Espero a que las demás se sienten a cenar y me escabullo a mi habitación. En la creciente oscuridad, todo se desvanece poco a poco. Las formas se disipan hasta convertirse en impresiones de objetos. Todo queda reducido a su esencia. Estoy lista. Con los ojos cerrados, hago aparecer la puerta. La familiar palpitación me recorre las venas y cruzo, sola, al otro mundo, al jardín, donde flores de dulce fragancia caen alrededor como ceniza.
—Madre —digo, y mi voz me resulta extraña y áspera.
Sopla una suave brisa. A continuación, como la lluvia, me llega el olor de agua de rosas. Ya viene.
—Encuéntrame si puedes —dice con una sonrisa.
No contesto. Ni siquiera la miro.
—¿Qué pasa?
Mi madre no es en absoluto la mujer que yo creía. En realidad nunca la he conocido. Es Mary Dowd. Una mentirosa y una bruja. Una asesina.
—Tú eres Mary Dowd.
Su sonrisa se desvanece.
—Lo sabes.
Parte de mí esperaba que me hubiera equivocado, que ella se riese, dijese que era un malentendido y me lo explicase todo. La verdad me llega como un golpe.
—Nadie te abordó, ni te dijo esas cosas sobre mí. Ya lo sabías. Has sido miembro de la Orden desde siempre. Todo lo que me has dicho es mentira.
—No, no todo —dice con una voz sorprendentemente suave.
—Me has mentido —la acuso, conteniendo las lágrimas.
—Sólo para protegerte.
—Esa es otra mentira. —Es tan fuerte mi odio que casi me siento enferma—. ¿Cómo has podido?
—Ocurrió hace tanto tiempo, Gemma.
—¿Y eso es una excusa? Llevaste a esa niña al ala este. ¡La mataste!
—Sí, y me he pasado cada día de mi vida expiándolo.
Un pájaro canta una vana canción vespertina desde una rama.
—Todo el mundo creyó que yo había muerto y, en cierto modo, así fue. Mary Dowd se había ido y en su lugar quedó Virginia. Empecé una nueva vida, con tu padre, y después con Tom y contigo.
Las lágrimas resbalan calientes y húmedas por mis mejillas. Intenta cogerme la mano, pero yo la aparto.
—Ay, Gemma, ¿cómo podía contarte lo que había hecho? Esa es la maldición de las madres, ¿sabes? No estamos preparadas para lo mucho que queremos a nuestros hijos, para lo mucho que deseamos ser perfectas por protegerlos. —Parpadea en un esfuerzo por no llorar—. Pensé que podría volver a empezar, que todo había quedado relegado al olvido y que yo era libre. Pero me equivoqué. —Su voz está teñida de amargura—. Poco a poco empecé a darme cuenta de que eras distinta, de que el poder de la Orden y los reinos que murió hace tiempo renacía dentro de ti. Me daba miedo. No quería que cargaras con ese peso. Pensé que si no decía nada, podría protegerte hasta que tal vez pasara y volviera a convertirse en leyenda. Y que desaparecería. Pero no fue así, claro. No podemos huir del destino. Y entonces ya era demasiado tarde, y Circe me encontró antes de que yo pudiera contártelo todo.
—No murió en el incendio.
—No, pero lo creí hasta hace un año, hasta que Amar vino a verme y me dijo que estaba usando su vínculo con la criatura para encontrarnos a todos. Se había enterado de que uno de nosotros era un portal para los reinos, sólo que no sabía quién era. —Me sonríe, pero es una sonrisa de dolor.
Paro de llorar. La ira se alza como un edificio nuevo, fulgurante y atrayente, un lugar donde quiero quedarme a vivir para siempre.
—Bien, ya has cumplido con la misión de tu alma. Me has contado la verdad —digo, escupiendo la última palabra—. Así que ahora, ¿por qué no me dejas en paz?
—La misión de mi alma está en tus manos —dice dulcemente, con esa voz que me arrullaba hasta dormirme, que me decía que era preciosa cuando no lo era—. Depende de ti.
—¿Y ahora qué podría hacer yo por ti?
—Perdonarme.
Los sollozos que había estado conteniendo salen a borbotones.
—¿Quieres que te perdone?
—Sólo así podré descansar en paz.
—¿Y yo qué? ¿Crees que alguna vez podré estar en paz con lo que sé?
Me toca la mejilla. Retrocedo.
—Lo siento, Gemma. Pero no podemos vivir siempre bajo la luz. Tienes que llevarte toda la luz que puedas a la oscuridad.
No sé qué decir. Yo nunca he pedido nada de esto, y nunca me he sentido tan sola en la vida. Quiero hacerle daño.
—Te equivocaste con las runas. Usamos la magia dos veces y no pasó nada.
Sus ojos despiden chispas.
—¿Qué has hecho? ¡Te he dicho que no lo hicieras! No es seguro, Gemma.
—¿Cómo sé que no es otra de tus mentiras? ¿Por qué he de creer lo que me dices?
Se lleva una mano a la boca y se pone a caminar.
—Eso significa que los reinos han estado sin vigilancia. La criatura de Circe pudo haber venido y corrompido a uno de nosotros. Gemma, ¿cómo has podido?
—Yo podría preguntarte a ti lo mismo —digo, alejándome.
—¿Adónde vas? —pregunta.
—Vuelvo —contesto.
—Gemma. ¡Gemma!
Salgo del jardín. La cazadora me sorprende. Ni siquiera la oí acercarse por detrás, con el arco y la flecha listos para disparar.
—El ciervo está cerca. ¿Quieres venir a cazar conmigo?
—Otro día —musito con la voz empañada aún por el llanto. Se agacha para coger unas cuantas moras y se mete una en la boca. Las mece ante mí como un péndulo.
—¿Te apetece una mora?
Sabe que no puedo comerlas. ¿Por qué me las ofrece?
—No, gracias —digo, y acelero el paso.
Como si yo no me hubiera movido, se planta delante de mí, ofreciéndome las moras con la mano tendida.
—¿Seguro? Están deliciosas.
Se me eriza el vello de la nuca. Aquí pasa algo raro.
—Lo siento, tengo que irme —digo, pero oigo una voz ronca detrás de mí cuando atravieso rápidamente la hierba de terciopelo verde junto al río.
—Por fin… por fin…
Ann está junto a mi cama en la oscuridad.
—¿Gemma? ¿Estás despierta?
Tengo los ojos cerrados y espero que no se dé cuenta de que sigo llorando.
Felicity y Pippa me sacuden hasta que me obligan a darme la vuelta y mirarlas.
—Vamos —susurra Felicity—. Las cuevas nos esperan, hermosa señorita.
—No me siento bien.
Me doy la vuelta y miro otra vez las pequeñas grietas de la pared.
—No seas aguafiestas —dice Pippa, hincándome suavemente la punta de la bota.
Sigo con la mirada fija en la pared, sin contestar.
—¿Qué le pasa? —pregunta Pippa con desdén.
—Ya te dije que no comieras hígado —recuerda Ann.
—Bueno —dice Felicity con un suspiro al cabo de un rato—, espero que te mejores. Pero no creas que mañana por la noche te librarás tan fácilmente.
No tengo la menor intención de ir a los reinos. Ni mañana ni nunca. La puerta de mi habitación se cierra, llevándose consigo lo que queda de luz y las grietas se difuminan hasta desaparecer.