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—Debería ser… ahora mismo —dice Felicity, apartando la cortina de pañuelos justo a tiempo de oír los alaridos estridentes de Cecily y Elizabeth, seguidos de la exclamación de la señora Nightwing.

—¡Santo cielo!

Están totalmente desnudas, con la ropa desperdigada por toda la sala: una media tirada encima de una otomana, una camiseta por el suelo. Cuando se dan cuenta de su estado, las dos chicas sueltan un chillido e intentan cubrirse con los brazos. Cecily incluso trata de usar a Elizabeth como escudo humano; Elizabeth grita y tira a Cecily del pelo.

—Pero ¿y esto qué es? —brama la señora Nightwing.

En la sala todas prorrumpen en risas de estupefacción y gritos ahogados, señalando a las dos chicas con el dedo. Al fin, la señorita Moore cubre sus cuerpos desnudos con una manta y la señora Nightwing las saca al pasillo, desde donde oímos elevarse su voz hasta alcanzar un tono casi operístico.

—Ha sido genial, desde luego —dice Felicity con una sonrisa burlona.

Ann está radiante. Sin duda su venganza ha sido dulce. Me sobreviene esa sensación extraña que una tiene cuando disfruta con algo que sabe que luego lamentará. Intento no pensarlo. Mi mirada se desvía hacia la señorita Moore. Es probable que sea a causa de mi sentimiento de culpabilidad pero, por la manera penetrante en que me mira, casi juraría que sabe lo que hemos hecho.

Pippa acaba de decir algo que provoca otro ataque de risa. No la he oído, estoy pendiente de la señorita Moore, que se acerca a nosotras.

—¿Es que se han convertido en hienas? —pregunta, metiendo la cabeza en la carpa.

Intentamos recobrar la compostura.

—Perdone, señorita Moore. No deberíamos reírnos. Ese espectáculo ha sido escandaloso —dice Felicity, intentando contener la risa.

—Sí, escandaloso. Y también muy extraño —dice la señorita Moore.

Su mirada vuelve a posarse en mí. Yo miro al suelo.

—¿Puedo pasar?

—Claro, por favor —contesta Pippa, haciéndole sitio.

—Nunca había estado en su santuario, Felicity. Es muy agradable.

—Sé de otro lugar que es mucho mejor —contesta Felicity.

Le lanzo una mirada de advertencia.

—¿Ah, sí? ¿Lo conozco?

—No lo creo. Es un lugar secreto. Una especie de paraíso privado —dice Felicity con una sonrisa soñadora.

—Entonces más vale que no me lo diga. No sé si se podría confiar en mí en el paraíso.

Suelta una risa casi infantil. Intento imaginar a la señorita Moore de niña. ¿Era obediente? ¿Cruel? ¿Rebelde? ¿Tenía una buena amiga y un lugar secreto para refugiarse del mundo? ¿Fue alguna vez como nosotras?

—¿Qué es eso que están leyendo?

El diario está a la vista de todo el mundo. Ann intenta cogerlo, pero se le adelanta la señorita Moore. Tengo el corazón en un puño mientras la señorita Moore le da vueltas con las manos, examinándolo.

Felicity reacciona rápidamente.

—Es una historia romántica muy tonta. Lo encontramos en la biblioteca. Siguiendo sus consejos.

—¿Esto lo aconsejé yo?

—Me refiero a ir a la biblioteca.

La señorita Moore abre el libro. No nos atrevemos a mirarnos.

El diario secreto de Mary Dowd. Vaya… —Una hoja se cae al suelo—. ¿Y esto qué es?

¡Dios mío! ¡La ilustración! Felicity y yo por poco chocamos en nuestra precipitada carrera por alcanzar la imagen prohibida antes que ella.

—Nada —dice Felicity—, un simple garabato.

—Ya.

La señorita Moore pasa una página tras otra.

—Nos turnamos para leerlo en voz alta —explica Ann.

Las cuatro nos retorcemos en nuestros asientos.

Sin apartar la vista de las páginas, la señorita Moore dice:

—Quizás esta noche las acompañe, ¿les molesta?

No podemos negarnos.

—Claro que no —contesta Felicity con voz ronca—. Le enseñaré dónde lo dejamos. Creo que ya casi hemos acabado.

