21

El cartel escrito a mano en la elegante casa de Grosvenor Square reza:

UNA VELADA DE TEOSOFÍA Y ESPIRITISMO CON MADAME ROMANOFF,

GRAN VIDENTE DE SAN PETERSBURGO.

ELLA, QUE TODO LO SABE.

ELLA, A QUIEN TODO LE ES REVELADO.

SESIÓN ÚNICA.

Las calles de Londres son un cuadro impresionista de adoquines brillantes, farolas anaranjadas, setos bien podados y paraguas negros. El dobladillo se me ha mojado en los charcos y el vestido me pesa. Corremos a refugiarnos en las puertas abiertas, pisando con cuidado el suelo resbaladizo con nuestros delicados zapatos de vestir.

La clase social de los asistentes salta a la vista de inmediato. Los hombres en esmoquin y sombrero de copa. Las mujeres con sus joyas y guantes de ópera. Todas vestimos nuestras mejores galas. Nos sentimos extrañas y maravillosas con nuestras sedas y enaguas en lugar del habitual uniforme de la escuela. Cecily ha aprovechado la ocasión para presumir de un sombrero nuevo. No tiene edad para llevarlo y se destaca de manera ostensible, pero es la última moda, y se ha empeñado en ponérselo. Mademoiselle LeFarge luce un vestido de seda verde de cuello alto con volantes, sombrero a juego y un par de pendientes de granates en forma de lágrimas. Todas la colmamos de elogios.

—Está usted impresionante —dice Pippa al entrar en el imponente vestíbulo de mármol y pasando ante los atentos mayordomos.

—Gracias, querida. Siempre es importante ir bien arreglada.

Cecily se pavonea, convencida de que acaba de recibir un cumplido.

Nos conducen a través de tupidas cortinas a un invernadero con capacidad de sobra para doscientas personas. Pippa estira el cuello para inspeccionar al público.

—¿Veis a algún hombre atractivo menor de cuarenta años?

—¡Por favor, Pippa! —la reprende Felicity—. Sólo te interesaría el más allá si hubiese alguna posibilidad de encontrar marido allí.

Pippa hace un mohín.

Mademoiselle LeFarge se toma esto en serio, y no he visto que te burlaras de ella.

Felicity pone los ojos en blanco.

Mademoiselle LeFarge nos ha traído desde Spence a una de las casas más de moda de Londres. Por mí puede buscar a Enrique VIII. No olvidemos nuestra misión, ¿de acuerdo?

Mademoiselle LeFarge aposenta su mole en una silla con un cojín rojo y las demás la seguimos. La gente empieza a sentarse. Al frente está el escenario con una mesa y dos sillas; sobre la mesa una bola de cristal.

—Esa bola de cristal le permite ponerse en contacto con los espíritus de los muertos —susurra mademoiselle Le Farge mientras lee el programa.

Detrás de nosotras, un caballero oye nuestros cuchicheos y saluda con la cabeza a mademoiselle LeFarge.

—Me siento en la obligación de decirle, señora, que esto no es más que un juego de manos. Trucos de magia.

—Ah, no, señor, se equivoca —interviene Martha—. Mademoiselle LeFarge ha visto a madame Romanoff cuando estaba en trance.

—¿Ah, sí? —pregunta Pippa con los ojos muy abiertos.

—Me ha hablado de sus dotes una prima que es íntima de una muy buena amiga de la cuñada de lady Dorchester —afirma mademoiselle LeFarge—. Es una médium increíble.

El caballero sonríe. Su sonrisa es amable y cálida, como la propia mademoiselle LeFarge. Lástima que esté comprometida, pues ese hombre me cae bien y creo que sería un marido estupendo.

—Me temo, querida señorita, querida mademoiselle —dice, pronunciando la palabra con énfasis—, que la han engañado. El espiritismo tiene tanto de ciencia como el robo. Pues de eso se trata: de timadores muy hábiles que estafan a quienes han perdido a seres queridos y están dispuestos a pagar a cambio de un pequeño rayo de esperanza. La gente ve lo que quiere ver cuando lo necesita.

