—¿Seguro que sabes usar estas runas? —pregunta Ann mientras ponemos las velas en el centro del círculo.
—¡Claro que sabe! No intentes asustarla —le riñe Pippa—. ¿Verdad que lo sabes?
—No, pero Mary y Sarah sí. No puede ser tan difícil. Mi madre dijo que sólo hay que poner las manos sobre las runas y… y entonces…
Y entonces ¿qué? La magia penetra en mí. Eso no es gran cosa para empezar.
Felicity está a mi lado. Ya no llora.
—Sólo vamos a intentarlo. Nada más. Vamos a hacer una simple prueba —digo, como si intentara convencerme a mí misma.
Entramos en los reinos por nuestra puerta de luz y nos encaminamos hacia la gruta a toda prisa. Las runas se elevan ante nosotras, altas e imponentes. Son guardianas que protegen los secretos del cielo.
—No he visto a nadie —dice Felicity, jadeando.
—Pues entonces no creo que nadie nos haya visto —señala Pippa.
«Prométeme que no te llevarás la magia de los reinos, Gemma…».
Se lo he prometido. Y sin embargo no puedo abandonar a mis amigas y permitir que sigan con esas vidas vacías.
«Hace mucho tiempo que no se ha usado la magia aquí. ¿Quién sabe qué podría pasar?».
Eso no significa que tenga que pasar nada terrible. A lo mejor mi madre no tiene motivos para preocuparse. Actuaremos con mucho cuidado. Nada conseguirá entrar. Aparece la cazadora.
—¿Qué hacéis?
Pippa deja escapar un grito de sorpresa.
—Nada —contesto, demasiado deprisa.
Permanece callada, mirándonos.
—¿Hoy vas a cazar? —pregunta por fin a Felicity.
—Hoy no, mañana —responde Felicity.
—Mañana —repite la cazadora.
Se da la vuelta y se dirige hacia el arco plateado, volviéndose una vez con expresión extraña. Luego desaparece.
—Uf, por poco nos pillan —comenta Ann con un suspiro de alivio.
—Sí, más vale que nos demos prisa —digo.
—¿Qué crees que nos pasará? —pregunta Pippa con aprensión.
—Sólo hay una manera de averiguarlo —contesto, acercándome a las runas.
Siento que su energía me llama. Las tocaré un segundo o dos, no más. ¿Qué puede pasar en un instante?
Las chicas apoyan las manos en mí. Estamos conectadas, como un aparato moderno que emite luz eléctrica. Lentamente pongo las palmas de las manos en contacto con la fuerza cálida de las formas cristalinas. Palpitan contra mi piel. Los latidos se convierten en temblor. Las runas son más poderosas de lo que habría podido imaginar. Brillan, primero un poco, luego con mayor intensidad, hasta que la luz se extiende velozmente en espiral, dando vueltas a mi alrededor y penetrando en mí. Siento a mis amigas en mi interior. Las rápidas pulsaciones de la sangre en sus venas. El ritmo de nuestros corazones que laten al unísono, como un estruendo de caballos al galope a través de un blanco campo invernal. La sensación de libertad que nos insufla la esperanza. Me asalta una avalancha de pensamientos. Se superponen muchas voces, muchas lenguas, fundiéndose en un murmullo intermitente. Todo ocurre demasiado deprisa. No puedo asimilarlo. Podría hacerme pedazos. Necesito apartarme, pero no puedo.
Y de repente el mundo desaparece.
El vasto cielo nocturno nos envuelve con su manto. Estamos en la cima de una montaña. Las nubes pasan por encima a velocidad inconcebible, agrupándose y disgregándose. El fuerte viento ruge a nuestras espaldas y nos agita el pelo. Y sin embargo no tenemos miedo. Me siento totalmente distinta. Cada célula de mi cuerpo está plenamente alerta, cada sentido aguzado. No necesitamos hablar. Cada una percibe lo que sienten las demás.
