35

A las diez y media, la señora Nightwing hace la ronda habitual para asegurarse de que todos sus polluelos están donde deben estar: a salvo en sus camas, lejos de los lobos. Cuando el reloj de abajo da las doce de la noche, Pippa y Felicity rascan la puerta para indicarnos que hay vía libre esa última noche que pasaremos juntas.

—¿Cómo vamos a salir de la escuela? —pregunto—. Ha cerrado todas las puertas con llave.

Felicity muestra una llave.

—Molly, la criada de arriba, me debía un favor. La pillé con el mozo de las caballerizas. Ahora, vístete.

La cueva nos recibe por última vez. Las noches son mucho más frías, y nos acurrucamos para darnos calor a la luz de las velas casi consumidas. Al enterarse de que no voy a llevarlas a los reinos conmigo, se enfurecen.

—Pero ¿por qué no quieres llevarnos? —exclama Pippa.

—Ya te lo he dicho, no me siento bien.

No tengo intención de volver a pasar por la puerta resplandeciente. En su lugar, estudiaré francés. Mejoraré mi postura. Aprenderé a hacer reverencias y dibujos interesantes. Estaré como quieren que esté: a salvo. Y ya no ocurrirá nada malo. Me es posible fingir que no soy lo que soy, y si lo finjo durante bastante tiempo, llegaré a creerlo. Mi madre lo consiguió.

Pippa se arrodilla a mis pies y apoya la cabeza en mi regazo como una niña.

—Por favor, Gemma. Mi querida, mi queridísima Gemma. Te dejaré mis guantes de encaje. ¡Te los regalaré!

—¡No! —Mi grito reverbera como una bofetada en las paredes de la cueva.

Pippa, enfurruñada, se deja caer al suelo.

—Fee, habla tú con ella. Yo no soy capaz.

Felicity conserva una tranquilidad sorprendente.

—Por lo visto, esta noche Gemma no va a dejarse convencer.

—¿Y ahora qué hacemos? —gimotea Pippa.

—Todavía queda whisky. Toma, bebe un poco. —Felicity saca la botella medio vacía de su escondite dentro de una grieta en la roca—. Esto te hará cambiar de opinión. —Tras dos rápidos sorbos, agita la botella ante mí.

Me levanto y me acerco a otra roca.

—¿Sigues enfadada por lo de la señorita Moore?

—Entre otras cosas.

Estoy enfadada por haberla traicionado tanto. Estoy enfadada porque mi madre es una mentirosa y una asesina. Porque mi padre es un adicto. Porque Kartik me desprecia. Porque parece que todo lo que toco acaba mal.

—Bien, pues enfurrúñate cuanto quieras. ¿Quién quiere un trago?

¿Cómo puedo contarles lo que sé si ni siquiera deseo saberlo? Ojalá pudiera correr un tupido velo, volver a ese primer día en los reinos cuando todo parecía posible. Felicity sigue pasando la botella y pronto se les suben los colores a las tres, les brillan los ojos y les gotea la nariz por el calor repentino del whisky en la sangre. Felicity se pasea por la cueva, recitando unos versos.

Pero aún se deleita en tejer

las visiones mágicas del espejo

cuando a menudo en las noches silenciosas

un funeral, con velas, penachos

y música, se dirigía a Camelot…

—Ah, otra vez no —gruñe Ann, apoyando la cabeza en la roca.

Felicity me está provocando con el poema. Sabe que me recuerda a la señorita Moore. Como un derviche, extiende los brazos y empieza a girar frenéticamente.

O cuando la luna estaba en lo alto,

y llegaban dos amantes recién casados.

«Qué cansada estoy de las sombras»,

dijo la dama de Shalott.

Tiende las manos hacia la pared de la cueva para detenerse. Se da la vuelta al llegar a la abrupta superficie y nos mira. Tiene el pelo empapado en sudor, mechones pegados a la frente y las mejillas, una extraña expresión en el rostro.

—Pip, querida, ¿de verdad quieres ver a tu caballero andante?

