En los primeros años después de que la Humanidad, con un poco de ayuda de sus amigos, se hubiera lanzado a recorrer las estrellas compatibles, un profesor de física de campos dinámicos llamado Théo Guderian descubrió el camino al Exilio. Sus investigaciones, como las de muchos de los demás no ortodoxos pero prometedores pensadores de la época, fueron apoyadas por una subvención ilimitada del Gobierno Humano del Medio Galáctico.
Guderian vivía en el Viejo Mundo. Debido a que la ciencia tenía tantas otras cosas que asimilar en esos excitantes tiempos (y debido a que el descubrimiento de Guderian parecía no tener ninguna aplicación práctica en absoluto en 2034), la publicación de su ensayo definitivo causó tan sólo un leve revuelo en el palomar de la cosmología física. Pero pese al aire general de indiferencia, un pequeño número de intelectuales de las seis razas galácticas unidas continuaron sintiéndose lo bastante curiosos acerca de los descubrimientos de Guderian como para acudir a visitarle a su modesta casa-laboratorio en las afueras de Lyon. Pese a que su salud era mala, el profesor recibió a todos aquellos colegas visitantes con cortesía, y les aseguró que se sentiría honrado repitiendo su experimento para ellos si se dignaban perdonar la tosquedad de su aparato, que había trasladado al sótano de su vivienda después de que el Instituto perdiera todo interés en él.
Madame Guderian necesitó un cierto tiempo para resignarse a esos exóticos peregrinos de otras estrellas. Una tenía, al fin y al cabo, que mantener las conveniencias sociales con sus visitantes. ¡Pero eso presentaba dificultades! Venció su aversión hacia el alto y andrógino gi tras mucho ejercicio mental, y una siempre podía fingir que los poltroyanos eran gnomos civilizados. Pero nunca consiguió acostumbrarse al imponente krondaku o al semivisible lylmik, y una no podía hacer otra cosa más que deplorar la forma en que algunos de los menos melindrosos simbiari goteaban verde sobre la alfombra.
Ese iba a ser el último grupo de visitantes, que llegó sólo tres días antes de que se iniciara la rápida enfermedad terminal del profesor Guderian. Madame abrió la puerta para dar la bienvenida a dos machos humanos extraterrestres (el uno alarmantemente masivo y el otro completamente normal), un pequeño y educado poltroyano que llevaba el espléndido atuendo de Dilucidador de Primer Grado, un gi de dos metros y medio (afortunadamente vestido), y —¡sainte vierge!— nada menos que tres simbiari.
Les dio la bienvenida, y distribuyó convenientemente ceniceros y papeleras extra.
El profesor Guderian condujo a los visitantes extraterrestres al sótano de la enorme casa campestre tan pronto como se hubieron cruzado las cortesías de rigor.
—Procederemos inmediatamente a la demostración, mis queridos amigos. Me dispensarán, pero hoy me siento un poco cansado.
—Muy lamentable —dijo el solícito poltroyano—. Quizá, mi querido profesor, sería conveniente que se sometiera usted a una cura de rejuvenecimiento.
—No, no —dijo Guderian con una sonrisa—. Una vida es suficiente para mí. Me considero afortunado de haber vivido en la era de la Gran Intervención, pero debo confesar que los acontecimientos parecen estar moviéndose últimamente más aprisa de lo que mi serenidad puede tolerar. Lo único que espero ahora es la paz definitiva.
Cruzaron una puerta recubierta de metal y penetraron en lo que parecía ser una bodega transformada. Una zona del suelo de piedra de unos tres metros cuadrados había sido retirado, dejando al descubierto la tierra desnuda. El aparato de Guderian se alzaba en medio de ella.
El anciano rebuscó algo en un antiguo gabinete de roble cerca de la puerta y volvió con un pequeño montón de placas de lectura, que distribuyó entre los científicos.
—Estos folletos, que mi esposa ha sido tan amable de preparar para los visitantes, contienen un resumen de mis consideraciones teóricas y unos diagramas del dispositivo. Disculpen la simplicidad de su presentación. Hace mucho tiempo que agotamos nuestros fondos.
Los otros murmuraron su simpatía.
—Por favor, manténganse de pie ahí para la demostración. Observarán que el dispositivo tiene algunas afinidades con el transportador subespacial, y en consecuencia requiere muy poca energía. Mis modificaciones han sido diseñadas con vistas a entrar en fase con los campos magnéticos residuales contenidos en los estratos locales de roca al mismo tiempo que con los más profundos campos contemporáneos que son generados bajo la plataforma continental. Ésos, interactuando con las matrices del campo transportador, generan la singularidad.
Guderian rebuscó en el bolsillo de su guardapolvo de trabajo y extrajo una gran zanahoria. Con un alzarse de hombros muy galo, observó:
—Conveniente, aunque un poco ridículo.
Colocó la zanahoria en una banqueta de madera y llevó ésta al aparato. El dispositivo de Guderian se parecía más bien a una antigua pérgola o mirador de rejilla rodeado de enredaderas. Sin embargo, el armazón estaba hecho de un material vítreo transparente excepto unos peculiares componentes modulares de un negro profundo, y las «enredaderas» eran en realidad cables de vivos colores que parecían brotar del suelo del sótano, entrando y saliendo de la rejilla de una forma desconcertante, y desaparecer bruscamente en un punto a muy poca distancia del techo.
