Hoy es el día de la Asamblea. Mi diccionario no tiene una entrada oficial para esta ocasión, pero si la tuviera, diría algo así:
Día de la Asamblea (s.) Tradición de los internados en la que la familia visita a la alumna, ocasión que da lugar a la mortificación de todos y al placer de nadie.
Me he arreglado el pelo y acicalado como una auténtica dama, o eso he intentado. Pero por dentro todavía no me he recuperado de la última visita a mi madre y nuestra discusión. Me porté fatal. Esta noche iré a verla y me disculparé, y volveré a sentir su cálido abrazo.
Aun así, ojalá pudiera contar a mi familia —sobre todo a mi padre— que he visto a mi madre, que en un lugar más allá de este, en otro mundo, sigue tan viva, cariñosa y hermosa como la recordamos. No tengo ni idea de lo que encontraré cuando baje, y me siento arrastrada a la vez por la esperanza y el deseo. A lo mejor aparece mi padre, con buen aspecto y bien vestido, con su elegante traje negro. A lo mejor me da un regalo, algo envuelto en papel dorado. A lo mejor me llama «su joya»; incluso a lo mejor consigue que la amargada de Brigid se ría de sus historias, a lo mejor me abraza. A lo mejor. A lo mejor. A lo mejor. ¿Acaso hay un opiáceo más poderoso que esa palabra?
—Tal vez pueda acompañarte —dice Ann, mientras intento dominar mi pelo por enésima vez.
Se niega a quedar bien sujeto en lo alto de mi cabeza como corresponde a una dama.
—Te morirías de aburrimiento a los cinco minutos —digo, pellizcándome las mejillas para que asome un rubor que desaparece enseguida. No quiero que venga Ann cuando no sé con qué voy a encontrarme.
—¿Vendrá tu hermano? —pregunta Ann.
—Sí, que Dios nos ampare —mascullo. No quiero que Ann se haga ilusiones con Tom. Dos suaves rizos caen sobre mi frente. Tengo que hacer algo con este pelo.
—Al menos tienes un hermano que te irrita.
En el espejo del lavabo veo a Ann sentada en la cama con expresión compungida, de punta en blanco sin tener a donde ir, sin nadie a quien ver. Y yo me quejo de tener que ver a mi familia cuando ella se pasará todo el día sola. El día de la Asamblea debe de ser un suplicio para ella.
—De acuerdo —suspiro—. Si estás dispuesta a soportar semejante tortura puedes venir.
No me da las gracias. Las dos sabemos que lo he dicho por lástima, aunque no sé si por ella o por mí. La miro. Un vestido blanco que le ciñe el cuerpo regordete. Mechones de pelo lacio que se le escapan del moño y le cuelgan sobre los ojos llorosos. No es la belleza que vi anoche en el jardín.
—Veamos qué podemos hacer con ese pelo.
Intenta mirarse en el espejo por detrás de mí.
—¿Qué le pasa a mi pelo?
—Nada que no se pueda remediar con un buen cepillado y unas cuantas horquillas. No te muevas.
Le suelto el pelo. El cepillo tira de un nudo en la base del cráneo.
—¡Ay!
—El precio de la belleza —digo a modo de disculpa sin disculparme de verdad.
Al fin y al cabo, ha dicho que quería venir.
—Querrás decir el precio de la calvicie.
—Si no te movieras, sería más fácil.
De pronto se queda tan inmóvil que se la podría confundir con una piedra. Subestimamos el dolor como medio de motivación. Le pongo lo que me parecen mil horquillas para sujetarle el pelo. No queda mal. Al menos está mejor, y de hecho estoy un poco impresionada conmigo misma. Ann se coloca delante del espejo.
—¿Qué te parece? —pregunto.
Ladea la cabeza a derecha e izquierda.
—Me gustaba más antes.
—¡Qué agradecida! No vas a pasarte todo el día con esa cara, ¿verdad? Porque si es así…
Felicity abre la puerta y se apoya provocativamente contra el marco en actitud coqueta. Lleva los cordones del corsé tan ceñidos que le levanta los pechos perceptiblemente.
