Y así pasaron tres días. Cogidas de la mano, entramos en nuestro propio paraíso privado, donde somos dueñas de nuestras vidas. Bajo la tutela de la cazadora, Felicity se convierte en una hábil arquera, veloz e imparable. La voz de Ann es cada vez más potente. Y Pippa ya no es la princesa mimada que era hace una semana. Está más amable, menos estridente. El caballero la escucha como nadie lo había hecho. Pippa me irritaba tanto cada vez que abría la boca que nunca me había parado a pensar que, a lo mejor, parloteaba así porque temía que nadie la escuchara. Prometo darle esa oportunidad a partir de ahora.
Aquí no nos da miedo estar más unidas. Nuestra amistad echa raíces y florece. Nos ponemos guirnaldas en el pelo, nos contamos chistes subidos de tono, reímos y gritamos, nos confesamos nuestros temores y esperanzas. Incluso eructamos libremente. Aquí no hay nadie que nos reprima. Nadie que nos diga que lo que pensamos y sentimos está mal. No es que hagamos lo que deseamos. Es que nos está permitido desear.
—¡Mirad! —dice Felicity.
Cierra los ojos y, al cabo de un instante, cae una lluvia cálida del cielo en perpetua puesta de sol. Nos cala hasta los huesos y la sensación es deliciosa.
—¡No es justo! —grita Pippa, pero se ríe.
Nunca he sentido una lluvia tan maravillosa. Desde luego, nunca he podido disfrutarla así. Quiero beberla, tumbarme bajo ella.
—¡Ajá! —grita Felicity triunfalmente—. ¡Lo he conseguido! ¡Sí!
Chillamos y echamos a correr, resbalando en charcos de barro y levantándonos otra vez. Cubiertas de lodo, nos lo tiramos a puñados. Cada vez que una de nosotras recibe el golpe de una bola de tierra húmeda, da un aullido y jura vengarse. Pero en realidad nos encanta la sensación de estar mugrientas, totalmente libres de preocupaciones.
—Estoy un poco mojada —anuncia Pippa cuando la hemos empapado por completo.
Está cubierta de barro de pies a cabeza.
—Bien, pues.
Cierro los ojos, imagino el sol caliente de la India y en pocos segundos cesa la lluvia. Estamos limpias, secas y presentables, listas para las vísperas o una visita. Más allá del arco de plata están las runas de cristal, y su poder bien resguardado en el interior del amplio círculo.
—¿No sería maravilloso enseñarles a todos lo que podemos hacer? —musita Ann.
Le cojo la mano y advierto que no tiene señales nuevas en la muñeca, sino sólo las débiles cicatrices de lesiones pasadas.
—Sí, desde luego.
Nos tumbamos en la hierba, con las cabezas juntas, como un molino de viento. Y permanecemos así mucho rato, creo, cogidas de la mano, sintiendo nuestra amistad en los dedos, en la calidez sólida y segura de la piel, hasta que a alguien se le ocurre la brillante idea de provocar otra lluvia.
—Cuéntame otra vez cómo actúa la magia de las runas.
Estoy tendida en la hierba junto a mi madre, contemplando las nubes y su continua metamorfosis. Un pato gordo e hinchado deja de oponer resistencia y, estirándose, se convierte en otra cosa.
—Requiere meses y años de formación —contesta mi madre.
—Eso ya lo sé. Pero ¿qué hace? ¿Las runas cantan? ¿Hablan en lenguas desconocidas? ¿Empiezan cantando Dios salve a la reina? —pregunto con insolencia, pero es que ella me ha provocado.
—Sí, en sol menor.
—¡Madre!
—Creo que eso ya te lo expliqué.
—Cuéntamelo otra vez.
—Cuando tocas las runas con las manos, el poder penetra en ti y permanece un tiempo en tu interior.
—¿Eso es todo?
—En esencia, sí. Pero antes tienes que saber controlarlo. Tu estado de ánimo, tus objetivos, tu fuerza influyen en él. Es una magia poderosa, con la que no se puede jugar. Ah, mira, veo un elefante.
En el cielo, la mancha en forma de pato se ha convertido en una mancha con una trompa.
—Sólo tiene tres patas.
