Bruñidas trompetas lanzaron un floreo. La comitiva ducal cabalgó alegremente fuera del Château de Riom, los caballos cabrioleando y corveteando como si hubieran sido adiestrados para ello, dando una muestra de brío sin poner en peligro a las damas en sus sillas de amazona. La luz del sol hacía destellar los jaeces de las monturas, pero eran los esplendorosos jinetes los que despertaban los aplausos de la multitud.
Los reflejos grisazulados de la festiva escena que se reflejaba en el monitor oscurecieron el pelo castaño rojizo de Mercedes Lamballe y arrojaron lívidas luces sobre su delgado rostro.
—Los turistas echan a suertes el participar en la procesión de los nobles —explicó a Grenfell—. Es más divertido ser plebeyo, pero intenta decírselo a ellos. Por supuesto, los actores principales son todos pros.
Jean, duque de Berry, alzó su brazo hacia el alegre gentío. Llevaba una larga hopalanda de su propio azul heráldico, salpicada con flores de lis. Las colgantes mangas estaban vueltas hacia atrás para mostrar el rico forro de brocado amarillo. Los calzones del duque eran de un blanco puro, bordados con lentejuelas doradas, y llevaba espuelas de oro. A su lado cabalgaba el príncipe Carlos de Orleans, con sus abigarradas ropas de un color escarlata real, negro y blanco, y su pesado tahalí dorado orlado con tintineantes campanillas. Otros nobles de la comitiva, ataviados tan llamativamente como una bandada de gorjeantes pájaros, seguían detrás con las damas.
—¿No es un peligro? —preguntó Grenfell—. ¿Caballos con jinetes no adiestrados? Creía que utilizábais monturas robot.
—Tiene que ser real —dijo Lamballe suavemente—. Esto es Francia, ¿sabes? Los caballos han sido criados especialmente por su inteligencia y estabilidad.
En honor a la festividad del primero de mayo, la prometida ducal, la princesa Bonne, y todo su séquito, iban vestidos con sedas color verde malaquita. Las doncellas nobles llevaban los pintorescos tocados de principios del siglo XV, hechos con hilo dorado adornado con joyas, alzándose por encima de sus peinados como las orejas de un gato. La crépine de la princesa era aún más extravagante, extendiéndose a partir de sus sienes en largos cuernos dorados con un velo de linón envolviendo los hilos.
—Haz una señal a las chicas de las flores —dijo Gaston desde el otro lado de la sala de control.
Mercy Lamballe permanecía sentada inmóvil, contemplando la brillante imagen con una arrobada intensidad. Las antenas de su comset hacían que el extraño tocado de la princesa medieval que acababa de salir del castillo pareciera más bien vulgar en comparación.
—Merce —repitió el director con suave insistencia—. Las chicas de las flores.
Lentamente, la mujer tendió una mano, conectando el canal de órdenes.
Las trompetas sonaron de nuevo, y la plebeya multitud de turistas lanzó oohes. Docenas de pequeñas doncellas con hoyuelos en las mejillas y llevando cortas falditas rosas y blancas salieron corriendo de los jardines llevando cestos de flores de manzano. Avanzaron brincando por un lado del camino frente a la procesión ducal, arrojando flores, mientras las chirimías y los trombones lanzaban unas alegres notas. Juglares, acróbatas y un oso bailarín se unieron a la procesión. La princesa enviaba besos a la multitud, y el duque distribuía ocasionalmente alguna que otra piêce de largesse.
—Haz salir a los cortesanos —dijo Gaston.
La mujer en la consola de control permaneció sentada inmóvil. Bryan Grenfell pudo ver gotas de humedad en su frente, empapando los enroscados zarcillos de pelo castaño rojizo. Su boca estaba apretada.
—Mercy, ¿qué ocurre? —susurró Grenfell—. ¿Qué es lo que va mal?
—Nada —dijo ella. Su voz era ronca y tensa—. Cortesanos enviados, Gaston.
Tres hombres jóvenes, vestidos también de verde, aparecieron galopando de los bosques en dirección a la procesión de nobles, llevando brazadas de ramillas repletas de vástagos y hojas. Con muchas risitas, las damas las trenzaron y coronaron con ellas a los caballeros de su elección. Los hombres devolvieron el cumplido con delicadas guirnaldas de flores para las damiselas, y todos reanudaron su cabalgata hacia el prado donde aguardaba el poste de mayo. Mientras tanto, dirigidas por los mandos de Mercy, un grupo de chicas descalzas y sonrientes muchachos distribuían flores y ramillas a la ligeramente tímida multitud, gritando:
—Vert! Vert pour le mai!
Bien sincronizados, el duque y su comitiva empezaron a cantar al compás de las flautas:
C’est le mai, c’est le mai,
C’est le joli mois de mai!
—Están desafinando de nuevo —dijo Gaston con voz exasperada—. Llama a los coros, Merce. Y que se le unan unos cuantos trinos, y haz salir algunas mariposas amarillas también. —Conectó el audio del canal de órdenes y exclamó—: ¡Eh, Minou! Aparta a ese zoquete de delante del caballo del duque. Y vigila al chico de rojo. Parece que le está arrancando las campanillas al tahalí del príncipe.
