20

El doctor Thomas ha dictaminado que Pippa está plenamente recuperada y, como es domingo y ya hemos ido a misa, tenemos toda la tarde para hacer lo que queramos. Nos encontramos junto al lago, lanzando los últimos pétalos de las flores de finales del verano a su superficie en calma. Ann se ha quedado a ensayar su aria para el día de la Asamblea: el día en que nuestras familias vendrán a Spence para ver cómo nos estamos convirtiendo en mujeres maravillosas. Tiro un puñado de flores silvestres desmenuzadas. Permanecen inmóviles en el lago hasta que la brisa las arrastra hacia el centro y se quedan ahí, absorbiendo el agua poco a poco hasta hundirse por completo. Al otro lado del lago, varias niñas más pequeñas, sentadas en una manta, hablan y comen ciruelas sin hacernos caso como tampoco nosotras se lo hacemos a ellas.

Pippa está tumbada en el bote de remos. No recuerda nada de lo sucedido antes del ataque, y me alegro. Está muy avergonzada por su falta de control, por lo que pudo haber dicho o hecho.

—¿Hice ruidos vulgares? —pregunta.

—No —contesto para tranquilizarla.

—En absoluto —añade Felicity.

Apoyada en la proa, Pippa relaja los hombros. Al cabo de unos segundos, asaltada por una nueva preocupación, vuelve a tensarlos.

—¿No… no me habré hecho nada encima? —Apenas puede decirlo.

—¡No, no! —contestamos Felicity y yo al unísono.

—Es vergonzoso, ¿verdad? Mi enfermedad.

Felicity entrelaza flores pequeñas para formar una corona.

—No más vergonzoso que tener una madre que es una consorte a sueldo.

—Lo siento, Felicity. No tenía que haberlo dicho. ¿Me perdonas?

—No hay nada que perdonar. Es la verdad.

—La verdad —dice Pippa con desprecio—. Mi madre dice que no debo permitir que nadie se entere de mis ataques. Dice que si siento que voy a tener uno, debo decir que me duele la cabeza y marcharme. —Ríe con amargura—. Cree que debería ser capaz de controlarlo.

Sus palabras tiran de mí como un ancla. Quiero decirle desesperadamente que la entiendo. Quiero contar mi secreto. Me aclaro la garganta. El viento cambia de dirección y lanza los pétalos hacia mi pelo. Siento que ha pasado el momento, que se hunde bajo la superficie de las cosas, escondiéndose de la luz.

—Pasando a un tema más alegre —dice Pippa—, mi madre me ha dicho que mi padre y ella tienen una sorpresa para mí. Espero que sea un corsé nuevo. Las ballenas de este se me clavan cada vez que respiro. ¡Santo cielo!

—Tal vez no deberías comer tantos tofes —observa Felicity.

Pippa está demasiado cansada para indignarse en serio. Afecta enfado.

—¡No estoy gorda! ¡En absoluto! Mi cintura sólo mide cuarenta centímetros.

Pippa tiene una cintura de avispa, como les gustan a los hombres, según dice. Nuestros corsés nos envuelven y doblegan para adaptar nuestros talles a esta exigencia de la moda, a pesar de que nos cuesta respirar y a veces nos mareamos por la presión. No tengo ni idea de las medidas de mi cintura. Yo no soy en absoluto delicada y tengo los hombros como los de un chico. Toda esta conversación me aburre.

—¿Este año vendrá tu madre, Fee? —pregunta Pippa.

—Está visitando a unos amigos. En Italia —contesta Felicity mientras termina su corona.

Se la pone en la cabeza como una reina de hadas.

—¿Y tu padre?

—No lo sé. Espero que sí. Me encantaría que las tres lo conocierais, y que él vea que tengo amigas de carne y hueso. —Sonríe con tristeza—. Creo que temía que yo me convirtiera en una de esas chicas hoscas a las que nunca invitan a ningún sitio. Era un poco así después de que mi madre se… marchara.

Esa es la palabra que flota en el aire, que nadie dice. Pertenece a la misma lista que «vergüenza», «secretos», «miedo», «visiones» y «epilepsia». Todas esas cosas no expresadas son un lastre que nos distancia a unas de otras. Cuanto más intentamos salvar esa distancia, mayor es el peso que nos impide acercarnos.

—¿Cuánto tiempo hace que no lo ves? —pregunto.

—Tres años.

—Seguro que esta vez vendrá —dice Pippa—. Y estará muy orgulloso cuando vea que te has convertido en toda una señorita.

Felicity sonríe y es como si reflejase los rayos del sol sobre nosotras.

—Sí, sí, en eso me he convertido, ¿verdad? Creo que estará contento. Si viene.

—Te dejaría mis guantes nuevos de cabritilla, pero mi madre espera vérmelos puestos como prueba de que somos alguien —comenta Pippa con un suspiro.

—¿Y tu familia? —Felicity dirige su penetrante mirada hacia mí—. ¿Van a venir los misteriosos Doyle?

Mi padre no me ha escrito en las últimas dos semanas. Pienso en la última carta de mi abuela:

Mi querida Gemma:

Espero que estés bien. He tenido una pequeña neuralgia, pero no debes preocuparte porque el médico ha dicho que es sólo por la tensión de atender a tu padre y que se me pasará cuando vuelvas a casa y me ayudes a compartir la carga como debe hacer toda buena hija. Tu padre parece hallar consuelo en el jardín, donde se pasa largas horas sentado en un banco, con la mirada perdida, moviendo la cabeza, pero por lo demás está en paz.

No te preocupes por nosotros. Estoy segura de que mi dificultad para respirar no es nada grave. Te veremos dentro de un par de semanas junto con Tom, que te envía recuerdos y pregunta si ya le has encontrado una buena esposa, aunque seguro que lo dice en broma.

