La pequeña ramapiteca era testaruda. Estaba convencida de que la cría se había metido entre aquella maraña de maquis. Su olor estaba allí, claro pese al denso perfume primaveral de los brezos, el tomillo y la aulaga.
Lanzando canturreantes llamadas, la ramapiteca se abrió camino por la antigua zona abrasada, avanzando colina arriba. Una avefría, esplendorosamente amarilla y negra, lanzó un piído y se alejó cojeando, arrastrando un ala. La ramapiteca sabía que aquella comedia no tenía más finalidad que distraerla de su cercano nido; pero los pensamientos de una presa pajaril estaban muy lejos de su simple mente. Todo lo que deseaba era a su cría.
Ascendió penosamente la empinada ladera, utilizando un trozo de rama para apartar a golpes los matojos que se interponían a su paso. Era capaz de utilizar esta herramienta, y algunas otras. Su frente era aplastada, pero su rostro era casi vertical, con una pequeña mandíbula humanoide. Su cuerpo, de un poco más de un metro de altura, se inclinaba tan sólo ligeramente, y estaba cubierto excepto el rostro y las palmas de las manos por un corto pelaje marrón.
Siguió con su canturreo. Era un mensaje no modulado en palabras, pero que cualquier cría de su especie reconocería: «Aquí está Mamá. Ven junto a ella y estarás seguro y cómodo.»
Los maquis se hicieron más espaciados cuando alcanzó la cresta. Fuera finalmente de la espesura, miró a su alrededor y lanzó un gemido de miedo. Se hallaba al borde de una monstruosa cuenca conteniendo un lago de profundo color azul. La orilla se curvaba hasta el horizonte a cada lado, completamente desprovista de vegetación en todo su estrecho borde que descendía en una pronunciada pendiente hasta el agua.
A unos veinte metros de ella se alzaba un terrible pájaro. Era en cierto modo parecido a una gorda garza, pero tan alto como un pino e igual de largo, con alas, cabeza, y una cola que caía desmayadamente hasta el suelo. De su vientre colgaba un nudoso apéndice con asideros para trepar. El pájaro era duro, no hecho de carne. Estaba cubierto de polvo, costroso y lleno de líquenes amarillos y grises y naranjas en todo lo que en un tiempo había sido una lisa piel negra. A lo largo de la orilla, hasta muy lejos y en ambas direcciones, pudo ver otros pájaros parecidos irguiéndose muy espaciados entre sí, todos mirando hacia las oscuras y espejeantes profundidades.
La ramapiteca se preparó para huir. Entonces oyó un sonido familiar.
Lanzó un seco ululido. Inmediatamente, una pequeña cabeza invertida asomó por un orificio en el vientre del pájaro más cercano. El pequeño charloteó secamente. Sus sonidos significaban: «Bienvenida, Mamá. ¡Esto es divertido! ¡Mira lo que hay aquí!»
Agotada, abrumada por el alivio, las manos sangrando de romper y apartar los espinos, la madre aulló furiosa a su cría. Apresuradamente, ésta bajó por la escalerilla del volador y corrió a toda prisa hacia ella. La ramapiteca la abrazó y la aplastó contra su pecho; luego la dejó en el suelo y le abofeteó ambos lados de su cabeza, izquierda y derecha, soltando un torrente de indignada cháchara.
Intentando apaciguarla, la pequeña cría le tendió lo que había encontrado. Se parecía a un anillo grande, pero en realidad eran dos semicírculos unidos entre sí de retorcido oro, del grosor de un dedo y redondeados, tallados con tortuosas y pequeñas señales como el picoteo de un pájaro sobre una madera arrojada por el mar.
El joven ramapiteco sonrió y abrió de un golpe los dos prominentes extremos del anillo. Los otros extremos estaban unidos por una especie de bisagra que permitía a las dos mitades girar y abrirse completamente. El pequeño colocó el anillo en torno a su cuello, lo hizo girar, y cerró los dos extremos libres con un chasquido. El torque de oro resplandeció sobre su tostado pelaje, demasiado grande para él pero dotado de energía propia. Aún sonriendo, mostró a su madre lo que ahora era capaz de hacer.
La ramapiteca chilló.
El pequeño dio un asustado salto. Brincó por encima de una roca y cayó de espaldas al otro lado. Antes de que pudiera recuperarse, su madre estaba encima de él, arrancándole el anillo por encima de su cabeza de tal modo que el metal arañó sus orejas. ¡Y dolió! Su pérdida le dolió más que cualquier otro dolor que hubiera experimentado antes. Tenía que recuperarlo…
Su madre gritó aún más fuerte cuando intentó coger de nuevo el torque. Su voz resonó por todo el cráter del lago. Lanzó el objeto dorado tan lejos como pudo, a una densa espesura de espinosa aulaga. El pequeño gimió su protesta, pero ella sujetó su brazo y lo empujó hacia el sendero que había abierto entre los maquis para llegar hasta allí.
Bien oculto y sólo ligeramente mellado, el torque brilló en las moteadas sombras.