La señorita Moore mira la página que sostiene en sus manos. La espera es interminable. Estoy segura de que está a punto de enviarnos a ver a la señora Nightwing. Pero al final su voz profunda y cálida llena la carpa.

6 de abril de 1871

Lo hecho ya no se puede deshacer. Esta noche he ido al bosque con Sarah. Era noche cerrada, y la luna ha crecido en el cielo. Enseguida la hija de la Madre Elena, Carolina, se ha acercado a nosotras. Le habíamos prometido una muñeca.

—¿Me habéis traído mi muñeca?

—Sí —ha contestado Sarah—. Es una muñeca nueva que te espera justo detrás de esos árboles. Ven, Carolina, que te llevaremos adonde está.

Era una mentira atroz, que ocultaba nuestras terribles intenciones.

Pero la niña nos ha creído. Nos ha cogido de la mano y nos ha acompañado alegremente, cantando una vieja melodía.

Al llegar a la escuela, ha preguntado:

—¿Dónde está mi muñeca?

—Dentro —he respondido al tiempo que mi corazón se convertía en piedra.

Pero la niña se ha asustado y se ha negado a entrar.

—Tu hermosa muñeca te añora. Y además tenemos unos caramelos deliciosos —ha dicho Sarah.

—Y yo te dejaré mi precioso delantal blanco —he añadido pasándoselo por los brazos y atando las cintas por detrás—. Vaya, qué guapa estás.

Eso la ha animado bastante, y nos ha seguido a la cúpula del ala este, donde hemos encendido las velas.

La señorita Moore hace una pausa. Se produce el silencio. Ya está. Ahora cerrará el libro y lo tirará al fuego. Pero sólo se ha detenido para aclararse la garganta y, segundos después, reanuda la lectura.

—¿Dónde está mi muñeca? —ha gimoteado la niña.

Sarah le ha tirado la vieja muñeca de trapo. No era lo que esperaba y ha roto a llorar.

—Chist, chist —he susurrado, intentando consolarla.

—Déjala —dice Sarah bruscamente—. Ocupémonos de lo nuestro, Mary.

Hay momentos en la vida en que uno elige un camino y se forja el carácter. Pero yo no lo he hecho. Me he fallado a mí misma. Mientras sujetaba a la niña, tapándole la boca para acallar los gritos, Sarah ha llamado a la bestia para que saliera de su escondite en el corazón de las Tierras Invernales.

—Ven a nosotras —ha gritado con los brazos en alto—. Ven y concédeme el poder que me corresponde.

Y entonces ha ocurrido algo horrible. Hemos sido arrastradas a una visión, a ese mundo crepuscular entre este y el otro. Nos hemos acercado a un gran espacio vacío y negro, que ha adoptado la forma de la bestia. Ah, me habría echado a correr si hubiese tenido piernas para poder hacerlo. Los gritos de los condenados por poco me han paralizado el corazón. Pero Sarah ha sonreído, dejándose llevar por su fuerza. La niña forcejeaba a mi lado, aterrorizada, y yo he apretado la mano cada vez más contra su pequeño rostro, para que se callara, para contener mi propio miedo. Después he levantado la mano lentamente y he cubierto también la pequeña nariz. Ella se ha dado cuenta de lo que pretendía y se ha defendido. Pero era su vida o la nuestra; o al menos yo lo veía así. He sujetado a la niña con fuerza hasta que ha cesado el forcejeo y la niña ha quedado inerte en el suelo del ala este, con los ojos abiertos, muerta para el mundo. De pronto, al tomar conciencia de lo que había hecho, me he horrorizado.

La criatura, furiosa, ha gritado:

—¡La necesitaba intacta! Ahora vuestro sacrificio no me sirve de nada.

—Pero lo prometiste —he susurrado.

Los ojos de Sarah despedían chispas.

—¡Mary, lo has echado todo a perder! ¡Nunca has querido que yo tuviera poder, ni ser mi hermana! Tenía que haberlo sabido.

—Recibiré mi pago —ha chillado la criatura, agarrando a Sarah por el brazo con fuerza.

