La tarde es agradable, y en los jardines de Spence las niñas van en bicicleta, hacen mimo, pasean o chismorrean. Las cuatro estamos jugando al tenis sobre hierba. Formamos parejas, Felicity y Pippa contra Ann y yo. Cada vez que mi raqueta toca la pelota, temo decapitar a alguien. Creo poder afirmar que el tenis es otra de las habilidades que nunca adquiriré. En un golpe de suerte consigo devolver una pelota a mis oponentes y pasa junto a Pippa, que la mira con el entusiasmo de una cocinera que observa el agua cuando rompe a hervir.
Felicity, exasperada, echa la cabeza atrás.
—¡Pippa!
—No ha sido culpa mía. ¡Era un saque espantoso!
—Tenías que haber intentado darle —dice Felicity, haciendo girar su raqueta.
—¡Estaba claramente fuera de mi alcance!
—Pero ahora hay tantas cosas a nuestro alcance —dice Felicity de manera enigmática.
Es posible que las chicas que nos miran jugar no sepan a qué se refiere, pero yo sí. Sin embargo, Pippa no está de humor.
—Estoy aburrida y me duele el brazo —se queja.
Felicity pone los ojos en blanco.
—Bueno, pues vamos a dar una vuelta, ¿queréis?
Dejamos las raquetas a cuatro niñas impacientes de mejillas sonrosadas. Finalizado pues el partido, entrelazamos los brazos y caminamos entre los grandes árboles, pasando ante un grupo de niñas que juegan a Robin Hood. El problema es que todas quieren ser la doncella Marian y nadie quiere ser el monje Tuck.
—¿Volverás a llevarnos a los reinos esta noche? —pregunta Ann cuando las voces se desvanecen y quedan reducidas a un murmullo a nuestras espaldas.
—No podríais evitarlo. —Sonrío—. Quiero que conozcáis a alguien.
—¿A quién? —pregunta Pippa, y se agacha para coger unas bellotas.
—A mi madre.
Ann se queda boquiabierta. Pippa yergue la cabeza.
—Pero ¿no está…?
Felicity la interrumpe.
—Pippa, ayúdame a recoger solidagos para llevárselos a la señora Nightwing. Así esta noche la tendremos de buen humor.
Pippa sigue a Felicity diligentemente para cumplir con su misión y pronto todas nos ponemos a buscar las flores de septiembre. Al llegar al lago, veo a Kartik apoyado contra el cobertizo, cruzado de brazos, mirándome. El viento agita su capa negra. Me pregunto si sabe la suerte que corrió su hermano. Por un instante me da un poco de pena. Pero entonces me acuerdo de sus amenazas y de su hostilidad, de la suficiencia con que intentó manipularme, y toda mi compasión desaparece. Altiva y desafiante, me detengo y le devuelvo la mirada.
Pippa se acerca.
—Santo cielo, ¿ese no es el gitano que me vio en el bosque?
—No me acuerdo —miento.
—Espero que no intente sobornarnos.
—Lo dudo —contesto, aparentando desinterés—. Ah, mira, un diente de león.
—Es bastante guapo, ¿no te parece?
—¿Tú crees? —no puedo evitar preguntar.
—Para un pagano, claro está. —Ladea la cabeza en un gesto coqueto—. Parece que me está mirando.
No se me había ocurrido que Kartik podía estar observando a Pippa en lugar de a mí y, por alguna razón, me molesta. Aunque me haga rabiar, quiero que sólo me mire a mí.
—¿Qué miráis? —pregunta Ann.
Tiene las manos llenas de hierbajos mustios y amarillentos.
—A ese chico de allí. El que me vio en ropa interior la otra noche.
Ann entrecierra los ojos.
—Ah, sí. ¿No es al que besaste, Gemma?
—¿Qué dices? —exclama Pippa, atónita.
—Pues sí —dice Ann con toda naturalidad—. Pero sólo para salvarnos de los gitanos.
—¿Habéis estado con los gitanos? ¿Cuándo? ¿Por qué no me habéis llevado?
—Es una historia un poco larga. Ya te la contaré en el camino de vuelta —dice Felicity.
Pippa se queja de que le hemos ocultado información vital, pero Felicity mira fijamente a Kartik y después a mí. Advierto en sus ojos una mirada tan comprensiva que de pronto siento deseos de salir corriendo en busca de refugio. Luego rodea los hombros de Pippa con el brazo y le cuenta la historia de nuestras aventuras en el campamento de los gitanos de tal manera que me exonera de toda culpa. Soy una chica noble y sacrificada que soportó el beso para salvarnos. Es tan convincente que casi yo misma me lo creo.