—¡Es mi mayor deseo!

Felicity coge a Pip de la mano y se aleja corriendo hacia la boca de la cueva.

—Esperadme —grita Ann, siguiéndolas.

Salen a la noche como beduinas, y yo detrás de ellas. El aire frío nos causa impresión al contacto con la piel húmeda.

—Felicity, ¿qué pretendes? —pregunto.

—Algo nuevo —contesta, provocándome.

El cielo, antes indiferente, palpita con la luz de un millón de estrellas. Ha salido una luna de principios de otoño, dorada como la mantequilla, que se eleva por encima de delgados jirones de nubes y nos indican que se acerca el tiempo de la cosecha, la época en que los campesinos brindan por el asesinato legendario de John Barleycorn.

Felicity aulla a la esfera que reluce en el cielo.

—Calla —dice Pippa—. Despertarás a toda la escuela.

—Nadie nos oye. Esta noche la señora Nightwing se ha tomado dos copas de jerez. No podríamos despertarla ni aunque la pusiéramos en medio de Trafalgar Square con una paloma en cada mano. —Lanza otro alarido.

—Quiero ver a mi caballero andante —dice Pippa con un mohín.

—Lo verás.

—Eso es imposible si Gemma no quiere llevarnos.

—Sabemos que hay otra manera —dice Felicity.

A la luz de la luna, su piel pálida resplandece blanca como un hueso. Un escalofrío me recorre la espalda.

—¿A qué te refieres? —pregunta Pippa.

Algo se agita entre los árboles. Se oyen ramas que se parten y un movimiento rápido y furtivo. Nos sobresaltamos. Aparece un ciervo en el claro. Tiene el hocico pegado al suelo, en busca de comida.

—Sólo es un ciervo —dice Ann con un suspiro de alivio.

—No —la corrige Felicity—, es nuestro sacrificio.

La luna se oculta tras las nubes por un instante y nuestras caras están moteadas de luz.

—No lo dirás en serio —digo, saliendo de mi hosco estupor.

—¿Por qué no? Sabemos que ellas lo hicieron. Pero nosotras seremos más listas.

Parece un voceador de feria animando a la multitud a entrar en su carpa.

—Pero ellas no pudieron controlarlo… —empiezo a decir.

—Nosotras somos más fuertes —me interrumpe Felicity—. No cometeremos los mismos errores. La cazadora me ha dicho…

La cazadora que me ofreció moras, que hablaba con Felicity en susurros en sus cacerías. Una idea intenta tomar forma en mi cabeza, pero no acaba de cuajar. Sólo queda el miedo, intenso e innegable.

—¿Qué pasa con la cazadora?

—Me cuenta cosas. Cosas que tú no sabes. Me dijo que obtendría poder si le ofrezco algo a cambio.

—No… Eso no…

—Ya me advirtió que reaccionarías así, que no se podía confiar en ti porque quieres todo el poder de los reinos para ti sola.

Pippa y Ann nos miran, primero a Felicity y después a mí, una y otra vez, mientras esperan.

—No puedes hacerlo —repito—. No te dejaré.

Felicity se acerca y me tira al suelo de un empujón.

—No puedes detenernos.

—Felicity…

Da la impresión de que Ann no sabe si ayudarme o irse corriendo.

—¿Es que no lo ves? ¡Gemma quiere todo el poder para ella sola! Quiere tener poder sobre nosotras.

—¡No es verdad!

Me pongo en pie y retrocedo un paso, alejándome de ellas.

Pippa se acerca por detrás. Siento su aliento en el cuello.

—En ese caso, ¿por qué no nos llevas?

Estoy atrapada.

—No puedo decírtelo.

—No confía en nosotras —dice Felicity.

La sospecha se extiende como una enfermedad. Se cruza de brazos en señal de triunfo, dejando que el daño haga mella.

El ciervo está justo detrás de nosotras en el matorral. Pippa lo observa desplazando el peso del cuerpo de un pie a otro.