Mercedes Lamballe llamó a las voces auxiliares como le habían ordenado. Toda la multitud se unió a los cantos, que había aprendido mientras dormía en el camino viniendo de la coronación de Carlomagno. Mercy hizo que los pájaros cantores llenaran los floridos jardines, y envió las señales que soltarían a las mariposas de sus jaulas ocultas. Sin que nadie se lo pidiera, conjuró una aromática brisa para que refrescara a los turistas de Aquitania y Neustria y Blois y Foix y todos los demás planetas «franceses» del Medio Galáctico que habían acudido, junto con los francófilos y medievalistas de veintenas de otros mundos, para saborear las glorias de la antigua Auvernia.
—Van a tener calor ahora —observó a Grenfell—. La brisa les hará sentirse mejor.
Bryan se relajó a un tono más normal de voz.
—Supongo que hay límites a las incomodidades que están dispuestos a soportar en nombre de la inmersiva representación cultural.
—Reproducimos el pasado —dijo Lamballe— como nos hubiera gustado que fuese. Las realidades de la Francia medieval son otra cosa completamente distinta.
—Tenemos a unos cuantos dispersos, Merce. —Las manos de Gaston aletearon sobre su panel de control, en la coreografía preliminar de la suite del poste de mayo—. Veo a dos o tres exóticos entre el gentío. Probablemente esos etnólogos comparativos del mundo de Krondak de los que fuimos advertidos. Será mejor que les enviemos un trovador para que los mantenga distraídos hasta que se reúnan de nuevo con el grupo principal. Esos visitantes son capaces de escribir irritadas valoraciones si dejas que se aburran.
—Algunos de nosotros mantenemos nuestra objetividad —dijo suavemente Grenfell.
El director bufó.
—Bien, vosotros no estáis ahí fuera caminando entre boñigas de caballo enfundados en un traje de guardarropía bajo el ardiente sol en un mundo bajo en oxígeno subjetivo y alto en gravedad subjetiva… ¿Merce? Maldita sea, muchacha, ¿de nuevo con tu amnesia temporal?
Bryan se levantó de su asiento y se dirigió hacia ella, mostrando preocupación en su rostro.
—Gaston… ¿no te das cuenta de que se encuentra mal?
—¡No es cierto! —la voz de Mercy era tajante—. Pasará en un minuto o dos. Trovador enviado, Gaston.
El monitor se enfocó en un cantante que hizo una inclinación de cabeza hacia el pequeño grupo de rezagados, pulsó una cuerda de su laúd, y empezó a conducirlos expertamente hacia la zona donde estaba el poste de mayo mientras los ablandaba con canciones. La penetrante dulzura de su voz de tenor llenó la sala de control. Primero cantó en francés, luego en inglés estándar del Gobierno Humano del Medio Galáctico para aquellos que no estaban al día en lenguas arcaicas.
Le temps a laissé son manteau
De vent, de froidure et de pluie,
Et s’est vestu de broderie
De solei luisant… cler et beau.
El tiempo ha abandonado su capa
De viento, de frío y de lluvia,
Y se ha vestido de bordados
De reluciente sol… claro y hermoso.
Un genuino pájaro añadió su propia coda a la canción del juglar. Mercy bajó la cabeza, y sobre la consola ante ella cayeron unas lágrimas. Aquella maldita canción. Y primavera en la Auvernia. Y los aleteantes pájaros y las retro-evolucionadas mariposas y las maquilladas praderas y los jardines atestados de agradecida gente venida de lejanos planetas donde la vida era dura pero había desafíos a los que todo el mundo se enfrentaba excepto los inevitables inadaptados que desencajaban el hermoso y creciente tapiz del Medio Galáctico.
Inadaptados como Mercy Lamballe.
—Lo siento, muchachos —dijo con una sonrisa desconsolada, secándose el rostro con un tisú—. Supongo que es una mala fase de la luna. O el resurgir del viejo celta. Bry, escogiste un mal día para visitar este alocado lugar. Lo siento.
—Todos los celtas estáis un poco chalados —la disculpó Gaston con una fugaz cordialidad—. Hay un ingeniero bretón en la Exhibición del Rey Sol que me dijo que solamente puede hacer el amor encima de un megalito. Vamos, querida. Sigamos adelante con la representación.
En las pantallas, los bailarines junto al poste de mayo enlazaban sus cintas y giraban en intrincados esquemas. El duque de Berry y los demás actores de su entorno permitían que los emocionados turistas admiraran las indudablemente reales gemas que adornaban sus atuendos. Las flautas pipiaban, las cornamusas gemían, los buhoneros vendían dulces y vino, los pastores dejaban que la gente acariciara sus ovejas, y el sol le sonreía a toda la escena. Todo pertenecía a la douce France, el año era el 1410 de Nuestro Señor, y así sería durante otras seis horas, tras las justas y el festín final.
Y luego los cansados turistas, extraídos 700 años del mundo medieval del duque de Berry, serían llevados en confortables tubos subterráneos a su siguiente inmersión cultural, a Versalles. Y Bryan Grenfell y Mercy Lamballe podrían bajar a los jardines cuando cayera la noche para planear navegar juntos hasta Ajaccio y ver cuántas de las mariposas habían sobrevivido.