como todas las conducciones subterráneas de energía de la Tierra, la Cabo da Roca-Azores era patrullada regularmente por pequeños robots limpiadores. Estos robots podían efectuar pequeñas reparaciones cuando la corteza planetaria se agitaba en un incidente común Clase Uno, sin interrumpir siquiera el haz de fotones. Los daños Clase Dos eran ya lo bastante graves como para originar un corte automático. Un temblor podía quizá desviar un segmento del túnel ligeramente fuera de alineación, o dañar una de las vitales estaciones de espejos. Los equipos de superficie corrían entonces hacia el escenario de la interrupción vía los túneles de servicio, y normalmente las reparaciones se efectuaban con enorme rapidez.

Pero hoy, el ajuste tectónico había sido calificado como Clase Tres. La zona de fractura de Despacho se había alzado de hombros, y una red de fallas menores en el basalto suboceánico se habían alzado también de hombros en simpatía. Las rocas ardientes que rodeaban una sección de tres kilómetros de los túneles gemelos se deslizó repentinamente de norte a sur, de este a oeste, de arriba a abajo, aplastando no solamente el túnel transmisor de energía sino también el de servicio. Al tiempo que la estación de espejos se vaporizaba en un muy pequeño estallido nuclear, los vaporizantes fotones del haz ardieron sin ser desviados durante un microsegundo antes de que actuaran los interruptores de seguridad. El haz horadó la derrumbada pared del tubo y siguió vaporizando en línea recta hacia el este a través de la corteza hasta que atravesó el lecho marino. Hubo una explosión de vapor en la roca licuada justo en el momento en que el rayo murió, lo cual selló con efectividad la fístula. Pero una amplia región que hasta entonces había sido razonablemente estable roca sólida se había visto reducida ahora a un montón de cascotes, carbonizado rezumamiento oceánico, y bolsas de lava fundida que se iban enfriando lentamente.

Una conducción alternativa restableció la energía a las Azores un segundo después de la interrupción. Hasta que se hubieran efectuado las reparaciones, las islas tomarían la mayor parte de su energía del Centro de Captación Paralelo 38 al noroeste de Lorca, en España, vía Gibraltar-Madeira. Equipos de perforación a ambos lados del segmento de túnel dañado limpiarían los derrumbes, reconstruirían el espejo, e instalarían tirantes de refuerzo en los túneles que cruzaban la nueva zona de inestabilidad.

Entonces habría de nuevo luz.

—Jefe de Lisbong, aquí Ponta Del Tres-Alfa acudiendo, estamos en el kilómetro siete-nueve-siete, adelante.

—Lisbong Dieciséis-Eco al habla, Ponta Del —dijo Georgina—. Estamos en el siete-ocho-cero y avanzando… Siete-ocho-cinco… Siete-nueve-cero… y en el punto de derrumbe, siete-nueve-dos. ¿Habéis traído la fístula, chicos?

—Afirmativo, Lisbong, con una unidad en el túnel de energía para enlace. Hace mucho que no nos vemos, Georgina, pero me gustaría que dejáramos de encontrarnos en estas condiciones. Pon tu mejor zapador en la reconstrucción del túnel de energía, ricura. Va a tener trabajo.

—No te preocupes, Ponta Del. Pronto nos veremos, Larry, amor. Dieciséis-Eco fuera.

Stein Oleson hizo chirriar sus dientes y agarró las dos palancas de su aparato. Sabía que él era el mejor perforador que tenía Lisboa. Nadie podía perforar un túnel mejor que él. Burbujas de lava, anomalías magnéticas… nada podía desviarle de su camino. Se preparó para accionar el rayo.

—Hubert, encárgate de la reconstrucción del túnel de energía —dijo Georgina.

La humillación y la rabia retorcieron las tripas de Stein. Una nauseabunda mezcla de bilis y arenque ascendió irresistiblemente hasta su garganta. Tragó. Hizo una profunda inspiración. Aguardó.

—Jango, tú seguirás a Hubert con los repuestos hasta que encontréis el espejo. Entonces encárgate de ello. Steinie, tú y yo nos ocuparemos del túnel de servicio.

—Como tú digas, Georgina —dijo Stein suavemente. Pulsó el botón de su palanca de la derecha. Un rayo blanco verdoso brotó del morro del aparato. Lentamente, las dos enormes máquinas empezaron a horadar el derrumbamiento de negras rocas mientras pequeños robots de limpieza se movían arriba y abajo retirando los cascotes.