Se me encoge el corazón en el pecho. ¿Es posible que yo vea a mi madre, que tenga esas visiones, sólo porque quiero o necesito verlas? ¿Puede el dolor ejercer un efecto tan poderoso? Y sin embargo conservo aquel trozo de tela. Sólo albergo la esperanza de saber algo con certeza antes de que acabe la velada.

Mademoiselle LeFarge aprieta los labios.

—Se equivoca, señor.

—Si la he disgustado, lo siento. Soy el inspector Kent de Scotland Yard. —Le da una tarjeta con las letras en relieve, que ella rechaza. Con calma, él vuelve a guardársela en el bolsillo de la pechera—. Supongo que habrá venido para entrar en contacto con un ser querido. ¿Con un hermano o un primo difunto?

Está indagando, pero mademoiselle LeFarge no se da cuenta de que le interesa algo más que su preocupación por lo oculto.

—Estoy aquí como simple observadora de la ciencia y como acompañante de mis alumnas. Y ahora, si nos disculpa, parece que la sesión está a punto de empezar.

Varios hombres recorren rápidamente los pasillos laterales de la sala bajando la intensidad de la luz de las lámparas de gas. Visten camisas negras de cuello alto y fajas rojas alrededor de la cintura. Una mujer atractiva con una túnica larga y suelta de color verde bosque sube al escenario. Lleva los ojos ribeteados de kohl negro y turbante con una pluma de pavo real. Madame Romanoff. Cierra los ojos y levanta una mano hacia el público como si nos palpara. Cuando llega al lado izquierdo de la sala, abre los ojos y fija la mirada en un hombre robusto sentado en la segunda fila.

—Usted, señor. Los espíritus desean comunicarse con usted. Por favor, venga a sentarse conmigo —dice con pronunciado acento ruso.

El hombre obedece y se sienta a la mesa. Madame Romanoff observa la bola de cristal y se le relajan los músculos. En ese estado, le dice al hombre:

—Tengo un mensaje para usted del más allá…

El hombre, impaciente y sudoroso, se inclina hacia delante.

—¡Sí! Soy todo oídos. ¿Es de parte de mi hermana? Por favor, Dora, ¿eres tú?

Madame Romanoff habla con voz aguda y dulce como la de una niña.

—Johnny, ¿eres tú?

El hombre lanza una exclamación de alegría y dolor.

—¡Sí, sí, soy yo, mi querida, mi queridísima hermana!

—Johnny, no debes llorar. Aquí soy muy feliz, acompañada de todos mis juguetes.

Escuchamos boquiabiertas. En el escenario, el hombre y su hermanita disfrutan de una emotiva reunión, con lágrimas y declaraciones de amor eterno. Apenas puedo quedarme quieta. Quiero que acaben ya para poder ocupar mi lugar junto a la médium.

A nuestras espaldas, el inspector se inclina y dice:

—Una actuación brillante. El hombre es un cómplice, por supuesto.

—¿Cómo? —pregunta Ann.

—Lo sientan entre el público para que parezca un espectador honrado, uno más entre la multitud. Pero está conchabado con ella.

—Hágame el favor, caballero. —Mademoiselle LeFarge se abanica con el programa.

El inspector Kent la saluda con la cabeza y se reclina otra vez en la silla. No puedo evitar cierta simpatía hacia él, con sus manos anchas y su poblado bigote. Ojalá mademoiselle LeFarge le diera una oportunidad. Pero ella sigue fiel a su Reginald, el misterioso novio, como debe ser, aunque nunca lo hayamos visto visitarla.

Tras beber un vaso de agua, mademoiselle Romanoff llama a varias personas más. A algunas les hace preguntas aparentemente muy generales, pero todas se apresuran a contar sus historias. Casi parece que ella las engatusa para que contesten sin su ayuda. Pero yo nunca he visto a una médium en acción y no estoy segura de que así sea.

Felicity se inclina y me susurra al oído:

—¿Estás lista?

Se me revuelve el estómago.

