El reverendo Waite nos tiene de pie. Con las biblias en la mano, leemos al unísono el capítulo 11 de Jueces, versículos 1 al 40. Nuestras voces llenan la capilla como un canto fúnebre.
—«Y Jefté hizo voto a Jehová, diciendo: Si entregares a los amonitas en mis manos, cualquiera que saliere de las puertas de mi casa a recibirme, cuando regrese victorioso… será de Jehová, y lo ofreceré en holocausto».
—Tuve que decirle lo de la señorita Moore —me susurra Pippa al oído—. Era la única manera de que pudiéramos estar juntas una última noche.
En la parte delantera de la iglesia hay un vitral de colores con el dibujo de un ángel. Falta un gran trozo de cristal en el ojo del ángel, que parece una herida abierta. Me quedo mirando el agujero y, sin responder, sigo recitando los versículos de la Biblia y escuchando las palabras que revolotean alrededor.
—«… y Jehová los entregó en su mano…».
—Y tampoco es que ella sea del todo inocente, ¿no?
—«Entonces volvió Jefté… a su casa; y he aquí su hija que salía a recibirlo… y ella era sola, su hija única…».
—Por favor, Gemma. Tengo que volver a verlo. ¿Sabes lo que es perder a alguien sin poder despedirte?
Si lo miro fijamente, el agujero aumenta de tamaño y el ángel desaparece. Pero si parpadeo, veo al ángel en lugar del agujero, y tengo que volver a empezar.
—«… Y cuando él la vio, rompió sus vestidos, diciendo: ¡Ay, hija mía! En verdad me has abatido… porque le he dado palabra a Jehová, y no podré retractarme…».
Pippa empieza a rogarme otra vez, pero la señora Nightwing se vuelve hacia nosotras desde su banco para observarnos. Pippa hunde la cara en su biblia y empieza a leer con renovado fervor.
—«… Y ella volvió a decir a su padre: Concédeme esto: déjame por dos meses que vaya y descienda por los montes y llore mi virginidad…».
Algunas de las niñas más pequeñas se ríen. Las maestras las mandan callar, todas menos la señorita Moore, que no está. Se ha quedado en la escuela, haciendo las maletas.
—«… Entonces él dijo: Ve… Y ella fue con sus compañeras… por los montes».
El reverendo Waite cierra la biblia.
—Amén. Oremos.
Se produce un bullicio mientras nos sentamos y nos vamos pasando las biblias de una a otra hasta dejarlas bien apiladas al final de los bancos. Le paso la mía a Pippa, que la sujeta con fuerza.
—Sólo una última noche. Antes de irme para siempre. Es lo único que pido.
Suelto la biblia y cae en su regazo. Ya libre, vuelvo a mirar el ángel. Lo miro tanto tiempo y tan fijamente que parece moverse. Es por la creciente oscuridad, que lo difumina todo.
Pero por un instante habría jurado que las alas del ángel se agitaban, que las manos apretaban la espada, que la espada atravesaba el cordero con la rapidez de una guadaña. Aparto la mirada y dejo de verlo. Un efecto de la luz.
Después de cenar no me reúno con las demás en el gran salón. Las oigo llamarme, pero no contesto. Me siento sola en el salón con un libro de francés abierto en mi regazo, fingiendo que estudio las conjugaciones y los tiempos verbales que me hacen daño a la vista. Pero en realidad estoy esperando oír los pasos de la señorita Moore en el pasillo. No estoy muy segura de qué le voy a decir, pero sé que no puedo permitir que se vaya sin intentar darle una explicación o disculparme.
Poco después de la cena aparece con un elegante traje de viaje. Va tocada con un sombrero de ala ancha ribeteado de rosas. Por su aspecto, cabría pensar que se va de vacaciones al mar en lugar de marcharse de Spence, rodeada de una nube de mentiras a medias y vergüenza.
La sigo hasta la puerta principal.
—¿Señorita Moore?
Se abotona un guante a la altura de la muñeca y estira los dedos.
—Señorita Doyle, ¿qué hace aquí? ¿No se está perdiendo su valiosa vida social?
—Señorita Moore —digo con la voz ahogada—, lo siento mucho.
Esboza una tenue sonrisa.
—Sí, la creo.
—Ojalá… —Me interrumpo para no llorar.
—Te daría mi pañuelo, pero creo que ya lo tienes.
—Lo siento —digo jadeando, a la vez que me acuerdo del que me prestó tras el ataque de Pippa—. Perdóneme.
—Sólo si te perdonas a ti misma.
Asiento. Llaman a la puerta. La señorita Moore no espera a Brigid. Abre, le indica al cochero dónde está su baúl y lo observa mientras lo sube al carruaje.
—Señorita Moore…
—Hester.
—Hester —digo, sintiéndome culpable por el lujo de poder tutearla—. ¿Adónde irás?
—Me gustaría viajar un poco, creo. Después alquilaré un piso en Londres y ofreceré mis servicios como profesora particular.
El cochero está listo. La señorita Moore le hace una señal con la cabeza. Cuando se vuelve hacia mí, me habla con la voz entrecortada, pero me coge las manos con fuerza.
—Gemma…, si alguna vez necesitas algo… —Calla, y parece buscar las palabras—. Lo que quiero decir es que creo que eres distinta de las demás chicas. Creo que tal vez tu destino no se encuentre en los bailes y en saber poner una mesa. Sea cual sea el camino que elijas en la vida, espero seguir formando parte de él y que te sientas libre de acudir a mí.
Un estremecimiento me recorre el brazo. Siento una gran gratitud hacia la señorita Moore. No merezco su amabilidad.
—¿Lo harás? —pregunta.
—Sí —me oigo asentir.
Me suelta las manos y, con la cabeza erguida, sale por la puerta en dirección al carruaje.
A medio camino, dice:
—Tendrás que encontrar una manera más interesante de pintar naturalezas muertas.
Dicho eso, se sube al carruaje y da dos golpecitos. Los caballos relinchan y se ponen en marcha; levantando la tierra a su paso, trotan hacia la verja. Me quedo mirando el carruaje que se hace cada vez más pequeño hasta doblar una esquina y adentrarse en la oscuridad. Y la señorita Moore ya no está.