Cuando volvemos a cruzar la puerta de luz, el reino del jardín nos acoge con sus dulces fragancias y un cielo brillante. Estoy preocupada. No sé de cuánto tiempo dispondré para estar con mi madre, y una pequeña parte de mí no quiere compartirla con mis amigas. Pero son mis amigas, y a lo mejor mi madre se quedará más tranquila si las conoce.
—Seguidme —digo, y las guío hasta la gruta.
No la veo por ningún lado. Sólo hay árboles y, más allá, el círculo de extraños cristales.
—¿Dónde está? —pregunta Ann.
—¿Madre? —la llamo.
Silencio. Sólo se oye el trino de los pájaros. ¿Y si en realidad no está aquí? ¿Y si la imaginé? Mis amigas no me miran a los ojos. Pippa susurra algo al oído de Felicity.
—¿No lo habrás soñado? —insinúa Felicity en voz baja.
—¡Estaba aquí! ¡Hablé con ella!
—Pues ahora no está —señala Ann.
—Ven con nosotras —dice Pippa, hablándome como a una niña—. Lo pasaremos muy bien, te lo prometo.
—¡No!
—¿Me buscabas?
Mi madre aparece con su vestido de seda azul, tan hermosa como siempre. Mis amigas se quedan atónitas al verla.
—Felicity, Pippa, Ann, os presento a Virginia Doyle, mi madre.
Mis amigas la saludan cortésmente en susurros.
—Encantada de conoceros —dice mi madre—. Sois guapísimas —dice, produciendo el efecto deseado: las tres se sonrojan, complacidas—. ¿Os gustaría ir a dar un paseo conmigo?
Pronto empiezan a contarle anécdotas de Spence y de sí mismas, todas compitiendo por su atención, y yo me pongo de mal humor, pues quiero tener a mi madre sólo para mí. Pero entonces mi madre me guiña un ojo, me coge de la mano y vuelvo a estar contenta.
—¿Nos sentamos? —propone mi madre.
Señala una manta de hilo plateado y fino, extendida en la hierba. Para ser tan ligera, es asombrosamente resistente y cómoda. Felicity acaricia el delicado hilo, que emite sorprendentes sonidos.
—Cielos —dice, fascinada—. ¿Lo oís? Pippa, pruébalo.
Todas lo hacemos. Parece como si dirigiéramos una sinfonía de arpas con los dedos, y nos echamos a reír.
—¿No es maravilloso? —musita Felicity—. Me pregunto qué más podemos hacer.
Mi madre sonríe.
—Cualquier cosa.
—¿Cualquier cosa? —repite Ann.
—En este reino, todo lo que deseéis puede ser vuestro. Basta con que sepáis lo que queréis.
Intentamos asimilarlo, sin entenderlo del todo. Finalmente, Ann se levanta.
—Voy a probarlo. —Se interrumpe—. ¿Qué tengo que hacer?
—¿Qué es lo que más quieres? No, no nos lo digas. Piensa en ello, como si fuera un deseo.
Ann asiente y cierra los ojos. Pasa un minuto.
—No ha ocurrido nada —susurra Felicity—. ¿Verdad?
—No lo sé —dice Pippa—. ¿Ann? Ann, ¿estás bien?
Ann se balancea hacia delante y hacia atrás. Separa los labios. Creo que ha entrado en una especie de trance. Miro a mi madre, que se lleva un dedo a la boca. Ann abre los labios y emite un sonido que no se parece en nada a la música que he oído hasta ahora, un sonido claro y alto, dulce como la voz de un ángel. Su canto me pone la carne de gallina. Cada nota parece transformarla. Sigue siendo Ann, pero de algún modo la música la vuelve dolorosamente hermosa. Le brilla el pelo. Sus mejillas se vuelven suaves y lustrosas. Es como una criatura acuática de las profundidades: una sirena que sale a la superficie resplandeciente del río.
—Ann, estás hermosa —dice Pippa con voz entrecortada.
—¿Ah, sí? —Corre hacia el río y mira su reflejo—. ¡Es verdad!
Se echa a reír, feliz. Es sorprendente oír a Ann reír con auténticas ganas. Cierra los ojos y deja que la música emane de ella.
—¡Incroyable! —dice Felicity, alardeando de sus conocimientos de francés—. ¡Quiero probarlo!
—¡Yo también! —exclama Pippa.
