19

—Ah, ya estás aquí —dice Felicity desde una mesa pequeña a la que están sentadas con la vieja gitana—. La Madre Elena nos contaba una historia muy interesante: según ella, Ann será una gran belleza.

—Me ha dicho que tendré muchos admiradores —la interrumpe Ann, emocionada.

La Madre Elena me hace una seña con el dedo.

—Acércate, niña. La Madre Elena te echará la buenaventura.

Me abro paso entre las pilas de libros, pañuelos de vivos colores, frascos de hierbas y tinturas de toda clase que llenan la tienda. Un farol cuelga de un gancho detrás de la anciana. La luz es intensa y veo su rostro arrugado y moreno. Lleva pendientes en las orejas y anillos en cada dedo. Me acerca un cesto con unos cuantos chelines en el fondo.

Felicity se aclara la garganta y susurra:

—Dale unos peniques.

—Pero entonces no me quedará nada hasta que venga mi familia el día de la Asamblea —contesto.

—Dale los peniques —dice entre dientes con una sonrisa.

Con un profundo suspiro, echo mis últimas monedas en el cesto. La Madre Elena lo sacude. Satisfecha con el tintineo, vacía el contenido en su monedero.

—Y ahora decidme, ¿qué queréis? ¿Las cartas? ¿La mano?

—Madre Elena, creo que a nuestra amiga le interesaría oír la historia que nos contaba de las dos niñas de Spence.

—Ah, sí, sí. Pero no con Carolina aquí. Carolina, vete a buscar agua.

No hay nadie más en la habitación. Empiezo a ponerme nerviosa. La Madre Elena da ligeras palmadas a la baraja de cartas. Ladea la cabeza como si quisiera escuchar algo que ha olvidado: el trozo de una canción o una voz del pasado. Y cuando me mira, es como si fuéramos viejas amigas que acaban de encontrarse.

—¡Ah, Mary, qué agradable sorpresa! ¿Qué puede hacer hoy por ti la Madre Elena? Tengo unos pasteles de miel deliciosos, de lo más dulces. Toma.

Sirve pasteles imaginarios en una bandeja imaginaria. Las tres nos miramos. ¿Está actuando o es que la pobre vieja está como un cencerro? Me ofrece la supuesta bandeja.

—Mary, querida, no seas tímida. Coge un dulce. Te has cambiado el peinado. Te sienta bien.

Felicity asiente con la cabeza y me insta a que le siga la corriente.

—Gracias, Madre.

—¿Y dónde está nuestra alegre Sarah?

—¿Nuestra Sarah? —titubeo.

—Se ha ido a practicar la magia que usted le ha enseñado —se apresura a contestar Felicity.

La Madre frunce el entrecejo.

—¿Qué yo le he enseñado? La Madre no juega con esas cosas. Sólo con las hierbas y los conjuros para el amor y la protección. Te refieres a ellas.

—¿Ellas? —repito.

—Las mujeres que vienen al bosque —susurra—. A enseñar sus conocimientos. La Orden. De eso no puede salir nada bueno, Mary, hazme caso.

Estamos construyendo un castillo de naipes. Basta con una palabra equivocada para que se derrumbe toda la torre antes de completarla.

—¿Y usted cómo sabe qué nos enseñan? —pregunto. La mujer se da unos golpecitos en la sien con un nudoso dedo.

—La Madre sabe. La Madre ve. Ellas ven el futuro y el pasado. Le dan forma. —Se inclina hacia mí—. Ven el mundo de los espíritus.

Siento que la habitación da vueltas hasta convertirse en una imagen borrosa y de pronto se detiene otra vez. Aunque hace frío, el sudor que me resbala por el cuello me empapa el vestido.

—¿Se refiere a los reinos?

La madre asiente con la cabeza.

—¿Y usted puede entrar en los reinos, Madre? —pregunto.

Las palabras reverberan en mis oídos. Tengo la boca seca.