Sarah ha gritado y entonces he recuperado las piernas. Ay, querido diario, las he recuperado y me he ido corriendo a buscar a Eugenia. Se lo he contado todo mientras ella cogía su túnica y su vela. Al volver, la niña seguía allí, un recordatorio de mi pecado, pero Sarah había desaparecido.

Eugenia ha tensado los labios.

—Tenemos que ir de inmediato a las Tierras Invernales.

Hemos llegado a esa tierra de hielo y fuego, de árboles gruesos y desnudos, de noche perpetua. La criatura ya se había puesto manos a la obra, y Sarah tenía los ojos negros como piedras. Eugenia se ha erguido.

—Sarah Rees-Toome, no serás entregada a las Tierras Invernales. Regresa conmigo. Regresa.

La criatura se ha vuelto hacia ella.

—Ella me ha invitado. Tendrá que pagar o se perderá el equilibrio de los reinos.

—Iré yo en su lugar.

—¡No! —he gritado mientras la expresión de sorpresa de la criatura se convertía en una sonrisa espantosa.

—Que así sea. Podríamos hacer muchas cosas con un ser tan poderoso. Con el tiempo podríamos abrir una brecha en el otro mundo.

En ese momento Sarah ha gemido. Eugenia me ha tirado su amuleto del ojo de luna creciente.

—¡Mary, corre! ¡Llévate a Sarah por la puerta y yo cerraré los reinos!

—¡Jamás! —ha rugido la cosa, colérica.

Yo no podía moverme ni pensar.

—¡No, no debes! —he exclamado—. ¡No podemos perder los reinos!

Entonces la cosa la ha hecho gritar de dolor. Una mirada suplicante ha asomado a sus ojos, cortándome la respiración pues nunca había visto a Eugenia asustada.

—Los reinos deberán permanecer cerrados hasta que volvamos a encontrar el camino. ¡Y ahora corre! —ha ordenado.

Y, ay, mi querido diario, la he obedecido, llevándome a Sarah. Eugenia ha hecho aparecer la puerta ante nosotras, la hemos atravesado para ponernos a salvo y, cuando he visto a Eugenia por última vez, pronunciaba a voz en cuello el conjuro para cerrar los reinos, al mismo tiempo que la oscuridad la engullía sin dejar rastro. Después la cosa se ha abalanzado sobre nosotras. He puesto el amuleto contra la forma en la puerta para cerrarla a cal y canto.

—Vuelve a abrir la puerta, Mary.

Sarah estaba de pie. La criatura la había cambiado, se había unido a ella.

—No, Sarah, la magia se ha perdido. La hemos destruido. Mira.

La puerta de luz ha empezado a desvanecerse ante nosotras.

Sarah se ha precipitado hacia mí y ha volcado la vela. En pocos segundos, la habitación estaba en llamas. No sé qué ha pasado después, porque me he ido corriendo del ala este, he escapado hacia el bosque y he visto una luz extraña en el cielo por encima del ala, he visto arder las llamas y a mi querida amiga en ellas. Así que la magia de la Orden y de los reinos ha desaparecido. Siento cómo se desvanece del mundo todo rastro de la magia con la primera y violenta luz del día. Se ha ido, al igual que Mary Dowd. Mary ya no existe.

Esta noche se ha adentrado en el bosque, y me temo que vivirá en el bosque de mi alma durante el resto de mis días.

La señorita Moore cierra el diario. Estamos estupefactas.

—Por favor, siga —dice Pippa con un hilo de voz.

La señorita Moore pasa las páginas.

—No puedo, ya no hay nada más. Aquí acaba nuestra historia, por lo visto, en un bosque oscuro. —Se levanta y se alisa la falda—. Gracias por compartir esto conmigo, señoritas. Ha sido muy interesante.

—No puedo creer que Mary matase a esa pobre niña —dice Ann cuando nos quedamos a solas.

—Sí —coincide Felicity—. ¿Quién haría una cosa así?

—Un monstruo —contesto.

«Ya no existe». Eso dijo mi madre. Algo relacionado con eso empieza a carcomerme y no consigo apartarlo de mi mente. No sé por qué.