Cuando banqueta y zanahoria estuvieron en posición, Guderian se reunió con sus visitantes y activó el dispositivo. No se produjo ningún sonido. El mirador resplandeció momentáneamente; luego pareció como si unos paneles de espejo brotaran a la existencia, ocultando completamente de la vista el interior del aparato.
—Comprenderán ustedes que ahora es necesario un cierto período de espera —dijo el anciano—. La zanahoria es casi siempre efectiva, pero de tanto en tanto se producen decepciones.
Los siete visitantes aguardaron. El humano de amplios hombros aferró su libro-placa con ambas manos, pero no apartó ni un instante su vista del mirador. El otro colonial, un tipo plácido de algún instituto en Londinium, efectuó un discreto examen del panel de control. El gi y el poltroyano leían sus folletos con ecuanimidad. Uno de los más jóvenes simbiari dejó caer inadvertidamente una esmeralda y se apresuró a aplastarla con el pie en el suelo del sótano.
Las cifras en el cronómetro de la pared parpadeaban. Cinco minutos. Diez.
—Vamos a ver si nuestra presa ha picado —dijo el profesor, con un guiño al hombre de Londinium.
El espejeante campo de energía desapareció. Por un breve nanosegundo, los sorprendidos científicos entrevieron una criatura con la forma de un pony de pie dentro del mirador. Se convirtió instantáneamente en un esqueleto articulado. Mientras caían desordenadamente al suelo, los huesos se desintegraron en un polvo grisáceo.
—¡Mierda! —exclamaron los siete eminentes científicos.
—Calma, colegas —dijo Guderian—. Este dénouement es desgraciadamente inevitable. Pero podemos proyectar un holo a cámara lenta a fin de poder identificar nuestra presa.
Conectó un oculto proyector tridi, e inmovilizó la acción para revelar a un pequeño animal parecido a un caballo, con unos afables ojos, patas con tres dedos, y un pelaje rojizo estriado con débiles líneas blancas. Un trozo de zanahoria asomaba de su boca. La banqueta de madera estaba a su lado.
—Un hipparion. Una especie cosmopolita abundante durante el plioceno de la Tierra.
Guderian dejó que el proyector siguiera avanzando a marcha lenta. La banqueta se disolvió apaciblemente. El cuero y la carne del pequeño caballo parecieron arrugarse con una terrible lentitud, desprendiéndose del esqueleto y estallando en una nube de polvo, mientras los órganos internos se hinchaban simultáneamente, se encogían, y se disolvían en nada. Los huesos siguieron de pie unos instantes, luego cayeron en lentos y graciosos arcos. Su primer contacto con el suelo del sótano los redujo a sus componentes minerales.
El sensitivo gi dejó escapar un suspiro y cerró sus grandes ojos amarillos. El de Londinium se había puesto pálido, mientras que el otro humano, del duro y adusto mundo de Shqipni, se mordisqueaba el largo bigote castaño. El joven e incontinente simb se apresuró a utilizar una papelera.
—He intentado cebos animales y vegetales en mi pequeña trampa —dijo Guderian—. Tanto las zanahorias como los conejos o los ratones pueden efectuar el viaje de ida hasta el plioceno sin sufrir daño, pero en el viaje de vuelta, cualquier cosa viva que se halle dentro del campo tau recibe inevitablemente sobre sí el peso de más de seis millones de años de existencia terrestre.
—¿Y la materia inorgánica? —preguntó el skipetar.
—La de una cierta densidad o de una cierta estructura cristalina… algunos especímenes, efectúan el viaje de ida y vuelta en bastante buenas condiciones. Incluso he tenido éxito en circuntrasladar dos formas de materia orgánica: el ámbar y el carbón efectúan el viaje en los dos sentidos sin sufrir daño.
—¡Pero esto es muy intrigante! —dijo el Primer Contemplador de la Vigésimosexta Universidad de Simb—. La teoría del doblamiento temporal se halla en nuestras fórmulas desde hace unos setenta mil de nuestros años, mi respetado Guderian, pero su demostración escapó a las mejores mentes del Medio Galáctico… hasta ahora. El hecho de que usted, un científico humano, haya conseguido un éxito incluso parcial donde tantos otros han fracasado, es a buen seguro una confirmación más de las habilidades únicas de los Hijos de la Tierra.
El sabor a uvas verdes no había desaparecido aún de sus palabras cuando el poltroyano dijo, haciendo parpadear sus ojos color rubí:
—La Amalgama de Poltroy, al contrario de algunas otras razas unidas, nunca dudó que la Intervención se hallaba completamente justificada.
—Para ustedes y su Medio, quizá —dijo Guderian en voz baja. Sus oscuros ojos, teñidos de dolor tras sus gafas sin montura, mostraron una momentánea amargura—. ¿Pero y nosotros? Hemos tenido que renunciar a mucho… nuestros distintos lenguajes, muchas de nuestras filosofías sociales y dogmas religiosos, nuestros estilos de vida calificados de no productivos… toda nuestra soberanía humana, por muy digna de risa que parezca su pérdida a los ancianos intelectos del Medio Galáctico.
