Para llegar al campamento de los gitanos tenemos que caminar media legua entre zarzas, arañándonos las piernas. Las noches son cada vez más frías. El aire es húmedo y cortante. Me arden los pulmones cuando lo aspiro y me sale por la boca en forma de pequeñas nubes de vapor. Cuando llegamos al borde del campamento y vemos las tiendas de campaña y la hoguera, los grandes carros de madera y los hombres tocando violines destartalados, me duele el costado.
—¿Y ahora qué? —susurra Ann sin aliento.
Las mujeres están en sus tiendas. Unos cuantos niños deambulan por el campamento. Cinco jóvenes beben sentados alrededor del fuego, hablando en un idioma que no entendemos. Uno de ellos hace un comentario jocoso. Sus amigos dan palmadas y se echan a reír. El sonido de su risa, grave y gutural, penetra en mis entrañas de tal modo que me entran ganas de huir en busca de un lugar seguro; o de huir hasta que me atrapen. Para enfrentarme a qué, lo ignoro. Mi mente no llega tan lejos. Sólo sé que el corazón me late con fuerza.
Uno de los jóvenes es Ithal. A la luz del fuego, sus extraños ojos dorados parecen danzar. Cruzo una mirada con Felicity y se lo señalo con la cabeza.
Ann se da cuenta y mira alrededor, asustada.
—¿Qué pasa?
—Cambio de planes. Tendremos que volver mañana, de día.
Ann protesta.
—Pero habéis dicho que…
Me doy la vuelta para irme, pero piso una rama y se parte. Se oye un sonoro crujido. Los perros empiezan a ladrar furiosamente. Ithal se levanta con su puñal, alerta como una criatura salvaje, y manda callar a sus amigos en su lengua materna. Ahora también ellos están vigilantes, listos para atacar.
—Enhorabuena —dice Felicity con brusquedad.
—Díselo al bosque; yo no tengo la culpa —replico entre dientes.
Ithal levanta un dedo para pedir silencio a sus compañeros y pregunta en inglés:
—¿Quién va?
—Estamos perdidas —murmura Ann, petrificada.
—No del todo —responde Felicity.
Se endereza y sale de detrás del árbol. Tiramos de ella para que vuelva a agacharse.
—¿Qué haces? —dice Ann en un susurro demasiado audible, aterrorizada.
Felicity no nos hace caso. Se dirige hacia ellos, una aparición vestida de blanco y terciopelo azul, con la cabeza en alto. La miran sobrecogidos, como si fuera una diosa. Todavía no sé qué se siente cuando se tiene poder. Pero seguro que es algo así, y creo que comienzo a entender por qué esas mujeres de la Antigüedad tenían que esconderse en cuevas, por qué nuestros padres, maestras y pretendientes quieren que nos portemos bien y de manera predecible. No es que quieran protegernos, es que nos temen.
Ithal esboza una sonrisa lasciva. Le hace una reverencia. Al vernos escondidas detrás de un árbol como si fuera el delantal de nuestra madre, nos silba dulcemente, pero conserva la sonrisa rapaz.
Quiero irme corriendo y no parar hasta llegar a Spence. Pero no puedo dejar a Felicity aquí. Y quizá los hombres me perseguirían en la profunda oscuridad del bosque. Cojo la mano húmeda de Ann y me encamino erguida hacia el círculo de hombres altos que se estrecha en torno a nosotros.
—Sabía que no podrías mantenerte alejada —dice Ithal en tono provocador a Felicity.
—No sabías nada de eso. Si no recuerdo mal, el otro día te dejé plantado al otro lado del muro. Ese es el lugar donde te corresponde estar: al otro lado.
Se está burlando de él. No parece la actitud más sensata, pero yo nunca me había encontrado rodeada de gitanos viriles por el bosque en plena noche. No estoy en posición de dar consejos ni de discutir. Sólo puedo contener la respiración y esperar.
Ithal se acerca a Felicity y juguetea con la cinta de su capa, atada al cuello. Habla con voz estridente, risueña, pero la sonrisa no le llega a los ojos, que conservan una expresión dolida, iracunda.
—Esta noche no estoy al otro lado del muro.
—Por favor —dice Ann con voz ronca—, sólo hemos venido a ver a la Madre Elena.
—La Madre no está aquí —responde uno de los hombres.
En realidad es casi un niño. Tendrá unos quince años, con la nariz todavía demasiado grande para su rostro. Si tuviéramos que salir corriendo, sería el primero al que le daría una patada.
—Exijo ver a la Madre Elena —insiste Felicity, tranquila y segura en apariencia.
Yo soy la única que se da cuenta de lo asustada que está. Y su miedo me asusta más que la situación en sí.
«¿Cómo nos hemos metido en este lío? ¿Y cómo vamos a salir?».
