El señor Bumble acude a visitar a Pippa a las once en punto. Está impecable con su magnífico traje negro, camisa almidonada y corbata, polainas blancas y limpias para protegerse los zapatos y bombín inmaculado en la mano. Si no lo supiera, pensaría que es un padre que viene a ver a su hija mimada, no a su futura esposa.
La señora Nightwing ha preparado una salita. Se ha llevado la canastilla para sentarse a tejer en un rincón y hacer de carabina en silencio. Pero eso ya lo teníamos en cuenta. A Felicity de pronto le ha entrado un terrible dolor de estómago. Está arriba, retorciéndose en la cama. Se teme una apendicitis y a la señora Nightwing no le queda más remedio que acudir a su lado de inmediato. Y me deja a mí de carabina en el ínterin. De modo que ahí estoy, sentada en silencio con un libro, mientras Pippa sostiene una taza rosada con mano trémula.
El señor Bumble, mirándola, le habla de un terreno que está pensando comprar.
—Supongo que te ha gustado el anillo, ¿no?
No es una pregunta, sino una excusa para recibir un cumplido por su buen gusto.
—Ah, sí —contesta Pippa con desaliento.
—¿Y tu familia? ¿Están todos bien?
—Sí, gracias.
Toso y le dirijo a Pippa una mirada incitadora: «Venga, anímate». Al oírme toser, el señor Bumble me dirige una lánguida sonrisa. Toso otra vez y me enfrasco en mi libro.
—Y espero que tú también estés bien —sigue.
—Ah, sí —responde Pippa—. Bueno, en realidad no.
«Allá vamos».
La taza del señor Bumble se detiene en medio de un sorbo.
—¿Ah, sí? Nada serio, espero, querida.
Pippa se lleva el pañuelo a la boca con gesto compungido. Juraría que tiene lágrimas de verdad en los ojos. Lo está haciendo muy bien; debo reconocer que estoy impresionada.
—¿Qué pasa, querida? Debes desahogarte conmigo, con tu prometido.
—¿Cómo voy a hacerlo si he intentado engañarle?
El señor Bumble se echa hacia atrás y de pronto su voz adquiere tono más frío.
—Sigue. ¿Cómo me has engañado?
—Verá, es por mi enfermedad. Tengo ataques terribles que me pueden dar en cualquier momento.
El señor Bumble se pone rígido.
—¿Desde… desde cuándo tienes esa… enfermedad? —Hombre bien educado, apenas puede pronunciar la palabra.
—Toda mi vida, por desgracia. Mis pobres padres han sufrido muchísimo. Pero usted es un hombre tan honorable que el corazón no me permite seguir con este engaño.
«Bravo». El teatro inglés se está perdiendo a una actriz excelente sin Pippa. Me mira de reojo. Sonrío en señal de aprobación.
El señor Bumble parece el hombre que acaba de comprar una delicada pieza de porcelana y, al llegar a casa, descubre que está rajada.
—Soy un hombre honorable. Un hombre que mantiene sus compromisos. Hablaré con tus padres de inmediato.
Pippa le coge la mano.
—¡Ah, no, por favor! Nunca me perdonarían que le haya dicho la verdad. Por favor, comprenda que sólo pienso en su bienestar.
Lo mira con expresión suplicante en sus grandes ojos. Sus encantos logran el efecto deseado.
—Ya sabes que si rompo este compromiso, tu reputación, incluso tu virtud, será puesta en duda —dice el señor Bumble.
Ah, sí. Nadie nos querría si nuestra virtud se pusiera en duda. Que Dios nos libre de algo así.
—Sí —asiente Pippa, con la mirada baja—. Por eso creo que lo mejor será que le rechace a usted.
Se quita el anillo del dedo y se lo pone al señor Bumble en la palma de la mano. Espero a ver si él le ruega que lo piense, si insiste en su amor a pesar de la enfermedad. Pero parece aliviado, y pregunta en tono imperioso:
—En ese caso, ¿qué les digo a tus padres?