—¿Cómo puede dudar usted de la sabiduría de todo esto, profesor? —exclamó el hombre de Shqipni—. Nosotros los humanos hemos renunciado a unas cuantas fruslerías culturales, ¡y a cambio hemos ganado una suficiencia de energía y un espacio vital ilimitado y el título de miembros de una civilización galáctica! Ahora que no tenemos que malgastar tiempo y vidas en la mera supervivencia, la Humanidad no volverá a retroceder. Nuestra raza está empezando a llenar su potencial genético… ¡que puede ser mayor que el de cualquier otro pueblo!
El de Londinium dio un respingo.
El Primer Contemplador dijo suavemente:
—¡Ah, la proverbial capacidad de reproducción humana! ¿Hasta cuán profundo llega la reserva genética? Uno se siente impulsado a recordar la bien conocida superioridad reproductora del organismo adolescente comparada con el del individuo maduro, cuyo plasma, aunque menos pródigamente derramado, puede sin embargo germinar más prudentemente en persecución del óptimo genético.
—¿Ha dicho usted maduro? —dijo el skipetar—. ¿O atrofiado?
—¡Colegas! ¡Colegas! —exclamó el pequeño y diplomático poltroyano—. Vamos a cansar al profesor Guderian.
—No, no se preocupen —dijo el anciano; pero su aspecto era gris y enfermo.
El gi se apresuró a cambiar de tema.
—Seguramente este efecto que acaba usted de demostrar sería un instrumento espléndido para la paleobiología.
—Me temo —respondió Guderian— que el interés galáctico en las formas de vida extintas de la Depresión Ródano-Saona de la Tierra es limitado.
—Entonces, ¿no puede usted… esto… sintonizar el dispositivo para efectuar recuperaciones en otras zonas? —preguntó el de Londinium.
—No, me temo que no, mi querido Sander. Como tampoco han sido capaces otros investigadores de reproducir mi experimento en otras localidades de la Tierra o en otros mundos. —Guderian dio unas palmadas sobre uno de los libros-placa—. Tal como indico aquí, existe un problema en el cálculo de las sutilezas de las coordenadas geomagnéticas. Esta región del sur de Europa posee una de las geomorfologías más complejas del planeta. Aquí en los montes lioneses y el Forez tenemos un promontorio de la más absoluta antigüedad en estrecha intimidad con recientes intrusiones volcánicas. En las regiones cercanas al Macizo Central vemos aún más claramente la labor del metamorfismo de la corteza terrestre, la anatexis engendrada encima de uno o más arabescos astenosféricos ascendentes. Más al este se hallan los Alpes con sus asombrosamente plegados estratos. Al sur de aquí está la cuenca mediterránea con zonas activas de substracción… lo cual, incidentalmente, fue una condición extremadamente peculiar durante la época pliocena inferior.
—De modo que se halla usted en un callejón sin salida, ¿eh? —observó el skipetar—. Lástima que el período pliocénico de la Tierra no sea demasiado interesante. Tan sólo unos cuantos millones de años haciendo tiempo entre el mioceno y la edad de hielo. La cola del cenozoico, por decirlo así.
Guderian tomó una pequeña escobilla y una pala de recoger basura y empezó a limpiar el mirador.
—Fue una época dorada, justo antes del amanecer de la Humanidad. Un tiempo de clima benigno y floreciente vida animal y vegetal. Un tiempo de cosecha, tranquilo y no corrompido. Un otoño antes del terrible invierno de la glaciación del pleistoceno. ¡A Rousseau le hubiera encantado la época! ¿No interesante? Incluso hoy, entre esa gente de almas agotadas que puebla el Medio Galáctico, encontraríamos algunas personas que no compartirían su evaluación.
Los científicos intercambiaron miradas.
—Si tan sólo no fuera un viaje unidireccional —dijo el hombre de Londinium.
Guderian estaba tranquilo.
—Todos mis esfuerzos por cambiar las facies de la singularidad han sido en vano. Se halla clavada en el plioceno, en las tierras altas de este venerable valle fluvial. ¡Y así es cómo llegamos finalmente al corazón de la materia! El gran logro del viaje temporal se revela como una simple curiosidad científica. —Una vez más, el característico alzarse de hombros galo.
—Algunos investigadores futuros se aprovecharán de su esfuerzo pionero —declaró el poltroyano. Los otros se apresuraron a añadir las adecuadas felicitaciones.
—Ya basta, queridos colegas —se echó a reír Guderian—. Han sido ustedes muy amables acudiendo a visitar a un viejo. Y ahora tenemos que subir con Madame, que está aguardando con los refrescos. Dejo en testamento a mentes más agudas las aplicaciones prácticas de mi pequeño experimento peculiar.
Hizo un guiño a los humanos extraterrestres, y vació el contenido de la pala para la basura en una papelera. Las cenizas del hipparion flotaron como pequeñas islas globulosas sobre el verde légamo alienígena.