—Creo que sí.

Mademoiselle LeFarge nos manda callar. Elizabeth y Cecily nos miran con recelo. En el escenario, madame Romanoff pide un último candidato. Felicity se pone en pie como una flecha y me levanta a mí tirándome del brazo.

—Por favor, madame —dice, dando la impresión de que está a punto de llorar cuando en realidad está conteniendo un ataque de risa—. Mi amiga es demasiado recatada para pedir su ayuda. ¿Podría ayudarla a hablar con su querida y difunta madre, la señora Sarah Rees-Toome?

Se oye un coro de murmullos y gritos ahogados. Se me ha cortado la respiración.

—Eso sobraba —digo entre dientes.

—Quieres que sea creíble, ¿no? Además, a lo mejor sacas algo de provecho ahí arriba.

—¡Niñas, siéntense ahora mismo!

Mademoiselle LeFarge me tira con fuerza de la falda para obligarme a tomar asiento. Pero es inútil. Madame Romanoff ha aceptado la petición de Felicity. Dos de sus auxiliares se acercan y me acompañan por el pasillo. No sé si matar a Felicity o darle las gracias. A lo mejor también pueda comunicarme con mi madre. Me sudan las palmas de las manos sólo de pensar que dentro de unos instantes quizá vuelva a hablar con ella, aunque tenga que hacerlo a través de una médium y el espíritu de Sarah Rees-Toome.

Al subir al pequeño escenario, oigo el susurro de los programas, los murmullos del público mezclados con los suspiros de los decepcionados que han perdido la oportunidad de hablar con los difuntos, una oportunidad usurpada por una pelirroja cuyos ojos verdes despiden destellos de esperanza.

Madame Romanoff me invita a sentarme. En la mesa hay un reloj de bolsillo abierto que marca las 21.48. Tiende las manos desde el otro lado de la mesa y coge la mía.

—Querida, me temo que has sufrido mucho. Todos debemos ayudar a esta señorita a encontrar a su querida madre. Cerremos los ojos y concentrémonos para ayudarla. Bien, ¿cómo se llama la difunta?

«Virginia Doyle. Virginia Doyle. Virginia Doyle». Cuando contesto, tengo la garganta seca y tensa.

—Sarah Rees-Toome.

Madame Romanoff pasa los dedos por la bola de cristal y dice en voz grave:

—Llamo al espíritu de la querida madre Sarah Rees-Toome. Alguien desea hablar contigo, alguien que necesita tu presencia aquí.

Por un instante, casi espero oír a Sarah decir que me vaya al cuerno, que la deje en paz, que no siga fingiendo que la conozco. Pero sobre todo deseo oír la voz de mi madre, riéndose de mi engaño, perdonándomelo todo, incluso este inocente truco.

Desde el otro lado de la mesa, la voz de madame Romanoff no es ya un gruñido sino dulce como una salmodia.

—Querida, ¿eres tú? Ah, cuánto te he echado de menos.

Sólo entonces me doy cuenta de que he estado conteniendo el aliento, deseando una oportunidad, esperando un milagro. El corazón me late con una fuerza inusitada y no puedo evitar decir:

—¿Madre? ¿Eres tú?

—Sí, cielo, soy yo, tu querida madre.

Varios miembros del público se sorben la nariz. Mi madre nunca hablaría así. Suelto una mentira para ver qué pasa.

—Madre, ¿añoras mucho nuestra casa de Surrey? ¿Los rosales del jardín trasero, al lado del pequeño Cupido?

Estoy rogando que me diga: «Gemma, ¿qué te pasa? ¿Estás tonta o qué?». Algo. Cualquier cosa. Pero no esto.

—Ah, la estoy viendo ahora mismo, querida. Los campos verdes de Surrey. Las rosas de nuestro maravilloso jardín. Pero no me eches demasiado de menos, hija mía. Volveré a verte algún día.