—Bonjour, mesdemoiselles. Soy yo, la reina de Saba. Podéis ahorraros las genuflexiones para después. ¿Qué os parece, queridas? ¿No estoy irresistible?
—Hermosa —contesto.
Al notar que Ann vacila, le doy una patada en el pie.
—Sí, hermosa —repite.
Felicity sonríe como si acabara de descubrir el mundo.
—Va a venir. Me muero de ganas de que me vea convertida en una dama después de dos años. ¿Os dais cuenta de que no veo a mi padre desde hace dos largos años? —Da vueltas por la habitación—. Tenéis que conocerlo, claro está. Os adorará a todas, seguro. Quiero que vea lo bien que me va aquí. ¿Alguna de vosotras tiene perfume?
Ann y yo negamos con la cabeza.
—¿Ningún tipo de perfume? ¡No puedo ir si no huelo maravillosamente!
El buen humor de Felicity se desvanece en el acto.
—Toma —digo, sacando una rosa del alféizar. Los pétalos se aplastan fácilmente, dejando un jugo pegajoso y dulce en mis dedos. Se lo paso por detrás de las orejas y las muñecas. Felicity se acerca las muñecas a la nariz e inhala.
—¡Perfecto! Gemma, eres un genio.
Me abraza y me da un beso. Esa faceta de Felicity resulta un poco desconcertante; es como tener de animal doméstico a un tiburón que se considera un pez de colores.
—¿Dónde está Pip? —pregunta Ann.
—Abajo. Sus padres han venido con el señor Bumble. ¿Os dais cuenta? Esperemos que hoy lo envíe a freír espárragos. Bien —dice Felicity antes de marcharse—, adieu, les filles. Hasta luego.
Con una profunda reverencia, desaparece envuelta en una nube de rosas y esperanza.
—Vamos, pues —digo a Ann, frotándome los restos de la flor en los dedos—. Acabemos con esto de una vez por todas.
Cuando llegamos abajo, el salón delantero está abarrotado de niñas y familiares. He visto los infames trenes de la India mejor organizados. No veo a mi familia por ningún lado.
Pippa se acerca a nosotras, con la cabeza gacha. La sigue una mujer que lleva un sombrero ridículo con penacho. Luce un vestido de noche y más propio de una mujer joven y una estola de piel en los hombros. La acompañan dos hombres. En seguida reconozco al señor Bumble con su poblado bigote. Deduzco que el otro es su padre. Tiene la misma tez y cabello oscuros.
—Padre, madre, os presento a las señoritas Gemma Doyle y Ann Bradshaw —dice casi en un susurro.
—Encantada. Es un placer conocer a las amiguitas de Pippa.
La madre de Pip es tan guapa como su hija, pero tiene un rostro más duro, cosa que intenta disimular con abundantes joyas.
Ann y yo saludamos cordialmente. Tras un silencio, el señor Bumble se aclara la garganta.
La boca de la señora Cross esboza una sonrisa tensa.
—Pippa, ¿no te olvidas de alguien?
Pippa traga saliva.
—Permitidme que os presente también al señor Bartleby Bumble. —Y añade como con tono quejumbroso—: Mi prometido.
Ann y yo, atónitas, nos quedamos sin habla.
—Es un placer conocerlas. —Nos mira con altivez—. Espero que sirvan el té pronto —dice, mirando el reloj de bolsillo con impaciencia.
¿Este viejo grosero y carigordo va a ser el marido de la hermosa Pippa? Pippa, que se pasa cada minuto de su existencia sumida en pensamientos sobre el amor puro, eterno, romántico, ha sido vendida al mejor postor, a un hombre a quien no conoce, que no le importa. Pippa mantiene la mirada fija en la alfombra persa como si esperase que fuera a abrirse y tragársela entera, salvándola.
Ann y yo tendemos la mano y se la estrechamos lánguidamente.
—Me alegro de ver que mi prometida se relaciona con las chicas adecuadas —dice el señor Bumble con desdén—. Hay tantas cosas que pueden mancillar a una chica joven e influenciable. ¿No le parece, señora Cross?
—Ah, por supuesto, señor Bumble.