—No, hay una cuarta.
—¿Dónde?
—Allí. Pero no te fijas.
—¡Claro que sí! —afirmo, indignada. Pero da igual. La nube se mueve y se transforma en otra cosa—. ¿Cuánto dura la magia?
—Depende. Un día. A veces menos. —Se sienta y me mira fijamente—. Pero, Gemma, no debes…
—Usar la magia todavía. Sí, creo que me lo has dicho alguna vez.
Mi madre permanece un momento en silencio.
—¿De verdad crees que estás lista?
—¡Sí! —contesto casi gritando.
—Mira esa nube, la que está justo encima de nosotras. ¿Qué ves?
Veo el contorno de unas orejas y una cola.
—Un gatito.
—¿Seguro?
Me está poniendo a prueba.
—Sé reconocer a un gatito cuando lo veo. Para eso no necesitas poderes mágicos.
—Vuelve a mirar —dice mi madre.
Encima de nosotras, veo un cielo turbulento. Las nubes se agitan y despiden relámpagos. El gatito ha desaparecido y en su lugar aparece el rostro amenazador de una pesadilla. Nos grita hasta que tengo que taparme los ojos con el brazo.
—¡Gemma!
Aparto el brazo. El cielo se ha calmado. El gatito se ha convertido en un gato grande.
—¿Qué ha pasado? —murmuro.
—Una muestra —contesta—. Tienes que poder ver lo que hay en realidad. Circe intentará hacerte ver un monstruo cuando sólo hay un gatito. Y al revés.
Sigo temblando.
—Pero parecía tan real.
Me coge la mano y nos quedamos allí tumbadas, inmóviles. A lo lejos, Ann canta una antigua canción popular, algo sobre una mujer que vende mejillones y berberechos. Es una canción triste y me produce una sensación extraña, como si perdiera algo pero no sé qué es.
—Madre, ¿y si no puedo hacerlo? ¿Y si sale todo mal?
Las nubes se agolpan y luego se dispersan. No se ven formas nuevas.
—Es un riesgo que debemos correr. Mira.
Por encima de nosotras las nubes, desparramadas, forman un tenue aro sin principio ni fin, en cuyo centro hay un círculo perfecto azul intenso.
El viernes recibimos una visita sorpresa. Mi hermano me espera en el salón. Un grupo de niñas inventa excusas para pasar por delante de la puerta y verlo. Cierro la puerta al entrar, separando a Tom de su rebaño de admiradoras, antes de que las náuseas se apoderen de mí.
—¡Vaya! ¡Mi querida y adusta hermana! —dice Tom, de pie—. ¿Ya me has encontrado una buena esposa? No soy quisquilloso; me conformo con una chica bonita, tranquila, con una modesta fortuna y toda la dentadura. De hecho, soy flexible respecto a todos los puntos salvo en lo que se refiere a la moderada fortuna. A menos, claro está, que la fortuna sea grande.
Por alguna razón, la presencia de Tom, tan responsable, altivo y superficial, me llena de alegría. No me había dado cuenta de lo mucho que lo echaba de menos. Lo abrazo y él primero se pone rígido, pero enseguida me devuelve el abrazo.
—Ya, bien, deben de estar tratándote muy mal para que te alegres de verme. He de decir que tienes buen aspecto.
—Me siento bien, Tom. De verdad. —Ardo en deseos de contarle lo de nuestra madre, pero sé que no puedo. Todavía no—. ¿Sabes algo de la abuela? ¿Cómo está nuestro padre?
La sonrisa de Tom se apaga.
—Ah, sí. Están bien.
—¿Vendrá padre el día de la Asamblea? Tengo muchas ganas de verlo y de presentárselo a todas mis amigas.
—Pues yo que tú no me haría muchas ilusiones, Gemma. Es posible que no pueda venir.
Tom se arregla los puños de la camisa. Es un gesto nervioso, un gesto que, empiezo a darme cuenta, sólo hace cuando miente.
—Ya veo —digo con un hilo de voz.
Llaman a la puerta y entra Ann, con cara de extrañeza, horrorizada al ver que estoy sola con un hombre en el salón. Se tapa los ojos con la mano para no vernos.