—No tendría que casarme con él, ¿verdad?

Felicity la coge de las manos.

—Podríamos cambiarlo todo.

—Todo —repite Ann, uniéndose a ellas.

Una vez vi cómo empezaba un incendio en la India. Por un instante fue sólo una chispa perdida que arrastró el viento de la fogata de un mendigo. A los pocos minutos todo alrededor estaba en llamas, los tejados de paja chisporroteaban como leña seca y las madres corrían a las calles con sus hijos llorosos en brazos.

Así empieza un incendio. Con una chispa. Y ahora veo la chispa que arrastra el viento.

—De acuerdo —digo, dispuesta a lo que sea con tal de evitar que lo hagan por su cuenta—. De acuerdo, os llevaré. Volvamos a la cueva y juntemos las manos.

—Ya es tarde para eso —dice Felicity, cruzando los brazos a la altura del pecho.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Quiero decir que ya no nos conformamos con montarnos en tu carro, Gemma. Iremos a los reinos nosotras solas, gracias.

—Pero os llevaré…

Pippa me da la espalda.

—¿Cómo lo cogemos?

—Lo perseguiremos hasta el barranco y allí lo atraparemos.

Felicity se desabotona las mangas de la blusa y se la quita.

—¿Qué haces? —pregunto, alarmada.

Como si yo no estuviera, Felicity explica a las otras:

—Me desnudo. No podemos cazar un ciervo con los corsés y las enaguas. Sería imposible. Tenemos que hacerlo desnudas, como la cazadora.

La situación se está descontrolando. Me siento como si me hallase ante un edificio que se derrumba sin poder hacer nada por evitarlo.

Ann cruza los brazos ante su rolliza cintura con gesto protector.

—¿Es realmente necesario? ¿No podemos cazar el ciervo vestidas?

—¿Y cómo pretendes explicar las manchas a la señora Nightwing?

Felicity ya está desnuda, con la palidez de la madera recién descortezada. La voz, dura y ansiosa, se impone al crujido de las hojas secas.

—Quédate si quieres. Pero no pienso seguir como antes. No puedo.

Pippa se sienta en la hierba, se quita las botas y luego las enaguas. Ann la imita.

—Ann, Pippa, escuchadme. Esto no está bien. No podéis hacerlo. ¡Os ruego que me escuchéis!

Sin hacerme caso, siguen desprendiéndose de la ropa con dedos frenéticos. El ciervo yergue la cabeza. Ellas se agachan en el suelo del bosque. Felicity levanta un dedo para indicarles que no hagan ruido. El ciervo presiente el peligro y echa a correr para refugiarse entre los árboles.

Con un gruñido se levantan desnudas, resplandecientes, y corren hacia el bosque hasta que sólo son una ráfaga blanca, un aleteo de ángel en la noche cubierta de musgo.

Las persigo igual que ellas persiguen al ciervo. El animal corre entre los árboles. Felicity va a la cabeza, su piel brilla como un faro. Oigo el ruido seco de ramas pisoteadas y mi intenso resuello. Y luego algo que suena como un violento choque más adelante, donde no alcanzo a ver.

Cuando llego al barranco, Ann y Pippa están en el borde, sin aliento. No se ve al ciervo por ningún lado. Un gran trozo de tierra se ha desprendido de la pared. Con cuidado me acerco al borde. Lanzo con la bota una lluvia de tierra y piedras al barranco; tengo que cogerme a una raíz para no caer.

El ciervo está herido en el fondo del barranco. Intenta levantar la cabeza y emite gemidos escalofriantes. Agachada, Felicity se acerca sigilosamente. Se inclina sobre él, le acaricia la piel marrón y lo arrulla con un murmullo consolador. «No lo hará». Me invade una sensación de alivio mientras espero que vuelva a subir por el terraplén.

Las nubes se mueven y se estiran hasta ser tan finas como un grito. La luna nos deslumbra con su intensa luz. Baña a Felicity de un color blanco como el yeso, convirtiéndola en estatua detenida en el tiempo.