De pronto tomo conciencia del rostro de Felicity; el gris de sus ojos parece más intenso. El corazón negro en el centro de su mirada se mueve y arremolina, hasta que me veo atraída hacia su interior, donde floto en un mar abierto, con icebergs entre las olas y el grito de ballenas en las proximidades. Soy vertida como un líquido en ese mar, que me engulle por entero. Ya en el fondo, lo atravieso y aparezco en Londres a la hora del crepúsculo. Abajo, veo el Támesis, salpicado por la luz de las farolas. Estoy volando. ¡Estoy volando! Volamos las cuatro, y tan alto que las chimeneas y los tejados son como monedas tiradas a una alcantarilla. «Cierra los ojos, Gemma, cierra los ojos». Estoy en el desierto bajo la luna llena. Las dunas se elevan y descienden como la respiración. Se me hunde el pie. Me derrito en la arena cálida y marrón. Al tocarla, se convierte en piel suave. Su cuerpo se extiende debajo de mí igual que una llanura. Kartik es como un país por el que deseo viajar: vasto, peligroso y desconocido. Cuando nos besamos, vuelvo a caer y me encuentro otra vez en la cima de la montaña donde están Felicity, Pippa y Ann, que también han vuelto de sus viajes y, sin embargo, es como si nunca hubiéramos salido de allí. Nos sonreímos. Nos rozamos con las yemas de los dedos y nos cogemos de la mano. Hay una intensa luz blanca. Y luego nada.
—Gemma, despierta. —Ann me sacude suavemente.
Poco a poco mi habitación cobra forma ante mis ojos: el techo, la luz gris de la ventana, el suelo de madera gastada. Me asaltan vagos recuerdos de anoche: los reinos, las runas, la expresión extraña de la cazadora, las cuatro volviendo de la cueva con paso vacilante, pero todo envuelto en neblina. He perdido por completo el sentido del tiempo y la orientación.
—¿Qué hora es? —susurro.
—La hora del desayuno.
«No puede ser», pienso, frotándome la cabeza.
—Pues lo es —contesta.
Es extraño.
—¿Cómo sabías lo que pensaba? —pregunto.
—No lo sé —contesta Ann con los ojos muy abiertos—. Lo he oído en mi cabeza.
—La magia —digo, incorporándome.
Felicity y Pippa irrumpen en la habitación.
—Mirad mi vestido —dice Pippa con una sonrisa.
Tiene una gran mancha de hierba en el dobladillo.
—Mala suerte, Pip —digo.
Sigue sonriendo como una idiota. Cierra los ojos y en pocos segundos la mancha ha desaparecido.
—La has hecho desaparecer —dice Ann, maravillada.
La sonrisa de Pippa resplandece. Hace girar la falda a un lado y al otro, dejando que la luz la ilumine.
—Así pues, lo hemos conseguido —anuncio—. Hemos sacado la magia de los reinos.
«Y todo va bien».
Me visto en tiempo récord. Recorremos el pasillo y las escaleras como flechas, susurrándonos frases a medias que concluyen en nuestras cabezas. Estamos tan animadas con nuestro descubrimiento que no podemos parar de reír.
En la hornacina bajo la escalera está la estatuilla de un pequeño Cupido.
—Quiero divertirme —dice Pippa, obligándonos a detenernos.
Cierra los ojos, agita las manos por encima del querubín de yeso y de pronto este exhibe grandes pechos.
—¡Qué horror, Pip! —exclama Felicity.
Nos desternillamos de risa.
—¡Pensad en las posibilidades de redecoración! —dice Pippa en pleno ataque de risa.
Brigid se acerca por el pasillo.
—¡Cielos, arréglalo deprisa! —susurro.
Nos apretujamos para intentar esconder la estatua.
—¡No puedo hacerlo bajo presión! —dice Pippa, presa del pánico.
—¡Vaya, vaya! ¿Qué está pasando aquí? —Brigid se pone en jarras—. ¿Qué esconden ahí? Apártense y déjenme ver.
A regañadientes, obedecemos.
—¿Y esto qué demonios es? —Brigid sostiene una estatuilla de la bailarina de cancán más fea del mundo, la que antes era un Cupido con pechos.
—Es la última moda de París —dice Felicity, tan tranquila.
Brigid vuelve a colocarla en la hornacina.
—Pues para mí es pura basura.
Cuando se aleja, nos entra otro ataque de risa.
—He hecho lo que he podido —dice Pippa—. Dadas las circunstancias.
Cuando llegamos al comedor para el desayuno y nos sentamos a la mesa larga, todas las cabezas se vuelven hacia nosotras. Cecily no puede apartar la mirada de Ann.
—Ann, ¿es nuevo tu vestido? —pregunta entre bocado y bocado de beicon.
Como hemos llegado tarde, sólo quedan gachas.
—No —contesta Ann.
—Entonces, ¿te has cambiado el peinado?
Ann niega con la cabeza.
—Pues, sea lo que sea, te sienta bien —señala Cecily, y las demás chicas ríen con disimulo.
Ella sigue comiendo su beicon.