—Dígales que soy demasiado joven y alocada para tomarme por esposa y que ha tenido la nobleza de permitirme romper el compromiso y salvar mi reputación. No le presionarán.
Pippa nunca ha estado tan hermosa como ahora, con la cabeza erguida, un brillo triunfal en los ojos. Por una vez no se deja llevar por la corriente, sino que nada en dirección contraria.
—De acuerdo.
En ese momento entra la señora Nightwing.
—Ah, señor Bumble, lamento haberle hecho esperar. Una de las chicas ha tenido un pequeño ataque de histeria, pero por lo visto ya está bien.
—No se preocupe, señora Nightwing, ya me iba.
—¿Ya? —pregunta la señora Nightwing, desconcertada.
—Sí, me temo que tengo un asunto urgente que atender. Señora, señoritas, que pasen un buen día.
Confusa pero sin dejar de cumplir con su deber, la señora Nightwing lo acompaña a la puerta.
—¿Qué tal he estado? —pregunta Pippa, desplomándose en la silla.
—Brillante. Ni siquiera la señorita Lily Trimble lo habría hecho mejor.
Pippa se mira el dedo desnudo.
—Lástima lo del anillo.
—¡Podías haber esperado a que te lo pidiera!
—Pero no lo habría hecho.
—¡Por eso!
Estamos riéndonos cuando la señora Nightwing vuelve, recelosa e inquisitiva.
—Pippa, ¿va todo bien entre el señor Bumble y tú?
Pippa traga saliva.
—Sí, señora Nightwing.
—En ese caso, dime, ¿dónde está tu anillo?
En nuestros planes no lo habíamos tenido en cuenta; cómo explicar la pérdida del anillo a los demás. Mucho me temo que nos han pillado. Pero Pippa alza el mentón y, tras asomar a sus labios una leve sonrisa, contesta:
—Ah, sí. Es que ha visto que tenía una tara.
Sentadas al amparo de los vistosos pañuelos del salón privado de Felicity, Pippa y yo contamos con todo lujo de detalles, a veces interrumpiéndonos mutuamente, la aventura de la mañana con el señor Bumble.
—Y entonces Pippa ha dicho…
—¡… que tenía una tara!
Nos partimos de risa hasta que ya no nos sale ningún sonido de la boca, hasta que nos duelen los costados.
—Ah, es genial —dice Felicity, enjugándose la lágrima de un ojo—. Esperemos no volver a saber nada más del pobre señor Bumble.
—La señora de Bartleby Bumble —dice Pippa, pronunciando las bes con especial sonoridad—. ¿Os dais cuenta de lo horrible que suena?
Volvemos a reír hasta que nuestras carcajadas se reducen a suspiros.
—Gemma, quiero volver —dice Felicity cuando callamos.
Ann asiente.
—Yo también.
—Estaríamos tentando a la suerte si lo repetimos tan pronto —digo.
—Por favor —suplica Ann.
—Sí —insiste Felicity—. Al fin y al cabo, no ha ocurrido nada malo. Y piensa en lo maravilloso que ha sido tener todo ese poder a tu alcance. A lo mejor tu madre sólo hacía lo que se les da mejor a las madres: preocuparse innecesariamente.
—Es posible —coincido.
Debo reconocer que me encanta la sensación que da la magia de las runas. Una visita más no puede hacer daño. Y prometo que ya no volveré a hacerlo y obedeceré a mi madre.
—De acuerdo, pues. Iremos a la cueva.
—Francamente, estoy demasiado cansada para ir corriendo al bosque esta noche —gime Pippa.
—Podríamos hacerlo ahora mismo, aquí —sugiere Felicity.
—¿Estás loca? ¿Delante de la señora Nightwing y todas las demás? —pregunta Pippa con cara de incredulidad.