—Ah, lo siento. Sólo quería decirle a Gemma, a la señorita Doyle, que ya podemos practicar el vals.
—Ahora no, tengo una visita.
Tom se pone en pie, aliviado.
—No dejes el vals por mi culpa. Oye, ¿estás bien?
Mira a Ann, que sigue desviando la mirada.
—Ay, por Dios —murmuro entre dientes. Los presento—: Señorita Ann Bradshaw, te presento al señor Thomas Doyle. Mi hermano. Voy a acompañarlo a la puerta y luego practicaremos ese horrible vals.
—¿Era tu hermano? —pregunta Ann tímidamente mientras la llevo por la sala de baile.
—Sí, la bestia en persona.
Sigo un poco alterada por las noticias de mi padre. Esperaba que a estas alturas ya se hubiera repuesto.
—Parece muy amable.
Ann me pisa los dos pies y hago una mueca de dolor.
—¿Tom? ¡Ja! No abre la boca más que para darse aires. Está muy pagado de sí mismo. Pobre de la chica que se quede con él.
—De todos modos, creo que parece amable. Un auténtico caballero.
Cielo santo. Le gusta mi hermano. Es tan risible que va más allá de la comedia para convertirse en tragedia.
—¿Está… comprometido con alguien?
—No. Nadie parece estar a la altura de su primer amor.
A Ann se le ensombrece el rostro. Se detiene sin previo aviso y yo doy un giro incómodo antes de volver a su lado.
—¿Ah, sí?
—Consigo mismo.
Tarda un poco en captar la broma, pero de pronto se echa a reír y se ruboriza un poco más. No me atrevo a decirle que Tom busca una esposa rica, probablemente también guapa, y que ella nunca podrá competir. Ojalá él pudiera verla y oírla cuando está en los reinos. Resulta exasperante que lo que podemos hacer allí —todo ese poder— deba permanecer allí por el momento.
—No puedo bailar ni un paso más contigo porque tendré magulladuras toda la semana.
—Eres tú la que no recuerda el ritmo —se queja Ann, siguiéndome al pasillo.
—Y tú olvidas que mis pies y el suelo no son una única y misma cosa.
Ann está a punto de replicar, pero nos interrumpe Felicity, que se acerca por el pasillo agitando una hoja de papel por encima de la cabeza.
—¡Va a venir! ¡Va a venir!
—¿Quién va a venir? —pregunto.
Nos coge de la mano y nos hace girar en círculos.
—¡Mi padre! Acabo de recibir una nota. ¡Va a venir para el día de la Asamblea! ¿No os parece maravilloso? —Calla por un instante—. Dios mío, tengo que prepararme. Vamos, no os quedéis ahí paradas. Si no aprendo a bailar bien el vals de aquí al domingo, estoy perdida.
El paraíso se ha vuelto amargo. Mi madre y yo discutimos.
—Pero ¿por qué no podemos llevarnos la magia de los reinos a donde podemos hacer el bien?
—Ya te lo he dicho: todavía no es seguro. En cuanto lo hagas, en cuanto vuelvas a sacar la magia por esa puerta, quedará totalmente abierta y entonces cualquiera que sepa hacerlo podría entrar.
Se interrumpe e intenta controlarse. Recuerdo estas peleas, en las que yo acababa odiándola.
Cojo un puñado de moras y les doy vueltas en las manos.
—Podrías ayudarme. Entonces estaría a salvo.
Mi madre me quita las moras.
—No, no puedo. No puedo volver, Gemma.
—No quieres ayudar a padre. —Es un golpe bajo, y lo sé.
Respira hondo.
—Eso es injusto.
—No confías en mí. ¡No me crees capaz!
—¡Ay, Gemma, por el amor de Dios! —Sus ojos echan chispas—. Ayer, sin ir más lejos, no podías distinguir una nube de una ilusión. El espíritu oscuro dirigido por Circe es mucho más astuto que eso. ¿Cómo piensas expulsarlo?
—¿Y por qué no puedes enseñarme a hacerlo? —replico con brusquedad.
—¡Porque no sé! No hay una regla fija, ¿lo entiendes? El quid está en conocer al espíritu en cuestión, en conocer sus puntos débiles. Es cuestión de no permitir que emplee tus puntos débiles en tu contra.