No puedo dormir. Todavía circula demasiada magia por mis venas, y la historia de Sarah y Mary me tiene preocupada, como si necesitara demostrar que lo que hacemos nosotras es distinto. Bien. Me visto a toda prisa y me voy al bosque. Llego ante la tienda de Kartik, donde lo encuentro leyendo.

Aparezco por detrás de un árbol, sorprendiéndolo.

—¿Qué haces? —pregunta.

—No podía dormir.

Vuelve a su libro. Quiero que sepa que soy buena, a diferencia de Mary y Sarah. Nunca haría las cosas horribles que hicieron ellas. Por alguna razón, quiero desesperadamente caerle bien. Quiero que despierte tras soñar conmigo, empapado en sudor y lleno de vida. No sé por qué. Pero es lo que siento.

—Kartik, ¿y si te demostrara que los Rakshana están equivocados? ¿Y si te hiciera ver que mi poder, la magia de la Orden, es maravilloso?

Me mira sorprendido.

—Dime que no has hecho lo que creo que has hecho.

Doy un paso adelante. No reconozco mi propia voz, de tan desesperada y empañada por el llanto contenido.

—No tiene nada de malo… Es hermoso. Yo soy… —Quiero decir «hermosa», pero no lo digo porque estoy a punto de llorar.

Él cabecea y retrocede. Lo estoy perdiendo. Debería dejarlo estar. Irme. Callar. Pero no puedo.

—Déjame enseñártelo. Te llevaré conmigo. ¡Podríamos buscar a tu hermano!

Intento cogerle la mano, pero él prácticamente da un brinco hacia el otro extremo de la tienda.

—No, yo no puedo verlo. No puedo saberlo.

—Sólo cógeme la mano. ¡Por favor!

—¡No!

¿Por qué creía que podría convencerlo? ¿Por qué creía que lograría que me viera de otra manera? Y lo que es peor, ¿y si él me ve tal y como soy en la realidad: como una persona contra quien hay que prevenirse, a quien no se puede amar? Una abominación de feria. Un monstruo.

Me vuelvo y echo a correr a toda velocidad, y él no me persigue.

Mientras subo lenta y tristemente por la escalera hacia mi habitación, me detiene Brigid, con una vela en la mano y tocada con su gorro de dormir.

—¿Quién va ahí?

—Soy yo, Brigid —contesto, con la esperanza de que no se acerque y se dé cuenta de que estoy totalmente vestida.

—¿Qué hace paseándose en plena noche?

—Por favor, no se lo diga a la señora Nightwing. Es que no podía dormir.

—¿Es que pensaba en su madre?

Asiento con la cabeza, sintiéndome como una cobarde por la mentira.

—De acuerdo, quedará entre nosotras. Pero váyase ahora a la cama.

Esa amabilidad repentina de Brigid me desarma. Siento que estoy a punto de derrumbarme.

—Buenas noches —musito al pasar por su lado y seguir subiendo.

—Ah, por cierto, he estado pensando en ese nombre tan extraño, el que empezó a usar Sarah. Me he acordado esta noche mientras fregaba los platos. Me he acordado claramente de que la señorita Spence me dijo: «Ah, nuestra Sarah cree que es una antigua diosa, como las de los griegos». Entonces lo he recordado, mientras lavaba las tazas de porcelana con la cenefa griega.

—¿Ah, sí? —pregunto.

De pronto me siento muy cansada y no estoy de humor para una de las historias interminables de Brigid.

—Circe —dice bajando por la escalera, proyectando su sombra delante de ella—. Se hacía llamar Circe.

Circe es Sarah Rees-Toome.

Sarah Rees-Toome, que no murió en un incendio hace veinte años, sino que sigue viva y coleando y me espera. Ya no es un enemigo oscuro sino un ser de carne y hueso, alguien a quien puedo acceder antes de que ella venga por mí. Si al menos supiera dónde puede estar o qué aspecto tiene.

Pero no lo sé. Estoy totalmente a su merced.

¿O no?

Circe, Sarah Rees-Toome, fue en su día alumna de Spence, de la promoción de 1871. Una chica que sale en una fotografía que han quitado, pero que tiene que estar en algún sitio. Debo hallarla, no ya por simple curiosidad. Es una necesidad, la única manera que tengo de encontrarla antes de que ella me encuentre a mí.