Cierran los ojos, meditan un momento y vuelven a abrirlos.
—No lo veo —dice Pippa, mirando alrededor.
—¿Me esperabais, mi señora? —Un hermoso caballero aparece de detrás de un gran roble dorado e hinca una rodilla en el suelo ante Pippa. Ella lanza un grito ahogado—. Os he asustado. Perdonadme.
—Tenía que haberlo adivinado —me susurra Felicity al oído con sorna.
Por su expresión, se diría que Pippa ha ganado todos los premios de una feria. Atolondrada, contesta:
—Estáis perdonado.
El caballero se pone en pie. No tendrá más de dieciocho años, pero es alto, con el pelo del color del maíz maduro y los hombros anchos, cubiertos con una cota de malla tan ligera que es casi líquida. Ofrece la imagen de un león: poderoso, digno, noble.
—¿Dónde está vuestro campeón, mi señora?
A Pippa se le traba la lengua mientras intenta comportarse como una dama y controlarse.
—No tengo campeón.
—En ese caso, tendré que solicitaros ese honor. Si la señora me concede su favor.
Pippa se vuelve hacia nosotras y, en un susurro que raya en chillido de emoción, dice:
—Por favor, decidme que no lo estoy soñando.
—No estás soñando —dice Felicity—. A menos que soñemos todas.
Pippa necesita hacer un gran esfuerzo para no echarse a gritar de alegría y dar brincos como una niña.
—Noble caballero, os concedo mi favor.
Intenta mostrarse imperiosa, pero apenas puede contener la risa.
—Mi vida por la vuestra.
El caballero hace una reverencia y espera.
—Creo que tienes que darle algo tuyo, una prenda en señal de afecto —le digo.
—Ah.
Pippa se sonroja. Se quita un guante y se lo entrega.
—Mi señora —dice el caballero con recato—. Soy vuestro.
Estira un brazo y ella, tras echar la vista atrás hacia nosotras, se deja conducir al prado.
—¿Hay algún caballero para ti? —pregunto a Felicity, que niega con la cabeza—. ¿Qué has pedido?
Me dirige una sonrisa enigmática.
—Simplemente poder.
Mi madre la mira con calma.
—Ten cuidado con lo que deseas.
Una flecha pasa silbando junto a nuestras cabezas. Se clava en un árbol justo detrás de nosotros. Aparece una cazadora sigilosamente. Lleva el pelo recogido en lo alto de la cabeza como una diosa. Un carcaj lleno de flechas le cuelga de la espalda y empuña un arco. Aparte del carcaj, está tan desnuda como Dios la trajo al mundo.
—Podías habernos matado —digo, conteniendo el aliento e intentando no mirar su desnudez.
Recupera la flecha.
—Pero no os he matado. —Mira a Felicity, que la observa, intrigada e impertérrita—. Veo que no tienes miedo.
—No —dice Felicity, cogiendo la flecha. Pasa los dedos por la punta—. Sólo siento curiosidad.
—¿Eres cazadora?
Felicity le devuelve la flecha.
—No, pero mi padre sí cazaba. Decía que era el deporte que más admiraba.
—Pero ¿no lo acompañabas?
Felicity sonríe con amargura.
—Sólo los hijos varones pueden salir a cazar, las hijas no.
La cazadora aprieta el brazo de Felicity en su parte superior.
—Tienes un brazo muy fuerte. Podrías ser buena cazadora. Muy poderosa. —La palabra «poderosa» arranca una sonrisa a Felicity, y sé que va a conseguir lo que se propone—. ¿Te gustaría aprender?
A modo de respuesta, Felicity coge el arco y la flecha.
—Hay una serpiente enroscada alrededor del tronco de ese árbol —dice la cazadora.
Felicity cierra un ojo y dispara el arco con todas sus fuerzas. La flecha se eleva en el aire y, al caer, rebota en el suelo. Felicity, decepcionada, se sonroja.
La cazadora aplaude.
—No está mal el intento. Todavía puedes ser una buena cazadora. Pero antes debes observar.
¿Felicity, observar? Imposible. Por muy cazadora que sea, le queda un largo camino por recorrer si tiene que enseñar a Felicity a ser paciente. Pero, para mi sorpresa, Felicity no se burla ni discute. Sigue a la cazadora y se deja enseñar la técnica una y otra vez.
—¿Y tú qué has deseado? —me pregunta mi madre cuando nos quedamos solas.
—Ya tengo lo que quiero: que tú estés aquí.
Me acaricia la mejilla.
—Sí, durante un ratito más.