El público se sorbe la nariz y emite sentimentales suspiros de aprobación mientras la mentira se vuelve amarga en mis entrañas. Madame Romanoff no es más que una simple actriz. Finge ser mi madre, una mujer llamada Sarah Rees-Toome que vive en una casa con un Cupido en el jardín, cuando mi propia madre era Virginia Doyle, una mujer que no pisó Surrey en su vida. Me gustaría demostrarle a madame Romanoff cómo es estar realmente del otro lado, donde los espíritus no se alegran de verte. No me doy cuenta de que estoy apretando con fuerza su mano, porque de pronto se produce un destello de luz, como si se abriera el mundo, y vuelvo a caer a lo largo del túnel, arrastrada a toda velocidad por mi propia rabia.

Pero esta vez no estoy sola.

De algún modo, he logrado llevar conmigo a madame Romanoff, como estuve a punto de hacer con Pippa. No tengo ni la menor idea de cómo ha ocurrido, pero aquí está, clara como el día, chillando como una verdulera.

—¡Diantre! ¿Dónde estoy? —La señora Romanoff es rusa, sí, pero una rusa salida de los bajos fondos de Londres, a juzgar por su verdadero acento—. ¿Qué clase de demonio es usted?

No puedo contestarle. Me he quedado sin habla. Estamos en un bosque oscuro y neblinoso, que reconozco de mis sueños. Tiene que ser el mismo bosque neblinoso que menciona Mary Dowd en su diario. Lo he conseguido. Estoy en los reinos. Y son tan reales como la estafadora que chilla a mi lado. Me agarra de la manga con fuerza.

—¿Y eso qué diantres es?

Algo se mueve entre los árboles. La niebla se desliza por el suelo. Empiezan a salir, uno por uno, hasta que hay veinte o más. Los muertos. Con las cuencas de los ojos vacías. Los labios pálidos. La piel estirada y brillante sobre los huesos. Una mujer harapienta lleva un recién nacido al pecho. Está empapada y le cuelgan del pelo tiras de vegetación verde y reluciente. Dos hombres avanzan tambaleándose con los brazos extendidos. Veo los muñones redondos allí donde les han cortado las manos. Siguen acercándose, emitiendo un murmullo espantoso: «Ven con nosotros. Ven con nosotros».

Madame Romanoff grita y se aferra a mí, colgándose prácticamente de mi costado.

—¿Qué demonios pasa aquí? ¡Santo cielo, sáqueme de aquí! ¡Por favor! No volveré a engañar a nadie, lo juro por la tumba de mi madre.

—Deteneos —digo, tendiendo la mano. Sorprendentemente, obedecen—. ¿Quién de vosotros es Sarah Rees-Toome?

Ninguno de los espíritus se mueve.

—¿Hay alguien entre vosotros que se llame así?

Nada.

—Dígales que se vayan —suplica madame Romanoff.

Coge una rama del suelo y, gruñendo de miedo, la agita con fuerza ante sí para ahuyentarlos.

De pronto la veo entre los árboles. La seda azul de su vestido. Oigo el ámbar cálido de su risa.

«Encuéntrame si puedes, cariño».

Cojo a madame Romanoff por los hombros.

—¿Cómo se llama? Su nombre de verdad.

—Sally Carny —contesta con la voz ronca de miedo.

—Sally, escúcheme bien. Tengo que dejarla sola un momento, pero volveré enseguida. No le pasará nada.

—¡No, no me deje aquí sola con ellos, mala pécora, o cuando vuelva le arrancaré esos escalofriantes ojos verdes! ¡Ya verá como lo haré!

Sigue chillando, pero yo ya corro entre los árboles, persiguiendo ese rayo de esperanza azul, siempre fuera de mi alcance, hasta que llego a las ruinas de un templo. Hay un buda con las piernas cruzadas sentado en un altar rodeado de velas. Está todo muy tranquilo. No se oye nada salvo el canto de los pájaros. No hay nada que temer. Paso las yemas de los dedos por la llama azul anaranjada de las velas, pero no siento calor ni dolor. Por la puerta abierta entra un suave aroma de lirios. Pienso que ojalá pudiera ver esas flores de mi infancia, de mi madre y la India; de pronto aparecen por todas partes. La habitación se llena de flores blancas. «Lo he conseguido sólo con pensarlo». Es tan hermoso que podría quedarme aquí para siempre.