—Ah, no. Sólo los vislumbro. Pero Sarah y tú sí habéis ido, Mary. Mi Carolina me ha dicho que le habéis traído brezo fresco y mirto del jardín. —La sonrisa de la Madre se desvanece—. Pero hay otros lugares. Las Tierras Invernales. Ay, Mary, temo lo que vive allí… Temo por Sarah y por ti…

—Sí, ¿qué sabe de Sarah…? —pregunta Felicity.

La Madre vuelve a fruncir el entrecejo.

—Sarah es una chica ávida y quiere algo más que conocimientos. Quiere poder. Debemos apartarla del camino equivocado, Mary. Debemos apartarla de las Tierras Invernales y de las cosas oscuras que habitan allí. Temo que Sarah las atraiga, que alguna se una a ella, y eso corrompa su mente.

Me da unas palmadas en la mano. Siento en los nudillos su piel seca y agrietada. Estoy a punto de desmayarme. Tengo que hacer un enorme esfuerzo para seguir adelante.

—¿Qué… cosas oscuras?

—Espíritus heridos, llenos de rabia y de odio. Quieren volver a este mundo. Descubrirán vuestra debilidad y se aprovecharán de ella.

Felicity no se cree ni una palabra. A espaldas de la Madre, hace una mueca. Pero yo he visto la oscuridad moverse y gritar.

—¿Y ella cómo podía atraer a un ser así?

Pese al frío, estoy empapada de sudor y atontada.

—La cosa le pide un sacrificio y, a partir de ese momento, ella tendrá poder —susurra la Madre—. Pero quedará ligada para siempre a la oscuridad.

—¿Qué clase de sacrificio? —consigo preguntar a duras penas con voz ronca.

La Madre Elena, con ojos vidriosos, se esfuerza por recordar. Levantando la voz, repito:

—¿Qué clase de sacrificio?

—No te dejes llevar tanto…, Mary —dice Ann entre dientes.

La mirada distante de la Madre se ha desvanecido. Me observa con recelo.

—¿Quién eres?

Felicity intenta hacerla volver.

—Es su Mary, Madre Elena. ¿No se acuerda?

La Madre gimotea como un animal asustado.

—¿Dónde está Carolina con el agua? Carolina, no seas mala. Ven conmigo.

—Mary puede acompañarla a buscarla —sugiere Felicity.

—¡Basta! —grito.

—Mary, ¿eres tú que has vuelto a mí tras tanto tiempo?

La madre me rodea el rostro con sus manos ajadas.

—Soy Gemma —digo con dificultad—. Gemma, no Mary. Lo siento, Madre.

La Madre Elena retira las manos. Se le abre el pañuelo y queda a la vista el brillo del ojo de luna creciente en torno al cuello curtido. Retrocede.

—Tú. Tú nos lo has traído.

Los perros ladran cuando alza la voz.

—Creo que debemos irnos —señala Ann.

—Nos has destruido. Lo has perdido todo…

Felicity echa otro chelín a la mesa.

—Gracias, Madre. Nos ha ayudado mucho. Los pasteles de miel estaban deliciosos.

—¡Has sido tú!

Me tapo los oídos. Su voz reverbera en el bosque, como el aullido de un animal, una hembra que llora la muerte de su cría devorada por un depredador en el gran ciclo de la vida. Es ese sonido más que otra cosa lo que me impulsa a salir corriendo, pasando ante los hombres, ahora ya demasiado borrachos para ir tras nosotras, dejando atrás a Felicity y Ann. No me detengo hasta adentrarme en el bosque. Estoy sin aliento y a punto de desmayarme. El maldito corsé. Con los dedos ateridos por el frío, tiro de los cordones pero no puedo desatármelos. Al final, caigo de rodillas y lloro de frustración. Siento la mirada de él incluso antes de verlo. Pero ahí está, mirando: simplemente mirando.

—¡Déjame en paz! —grito.

—¡Vaya una manera de tratarnos! —exclama Felicity, que aparece jadeando, y Ann está detrás de ella, también sin resuello—. ¿Se puede saber qué demonios te ha pasado ahí dentro?

—Es que… es que me he asustado —contesto, intentando recobrar el aliento.

Kartik sigue ahí. Siento su presencia.