Mi buen humor se desvanece.
—¿A qué te refieres?
—Gemma, no puedo quedarme aquí para siempre; acabaría atrapada como uno de esos pobres espíritus perdidos que nunca llevan a cabo la misión de su alma.
—¿Y cuál es la tuya?
—Debo enmendar lo que hicieron Mary y Sarah hace muchos años.
—¿Y qué hicieron?
Antes de que mi madre tenga ocasión de contestar, Pippa se acerca corriendo y casi me derriba con su gran entusiasmo. Me abraza con fuerza.
—¿Lo has visto? ¿No te ha parecido el caballero más perfecto? ¡Ha jurado ser mi campeón! ¡De hecho ha jurado dar su vida por la mía! ¿Habéis oído alguna vez algo la mitad de romántico? ¿Lo podéis aguantar?
—Apenas —contesta Felicity irónicamente. Acaba de volver de su cacería, agotada pero feliz—. No es tan fácil como parece, os lo aseguro. Me dolerá el brazo toda una semana.
Mueve el hombro en pequeños círculos y hace una mueca de dolor. Pero sé que se alegra de que le duela el brazo, de tener una prueba de sus fuerzas ocultas.
Ann se acerca, con su pelo fino y lacio rizándose sobre los hombros y formando nuevos tirabuzones. Incluso la nariz, que le gotea permanentemente, parece habérsele despejado. Señala los cristales altos y finos dispuestos en círculo detrás de mi madre.
—¿Y eso qué es?
—Son las Runas del Oráculo, el corazón de este reino —explica mi madre. Me aproximo a una—. No las toques —advierte mi madre.
—¿Por qué no? —pregunta Felicity.
—Primero debes entender cómo actúa la magia del reino, cómo se controla, antes de dejar que viva en ti y de usarla en el otro lado.
—¿Podemos llevar este poder al otro mundo? —pregunta Ann.
—Sí, pero todavía no. Cuando se haya restablecido la Orden, ya os enseñarán. Pero hasta entonces no es seguro.
—¿Por qué no? —pregunto.
—Hace mucho tiempo que la magia no se usa allí. ¿Quién sabe qué sucedería? Podría escaparse algo. O entrar.
—Emiten un zumbido —dice Felicity.
—Tienen una energía muy poderosa —explica mi madre, haciendo cunitas con una madeja de hilo dorado.
Cuando ladeo la cabeza, casi da la impresión de que los cristales desaparecen. Pero cuando me vuelvo otra vez, los veo elevarse del suelo, brillando más que los diamantes.
—¿Y cómo actúa exactamente? —pregunto.
Sus dedos serpentean en torno al hilo.
—Cuando tocas las runas, es como si tú misma te convirtieras en magia. Fluye por tus venas. Y entonces puedes hacer en el otro mundo lo mismo que aquí.
Felicity acerca una mano a una runa.
—¡Qué raro! Dejó de emitir el zumbido en cuanto me he acercado.
No puedo resistirlo. Tiendo la mano y, sin tocarlo, casi lo rozo. Me invade una corriente de energía. Parpadeo. El deseo de tocar la runa es sobrecogedor.
—¡Gemma! —ordena mi madre.
Aparto la mano rápidamente. Mi amuleto resplandece.
—¿Qué ha sido eso?
—Eres el conducto —dice mi madre—. La magia fluye a través de ti.
A Felicity se le nubla el rostro. Pero enseguida esboza una amplia sonrisa, pues se le ha ocurrido alguna idea malvada. Se tiende en la hierba, apoyada sobre los codos.
—¿Os imagináis si tuviéramos este poder en Spence?
—Podríamos hacer lo que quisiéramos —añade Ann.
—Tendría un armario lleno de vestidos a la última moda. Y montañas de dinero —declara Pippa, riendo.
—Yo sería invisible durante todo un día —dice Felicity.
—Yo no —contesta Ann con amargura.
—Yo podría aliviar el dolor de mi padre.
Miro a mi madre, que entorna los ojos.
—No —responde mientras deshace una escalera.
—¿Por qué no?
Me arden las mejillas.
—Tendríamos cuidado —añade Pippa.
—Sí, mucho cuidado —interviene Felicity, intentando seducir a mi madre como si fuera una de nuestras maestras más impresionables.
Mi madre aplasta la madeja en el puño y sus ojos despiden chispas.
—El uso de este poder no es un juego. Es un trabajo arduo. Requiere preparación, no la curiosidad desenfrenada de colegialas impacientes.