—¿Madre? —digo en voz baja, esperanzada.

La habitación se ilumina. No la veo, pero la oigo.

—Gemma…

—Madre, ¿dónde estás?

—No puedo aparecer aquí ni quedarme mucho tiempo. Es posible que este bosque no sea un lugar seguro. Hay espías por todas partes.

No sé a qué se refiere. Sigo sin asimilar la idea de que estoy aquí. De que ella está aquí.

—Madre, ¿qué me está ocurriendo?

—Gemma, tienes muchos poderes, cariño.

El eco de su voz reverbera en el templo: «… cariño, cariño, cariño…».

Se me tensa la garganta.

—No lo entiendo. No puedo controlarlo.

—Ya lo conseguirás, con el tiempo. Pero debes usar tu poder, trabajar con él, de lo contrario se desvanecerá y morirá, y ya no podrás recuperarlo. Te espera un gran destino, Gemma, si así lo decides.

Aparece el mono del organillero. Se sienta sobre el hombro redondo del buda y me observa moviendo la cabeza a un lado y otro.

—Hay gente que no quiere que lo use. Me lo han advertido.

Mi madre contesta con voz serena, consciente de todo.

—Los Rakshana. Te temen. Temen lo que puede ocurrir si fracasas y, sobre todo, temen el poder que tendrás si lo consigues.

—¿Si consigo qué?

—Recuperar la magia de los reinos. Eres el vínculo con la Orden. Su magia está dentro de ti, cariño. Eres la señal que esperan desde hace muchos años. Pero también hay peligro. Ella también quiere tus poderes, y no dejará de buscar hasta que te encuentre.

—¿Quién?

—Circe.

«Circe. Circe. Circe».

—¿Quién es? ¿Dónde puedo encontrarla?

—Tiempo al tiempo, Gemma. Es demasiado poderosa para que te enfrentes con ella ahora.

—Pero… —Se me quiebra la voz a consecuencia del llanto—. Ella te asesinó.

—No te dejes llevar por el afán de venganza, Gemma. Circe ha elegido su camino. Tú debes elegir el tuyo.

—¿Cómo sabes todo eso?

Los bordes de los lirios empiezan a doblarse. Se oscurecen y arrugan; las hojas caen al suelo de piedra.

—Se nos ha acabado el tiempo. Aquí ya no estás a salvo. Vete.

—¡No, todavía no!

—Debes concentrarte en el lugar que has dejado atrás. La puerta de luz aparecerá. Crúzala.

—Pero ¿cuándo volveré a hablar contigo?

—Me encontrarás en el jardín. Es un lugar seguro.

—Pero ¿cómo…?

—Decídelo tú, y la puerta te llevará hasta allí. Tengo que irme.

—¡Espera, no te vayas!

Pero su voz se desvanece en una gélida cortina de susurros que se convierte en éter.

«Muévete. Muévete. Muévete».

La luz cobra tal intensidad que me ciega. Tengo que taparme los ojos con el brazo. Cuando vuelvo a abrirlos, el templo está en ruinas y el suelo cubierto de flores marchitas. Ella ha desaparecido.

Una espesa niebla flota entre los árboles cuando voy a buscar a Sally Carny. Apenas veo nada, pero no es por la niebla. Es por las lágrimas. Mi mayor deseo es volver a esa habitación con olor a lirio y reunirme con mi madre. Una figura oscura aparece en el sendero ante mí y, por un instante, me olvido de todo salvo del terror que corre por mis venas y de las palabras de mi madre al advertirme que me buscan.

Es un hombre alto de hombros anchos. Lleva el uniforme militar de la guardia de Su Majestad: no de oficial, sino de soldado raso. Se acerca tímidamente, con el sombrero en las manos. Tiene un rostro dulce y juvenil que me resulta familiar. Salvo por su palidez sobrenatural, podría ser el vecino de la casa de al lado o un ser querido de una foto de familia.

