Se supone que no debo usar mi poder. Se supone que no debo provocar las visiones voluntariamente. Los reinos han estado cerrados durante veinte años, pues lo que sucediera con Mary y Sarah lo cambió todo. Pero si no recorro ese camino, no volveré a ver a mi madre. Nunca sabré nada. En la boca del estómago, donde las intenciones se convierten en decisiones, sé que ya he emprendido ese camino incierto.
Eso barrunto mientras estoy sentada en la cueva oscura con las otras. El ambiente está bochornoso. La lluvia de la noche no ha refrescado el aire. De hecho, sólo ha servido para que el persistente calor se vuelva más pesado e insoportable.
Felicity lee la última entrada del diario de Mary, pero no me entero de gran cosa. Mi secreto va a darse a conocer esta noche, y todo mi ser está tenso por la espera.
Felicity cierra el diario.
—Bien, ¿y qué pasa, pues?
—Sí —dice Pippa con aspereza—. ¿Por qué no podías esperar hasta mañana?
—Porque no —contesto. Tengo los nervios a flor de piel. Todos los ruidos se amplifican en mis oídos—. ¿Y si os dijera que la Orden existe? ¿Qué los reinos existen? —Respiro hondo—. ¿Y que sé llegar hasta allí?
Pippa pone los ojos en blanco.
—¿Me has obligado a salir en una noche horrible como esta, con los caminos llenos de barro, por gastar una broma?
Ann resopla y mueve la cabeza en señal de asentimiento, mostrando su solidaridad con su nueva mejor amiga. Felicity cruza una mirada conmigo. Se da cuenta de que ha cambiado algo.
—Yo no creo que Gemma hable en broma —dice en voz baja.
—Tengo un secreto —anuncio por fin—. Debo contaros algo.
No me callo nada: el asesinato de mi madre, mis visiones, lo que sucedió cuando le cogí la mano a Sally Carny y acabamos en el bosque neblinoso, el templo y la voz de mi madre. Lo único que no cuento es lo de Kartik. Todavía no estoy preparada para compartir eso.
Cuando acabo, me miran como si estuviera loca o como si fuera un prodigio, no estoy del todo segura. Y ahora entiendo que la verdad produce su propio hechizo, un hechizo al que no sé cómo aferrarme, aunque estoy desesperada por intentarlo.
—Tienes que llevarnos —dice Felicity.
—No sé qué encontraremos allí. No sé nada; ya no —contesto.
Felicity me tiende la mano.
—Estoy dispuesta a arriesgarme.
Veo un símbolo en el que nunca me había fijado al pie de una pared de la cueva. Aunque está parcialmente borrado hay una parte todavía visible. Una mujer y un cisne. A primera vista, da la impresión de que la ataca una gran ave blanca, pero si se mira más detenidamente, la mujer y el cisne parecen unidos. Una gran criatura mítica. Una mujer dispuesta a volar, aunque para ello deba perder las piernas.
Cojo la mano tendida de Felicity. Siento sus dedos fuertes entrelazados con los míos.
—Adelante —digo.
Encendemos velas, las ponemos en el centro del círculo y nos apiñamos en torno a su luz, cogidas de la mano.
—¿Y ahora qué hacemos? —pregunta Felicity.
La luz de las velas proyecta en la pared una sombra, alta y delgada como un campanario.
—Sólo he podido controlarlo una vez, esta tarde al intentar volver —advierto.
No quiero decepcionarlas. ¿Y si ahora no puedo hacerlo y creen que me lo he inventado todo?
Pippa es la primera en asustarse.
—Todo esto me parece un poco peligroso. Tal vez no deberíamos hacerlo. —Nadie le contesta—. ¿No te parece, Ann?
Espero que Ann coincida con Pippa, pero no dice nada.
—Bueno, de acuerdo —añade Pippa—, pero cuando se vea que es todo un montaje, os diré que ya os lo había advertido y no me daréis ninguna pena.