Se merece que le claven la cabeza en una estaca y la expongan a la vista de todos con la advertencia: «Si eres insoportable, no vengas aquí, o te haremos papilla».
—Ah, ahí está la señora Nightwing —dice la señora Cross—. Habrá que darle la noticia. Es posible que quiera anunciarla hoy mismo.
Atraviesa la habitación seguida de su marido. El señor Bumble sonríe detrás de Pippa como si ella fuera el premio mayor de la feria.
—¿Vamos? —dice, ofreciéndole el brazo.
—¿Me concede un momento con mis amigas, por favor? Para comunicarles la noticia —pregunta Pippa, con voz queda y triste.
El muy idiota se siente halagado.
—Claro, querida. Pero no tardes mucho.
Cuando se ha ido, hago ademán de cogerle las manos a Pippa.
—Por favor, no —dice.
Las lágrimas asoman a sus ojos. No sé qué decirle.
—Parece muy distinguido —aventura Ann tras un momento de silencio.
Pippa suelta una carcajada breve y aguda.
—Sí, no hay nada mejor que un abogado rico para liquidar las deudas de juego de mi padre y salvarnos de la ruina. En realidad, no soy más que una moneda de cambio.
No lo dice con amargura. Eso es lo malo. Ha aceptado su destino sin luchar.
Detrás de ella, el señor Bartleby Bumble espera con impaciencia a su futura esposa.
—Tengo que irme —dice Pippa con el entusiasmo de una mujer a punto de reunirse con su verdugo.
—El anillo es precioso —dice Ann poco después.
Por encima de la multitud nos llegan las felicitaciones a voz en cuello de la señora Nightwing y de otras que la imitan.
—Sí, mucho —coincido.
Intentamos tomárnoslo bien. Ninguna de las dos quiere reconocer lo desesperada e indignante que es la situación; ni nuestro sentimiento de culpa por el alivio que supone no estar en las mismas circunstancias. Al menos, por ahora. Sólo cabe esperar que, cuando llegue el momento, no me endilguen al primer hombre que deslumbre a mi familia.
Felicity se acerca. Lleva un pañuelo en la mano que ha retorcido hasta convertirlo en un bulto arrugado.
—¿Qué os pasa? Cualquiera diría que se ha acabado el mundo.
—Pippa se ha prometido con el señor Bumble —explico.
—¿Qué? Ah, pobre Pip —dice, cabeceando.
—¿Ha venido tu padre? —digo, esperando una noticia más alegre.
—Todavía no. Perdonad, pero estoy demasiado nerviosa para esperar aquí. Voy a esperarlo en el jardín. ¿Seguro que estoy presentable?
—Por última vez, sí —digo, poniendo los ojos en blanco.
Felicity está tan nerviosa que ni siquiera replica con brusquedad. Por el contrario, asiente agradecida y, con cara de no poder retener el desayuno en el estómago un segundo más, se dirige a toda prisa al jardín.
—Vaya, vaya, aquí está la señorita Doyle.
Con una reverencia y ademán de mano exagerados, Tom anuncia su llegada. Lo acompaña la abuela, con su mejor vestido de duelo de crepé negro.
—¿Está padre? ¿Ha venido?
Nerviosa, estiro el cuello para buscarlo.
—Sí —contesta Tom—. Gemma…
—Entonces, ¿dónde está?
—Hola, Gemma.
Al principio no veo a mi padre. Pero allí está, escondido detrás de Tom, un fantasma con traje que le queda grande y profundas ojeras. La abuela lo coge del brazo en un intento de disimular su temblor. Estoy segura de que le ha dado sólo una pequeña parte de su dosis habitual para pasar el día, prometiéndole más para después. Apenas puedo contener el llanto.
Me da vergüenza que mis amigas lo vean así.
Y me da vergüenza sentir vergüenza.
—Hola, padre —consigo decir, besando sus mejillas hundidas.
—¿Alguien sabía que hoy veríamos a una reina? —bromea.
La risa le provoca un violento ataque de tos, y Tom tiene que sujetarlo. No puedo mirar a Ann.
—Van a servir el té en la sala de baile —digo mientras los llevo al piso de arriba, a una mesa tranquila y apartada, lejos de la multitud y los chismorreos.