—Perdone, pero ¿es usted la que estaba con mi Polly esta tarde?

—¿Polly? —repito.

Estoy hablando con un fantasma, de modo que puedo infringir las normas de cortesía. Estoy segura de haberlo visto antes.

—Sin duda la he visto con ella, la señorita Polly LeFarge.

Un hombre de uniforme. Una sonrisa distante. Una foto deslucida en un escritorio ordenado. Reginald, el amado de mademoiselle LeFarge, en realidad está muerto y enterrado, no es más que un recuerdo que ella no puede abandonar.

—¿Se refiere a mademoiselle LeFarge? ¿Mi profesora? —pregunto en voz baja.

—Sí, señorita. Mi Polly hablaba a menudo de dar clases, pero le prometí que ganaría mucho dinero en el ejército y luego volvería a casa y me ocuparía de ella como es debido, con una boda en la iglesia y una casita en Dover. A mi Polly le encanta el mar.

—Pero no volvió a casa —digo, preguntándolo más que afirmándolo, como si yo todavía esperara que él entrara un día en el aula.

—La gripe —dice Reginald. Baja la mirada hacia el sombrero, le da vueltas con las manos como a las ruedas de la fortuna en las ferias—. ¿Puede darle un mensaje a mi Polly de mi parte, señorita? ¿Puede decirle que Reggie siempre la querrá, y que todavía conservo la bufanda que me tejió la Navidad antes de irme? Aguantó bien, sin duda. —Me sonríe y, aunque veo el color azul de sus labios, sigue siendo una sonrisa agradable, sincera—. ¿Me hará ese favor, señorita?

—Sí —susurro.

—Le estoy muy agradecido por ayudarme a pasar. Y ahora creo que debe volver. Si se queda aquí, la buscarán.

Se pone el sombrero y vuelve a adentrarse en la niebla por donde ha salido hasta desaparecer.

Encuentro a madame Romanoff, también llamada Sally Carny, cantando viejos salmos con voz trémula. Los muertos se han ido, pero ella sigue aferrada a la rama desesperadamente. Cuando me ve, casi se tira a mis brazos.

—¡Por favor, sáqueme de aquí!

—¿Por qué habría de sacarla de aquí después de la manera tan displicente en que trata a quienes lloran la muerte de sus seres queridos?

—Nunca he pretendido hacer daño a nadie, señorita, se lo juro. No puede echarle la culpa a una mujer cuya única intención es ganarse la vida.

Es verdad, no puedo. Si no se dedicara a esto, Sally Carny estaría en la calle, abriéndose paso por medios mucho más odiosos y dañinos para el alma.

—De acuerdo, la sacaré de aquí, pero sólo con dos condiciones.

—Haré lo que sea.

—Primero: nunca, bajo ninguna circunstancia, y eso incluye borracheras en público, le contará a nadie lo que ha ocurrido aquí esta noche. Porque si lo hace…

Me callo, pues no sé muy bien con qué amenazarla, pero da igual. Sally se ha llevado la mano al corazón.

—Pongo a Dios por testigo: ni una palabra.

—Lo tendré en cuenta. En cuanto a la segunda condición… —Estoy pensando en el rostro amable de mademoiselle—. Le transmitirá un mensaje del mundo de los espíritus a un miembro del público, una mujer que se llama Polly. Debe decirle que Reggie quiere mucho a su Polly, y que todavía guarda la bufanda que le tejió en Navidad. —Lo siguiente me lo invento yo—: Y que quiere que siga con su vida y que sea feliz. ¿Entendido?

Vuelve a llevarse la mano al corazón.

—Lo repetiré palabra por palabra. —Sally me rodea los hombros con un brazo—. Pero, señorita, ¿por qué no se une a mí y los chicos? Con su don y mi promoción, ganaríamos una fortuna. Piénselo. Y ya no digo nada más.

—Muy bien, en ese caso quédese aquí.