—No le hagas caso —me dice Felicity.
No puedo evitar hacerle caso. Yo temo lo mismo.
—Mi madre dijo que debía concentrarme en la imagen de una puerta… —explico, intentando controlar mis dudas.
—¿Qué clase de puerta? —pregunta Ann—. ¿Una puerta roja, de madera, grande, pequeña…?
Pippa suspira.
—Más vale que le digas cómo es o no podrá concentrarse. Ya sabes que necesita conocer las reglas antes de empezar con cualquier cosa.
—Una puerta de luz —contesto. Con eso Ann se da por satisfecha. Respiro hondo—. Cerrad los ojos.
¿Debería decir algo para cobrar impulso? Si es así, ¿cuáles son las palabras? Otras veces he resbalado, me he caído, me he visto arrastrada por un túnel. Pero esta vez es distinto. ¿Cómo debo comenzar? En lugar de buscar las palabras adecuadas, cierro los ojos y dejo que las palabras me encuentren a mí.
—Estoy decidida.
En los rincones de la cueva se oyen susurros. Crecen hasta convertirse en un zumbido. Al cabo de un segundo, el mundo desaparece bajo mis pies. Felicity me aprieta la mano. Pippa deja escapar un grito ahogado. Están asustadas. Un cosquilleo me recorre los brazos, conectándome a las demás. Ahora mismo podría detenerme, obedecer a Kartik y dar marcha atrás. Pero el zumbido me arrastra, y a toda costa tengo que saber qué hay al otro lado. El zumbido se detiene y se convierte en un estremecimiento que me recorre el cuerpo como una melodía y, cuando abro los ojos, veo el maravilloso contorno de una puerta de luz, resplandeciente, invitándome a entrar como si siempre hubiera estado allí, a la espera de que yo la encontrara.
Ann está atónita.
—Caramba…
—¿Veis esa…? —pregunta Pippa, maravillada.
Felicity, al intentar abrirla, la atraviesa con la mano. La puerta es como la proyección de una linterna mágica. Ninguna de las tres puede abrirla.
—Gemma, prueba tú —dice Felicity.
A la luz incandescente de la puerta, mi mano parece de otra persona: el miembro de un ángel visible sólo por un instante. Percibo en los dedos el contacto sólido y cálido del pomo. Algo surge en la superficie de la puerta. Una forma. El contorno se vuelve más nítido y resplandeciente hasta que veo el símbolo familiar del ojo de luna creciente. Mi propio collar reluce igual que el ojo de la puerta, como si uno llamara al otro. De pronto el pomo cede bajo mi mano.
—Lo has conseguido —dice Ann.
—Sí, ¿eh? —Sonrío a pesar del miedo.
La puerta se abre y entramos en un mundo de tal colorido que me duelen los ojos al verlo. Cuando se me acostumbra la vista, lo asimilo todo a pequeños sorbos. De los árboles caen hojas de color verde dorado y naranja rojizo. El cielo azul violáceo cubre un horizonte teñido de brillo anaranjado, como una interminable puesta de sol. Las flores de lavanda se mecen en la cálida brisa que huele ligeramente a mi infancia: a lirios, al tabaco de mi padre y al curry de la cocina de Sarita. En nuestro jardín la hierba está empapada de rocío; un ancho río nos separa de la otra orilla.
Pippa acerca un dedo a una hoja. Esta se curva, se funde, se convierte en mariposa y se aleja volando hacia el cielo.
—Ah, qué hermoso.
—Extraordinario —coincide Ann.
Del cielo caen flores y se derriten en nuestro pelo como gruesos copos de nieve, haciéndolo brillar. Resplandecemos.
Felicity da vueltas y vueltas, embriagada de felicidad.
—¡Es real! ¡Es todo real! —Se detiene—. ¿Lo oléis?