Felicity aparta un pañuelo con un dedo. Apiñadas en torno a la chimenea en grupos de tres y cuatro, las demás no se percatan de nuestra presencia.
—No se darán cuenta de que nos hemos ido.
Emprendemos el viaje a la cima de la montaña, precipitándonos en nuestro interior sin poner trabas. Sólo lo paso mal en un momento. Soy una sirena que se eleva del resplandeciente mar pero, cuando miro hacia abajo, el agua se convierte en el rostro de mi madre, tenso y asustado. Enseguida somos arrastradas a la carpa de Felicity. Nos brillan los ojos, tenemos la piel rosada y hemos recuperado nuestras sonrisas de complicidad. Sentimos que nuestros cuerpos totalmente invisibles son magníficos suspiros en el gran salón.
¡Dios mío, qué extraordinaria belleza! Los movimientos en la sala a nuestro alrededor se han ralentizado hasta adquirir el ritmo letárgico de las notas de una caja de música a la que se le acaba la cuerda. Las voces son profundas y cada palabra parece tardar una eternidad en pronunciarse. Sentada en su silla, la señora Nightwing lee David Copperfield en voz alta a las niñas más pequeñas. No resisto la tentación y le rozo el brazo con extrema suavidad. No para de leer, pero lenta, muy lentamente, levanta la mano libre y la apoya en el lugar donde la he tocado. Se rasca allí donde mi mano ha entrado en contacto con su piel, como si reaccionase a la momentánea irritación causada por la picadura de un insecto y luego la olvidase. Es increíble.
Pippa suelta un leve chillido de alegría.
—¡No nos ven! ¡Es como si en realidad no estuviéramos aquí! Ah, la de cosas que me gustaría hacer…
—¿Por qué no las haces? —pregunta Felicity, enarcando una ceja.
Dicho esto, estira la mano y da la vuelta al libro de la señora Nightwing, poniéndolo boca abajo. La señora Nightwing tarda un instante en darse cuenta de lo ocurrido pero, cuando lo hace, se queda perpleja. A sus pies, las niñas se tapan la boca para contener la risa.
—¿Por qué ocurre todo tan despacio? —pregunto, apoyando la mano en una columna de mármol.
La siento moverse y retiro los dedos rápidamente. La columna está viva. Cientos de hadas y sátiros de mármol en tamaño reducido se agitan en la superficie. Una gárgola pequeña y espantosa despliega las alas y ladea la cabeza.
—Ahora ves las cosas como son en la realidad —dice la gárgola—. Los demás creen que es sólo un sueño. Pero son ellos los que viven en un sueño, no nosotros. —Escupe y se limpia la nariz con el ala.
—¡Uf, qué asco! —exclama Felicity—. Me dan ganas de aplastarla.
Con un alarido, la gárgola vuela hacia lo alto de la columna.
Un resplandeciente niño de ojos amarillos me sonríe.
—¿Por qué no nos liberas? —pregunta con un hilo de voz.
—¿Liberaros?
—Estamos atrapados aquí dentro. Libéranos, sólo un momento, lo suficiente para estirar las alas.
—De acuerdo —digo. Al fin y al cabo, parece una petición razonable—. Sois libres.
Con chillidos y aullidos, las hadas y ninfas se ponen a corretear por la columna deslizándose como agua hasta llegar al suelo, donde encuentran trozos de queso, de pan, alguna pieza de ajedrez. Todas esas criaturas corriendo y volando por todas partes siembran el caos.
—¡Santo cielo! —exclama Pippa.
Un sátiro del tamaño de mi pulgar se acerca a una niña sentada en la alfombra. Tras mirar por debajo del dobladillo de su vestido, lanza una lasciva exclamación.
—¡Qué dulce y regordeta! —gruñe.
—Son unos seres indecentes —comenta Felicity, y se echa a reír—. A las señoritas de Spence les esperan travesuras muy pícaras.