—¿Qué ocurre?
Kartik aparece de pronto con su disfraz de gitano y el bate de criquet improvisado en la mano. Cuando me ve, se queda atónito.
—Por favor, tenemos que ver a la Madre Elena —digo, esperando que no se note lo aterrorizada que estoy.
Ithal levanta las manos, exponiendo los gruesos callos de las palmas, señal de una vida dura al aire libre.
—Ah…, esta gachí es tuya. Disculpa, amigo.
Kartik se ríe.
—No es… —Se interrumpe—. Sí, es mía.
Me coge de la mano y me aparta del círculo.
Nos sigue un coro de silbidos y ovaciones. Otra mano me coge por la muñeca libre. Es del chico de la nariz grande que he visto antes.
—¿Cómo sabemos que es tuya? No parece muy dispuesta —bromea—. A lo mejor me prefiere a mí.
Kartik vacila, lo suficiente para provocar parcas risas de sospecha entre los hombres. El otro muchacho me tiene cogida con fuerza y noto el miedo, frío y metálico, en la boca. No hay tiempo para recatos. Aquí no sirve la razón. Sin previo aviso, beso a Kartik. Sus labios, apretados contra los míos, me sorprenden. Son cálidos, ligeros como el aliento, firmes como la piel de un melocotón contra mi boca. Un olor a canela quemada pende en el aire, pero no estoy teniendo una visión. Es su olor, que me ha impregnado. Un olor que me contrae el estómago. Un olor que aleja de mi cabeza todo pensamiento y lo sustituye por una irresistible sed de más.
La lengua de Kartik se desliza un momento entre mis labios, y me crispo. Me aparto, sin aliento, ruborizada. No puedo mirar a nadie; y menos a Felicity y a Ann. ¿Y ahora qué pensarán de mí? ¿Qué pensarían si supieran lo mucho que me ha gustado? ¿Qué clase de chica soy que disfruto con un beso que he dado con tal descaro, sin esperar a que me lo pidieran, como habría sido lo correcto? Un hombre fornido se echa a reír.
—¡Ya veo que es tuya!
—Sí —dice Kartik con voz ronca—. Ya las acompaño yo hasta la Madre Elena para que les eche la buenaventura. Seguid bebiendo. Necesitamos su dinero, no sus problemas.
Kartik nos conduce a la tienda de la Madre Elena. Por el camino, Felicity se vuelve hacia Kartik, que va a mi lado. Primero lo mira a él, después a mí y luego otra vez a él. Yo me mantengo inexpresiva y finalmente Felicity se vuelve. Kartik retira la cortina para dejar pasar a Felicity y Ann, pero a mí me aparta con brusquedad.
—¿Se puede saber qué haces aquí?
—He venido a que me echen la buenaventura —contesto. Es una respuesta tonta, pero mis labios todavía sienten el contacto de su beso y estoy demasiado avergonzada para pensar en algo inteligente—. Perdona mi comportamiento —consigo decir a duras penas—. Me han obligado las circunstancias. Espero que no me consideres demasiado atrevida.
Coge una bellota del suelo, la lanza al aire y la golpea con el bate de criquet. El bate está tan viejo y roto que no sirve de gran cosa. Kartik tiene los labios apretados.
—Ahora no me dejarán en paz.
El cosquilleo en mi estómago se detiene en el acto.
—Lamento que te veas en esa situación por mi culpa —digo.
No contesta, y me siento tan humillada que deseo desaparecer en ese mismo instante.
—¿Dónde está la cuarta del grupo? ¿Escondida en el bosque?
Tardo un momento en comprender que se refiere a Pippa. Me acuerdo de cómo la miró a orillas del lago. Salta a la vista que no ha parado de pensar en ella. Es la primera vez que se muestra realmente amable, y me sorprende lo mucho que me molesta.
—Está enferma —contesto, irritada.
—Nada grave, espero.
No sé por qué me duele tanto el evidente interés de Kartik por Pippa. No hay nada entre nosotros. No hay nada que nos una salvo este secreto oscuro que ninguno de los dos desea. No es el anhelo de Kartik lo que duele. Es el mío. Es saber que yo nunca tendré lo que tiene ella: una belleza tan poderosa que ejerce esa clase de atracción. Siento que siempre tendré que perseguir lo que sea que quiera. Siempre tendré que preguntarme si soy deseada de verdad o si simplemente se han conformado conmigo.
—No, nada grave —digo, tragando saliva—. ¿Y ahora puedo entrar?
Hago ademán de retirar la cortina, pero él me agarra la muñeca.
—No vuelvas a hacerlo —advierte.
A continuación me empuja hacia la tienda y se aleja en dirección al bosque para convertirse en los ojos de la noche, siempre vigilándome.