Felicity deja la cuchara en la mesa bruscamente.
—Eres una grosera, Cecily, ¿lo sabías? Creo que más vale que no vuelvas a hablar en todo el día de hoy.
Cecily abre la boca para reprender a Felicity, pero no le salen las palabras. Apenas si puede emitir un débil susurro. Se lleva las manos a la garganta.
—Cecily, ¿qué te ocurre? —pregunta Elizabeth, y le ofrece un vaso de agua.
—Que le ha comido la lengua el gato —dice Felicity con sonrisa burlona.
—Fee, tendrás que devolverle la voz a Cecily en algún momento —dice Pippa cuando vamos a clase de francés.
Felicity asiente.
—Lo sé. Pero reconócelo, así está mucho mejor.
Cuando llegamos, mademoiselle LeFarge tiene una sonrisa especialmente sádica. Eso no augura nada bueno.
—Bonjour, mes filles. Hoy mantendremos una conversación para poner a prueba vuestro francés.
Una clase de conversación. Es lo que se me da peor, y me pregunto cuánto tiempo podré pasar inadvertida.
Elizabeth levanta la mano.
—Mademoiselle, nuestra Cecily se ha quedado sin voz.
—¿Ah, sí? Eso sí que ha sido repentino, mademoiselle Temple.
Cecily intenta hablar de nuevo, pero es inútil. Ann le dirige una ligera sonrisa y Cecily pone cara de pavor. Hunde la nariz en el libro.
—Muy bien —dice mademoiselle LeFarge—. Mademoiselle Doyle, usted será la primera.
De esta no me libro. Por favor, por favor, tengo que dar la talla. Se me revuelve el estómago. Hoy puede ser el día en que mademoiselle LeFarge me mande de una patada a los cursos inferiores. Me hace una pregunta sobre el Sena y espera mi respuesta. Cuando abro la boca, nos quedamos todas pasmadas. Me lanzo a hablar francés como una parisina, y descubro que sé muchas cosas del Sena. Y de la geografía de Francia. De su monarquía. De la Revolución. Me siento tan lista que no quiero parar de hablar, pero al final mademoiselle LeFarge se recupera del susto y rompe sus propias reglas.
—¡Ha estado increíble, mademoiselle Doyle! ¡Realmente increíble! —dice con voz entrecortada—. Como ven, señoritas, cuando una se empeña en algo, los resultados hablan por sí solos. Mademoiselle Doyle, hoy recibirá treinta puntos por buena conducta, todo un récord en mi clase.
Tal vez alguien debería cerrar las bocas de Martha, Cecily y Elizabeth, antes de que lleguen las lluvias y las ahoguen como pavos.
—¿Y ahora qué hacemos? —susurra Pippa cuando nos sentamos para la clase de Grunewald.
—Creo que le toca a Ann —digo.
A Ann se le ensombrece el rostro.
—¿Yo? Yo n-n-no sé.
—Vamos, ¿es que no quieres que todo el mundo sepa lo que puedes hacer?
Frunce el entrecejo.
—Pero no seré yo, ¿no? Será la magia. Como ha pasado con tu francés.
Me ruborizo.
—Es verdad que me he dejado llevar un poco. Pero tú sabes cantar de verdad, Ann. Serás tú en tus mejores condiciones.
Ann, escéptica, se mordisquea los labios nerviosamente.
—No me veo capaz.
Nos interrumpe la llegada del austríaco bajo y rechoncho. El señor Grunewald oscila siempre entre dos estados de ánimo: está de mal humor o de un humor pésimo. Hoy se supera a sí mismo y llega del peor humor posible.
—¡Basta ya de tanto parloteo! —ordena, pasándose la mano por el escaso pelo cano.
Nos llama una por una al frente de la clase para cantar el mismo himno. Y nos critica una por una ferozmente. Pronunciamos las vocales demasiado abiertas. No abrimos la boca lo suficiente. Se me escapa un gallo en una nota alta y él suelta un «¡Ay!» como si lo torturaran. Hasta que por fin le toca a Ann.
Al principio se muestra tímida. El señor Grunewald grita y refunfuña, y eso no le ayuda. Yo deseo con toda mi voluntad que Ann deje volar la voz. «Canta, Ann. ¡Vamos!». Y de pronto se lanza. Es como un ave que abandona su nido, se eleva y vuela en libertad. Todas guardamos silencio, maravilladas. Hasta el señor Grunewald ha parado de contar. La mira arrobado.