—¡Olvídese de lo que he dicho! —grita Sally, y estoy bastante segura de que la he asustado lo suficiente para que no abra la boca.

Ahora debo pensar en volver. Mi madre ha dicho que debía pensar en el lugar que he dejado atrás. Pero nunca lo he intentado, y no estoy segura de conseguirlo. Por lo que sé, Sally y yo podríamos quedarnos en este bosque neblinoso para siempre.

—Supongo que sabrá usted volver, ¿no?

—Claro que sí —contesto, irritada.

«Dios mío, permite que esto dé resultado, te lo ruego». Cogiendo de la mano a Sally, me concentro en el auditorio. No ocurre nada. Abro un ojo y seguimos en el bosque, Sally a mi lado en un estado de pánico absoluto.

—¡Virgen santa! No lo consigue, ¿verdad? ¡Jesús de mi vida, sálvame!

—¿Quiere callarse?

Empieza a salmodiar otra vez. El sudor me corre por el labio superior. Cierro los ojos, y sólo pienso en el auditorio. Mi respiración se vuelve más sonora y lenta. Tengo la sensación de que algo tira de mí. Los contornos del bosque se difuminan; la niebla se repliega en un gran agujero de luz y, de pronto, estamos otra vez en el escenario del auditorio. ¡Lo he conseguido! El tictac del reloj de bolsillo es un consuelo para mis oídos, igual que la hora: 21.49. Nuestra excursión al mundo de los espíritus sólo ha durado un minuto, aunque la cara de Sally Carny parece haber envejecido diez años en ese breve tiempo. Yo también he cambiado.

Madame Romanoff ha vuelto y anuncia con voz trémula:

—He recibido un mensaje del mundo de los espíritus para alguien que se llama Polly. Reggie desea que sepa que la quiere con todo su corazón… —Se calla.

—La bufanda —digo entre dientes.

—Que guarda aún aquella bufanda de Navidad y que debe vivir feliz sin él. Y nada más. —Suelta un largo gemido y se derrumba en la silla. Pocos segundos después, «despierta»—. Los espíritus han hablado y ahora mi don debe descansar. Les doy las gracias por venir y les recuerdo que el mes que viene volveré a comunicarme en Covent Garden.

Cuando el público aplaude, Sally Carny alias Madame Romanoff se levanta de un salto y va a refugiarse al fondo del escenario, donde sus confusos lacayos esperan una explicación por el cambio de planes de esta velada.

—¡Sabía que tramabas algo! —susurra Cecily, cogiéndome del brazo—. ¿Ha sido extraordinario?

—¿Has visto a los espíritus entrar en el cuerpo de madame Romanoff? —interviene Elizabeth—. ¿Se le han helado las manos? Me han dicho que eso puede ocurrir.

De pronto me he convertido en la chica más famosa de Spence.

—No, no he visto ningún espíritu. Tenía las manos calientes y demasiado húmedas. Y estoy bastante segura de que sus anillos eran falsos —digo, caminando rápidamente, poniendo la mayor distancia posible entre mademoiselle LeFarge y yo.

Elizabeth hace un mohín.

—Pero ¿qué le cuento a mi madre de la experiencia de esta tarde?

—Dile que no gaste más dinero en semejantes tonterías.

—Gemma Doyle, eres espantosa —refunfuña Cecily.

—Sí —coincido, poniendo fin a mi reinado de un minuto como soberana de Spence.

—¡Qué impostora! —anuncia Felicity mientras me uno a la muchedumbre que sale del auditorio—. Se ha creído que tu madre se llamaba Sarah. Y luego en lugar de la auténtica Sarah Rees-Toome se nos aparece ese Reggie enamorado que busca a su Polly.

—¿Qué bicho le ha picado a mademoiselle LeFarge? Creía que a estas alturas ya nos habría puesto cuarenta puntos negros a cada una —susurra Pippa.

—Seguro que lo hará en el camino de vuelta —dice Ann, asustada—. Le contará a la señora Nightwing lo que hemos hecho y no nos dejarán ir al baile el mes que viene.