Cuando nos hemos sentado, les presento a Ann.
—Es un placer volver a verla, señorita Bradshaw —dice Tom.
Ann se sonroja.
—¿Y dónde está tu familia hoy? —pregunta mi abuela, mirando alrededor en busca de alguien más interesante que nosotras con quien hablar. Tenía que preguntarlo, y nosotras tendremos que contestar, y entonces nos quedaremos todos sumidos en un silencio incómodo; o mi abuela dirá algo desagradable pretendiendo ser amable.
—Están en el extranjero —miento.
Por suerte, Ann no intenta corregirme. Creo que se alegra de no tener que explicar que es huérfana ni soportar una compasión cordial y silenciosa. De pronto mi abuela se muestra interesada; sin duda quiere saber si la familia de Ann es rica, si tiene un título o las dos cosas.
—¡Qué emocionante! ¿Y adónde han ido?
—A Suiza —contesto.
—A Austria —responde Ann al mismo tiempo.
—Austria y Suiza —añado—. Es un viaje largo.
—Austria —interviene mi padre—. Hay un chiste muy bueno acerca de los austríacos… —Se calla, y le tiemblan los dedos.
—¿Sí, padre?
—¿Hum?
—Decías algo de los austríacos —le recuerdo.
Frunce el entrecejo.
—¿Ah, sí?
Tengo un nudo en la garganta. Le paso el azucarero a Tom. Ann observa fascinada cada uno de sus gestos, a pesar de que él apenas se ha fijado en ella.
—Bien —dice Tom, echándose tres terrones de azúcar en el té—. Señorita Bradshaw, ¿la ha sacado de quicio mi hermana con esa excesiva franqueza suya?
Ann se ruboriza.
—Es una chica muy amable.
—¿Amable? ¿Estamos hablando de la misma Gemma Doyle? Abuela, por lo visto Spence es algo más que una escuela. Es una casa de curas milagrosas.
Todo el mundo ríe cordialmente a mi costa y la verdad es que no me importa. Es tan agradable oírlos reír, que no me importaría aunque se pasaran toda la tarde burlándose de mí. Mi padre mueve torpemente la cuchara como si no supiera qué hacer con ella.
—Padre —digo con suavidad—, ¿me permites que te sirva el té?
Me sonríe débilmente.
—Sí, gracias, Virginia.
Virginia. Ante el nombre de mi madre, se produce un incómodo silencio. Tom remueve su té más de lo necesario.
—Soy yo, padre. Soy Gemma —digo en voz baja.
Entorna los ojos, me observa con la cabeza ladeada y asiente lentamente.
—Ah, sí, ya lo veo.
Se pone a juguetear otra vez con la cuchara.
Mi corazón es una piedra que se hunde por momentos. Conversamos de temas triviales. La abuela nos habla de su jardín, de sus visitas y de quién no se habla con quién últimamente. Tom parlotea acerca de sus estudios, y Ann sorbe sus palabras como si fuera un dios. Mi padre está ensimismado. Nadie me pregunta cómo estoy ni qué hago. No les importa en absoluto. Somos todas espejos y sólo existimos para reflejar las imágenes que les gustaría ver de sí mismos. Somos recipientes vacíos que hay que enjuagar para eliminar hasta el último rastro de ambiciones, deseos y opiniones personales, para llenarlos después con el agua tibia de la complacencia cortés.
Se forma una grieta en el recipiente. Me estoy resquebrajando.
—¿Se ha sabido algo de madre? ¿La policía ha averiguado algo más?
—¡Vaya! —farfulla Tom—. Conque ya estamos otra vez con eso, ¿eh? Señorita Bradshaw, tendrá que disculpar a mi hermana. Tiene un sentido muy agudo de lo dramático. Nuestra madre murió de cólera.
—Ya lo sabe. Se lo he contado —digo, observando sus reacciones.
—Lamento que mi hermana le haya gastado una broma tan pesada, señorita Bradshaw. —Y añade entre dientes a modo de advertencia—: Gemma, ya sabes que el cólera se llevó a nuestra pobre madre.