Busca algo en la oscuridad. De pronto, levanta la mano. Asesta un golpe con la piedra y se oye un ruido espeluznante. Y luego otro. Y otro más, hasta que lo único que se mueve en el barranco es ella y criaturas demasiado pequeñas para verse desde donde estamos. Ann y Pippa bajan lentamente por la pendiente moviéndose como cangrejos y, por turno, asestan sus respectivos golpes con la piedra. Sus espaldas desnudas, arqueadas y tensas, brillan en la noche. Cuando se apartan, la cabeza del animal en el fondo del barranco ya no parece la de un ciervo. Es una masa tumefacta, un melón demasiado maduro, que se parte al caer al suelo violentamente. Me vuelvo y vomito en un arbusto ralo. Cuando me acerco otra vez, tambaleándome, las veo subir a gatas por la pendiente empinada. En la oscuridad, las salpicaduras de sangre parecen negras como la tinta en su piel de alabastro. Felicity va última. Sigue sujetando la piedra manchada de sangre con la mano.

—Ya está —dice, y su voz rasga la quietud de la noche.

Así empieza un incendio.

Así nos quemamos.

Estoy perdiendo el control de todo.

Pone la piedra en mi mano. Me inclina hacia delante por el peso y doy un traspié. Está pegajosa.

—Y ahora ¿qué? —pregunta Ann.

En la oscuridad no hay respuesta, sólo se oye el susurro de las hojas secas agitadas por una ligera brisa.

—Ahora nos cogemos de la mano y hacemos aparecer la puerta de luz —dice Felicity.

Se cogen de la mano y cierran los ojos, pero no ocurre nada.

—¿Dónde está? —pregunta Pippa—. ¿Por qué no la veo?

Por primera vez esta noche, Felicity parece desconcertada.

—Me lo prometió…

No ha surtido efecto. Las han engañado. Me darían pena si no me sintiera aliviada y horrorizada a la vez.

—Lo prometió —musita Felicity.

Kartik aparece en el claro y se detiene al vernos manchadas de sangre y enloquecidas. Retrocede un paso, dispuesto a retirarse, pero Felicity lo ve antes.

—¿Qué haces aquí? —grita.

En lugar de contestar, Kartik lanza una mirada hacia la piedra en mi mano. La tiro rápidamente y cae al suelo con un ruido sordo.

Felicity aprovecha ese instante de distracción. Coge una rama puntiaguda y ataca a Kartik, clavándosela en el pecho. Con la sangre empapándole la camisa desgarrada, Kartik se inclina, sorprendido por el corte. Con sus nuevas dotes de arquera, Felicity blande la rama, dispuesta a volver a hincársela.

—Ya te dije que la próxima vez te arrancaríamos los ojos —gruñe.

Creía que Felicity era peligrosa hace un momento, cuando se sentía poderosa. Me equivocaba. Dolida y sin poder, es mucho más peligrosa de lo que podía imaginar.

Kartik, herido, es incapaz de defenderse.

—¡Para! —grito—. Si lo dejas, os llevaré a los reinos.

Felicity jadea, y sigue sosteniendo la rama por encima de él.

—Fee —gimotea Pippa, que también parece muy asustada—. Va a llevarnos.

Lentamente, Felicity se vuelve y se acerca a nosotras.

—Nos dará el poder cuando lleguemos —dice en un intento por mantener la apariencia de autoridad—. Estoy segura.

En el suelo, detrás de ella, Kartik parece inquieto. Le dirijo una señal con la cabeza para indicarle que todo irá bien, aunque yo misma no lo sé. No tengo ni idea de lo que nos espera al otro lado de la puerta. No sé qué han empezado, si es que han empezado algo. Sólo sé que tengo que hacerlo.

Felicity me mira con dureza. Las cosas han cambiado para siempre. No hay vuelta atrás. Las sigo hacia el bosque para que se vuelvan a vestir. Enseguida están listas.

—Cogedme de las manos —digo, esperando lo mejor, temiendo lo peor.