Al oírla, hasta Felicity palidece, y seguro que yo acabo en la picota o algo parecido. Mademoiselle se ha quedado atrás. No parece especialmente sombría. Por el contrario, tras enjugarse los ojos con un pañuelo, sonríe al inspector Kent, que se ofrece a acompañarnos hasta el carruaje.

—Creo que todo irá bien —digo.

La muchedumbre se apiña intentando acceder a los carruajes sin mojarse. Cuando estoy separada de las demás, una pareja de ancianos se me adelanta y afloja el paso hasta casi detenerse. No puedo pasarlos y apenas veo alejarse la cabeza rubia de Felicity.

—¿Puedo ayudarle, señorita? —Tras oír la voz familiar, una mano también familiar me arrastra hacia un estrecho callejón junto a la gran casa.

—¿Qué haces aquí? —pregunto a Kartik.

—Te vigilo —contesta—. ¿Te importaría explicarme a qué ha venido el truco de esta tarde?

—Ha sido por pura diversión, nada más. Una broma de colegialas.

Alguien grita mi nombre en la calle.

—Me buscan —digo, esperando que me deje marchar.

Me aprieta la muñeca.

—Esta tarde ha ocurrido algo. Lo he percibido.

—Ha sido un accidente… —empiezo a decir.

—¡No me lo creo!

Kartik hace volar una piedra del suelo de un violento puntapié.

—No es lo que crees —farfullo, intentando defenderme—. Puedo explicarte…

—¡Nada de explicaciones! Nosotros damos las órdenes y tú debes obedecerlas. Se acabaron las visiones, ¿entendido?

Esboza una sonrisa de desprecio. Espera que me ponga a temblar y que acepte sus condiciones. Pero esta noche ha cambiado algo dentro de mí. Y no puedo echarme atrás.

Le muerdo la mano y él, lanzando un grito, me suelta la muñeca.

—No vuelvas a hablarme así —gruño—. Ya no me conformo con ser la colegiala obediente y asustada. ¿Quién te crees que eres, tú, un simple desconocido, para decirme lo que puedo y no puedo hacer?

—Soy un Rakshana —gruñe.

Me río.

—Ah, sí, el gran y misterioso Rakshana. La poderosa hermandad que se siente amenazada por cosas que no entiende y tiene que esconderse detrás de un «muchacho» —digo, y recibe la palabra como un escupitajo—. Tú no eres un hombre. Eres su «lacayo». Tú no me importas, ni tu hermano, ni tu ridícula organización. A partir de ahora haré exactamente lo que me dé la gana y no podrás evitarlo. No me sigas. No me vigiles. Ni siquiera intentes ponerte en contacto conmigo o lo lamentarás. ¿Entendido?

Kartik permanece inmóvil, frotándose la mano herida. Está demasiado sorprendido para decir nada. Por primera vez permanece en absoluto silencio. Y lo dejo así.

Mademoiselle LeFarge no nos riñe en ningún momento. Se pasa todo el camino de vuelta callada, con los ojos cerrados y una sonrisa triste. Pero sostiene entre los dedos la tarjeta de visita del inspector. Tras la larga velada y con el traqueteo del carruaje, están todas medio dormidas. Todas salvo yo.

Me siento exaltada por lo que he visto esta tarde. Los reinos son reales, y mi madre está allí, esperándome. Las advertencias de Kartik ya no significan nada para mí. No sé qué encontraré al otro lado de esa puerta de luz, y la verdad es que me da un poco de miedo averiguarlo. Lo que sí sé con total certeza es que ya no puedo pasar por alto el poder que hay dentro de mí. Ha llegado el momento.

Acerco la mano al hombro de Felicity y la sacudo con suavidad para despertarla.

—¿Qué… qué pasa? ¿Ya hemos llegado? —dice frotándose los ojos.

—No, todavía no —murmuro—. Necesito convocar una reunión de la Orden.

—Sí, muy bien —dice adormilada, y cierra otra vez los ojos—. Mañana.

—No, es importante. Esta noche. Debemos reunimos esta noche.