—Sí, el cólera. Lo increíble es que el cólera no nos ha matado a todos. O a lo mejor sí. A lo mejor lo tenemos metido en la sangre y nos asfixia cada día lentamente con su veneno —replico con una sonrisa igual de ponzoñosa.
—Creo que lo mejor será cambiar de tema. Sin duda la señorita Bradshaw no tiene por qué soportar semejante histrionismo —dice la abuela, y zanja la cuestión bebiendo un sorbo de té.
—Y yo creo que mi pobre madre es un excelente tema de conversación. ¿Tú qué opinas, padre?
«Vamos, padre, detenme. Dime que me comporte, que me vaya al infierno, algo, cualquier cosa. Veamos un poco de ese viejo espíritu de lucha». Lo único que entra y sale de su boca flácida es un silbido dulzón de aire húmedo. No escucha. Está absorto en su propio reflejo, que lo contempla, hinchado y distorsionado, desde la concavidad brillante de la cucharilla que mueve con sus dedos esqueléticos.
No soporto verlos de espaldas a la verdad, sordos y ciegos a cualquier cosa mínimamente real.
—Gracias por venir. Como veis, me va muy bien aquí. Habéis cumplido con vuestra obligación, y ahora ya podéis volver a lo que sea que tengáis que hacer.
Tom se echa a reír.
—Menuda manera de dar las gracias. Me he perdido un partido de criquet por venir. ¿No se suponía que tenían que civilizarte en este sitio?
—Estás siendo infantil y grosera, Gemma. Y delante de tu invitada. Señorita Bradshaw, le ruego que disculpe la actitud de mi nieta. ¿Le apetece más té?
La abuela se lo sirve sin esperar respuesta. Ann se queda mirando la taza, alegrándose de tener algo en qué ocuparse. La estoy avergonzando. Estoy avergonzando a todo el mundo. Me levanto.
—No quiero estropear esta agradable tarde a nadie, así que me despido. ¿Vienes, Ann?
Mira tímidamente a Tom.
—No he acabado el té —contesta.
—Ah, por fin tenemos a una auténtica dama entre nosotros —dice Tom, dando una suave palmada—. Muy bien, señorita Bradshaw.
Ann sonríe con la mirada baja. Tom le ofrece pasteles y Ann, que jamás ha rechazado ni un solo bocado de comida, rehúsa como debe hacer toda dama bien educada y distinguida para no quedar como una glotona. He creado un monstruo.
—Como quieras —murmuro.
Me inclino ante mi padre, le cojo las manos y lo aparto de la mesa. Le tiemblan las manos. Tiene gotas de sudor en la frente.
—Padre, me voy. ¿Por qué no vamos a dar un paseo?
—Sí, muy bien, querida. Vamos a ver los jardines, ¿eh?
Intenta esbozar una sonrisa que se convierte en mueca de dolor. La dosis que le ha dado la abuela no ha sido suficiente. Pronto necesitará más, y entonces estará totalmente abstraído. Avanzamos unos pasos, pero tropieza y tiene que cogerse a una silla. Todo el mundo se vuelve y Tom enseguida está a mi lado y lo conduce otra vez a la mesa.
—Bien, bien, padre —dice alzando la voz para que todos lo oigan—. Ya sabes que el doctor Price ha dicho que todavía no debes apoyar ese tobillo. Hay que esperar a que se te cure esa lesión que te hiciste jugando al polo.
Satisfechos, todos en la sala se vuelven otra vez. Todos salvo una persona. Cecily Temple nos ha visto. Seguida por sus padres, se dirige hacia nuestra mesa.
—Hola, Gemma, Ann.
La cara de Ann es la viva imagen del pánico. Cecily enseguida se hace una composición del lugar.
—Ann, ¿nos cantarás algo? Ann tiene una voz preciosa. Es la chica de la que os he hablado: la becaria.
Ann se encoge en la silla.
La abuela se muestra confusa.
—Creía que tus padres estaban en el extranjero…
Ann contrae el rostro, y sé que está a punto de llorar. Se levanta de la mesa, tirando una silla. Cecily finge avergonzarse.
—Ay, cielos, espero no haber dicho algo que no debía.
—Cada vez que abres la boca para hablar, dices algo que no debes —replico.