Con cariño, tu abuela.

Cierro los ojos e intento borrarlo todo de mi mente.

—Sí, van a venir.

—No parece que te haga mucha ilusión.

Me encojo de hombros.

—Tampoco he pensado mucho en ello.

—Nuestra misteriosa Gemma —dice Felicity, demasiado certera en su juicio sobre mí para que me sirva de consuelo—. Ya averiguaremos lo que nos escondes.

—Tal vez una tía loca en el desván —interviene Pippa.

—O un maníaco sexual que acecha a las muchachas —dice Felicity enarcando las cejas.

Pippa chilla horrorizada, pero la sola idea le encanta.

—Os habéis olvidado del jorobado —añado con una risa falsa.

Estoy agrandando la distancia entre nosotras, las envío a la otra orilla.

—¡Un depravado sexual jorobado! —exclama Pippa.

Sin duda ya se ha recuperado. Las tres nos reímos. El bosque absorbe nuestras carcajadas en forma de ecos breves y entrecortados, pero hemos llamado la atención de las niñas más pequeñas del otro lado del lago. Con sus uniformes blancos y almidonados, parecen somormujos perdidos que salpican el paisaje. Nos miran con los ojos entrecerrados; luego se vuelven y siguen charlando.

El cielo de septiembre presenta un aspecto inestable. De pronto está gris y amenazador; de pronto adquiere prometedores tonos azulados.

Felicity reclina la cabeza contra la orilla cubierta de hierba. El pelo se le extiende en abanico en torno a su rostro pálido como si fuera un mandala.

—¿Creéis que lo pasaremos bien esta noche en la sesión espiritista de lady Wellstone?

—Según mi padre, eso del espiritismo es una bobada —dice Pippa, meciendo el bote con el pie descalzo—. Pero ¿qué es exactamente el espiritismo?

—Es la creencia de que los espíritus pueden hablarnos desde el más allá a través de una médium como madame Romanoff —explica Felicity.

Las dos nos enderezamos, pensando lo mismo.

—¿Pensáis que…? —empieza a decir Felicity.

—¿…que podríamos pedirle que se pusiera en contacto con Sarah o Mary? —acabo yo.

¿Cómo no se me había ocurrido antes?

—¡Genial! —A Pippa se le demuda el rostro—. Pero ¿cómo vamos a decírselo?

Tiene razón, claro. Madame Romanoff nunca iría a visitar a un grupo de colegialas. Tenemos tantas posibilidades de comunicarnos con los muertos como de ser parlamentarias.

—Yo se lo pido si me ayudáis a congraciarme con madame Romanoff —propongo.

—Dejádmelo a mí —dice Felicity con una sonrisa.

—Si te lo dejamos a ti, me temo que acabaremos todas en apuros —dice Pippa, y se echa a reír.

Felicity se levanta como un rayo y, con dedos ágiles, desamarra el bote de Pippa y lo lanza hacia el centro del lago de un empujón. Pippa se levanta con dificultad para coger la cuerda pero ya es tarde. Se está alejando, abriéndose paso por la superficie del agua.

—¡Tirad la cuerda! ¡Quiero volver!

—Eso no ha sido muy amable de tu parte —reprocho.

—Tiene que saber cuál es su sitio —dice Felicity en respuesta.

Aun así, le lanza un remo. No llega y queda flotando en la superficie.

—Ayúdame a traerla —digo.

Las niñas somormujo se han levantado y nos miran risueñas. Les divierte nuestro mal comportamiento.

Felicity se sienta en el suelo y se ata un cordón de la bota.

Con un suspiro, pregunto a Pippa:

—¿No llegas al remo?

Tiende la mano por encima de la borda del bote hacia el remo, que está muy cerca. No lo alcanza, pero se estira más intentándolo. El bote se ladea precariamente. Pippa cae al agua chapoteando y pega un grito. Felicity y las otras niñas se ríen a carcajadas. Pero recuerdo la breve visión que tuve justo antes del ataque de Pippa, los ruidos escalofriantes del chapoteo y el grito ahogado de Pippa sumergida en el agua turbia.

—¡Pippa! —grito, abalanzándome hacia la gelidez del lago.

Alargo una mano y encuentro una pierna. La tengo, y tiro de ella con toda mi fuerza.

—¡Agárrate! —farfullo mientras vuelvo con Pippa a la orilla sujetándola por la cintura.

Ella intenta zafarse.

—Gemma, ¿qué haces? ¡Suéltame! —Se separa. El agua sólo le llega hasta los hombros—. Puedo caminar desde aquí, gracias —dice indignada, aparentando indiferencia a las risas y los dedos que la señalan desde el otro lado del lago.

Me siento ridícula. Recuerdo claramente la impresión de Pippa luchando bajo el agua durante mi visión. Supongo que no recuerdo bien las cosas a causa del susto. De todos modos, aquí estamos, empapadas pero sanas y salvas. Y eso es lo único que importa.

—Voy a estrangularte, Felicity —murmura Pippa mientras intenta mantenerse erguida en el agua.

Aliviada al ver que está bien, la abrazo y casi la hundo otra vez.

—¿Qué haces? —chilla, dándome manotazos como si yo fuera una araña.

—Lo siento —me disculpo—. Lo siento.

—Estoy rodeada de locas —gruñe mientras se arrastra hasta la hierba—. ¿Y dónde se ha metido Felicity?

No hay nadie en la orilla. Es como si se hubiera esfumado. Pero entonces la veo desaparecer en el bosque, con la corona de margaritas ceñida en la cabeza. Se marcha tan tranquila, sin siquiera mirar atrás para ver si estamos bien.