—¿Y si sólo necesitara un poco de magia, justo lo suficiente para ayudar a padre y a mis amigas, nada más?
Me coge por los hombros como a una niña.
—Gemma, debes escucharme. No saques la magia de los reinos. Prométemelo.
—¡Sí, muy bien! —digo, apartándome. No puedo creer que ya nos estemos peleando otra vez. Me escuecen los ojos por las lágrimas—. Lo siento. Mañana es el día de la Asamblea y tengo que dormir.
Ella asiente.
—¿Te veré mañana?
Estoy demasiado enfadada para contestarle. Me alejo para reunirme con mis amigas. Felicity está en la cima de una colina, disparando con el arco. Parece el bajorrelieve de una diosa. Con un ruido seco, lanza una flecha, que parte limpiamente un trozo de madera por la mitad. La cazadora la alaba y las dos entablan conversación. No puedo evitar preguntarme de qué hablarán en sus cacerías o por qué Felicity cada vez me cuenta menos cosas. Tal vez he estado demasiado absorta en mis propios asuntos para interesarme por ella.
Pippa, tumbada en la hamaca, escucha a su caballero, que la obsequia con el relato de las hazañas que ha llevado a cabo por ella. La mira como si fuera la única chica del mundo. Y ella lo absorbe todo como si fuera ambrosía. Ann canta con la mirada fija en el río, donde ha reunido a un público imaginario de centenares de personas que aplauden y suspiran y la adoran. Yo soy la única enfurruñada; me siento descontenta e impotente. Empieza a decaer la emoción de nuestras aventuras. ¿De qué me sirve tener este supuesto poder si no puedo usarlo?
Al final Pippa se acerca, haciendo girar una rosa en las manos.
—Ojalá pudiera quedarme aquí para siempre.
—Pues no puedes —digo.
—¿Por qué no? —pregunta Ann, acercándose por detrás.
Lleva el pelo suelto y ondulado a la altura de los hombros.
—Porque este no es un lugar para quedarse —contesto a la defensiva—. Es un lugar para soñar.
—¿Y si prefiero soñar? —pregunta Pippa.
Es tan propio de Pippa decir algo así: algo tonto y provocador.
—¿Y si no te dejo venir la próxima vez?
Felicity ha logrado cazar un conejo pequeño, que cuelga rígido e inerte de su flecha.
—¿Qué ocurre?
Pippa hace un mohín.
—Es Gemma. No quiere volver a traernos.
Felicity sigue sosteniendo la flecha ensangrentada en la mano.
—¿Y eso a qué viene, Gemma? —pregunta muy seria y resuelta, y yo pongo fin al concurso de miradas, desviando la mía.
—No he dicho eso.
—Pues lo has insinuado —contesta Pippa en tono lastimero.
—¿Podemos olvidar esta discusión tan tonta? —pregunto con aspereza.
—Gemma —Pippa saca el labio inferior en un mohín exagerado—, no te enfades.
Felicity pone esa misma cara ridícula.
—Gemma, por favor, basta ya. Me cuesta mucho hablar con la boca así.
Ann la imita.
—No sonreiré hasta que sonría Ann. No podréis obligarme.
—Sí. —Felicity se ríe con su mueca de bulldog—. Y todo el mundo dirá: «Eran tan monas. Lástima que tengan ese problema con el labio».
Incapaz de contenerme, me echo a reír. Nos revolcamos por el suelo, las cuatro chillando y haciendo las muecas más necias imaginables, hasta que acabamos agotadas y es hora de irnos.
Aparece la puerta, y salimos una por una. Yo soy la última. Empiezo a sentir el cosquilleo en mi piel por la poderosa energía de la puerta cuando de pronto veo a mi madre con la niña cogida de la mano. Bajo el gran delantal blanco, el vestido de la niña es vistoso e inusual, no como los que se verían en una escuela de niñas inglesa. Es curioso que nunca me haya fijado.
Las dos me miran, esperanzadas y alertas. Como si yo pudiera cambiar las cosas para ellas. Pero ¿cómo puedo ayudarlas cuando ni siquiera sé ayudarme a mi misma?