—No podemos permitirlo —digo, medio riéndome yo también de sus chanzas.
Cuando el sátiro empieza a recorrer la pantorrilla de la niña, lo cojo con los dedos.
—Eso sí que no —lo reprendo alegremente.
Se retuerce y maldice en señal de protesta. En un instante, su rostro se convierte en máscara demoníaca y me hunde los afilados dientes en la tierna piel de la muñeca. Lo suelto con un chillido de dolor. ¿Lo he imaginado o de pronto ha crecido? Felicity lanza un grito ahogado a mi lado, y entonces sé que es verdad: la bestia está creciendo. Se cierne sobre nosotras, y su cabeza astada toca el techo.
—Veamos qué sabor tenéis, si dulce o amargo —dice con un silbido profundo y áspero.
—¿Qué pasa? —pregunta Pippa—. ¡Deténlo!
—¡Detente ahora mismo! —ordeno.
El sátiro se limita a reír al vernos tan asustadas.
Pippa, atemorizada, me toca con la mano.
—¡No da resultado! ¿Por qué?
—¡No lo sé! —exclamo.
Usar la magia es más complicado de lo que creía.
—Ya sabía yo que esto no era buena idea —reprende Pippa.
¿Acaso no era ella quien rogaba que volviésemos a hacerlo poco antes?
—Tenemos que conseguir que regresen a las columnas —grita Felicity.
Una gárgola salta sobre mi pierna. Con rápido gesto, la cojo por las alas y me precipito hacia la chimenea, donde sostengo a la bestia malvada por encima del fuego. Suelta un alarido de terror.
—Dime cómo puedo deshacerlo.
Me maldice, y yo la acerco un poco más a las llamas, que le lamen los pies.
—¡Dímelo o te suelto!
La gárgola pide ayuda a sus amigos, pero el sátiro sólo se ríe.
—Adelante. ¿Qué importa una gárgola menos en el mundo? Será de lo más divertido.
Acerco a la criatura todavía más a las llamas.
—¡Dímelo!
Chilla.
—¡Sí, sí! ¡Te lo diré! Repite después de mí: por vuestras mentiras en el mármol viviréis…
Una ninfa con los pechos desnudos da un brinco hasta la repisa de la chimenea.
—¡Maldita! ¡No sigas!
—… durante mil años y nunca moriréis…
La ninfa intenta golpearle, yerra y cae al fuego, que la recibe chisporroteando y chillando.
Con los ojos muy abiertos, la gárgola grita:
—¡Ya está, esa es la frase!
—¡Vamos, pues, dila! —grita Felicity.
El sátiro las tiene rodeadas a las tres.
Con la boca seca, empiezo a decir:
—Por vuestras mentiras en el mármol viviréis…
Horribles alaridos invaden la sala. A las bestias les gusta su libertad. Mi corazón late tan deprisa como sus alas, y la segunda parte de la frase sale como un torrente.
—… durante mil años y nunca moriréis.
A mi lado, el sátiro se encoge hasta que vuelve a ser del tamaño de un dedal. Las hadas, ninfas, gárgolas y sátiros, sin parar de chillar, vuelan marcha atrás hasta adherirse a las columnas. Nos escupen y maldicen. Poco a poco, el mármol los inmoviliza hasta sumirlos en el silencio. Sus rostros enfadados y las bocas abiertas son el único testimonio de lo ocurrido.
Estoy temblando y empapada de sudor. Las cuatro tenemos un aspecto espantoso. Pippa se estremece.
—Nunca me ha gustado esta sala. Ahora ya sé por qué.
—Creo que ya he tenido suficiente magia por esta noche —dice Felicity, enjugándose la frente con el dorso de la mano.
Sólo Ann disiente. Está al lado de Cecily y Elizabeth.
—Una última broma.
—¿Qué vas a hacer? —pregunta Pippa.
Ann sonríe.
—Nada que no se merezcan.