—Sí —contesto, inhalando esa reconfortante mezcla de aromas de la infancia.
—Bollos calientes. Los comíamos los domingos. Y el aire del mar. Siempre lo olía en los uniformes de mi padre cuando volvía de un viaje. Cuando volvía a casa. —Se le humedecen los ojos.
Pippa está confusa.
—No, te equivocas. Huele a lilas. Como las que yo cogía en el jardín y ponía en mi habitación.
Flota en el aire un intenso aroma a agua de rosas.
—¿Qué es eso? —pregunta Pippa.
Oigo el fragmento de una canción. Una de las nanas de mi madre. Viene de un valle más abajo. Diviso el contorno de un arco y un sendero que conduce a un jardín exuberante.
—Espera un momento, ¿adónde vas? —pregunta Pippa.
—Enseguida vuelvo —contesto, y aprieto el paso gradualmente hasta que echo a correr hacia la voz de mi madre.
Atravieso el arco y paso entre elevados setos con árboles intercalados que me recuerdan a paraguas abiertos. Ella está allí, justo en el centro, con su vestido azul, inmóvil y risueña. Esperándome.
Se me quiebra la voz.
—¿Madre?
Me tiende las manos, y temo estar otra vez persiguiendo un sueño. Pero en esta ocasión son realmente sus brazos los que me estrechan. Huelo el agua de rosas en su piel.
Se vuelve todo borroso por las lágrimas.
—Madre, eres tú. Eres tú realmente.
—Sí, cariño.
—¿Por qué has huido de mí tanto tiempo?
—Yo siempre he estado aquí. Has sido tú quien huía.
No entiendo qué quiere decir, pero da igual. Tengo tantas cosas que contarle. Tantas cosas que preguntarle.
—Madre, lo siento mucho.
—Chist —dice, alisándome el pelo—. Todo eso ya ha pasado. Ven, vamos a dar una vuelta.
Me conduce a una gruta, más allá de un alto círculo de cristal de roca, delicado como el vidrio. Un ciervo se acerca correteando. Se detiene a olisquear las bayas que sostiene mi madre en la palma de la mano. Las mordisquea y vuelve hacia mí sus ojos de color azabache. Sin inmutarse, se aleja lentamente por la hierba alta y exuberante y se tumba bajo un árbol de tronco amplio y nudoso. Son tantas las preguntas que albergo dentro de mí y pugnan por salir que no sé por dónde empezar.
—¿Qué son los reinos exactamente? —pregunto.
La hierba está tan tentadora que me tumbo de lado, con la cabeza apoyada en la palma de la mano.
—Un mundo entre mundos. Un lugar donde todo es posible. —Mi madre se sienta. Sopla hacia un diente de león y un vendaval de pelusa blanca se propaga con la brisa—. Es donde la Orden viene a reflexionar, a perfeccionar su magia y a sus miembros, a atravesar el fuego y a renovarse. Todo el mundo viene aquí alguna vez, en sueños, cuando nacen las ideas. —Hace una pausa—. Al morir.
Se me cae el alma a los pies.
—Pero tú no estás… —Muerta. No me atrevo a decirlo—. Estás aquí.
—De momento.
—Pero ¿cómo sabes todo esto?
Mi madre se vuelve hacia el otro lado. Toca el hocico del ciervo con caricias largas y regulares.
—Al principio no sabía nada. Cuando tú tenías cinco años, vino a verme una mujer. De la Orden. Me lo explicó todo. Que tú eras especial: la niña prometida que restauraría la magia de estos reinos y devolvería el poder a la Orden. —Se interrumpe.
—¿Qué pasa?
—También me dijo que Circe nunca dejaría de buscarte, para que el poder sea sólo de ella. Tuve miedo, Gemma. Quería protegerte.
—¿Por eso no querías enviarme a Londres?
—Sí.
Magia. La Orden. Yo, la niña prometida. Mi cabeza no puede asimilarlo todo.