—Gemma, ¿qué demonios te pasa hoy? —espeta la abuela—. ¿Estás enferma?
—Sí, perdonadme todos —digo, arrojando mi servilleta arrugada en la mesa—. Es mi cólera que está actuando otra vez.
Después tendré que disculparme: «Lo siento, lo siento muchísimo, no sé qué me ha pasado, cuánto lo siento». Pero de momento estoy libre de la tiranía de su necesidad, disfrazada de preocupación por mí. Cuando atravieso a toda prisa la sala de baile y bajo la escalera, tengo que llevarme la mano al estómago para no respirar demasiado rápido y desmayarme. Por suerte, las puertaventanas están abiertas para que entre la brisa y salgo al jardín, donde han empezado a jugar al criquet. Madres modernas tocadas con sombreros de ala ancha pasan bolas de madera de brillantes colores por aros con un mazo, mientras los maridos cabecean y, abrazándolas, las corrigen amablemente. Las madres ríen y vuelven a fallar, se diría que a propósito, para que los maridos vuelvan a acercarse a ellas.
Paso a su lado sin que nadie se fije en mí y bajo la cuesta hasta donde está Felicity, sentada sola en un banco.
—No sé tú, pero yo ya me he hartado de este espectáculo tan absurdo —digo, fingiendo en la voz una camaradería hosca que no siento en absoluto. Una lágrima cálida resbala por mi mejilla. La enjugo y miro la partida de criquet—. ¿Ha venido tu padre? ¿Me lo he perdido?
Felicity permanece inmóvil sin contestar.
—¿Fee? ¿Qué ocurre?
Me pasa la nota que sostiene en la mano, escrita en una fina tarjeta.
Mi querida hija:
Lamento avisarte con tan poco tiempo de antelación que el deber me llama en otra parte, y ya sabes que mis obligaciones para con la Corona son de suma importancia. Espero que pases un buen día, y tal vez nos veamos en Navidad.
Con cariño, tu padre.
No sé qué decirle.
—Ni siquiera es su letra —dice por fin con voz inexpresiva—. Ni siquiera se molestó en escribir una despedida.
En el jardín unas cuantas niñas juegan alegremente en círculo, esconden la cabeza bajo los brazos de las demás, se tiran al suelo en medio de ataques de risa, mientras las madres se ciernen sobre ellas, sufren por sus vestidos manchados y el pelo que se les escapa de las cintas y los gorros. Dos chicas pasan a nuestro lado, cogidas del brazo, recitando el poema que han aprendido para hoy, algo para demostrar hasta qué punto se han convertido en pequeñas damas en flor.
Dejó la tela, dejó el telar,
dio tres pasos en la sala,
vio florecer el nenúfar,
vio el casco y la pluma,
miró hacia Camelot.
En el cielo, las nubes pierden la batalla por ocultar el sol. Manchas azules asoman por detrás de manchones más grandes de un gris amenazador, aferrándose al sol con la punta de los dedos resbaladizos.
La tela salió volando por la ventana;
el espejo se partió de lado a lado;
«La maldición ha recaído sobre mí»,
exclamó la dama de Shalott.
Las niñas, despreocupadas, echan hacia atrás las cabezas y se ríen estrepitosamente de su lectura dramática. El viento ha rolado hacia el este. Se avecina una tormenta. Huelo la humedad en el aire, un ser vivo, fétido. Caen gotas aisladas, rozándome las manos, la cara, el vestido. Los invitados chillan sorprendidos, vuelven las palmas de la mano hacia el cielo como si lo cuestionaran y corren a refugiarse en el interior.
—Ha empezado a llover.
Felicity tiene la mirada fija al frente, sin decir nada.
—Te mojarás —digo, levantándome de un salto y volviéndome para buscar refugio en la escuela.
Felicity no hace ademán de moverse. Así que me voy, dejándola sola, aunque siento que no debería. Cuando llego a la puerta, todavía la veo allí, sentada en el banco, empapándose. Ha puesto la nota de su padre bajo la lluvia y mira cómo se borra cada trazo en el papel mojado, dejando que el agua enjuague las letras y la enjuague a ella hasta quedar como piel nueva.