Felicity se queda desconcertada. A mí me irrita el comentario de mi madre, el hecho de que me riñan delante de mis amigas.
—No estamos demasiado impacientes.
Mi madre apoya la mano en mi brazo, me dirige una débil sonrisa, y yo me siento mal por haber actuado como una niña.
—Cuando llegue el momento.
Pippa observa detenidamente la base de una runa.
—¿Qué son esas señales?
—Es una lengua antigua, más antigua que el griego y el latín.
—Pero ¿qué dice? —quiere saber Ann.
—«Yo cambio el mundo, el mundo me cambia a mí».
Pippa mueve la cabeza con gesto de incomprensión.
—¿Y eso qué significa?
—Todo lo que haces vuelve a ti. Cuando influyes en una situación, tú también te ves influida.
—¡Mi señora!
El caballero ha vuelto. Trae un laúd. Pronto empieza a dar una serenata a Pippa, entonando una canción sobre la belleza y la virtud.
—¿No es perfecto? Creo que voy a morirme de felicidad. Quiero bailar. ¡Venid conmigo! —Pippa tira de Ann y se dirige hacia el galante caballero, olvidándose por completo de las runas.
Felicity, también olvidada de todo, las sigue.
—¿Vienes?
—Enseguida —contesto.
Mi madre reanuda su meticulosa construcción con el hilo. Le vuelan los dedos, y de pronto se detienen. Cierra los ojos y lanza un grito ahogado, como si la hubieran herido.
—Madre, ¿qué te pasa? ¿Estás bien? ¡Madre!
Cuando abre los ojos, respira con dificultad.
—Es tan difícil mantenerla alejada.
—Mantener alejada ¿qué?
—A la criatura. Sigue buscándonos.
La niña con la cara sucia nos observa desde detrás de un árbol. Mira a mi madre con los ojos muy abiertos. La expresión de mi madre se suaviza. Respira otra vez con normalidad. Vuelve a ser la presencia autoritaria que recuerdo trajinando por la casa, dando órdenes y cambiando los cubiertos en el último momento.
—No hay por qué preocuparse. Puedo engañar a la bestia durante un tiempo.
Felicity me llama.
—Gemma, te estás perdiendo lo más divertido.
Ella y las demás dan vueltas y bailan al son del laúd y la canción.
Mi madre empieza a construir un platillo y una taza con el hilo. Le tiemblan las manos.
—¿Por qué no vas con ellas? Me gustaría verte bailar. Ve, cariño.
Me acerco a regañadientes a mis amigas. Por el camino veo a la niña, que sigue mirando a mi madre con ojos asustados. Hay algo en ella que me cautiva, algo que siento que debería saber, aunque no sé qué es.
—¡Ha llegado la hora de bailar! —exclama Felicity.
Me coge de las dos manos y me hace girar. Mi madre nos aplaude. El caballero toca el laúd a un ritmo cada vez más rápido, azuzándonos. Nos apretamos una a otra las muñecas y, con el cabello ondeando al viento, cogemos velocidad.
—¡No me sueltes, por lo que más quieras! —grita Felicity, mientras echamos los cuerpos hacia atrás, desafiando la gravedad, hasta que no somos más que una mancha borrosa de colores en el paisaje.
Cuando volvemos a nuestras habitaciones, el cielo nocturno es de un tono ligeramente más claro. Faltan pocas horas para el amanecer. Mañana pagaremos las consecuencias.
—Tu madre es hermosa —dice Ann mientras se mete en la cama.
—Gracias —musito, cepillándome el pelo.
Con el baile, y la posterior caída en la hierba, se me ha enredado mucho, igual que mis pensamientos.
—Yo no recuerdo a mi madre. ¿Crees que eso es terrible?
—No —contesto.
Medio dormida, Ann apenas logra farfullar:
—Me pregunto si se acordará de mí…
Me dispongo a responder, pero no sé qué decir. Además, da igual. Ya está roncando. Desisto con el cepillado y, cuando me meto bajo las sábanas, noto crujir algo. Busco a tientas con la mano y encuentro una nota oculta entre las sábanas. Tengo que acercarla a la ventana para leerla.
Señorita Doyle:
Está usted jugando a un juego muy peligroso. Si no lo deja ya, me veré obligado a actuar. Le pido que se detenga ahora que aún está a tiempo.
Hay otra palabra garabateada a toda prisa y tachada. Por favor.
No ha firmado, pero sé que es obra de Kartik. Rompo la nota en pedazos. Luego abro la ventana y dejo que se la lleve la brisa