Trago saliva.
—Madre, ¿qué pasó aquel día, en la tienda? ¿Qué era… aquella cosa?
—Un espía de Circe. Su rastreador. Su asesino.
No puedo mirarla. Doblo una y otra vez una brizna de hierba para formar con ella un acordeón.
—Pero ¿por qué te…?
—¿Por qué me maté? —dice, y cuando levanto la vista, veo que ha fijado en mí su mirada penetrante—. Para que no me llevara consigo. Si me hubiese encontrado con vida, ahora estaría perdida, también sería una cosa oscura.
—¿Y Amar?
Tensa los labios.
—Era mi guardián. Dio su vida por mí. No pude hacer nada para salvarlo.
Me estremezco al pensar en lo que puede haber sido del hermano de Kartik.
—Ahora no nos preocupemos por eso, ¿quieres? —dice mi madre, apartando unos mechones de pelo de mi cara—. Te contaré lo que pueda. En cuanto a lo demás, tendrás que buscar a las otras para reorganizar la Orden.
Me incorporo.
—¿Es que hay más?
—Ah, sí. Cuando se cerraron los reinos, se escondieron. Algunas han olvidado lo que sabían. Otras le han dado la espalda. Pero otras siguen siendo fieles, y esperan el día en que los reinos se abran y puedan recuperar la magia.
Las briznas de hierba mecidas por la brisa me hacen cosquillas en las yemas de los dedos. Parece todo tan irreal: el cielo crepuscular, las flores que caen, la brisa cálida, y mi madre, tan cerca que puedo tocarla. Cierro los ojos y vuelvo a abrirlos. Sigue allí.
—¿Qué pasa? —me pregunta.
—Tengo miedo de que esto no sea real. Es real, ¿verdad?
Mi madre se vuelve hacia el horizonte. El resplandor suaviza las angulosas líneas de su perfil hasta difuminarlas como el borde ajado del papel de un libro muy querido.
—La realidad es un estado de ánimo. Para el banquero, el dinero de su libro de contabilidad es muy real, aunque en realidad no lo ve ni lo toca. Para el brahmán, en cambio, simplemente no existe del mismo modo que existen el aire y la tierra, el dolor y la pérdida. Para él, la realidad del banquero es absurda, mientras que para el banquero, las ideas del brahmán son tan intrascendentes como el polvo.
Niego con la cabeza.
—Estoy perdida.
—¿A ti te parece real?
El viento me agita el pelo y los mechones me rozan los labios haciéndome cosquillas. Bajo mi falda siento la humedad de la hierba cubierta de rocío.
—Sí —contesto.
—Bien, pues.
—Si todo el mundo viene aquí alguna vez, ¿por qué nadie habla de esto?
Mi madre se sacude de la falda la pelusa de un diente de león. Esta se aleja volando, brillante como joyas bajo el sol.
—No se acuerdan. Únicamente recuerdan fragmentos de un sueño a los que no pueden dar sentido por mucho que lo intenten. Sólo las mujeres de la Orden podían cruzar esa puerta. Y ahora tú.
—He traído a mis amigas.
Me mira sorprendida.
—¿Las has traído tú sola?
—Sí —contesto, vacilante.
Temo haber hecho algo mal, pero una amplia sonrisa se forma lentamente en los labios de mi madre.
—En ese caso tu poder es aún mayor de lo que esperaba la Orden. —De pronto frunce el entrecejo—. ¿Confías en ellas?
—Sí —contesto. No sé por qué, su duda me irrita, me hace sentirme como una niña pequeña otra vez—. Claro que confío en ellas. Son mis amigas.
—Sarah y Mary eran amigas. Y se traicionaron.
A lo lejos oigo los gritos de alegría de Felicity y luego los de Ann. Me llaman.
—¿Qué les pasó a Sarah y Mary? Veo otros espíritus. ¿Por qué no puedo comunicarme con ellas?