Estoy muy orgullosa de ella. ¿Cómo es posible que mi madre no quisiera que usáramos esta magia? ¿Cómo podía pensar que no estábamos preparadas?
Cuando acaba, el señor Grunewald aplaude. El hombre cuyas manos jamás se han juntado para aplaudir a nadie, lo hace ahora con Ann. Las demás lo imitan. Ahora la ven de otra manera, como si fuera alguien. ¿Y acaso no es eso lo que queremos todos? ¿Qué nos vean?
Nos recreamos en la gloria del día hasta que anochece. Entonces sentimos que la magia nos abandona, dejándonos un tanto agotadas. La señora Nightwing observa a Pippa en nuestra hora libre.
—Señorita Cross, parece cansada.
Pippa se sonroja.
—Pues es que lo estoy, señora Nightwing.
La señora Nightwing no tiene ni idea de lo que sucede mientras duerme bajo los efectos del jerez.
—Más vale que se vaya a dormir para estar guapa mañana, cuando venga a visitarla el señor Bumble.
—Ay, me había olvidado de que venía —se lamenta Pippa mientras subimos a acostarnos.
Ann estira los brazos con gesto felino.
—¿Por qué no te libras de él? Dile simplemente que no te interesa.
—Sí, y mi madre estaría encantada —responde Pippa con tono burlón.
—Podríamos ir a los reinos y volverte espantosamente fea —propone Felicity.
—¡Ni hablar!
Hemos llegado al rellano. El techo está tiznado por el humo de las lámparas de gas. Es curioso que nunca me haya fijado hasta este momento.
—Muy bien, entonces ya puedes ir despidiéndote del señor Perfecto para convertirte en la mujer de un abogado —dice Felicity con sorna.
El hermoso rostro de Pippa se ensombrece, pero al cabo de un instante las arrugas desaparecen de su entrecejo y en su frente se advierte una nueva determinación.
—Podría decirle la verdad, sin más. Sobre la epilepsia.
Las paredes también están manchadas de hollín. Eso tampoco lo había notado.
—Tiene que venir mañana a las once —dice Pippa.
Felicity asiente.
—En ese caso, mandémoslo a freír espárragos, ¿de acuerdo?
Con un bostezo, paso ante las fotografías ya más que familiares de todas esas mujeres medio difuminadas. Pero, al parecer, esta es una noche en la que toca ver cosas por primera vez. En su severo marco negro, una de las fotografías ha empezado a combarse y arrugarse bajo el cristal. Probablemente por la humedad. Se está echando a perder. Pero hay algo más. Cuando me acerco, veo en la pared el contorno sucio donde en su día colgó un quinto marco.
—¡Qué extraño! —digo a Ann.
—¿Qué? —Bosteza.
—Fíjate en la pared, en esta señal. Antes había otra foto.
—Eso parece. ¿Y qué? A lo mejor se cansaron de ella.
—O a lo mejor es la promoción que falta: la de 1871, la de Sarah y Mary —digo.
Ann se dirige a nuestra habitación desperezándose y bostezando.
—Bien, entonces búscala.
«Sí, tal vez lo haga», pienso. No me creo que la fotografía no llegara a tomarse.
Seguro que la han quitado.
Duermo mal y sueño mucho. Veo el rostro de mi madre en las nubes, delicado y hermoso. Las nubes se separan. El cielo cambia y aparece una bestia gris con agujeros en lugar de ojos. Oscurece. Aparece la niña. El delantal blanco y, bajo este, el vestido exótico se destacan en la oscuridad. La niña se vuelve lentamente y empieza a llover. Cartas. Llueven cartas de tarot. Cuando llegan al suelo, se queman.
No, no quiero este sueño.
Se acaba. Vuelvo a soñar con Kartik. Un sueño voraz. Nuestras bocas están en todas partes al mismo tiempo. Los besos son fervientes e intensos. Sus manos rasgan la tela de mi camisón, dejando a la vista la piel de mi cuello. Sus labios recorren la curva de la garganta y me mordisquea de tal manera que casi me duele pero, sobre todo, inflama mi pasión. Nos revolcamos, una rueda de manos y lenguas, dedos y labios. Una presión se acumula dentro de mí hasta que me siento a punto de estallar. Y, cuando creo que ya no puedo más, me despierto sobresaltada. Tengo el camisón húmedo y pegado a la piel. Jadeo. Pongo las manos rígidas a los costados y permanezco inmóvil largo rato, hasta que por fin me duermo y no vuelvo a soñar.