—La Madre Elena tal vez esté loca, pero es inofensiva. O tal vez no esté nada loca. A lo mejor, si no te hubieras ido corriendo, habría acabado su numerito y nos habría dicho la buenaventura; has malgastado cinco peniques inútilmente.

—Lo siento —farfullo.

Ya no hay nadie detrás del árbol. Se ha ido.

—¡Qué noche! —murmura Felicity, y se pone a caminar, dejándome de rodillas bajo la mirada vigilante de las lechuzas.

En el sueño, corro, y mis pies se hunden en la tierra fría y lodosa a cada paso. Me detengo a la entrada de la tienda de Kartik. Está durmiendo, destapado, su pecho desnudo expuesto como una escultura romana. Una línea de vello oscuro desciende por su abdomen terso y desaparece bajo la cintura del pantalón, en un mundo que desconozco.

Su rostro. Sus mejillas, nariz, labios, ojos. Bajo los párpados, los ojos se mueven rápidamente. Las espesas pestañas descansan sobre los pómulos. La nariz, pronunciada y recta, desciende en perfecta proporción hasta la boca, que tiene ligeramente abierta para respirar.

Quiero volver a saborear esa boca. El deseo se apodera de mí y me quedo inmóvil, con sensación de mareo. Sólo existe el deseo. Pienso en acercar mis labios a los suyos y es como si me derritiera. Sus ojos negros se abren, me ven. La escultura cobra vida. Cuando se levanta, se flexiona cada músculo de su cuerpo; me obliga a tenderme y se echa sobre mí. Bajo su peso, el aire escapa de mis pulmones como de un fuelle y, aun así, suena como el más suave de los suspiros. Y su boca vuelve a estar junto a la mía, un calor, una presión, una promesa de lo que está por venir, una promesa que quiero ver cumplida.

Sus dedos son un susurro en mi piel. Un pulgar se desliza hacia mi pecho, traza círculos alrededor. Acerco la boca a la piel salada de su cuello. Siento que una rodilla me aparta los muslos. Algo se desploma dentro de mí. Es como si dejara de respirar por un momento. Estoy vacía. Busco.

Los dedos cálidos van bajando, vacilan y luego rozan una parte de mi cuerpo que todavía no entiendo, un lugar que no me he permitido explorar.

—Espera —susurro.

No me oye o no quiere oírme. Sus dedos, fuertes y seguros y no del todo rechazados, vuelven, y noto el contacto de toda la palma de su mano. Quiero huir. Quiero quedarme. Quiero las dos cosas a la vez. Su boca se une a la mía. Estoy clavada en el suelo por decisión de él. Podría flotar, perderme dentro de él y volver a renacer siendo otra persona. Frota la piel de mi pecho con el pulgar y experimento una deliciosa sensación de estar en carne viva, como si nunca antes hubiera sentido verdaderamente la piel. Todo mi cuerpo se eleva para acoger su presión. Su decisión podría ser la mía. Podría engullirme si llegase a dejarme ir. Dejarme ir. Dejarme ir. Dejarme ir.

No.

Apoyo las manos en la piel resbaladiza de su pecho y lo empujo hacia atrás. Él se aparta. Al dejar de sentir su peso, me siento como si me hubieran amputado un miembro y la irresistible necesidad de atraerlo de nuevo hacia mí. Le brilla la frente por el sudor, cuando parpadea en sueños, confuso y aturdido. Está otra vez dormido, tal como lo he encontrado. Un ángel oscuro fuera de mi alcance.

Es un sueño, sólo un sueño. Eso me digo cuando despierto, jadeando, en mi propia cama, en mi propia habitación, con Ann roncando plácidamente a unos pasos de mí.

Sólo es un sueño.

Pero parecía tan real… Me llevo los dedos a los labios. No los tengo hinchados por los besos. Estoy intacta. Pura. Una mercancía útil. Kartik está muy lejos de aquí, perdido en un sueño que nada tiene que ver conmigo. Pero esa parte de mí que no he explorado me duele, y tengo que tumbarme de lado con las rodillas juntas para aliviarme la molestia.

Sólo es un sueño.

Pero lo que me da más miedo es lo mucho que deseo que no lo sea.