Una oruga repta por encima de mis nudillos. Doy un respingo. Mi madre la aparta con suavidad y se convierte en un petirrojo con el pecho de color rubí, que da brincos con sus delicadas patas.
—Ya no existen.
—¿A qué te refieres? ¿Qué les ha sucedido?
—No perdamos el tiempo hablando del pasado —dice mi madre, restándole importancia. Me sonríe—. Sólo quiero verte. Dios mío, estás hecha una señorita.
—Estoy aprendiendo a bailar el vals. No se me da muy bien, pero lo intento, y creo que lo dominaré bastante cuando tengamos el primer baile.
Quiero contárselo todo. Las palabras salen de mí a borbotones. Me escucha con tanta atención que no quiero que este día acabe nunca.
En el suelo hay un racimo de moras, maduras y apetitosas. Cuando estoy a punto de llevarme una a la boca, mi madre me la quita de la mano.
—No debes comerlas, Gemma. No son para los vivos. —Mi madre ve el desconcierto en mi rostro—. Los que comen las moras se convierten en parte de este mundo. No pueden volver.
Las tira y aterrizan delante del ciervo, que las devora con avidez. Mi madre ve a la niña: la de mis visiones. Está escondida detrás de un árbol.
—¿Quién es? —pregunto.
—Mi ayudante —contesta mi madre.
—¿Cómo se llama?
—No lo sé.
Mi madre cierra los ojos con fuerza, como si le doliera algo.
—Madre, ¿qué te pasa?
Vuelve a abrirlos, pero está pálida.
—Nada, estoy un poco cansada de tantas emociones. Ahora debes irte.
Me pongo en pie.
—Pero todavía hay tantas cosas que necesito saber…
Mi madre se levanta y me rodea los hombros con los brazos.
—Se te ha acabado el tiempo por hoy, cariño. El poder de este lugar es muy grande. Hay que tomarlo a pequeñas dosis. Ni siquiera la Orden venía aquí más que cuando lo necesitaba. Recuerda que tu lugar está allá.
Me duele la garganta.
—No quiero dejarte.
Sus dedos me rozan las mejillas con la mayor delicadeza y no puedo contener las lágrimas. Me besa la frente y se inclina para mirarme fijamente a la cara.
—Yo nunca te dejaré, Gemma.
Se vuelve y sube por la colina, con la mano de la niña en la suya. Caminan hacia la puesta de sol hasta que se confunden con ella y no queda nada, salvo el ciervo y yo, y el olor persistente a rosas en el viento.
Cuando me reúno otra vez con mis amigas, las encuentro jugueteando como locuelas.
—¡Mira! —dice Felicity.
Sopla suavemente hacia un árbol y la corteza se vuelve azul, roja y luego otra vez marrón.
—¡Y mira esto! —Ann saca agua del río con las manos y se convierte en polvo dorado—. ¿Lo has visto?
Pippa está tumbada en una hamaca.
—Despertadme cuando llegue la hora de irse. Mejor dicho, no me despertéis. Esto es un sueño demasiado divino.
Estira los brazos hacia el cielo y deja una pierna suspendida a un lado de la hamaca, descansando en su capullo.
Estoy cambiada y agotada. Quiero regresar a mi habitación y dormir cien años. Y quiero volver corriendo a ese valle y quedarme allí con mi madre para siempre.
Felicity me rodea con el brazo.
—Tenemos que volver mañana. ¿Te imaginas si nos viera esa mojigata de Cecily? Lamentaría no haber querido unirse a nosotras.
Pippa extiende un brazo para coger un puñado de moras.
—¡No lo hagas! —grito, dándole una palmada en la mano.
—¿Por qué no?
—Si las comes, tendrás que quedarte aquí para siempre.
—Con razón parecen tan tentadoras —observa.
Tiendo la mano. A regañadientes, me las da y yo las tiro al río.